Llevo dando vueltas por el piso aproximadamente cuatro días. La mayoría de este tiempo he permanecido a oscuras, recubierto por un albornoz color rojo eczema, con evidentes signos de desgaste debido al uso. Camino erguido sobre un par de zapatillas fantasía, de esas que tienen forma de una pezuña de animal.
La dignidad, ahora por ahora, no es un bien negociable.
Durante buena parte de estos cuatro días me he repetido a mí mismo hasta el hartazgo que la dignidad, así las cosas, no resulta en absoluto prioritaria. Me he atrevido, incluso, a relegarla formalmente a la circunspecta categoría de veleidad.
Creo que mi gato está muerto. Parece dormido. Pero estas cosas se saben, se intuyen, casi siempre tienden al extremo: no duerme. Está muerto.
Lo peor, sin duda, es tener que empezar a planear mi salida al exterior.
Mi higiene personal se ha convertido en una leyenda, en un rumor infundado.
Algo se mueve en el plato.
Un criterio que podría definir mi estado de cosas se basa en que, si ahora mismo me diera un infarto y cayera junto a mi gato, los vecinos, alertados por la hediondez, tirarían la puerta abajo y se encontrarían con:
1. Pornografía extendida por todo el suelo del piso. Catálogos de Women’ Secret maliciosamente rociados de disolvente y de otros productos abrasivos.
2. Vitrinas rebosadas de perturbadores recuerdos de todas mis vacaciones por diferentes enclaves de la Costa Dorada. Sin ánimo de entrar en especificaciones, simplemente diré que el horror contenido en todo ese ejercício de mal gusto podría trastornar, aunque fuera levemente, el sentido de la vida de un ciudadano medio. Y lo más desesperante es que siempre he sido consciente de esto.
3. Tengo frío: y eso es debido, principalmente, al agujero de dos metros de diámetro que, durante estos cuatro días, he ido abriendo a ratos en la pared maestra del edificio, sigilosamente y siempre en horario laboral, sin ningún motivo en concreto.
4. Un disco de Quimi Portet, de cuando inició su descalabrada carrera en solitario. Este objeto no resulta trascendental por sí mismo; pero combinado con los factores anteriormente mentados, da como resultado un muy poco halagüeño diagnóstico sobre mi equilibrio mental.
5. Un gato presuntamente muerto.
Lo que significa que los titulares del periódico local hablarían –en todo caso que llegaran a mentarlo, cosa ya en sí poco probable– de la triste muerte natural de un hombre que, a pesar de su avanzada edad, no llegó jamás a entender absolutamente nada. Un hombre que, sin lugar a dudas, lo hizo todo mal.
Por eso, y porque he recibido órdenes específicas de un grupo de espías germano-prusianos que viven hacinados justo en la planta baja del edificio de enfrente (la cual, a primera vista, parece y reacciona como un hipermercado), debo calcular sin margen de error el tiempo exacto en el que el gas habrá de llegar, campechano como la felicidad de un retrasado mental, a la llama del gigantesco cirio color caramelo que preside el altar pagano de mi dormitorio. Saberlo para poder salir antes de.
El único problema (a parte de ser como soy, la cual cosa no es un asunto de fácil digestión) es que no cuento con otro calzado aparte de estas zapatillas fantasía. Son como pezuñas de oso pardo. La suela es fina como un pergamino y no podrían contener, por ejemplo, la penetración de un vidrio roto o un clavo oxidado. Solo espero que nadie haya tenido la impertinente ocurrencia de minar los pasillos del edificio con montículos de vidrios rotos. Y si así fuera (nunca descartar nada, dicen ellos siempre), en el peor de los casos solo cabe pensar que los grandes hombres siempre han tenido que sufrir (más o menos) indeciblemente, antes de llegar a ocupar, por derecho propio, apenas media página de cualquier enciclopedia de estar por casa.
© del texto y la ilustración Riot Über Alles 2009
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