The Barcelona Review

Facebook


                    
                    

twitter

Lucía Oliván Santaliestra

VOLANDO

 

Los chillidos se oían por todo el vecindario. Eran quejidos roncos y alterados, voces doloridas pidiendo auxilio al ser golpeadas con el ímpetu con el que solo podía hacerlo Georg en semejante estado.
       Hoy había vuelto a pasar.
       —Marica… Marica, marica, marica.
       El empujón que había recibido hasta caerse al suelo le había dolido unos segundos. Sin embargo, las carcajadas burlonas de German y Dimitri no habían dejado de perseguirlo desde ese instante. Habían salido con él del patio del colegio. Lo habían acompañado en su huida apresurada por las  nevadas calles moscovitas. Habían cruzado el viejo portal del inmueble, subido las escaleras hasta el séptimo piso, y acabado incrustándose entre las cuatro paredes de su cuarto después de que Georg entrara en este dando un portazo. 
       Las cuerdas volvían a lamentarse, emitiendo ahora un sonido rasgado y profundo. Paró unos segundos, dejando respirar a su violonchelo. No, no iba a llorar. No iba a dejar que las humillaciones de esos chicos traspasaran su cuerpo y se impregnaran como un olor acre permanente en su ropa. No iba a tolerar que su boca sintiera un sabor agrio que le llevara a tener arcadas, ni que la culpa de creer merecer todo eso se instalara en su vientre como tantas otras veces.
       Estaba anocheciendo y los primeros copos de nieve empezaban a asomarse por la ventana. Afuera se veían los grises edificios. Todos eran iguales: el mismo cemento, la misma estructura. Aparecían erguidos como tristes esqueletos homogéneos, testigos mudos del recogimiento a esas horas de los habitantes de Moscú.
       Dentro, en la cocina, se escuchaban unos gritos nerviosos. A su edad un chico no tendría que estar todo el día tocando ese instrumento. Eso no es de hombres. ¿Qué clase de hijo quieres criar? ¡Es todo culpa tuya!, Irina.
       Georg siguió azotando las cuerdas de su violonchelo. Ahora su padre hablaría de Vladimir, mientras sostendría en la mano un vaso de vodka, la mirada hundida en el fondo de este. Él sí se había comportado siempre como un hombre. Él sí había sido valiente. Él nunca había llorado. Dichoso accidente, murmuraría después. Y daría un golpe en la mesa. Su madre se echaría a llorar. Él se serviría más vodka. Uno, dos, tres… Perdería la cuenta. Su voz sería ya pastosa cuando dijera de nuevo que su otro hijo, al contrario, era sensible. Y lo resaltaría con la tristeza del que cree que la vida ha sido muy injusta con él y que solo le ha dado disgustos.
        Georg agitó el arco del instrumento enérgicamente, hasta hacer caer al suelo las partituras de la melodía que estaba tocando. ¿Cuándo se había convertido en la vergüenza de la familia y su hermano en un mártir, en un fantasma con el que nunca podría competir? Lamentablemente, conocía la respuesta. Apretó los labios fuertemente hasta hacerlos sangrar.
       Sí, él nunca había sido como su hermano. Él tenía, en efecto, una sensibilidad especial. Adoraba su violonchelo. Era capaz de contemplar durante horas su elegante y fuerte porte, sus insinuantes ondulaciones, su absoluta hermosura. De hecho, lo veneraba. Se entregaba a este todas las tardes como si hiciera un sagrado y profano ritual a la vez. Primero sus  manos acariciaban tiernamente su fino torso. Después sus piernas se contraían para asirlo con energía. Entonces ensayaba diferentes posiciones con sus dedos hasta conseguir arrancarle las notas adecuadas y hacerlo vibrar hasta la extenuación. Era en aquel instante en el que este joven músico volaba, sumido en una perfecta unión y armonía. Y era inmensamente feliz. Si hubiera tenido que ponerle un nombre a este, se decía a veces riendo, lo hubiera llamado como un héroe o dios antiguo: Alejandro, quizás; o Hércules, poderoso, solemne, de rasgos fuertes y proporcionados: simplemente bello.
       Pero esos momentos de éxtasis duraban poco. Las carcajadas, los empujones, las duras miradas de desaprobación en su casa asomaban pronto por todos los rincones de su habitación. Le gritaban, lo increpaban, encerrándolo en una nube sofocante de nuevo.
       —Marica… Marica, marica, marica…
       Su mente era invadida de nuevo por aquellas palabras. Pero esta vez, estas habían sido pronunciadas por su padre, tan solo hacía unos meses, en una situación a partir de la cual ya nada había sido igual. Ni mucho menos mejor. Se acordaba muy bien: la puerta de su habitación abierta de repente, los músculos tensos y el ceño fruncido de su progenitor, la rabia ascendiendo por su garganta hasta no parar de gritar. Su hijo se había quitado rápidamente el vestido de ballet de Irina, borrado la marca de pintalabios del rostro, bajando la cabeza, resignado.
       De todo lo que había sucedido a partir de ese momento, que había sido mucho, lo que más le hirió a este joven violonchelista fueron los silencios continuos de quien debería haber sido su familia. Desde entonces las cenas transcurrieron en un tácito silencio en las que un hombre malhumorado y vencido que algún día quizás lo llegó a querer ignoraba sus comentarios y su madre no se atrevía a levantar la vista del plato. Al llegar a casa aquel señor que apenas podía reconocer no respondía a su saludo. Por el pasillo, hacía como si no existiera. Los días discurrieron en una incómoda y tensa calma, en un forzado y silencioso pacto cuya fórmula mágica consistía en que el causante de esa innombrable humillación se volviera simplemente invisible.
