TOCAD MADERA
(Título original: Knock on Wood)
por Frank Thomas Smith
tr: Ferran Vidal Vicens
Cuando me
transformé en niño, pensé que la vida iba a ser un paseo triunfal, pero no fue nada
fácil tener que crecer, primero, en una Italia en guerra y, más adelante, en América.
En más de una ocasión, llegué a pensar que mejor me hubiesen ido las cosas de haber
continuado siendo una marioneta. Ahora que todo se ha acabado, sé que me equivocaba. A
pesar de los pesares, no volvería a ser aquel Pinocho inocente del pasado, que apenas
distinguía una verdad de una mentira.
Tras la muerte de mi viejo, me quedé huérfano. Ni mi
hada madrina ni el bueno del grillo estaban ya a mi lado para sacarme las castañas del
fuego. Supongo que pensaron que, siendo yo ahora un niño, su trabajo dejaba de tener
sentido, y que ya les tocaba relajarse un poco, lo cual no dejaba de ser cierto. Aunque,
si algún día Disney hace una segunda parte de la historia, seguro que los incluyen, lo
cual no es de extrañar en gente que, a expensas de la veracidad, se toma todas las
libertades del mundo.
Cuando las tropas americanas tomaron Palermo, apenas
se podía hacer nada aparte de robar bicicletas. Lo lógico es que por esas fechas yo ya
hubiese aprendido a mantenerme alejado de toda suerte de trapicheos. Y así era, pero los
niños tienen que comer. No sé si os acordaréis de aquel astuto Zorro y de aquel
malhadado Gato que repetía cuanto decía el Zorro. No estaban en demasiada buena forma
después de que me transformara en niño, pero se fueron recuperando al entrar de lleno en
el mercado negro, que no dejaba de ser su hábitat natural.Así que me metieron en el
negocio del robo de bicicletas, que seguramente no habría abandonado de no haber sido
adoptado por un soldado americano. Era un tipo majo, con un gran corazón, aunque un
poquitín bobo. Sucedió que un día dejó su flamante bici americana en la calle, frente
a un bar. No se olvidó, como es de suponer de candarla, pero ¿qué candados podían
resistírseme entonces? En un santiamén me deshice del candado y ya me iba, cuando fui a
darme de bruces con un PM que, no teniendo mejores ocupaciones, recién salía del
prostíbulo de al lado. Me agarró del cuello y me preguntó de dónde había sacado la
bici (sabía que la había robado porque ningún chico italiano tenía una bici como esa),
a lo cual le contesté que me la había prestado un amigo. Lo dije en italiano y, al no
entenderme, hizo sonar su silbato hasta que vino un policía italiano y me hizo, ahora en
italiano, la misma pregunta, obteniendo igual respuesta. «¿Qué amigo?», me preguntó.
Señalé en dirección al bar, hacia donde me arrastraron, bici incluída, y me pidieron
que les indicara quién era mi amigo. Me puse a pensar en lo difícil que iba a ser salir
de aquel atolladero. Incluso si tenía la suerte de dar con el propietario de la bici
entre los cerca de veinte soldados que había en el bar, ¿qué me diría? Justo entonces
se giró un tipo y nos vio.
¡Eh, tú! ¿Qué haces con mi bici?
gritó, acercándose a nosotros.
Pesqué al chaval tratando de robarla dijo el PM. Al no saber italiano,
no se había enterado de la coartada del amigo.
Dice que sois amigos dijo en italiano el
policía, y pareció que el tipo algo entendía. Y que le has dejado la bici. Estos
chavales siempre mienten.
El soldado me miró y me vio llorar, cabizbajo, y vio
también cómo me restregaba la suciedad de la cara con la manga de la camisa. Entonces,
dijo:
Así es. Somos amigos.
Imbécil murmuró en italiano el policía,
saliendo enfurecido del lugar. El PM, por su parte, se encogió de hombros y se largó.
¿Por qué me has robado la bici? me
preguntó el soldado. Lloriqueé un ratito, lo cual me resultaba fácil, pues lo
había aprendido a hacer siendo marioneta, al tiempo que meditaba una respuesta.