       Pero lo que de ningún modo fue invisible para el culpable de tantos males fueron aquellos ojos de adulto derrotado que lo contemplaron desde aquel incidente. Eran unos ojos cansados, donde se leía todo el desprecio y el pavor de quien creía haber engendrado un auténtico monstruo: un ser terrible de rostro pálido, cuerpo endeble y rasgos afeminados que tenía el poder nefasto de haberle destrozado la vida. Desde aquel instante, esos ojos lo persiguieron, le recordaron lo indigno que era: por ser sensible, por amar la música, por no ser como Vladimir, por sentirse una mujer, por… Los motivos eran muchos y varios; la culpa, solo suya.
       Georg dio una patada en el suelo. La realidad le dolía por todas las partes de su cuerpo. Sentía que se asfixiaba.
       Solo quería volar.
       Por el pasillo se escuchaban ya los pasos lentos y firmes de su padre, el aliento fuerte a vodka se iba colando por la puerta de su cuarto.
       Georg siguió tocando con furia. Sentía que se asfixiaba.
       Solo quería volar.
       —Marica… Marica, marica, marica.
       Las palabras volvían a retumbar en su cabeza. El miedo y la pena lo traspasaron como alfileres que se clavaran en su estómago, mientras empezaba a quemarle la garganta. Tragó saliva y sintió un gran escozor. Notaba un extraño fuego corriendo en su interior.
       ¡No! Él no era marica. No, no lo era. Ni lo sería jamás, si eso significaba ser una deshonra, objeto de burlas y rechazo en el patio del colegio y en su propia casa. No. Él era sensible, afeminado, y amaba la música. Sí. Y a los chicos. Y se sentía encerrado en un cuerpo que no le correspondía. Pero eso no tenía nada que ver con ser marica, porque ser marica implicaba desprecio. No. Sentir atracción por los hombres, sentirse mujer, ser él mismo, eso no tenía nada que ver con ser marica.
       Un extraño calor iba abrasando su boca, su esófago, su estómago. Unas lágrimas ácidas le invadieron el rostro, humedeciéndolo.
       El pomo de la puerta se empezó a mover agitadamente. Detrás, Irina trataba de detener a su marido, gritándole, suplicándole, dándole ligeros puñetazos que para él eran tan solo cosquillas. Georg era muy consciente de lo que iba a ocurrir. Otra vez. Por las noches jamás había sido invisible en su casa. Sentía que se asfixiaba.
       Solo quería volar…
       Un llanto silencioso discurrió por sus mejillas. Sacudió con todas sus fuerzas el arco de su violonchelo.
       Solo quería volar…
       La ventana del cuarto se abrió violentamente. Se levantaron fuertes ráfagas de aire. Las partituras que descansaban en el suelo comenzaron a revolotear.
       Solo quería volar…
       Entonces ocurrió algo inaudito y completamente inesperado.
       Su dolor, espeso y salado, fue deslizándose por todo su semblante, luego por su cuello y sus brazos, cayendo por sus piernas y sus pies después. Era tanto, y tan abundante, que fue inundando el cuarto, llenándolo completamente, creando una masa líquida violenta y amenazadora que se movía con gran furia. En medio de la habitación se formó un remolino que comenzó  a arrastrar todos los objetos que había allí, tragándoselos. Luego, derribó la puerta y fue atrayendo los muebles del pasillo, y el resto de objetos de la casa. Con ellos, su padre fue conducido hasta allí y engullido completamente.
       Al mismo tiempo, el joven músico empezó a elevarse y a dar vueltas en la habitación, sin dejar de arrancarle intensos sonidos a su violonchelo. En su ascensión, pudo ver con la boca abierta cómo su propio cuerpo cambiaba. Su pelo crecía, transformándose en una bella melena; la piel de sus manos y sus mejillas se volvía más fina y rosada aún; sus labios se teñían de rojo carmín, como el pintalabios de Irina, y los pantalones se recogían en pliegues hasta formar un bello tutú de bailarina. Simultáneamente, dos enormes y sensuales pechos crecían y su miembro se encogía hasta desaparecer, dejando en su lugar una limpia y profunda cavidad.
       Georg se contempló y se sintió por primera vez hermosa, libre, liberada. Fue girando sobre sí misma y ascendiendo cada vez más, abrazada a su instrumento. Finalmente, alcanzó el techo y se esfumó, ante la mirada estupefacta de su madre, quien, ajena a la masa de líquido absorbente, no dejó de llorar agradecida por ver aquel espectáculo.
       Cuentan las gentes del vecindario que aquella noche vieron surcar por el pálido cielo de la ciudad a una dulce mujer abrazada a un hombre fuerte, rubio y vigoroso. Esta lo sujetaba firmemente con sus piernas, acariciándolo por todas partes, pellizcándolo con sus dedos hasta hacerlo gemir. Estaban unidos en una intensa pasión como si fuera la última vez que se fueran a ver. Cuentan las gentes moscovitas que estos dos enamorados estuvieron volando toda la noche, hasta que la vista no alcanzó a verlos más. Y que les  acompañó siempre la melodía frenética y chillona de un violonchelo.                                                             

 

_____________________________________________

 

Lucía Oliván Santaliestra:
Es española y  se licenció en los estudios de Filosofía en la Universidad de Barcelona y en Traducción e Interpretación en la Universidad de Pau, Francia. Desde hace ocho años reside en Alemania, donde es docente en las materias de Filosofía, Plástica, Música, Francés y Español en una escuela de secundaria de reciente creación, de allí que imparta asignaturas tan variadas en aquel país. Sus aficiones son leer, viajar y escribir relatos.


       Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
       Rogamos lean las condiciones de uso

 


                    

arriba