Tengo hambre dije, al fin, y con una
bici podría encontrar trabajo entregando todo tipo de cosas y así ganaría algo de
dinero para comer.
Algo así debí soltar. No obstante, nada dije de las
diez bicis que solía robar a diario, la mayoría chatarra, que suministraba al Zorro y al
Gato a cambio de comida y cigarrillos y, a veces, hasta de algún dinero. El soldado
sacudió con tristeza la cabeza, me llevó a la barra y pidió una Coca Cola y una
hamburguesa para mí. La engullí como si llevara un mes sin probar bocado, aunque lo
cierto es que hacía poco que había desayunado y apenas tenía hambre. Me preguntó
dónde vivía y yo le contesté que en la calle, lo cual era bastante cierto, dado que yo
no tenía ninguna residencia permanente. Yendo al grano, lo que sucedió fue que aquel
soldado me colocó en una familia del ejército hasta que estuvo listo para volver a los
Estados Unidos.Entonces decidió adoptarme y me llevó con él. Era un benefactor de los
de verdad. Decía que no podía ayudar a todos los niños pobres de Sicilia, pero sí a
uno, y ese fui yo.
Fuimos a vivir a su pueblo natal, un lugar de mala
muerte en Nebraska; allí se casó con una maestra de escuela que había sido el amor de
su niñez y se asentó en la empresa de seguros de su padre. Yo vivía en una bonita casa,
comía de todo, vestía buena ropa y hasta tenía una bici nueva. Todo parecía haberse
arreglado para siempre. Sin embargo, había un gran inconveniente: el 99% del pueblo eran
unos asquerosos WASPS.
Mis problemas empezaron en la escuela. El primer día
de clase la maestra me preguntó cómo me llamaba. Yo sabía bastante inglés, por cierto.
Cualquier ladrón que se precie en Palermo tiene que saber inglés. Me levanté y
respondí: «Pinocho». Durante unos instantes se hizo un silencio en la clase, hasta que
el listillo de turno dijo: «¡Claro que es Pinocho. Fijaos qué nariz!» Mi nariz es un
poco más grande que la típica nariz Wasp, pero en Italia nunca había tenido de qué
avergonzarme. Alguién se empezó a reír y en un instante toda la clase se reía
desbocada. Había hasta niños que se revolcaban por los suelos, sujetándose la barriga.
Al principio la maestra trató de poner orden, pero lo cierto es que ella también acabó
siendo víctima del virus de la risa, como el resto de la clase.Yo me sentía
terriblemente humillado. Cuando la profesora logró controlarse, se disculpó entre alguna
que otra risita de la clase y me preguntó cuál era mi apellido.
Baccigaluppo contesté, pues era el
apellido de Gepetto.
¡Pinocho Baccigaluppo! berreó un niña.
¡No,es...Poppins! rectifiqué, echando
mano del apellido de mi nuevo padre.
¡Pinocho Poppins! gritó, de nuevo, la
muy zorra y se volvió a liar. Al poco, la clase entera se revolcaba por los suelos y
hasta me pareció que, de tanto reír, la maestra no tardaría mucho en desplomarse.
No es de extrañar que no me gustara mucho la escuela.
Mi primer obstáculo fue el nombre, aunque tampoco sabía jugar a béisbol, baloncesto o
fútbol americano, que entre aquellos niños eran prácticamente las únicas actividades y
conversaciones posibles. Algo que sabía hacer mejor que ellos era pelear duro y, al día
siguiente del cachondeo general, acabé por demostrárselo a un par de los más grandes.
Después de aquello, ya me dejaron más tranquilo. Demasiado tranquilo, la verdad sea
dicha. Por otra parte, había una chica que me gustaba. Me dijo que tenía que cambiarme
el nombre. Le contesté que lo haría, pero no en Nebraska; no quería darles la
satisfacción de saber que me avergonzaba de mi nombre.
Al acabar la secundaria, mi padre quería que fuera a
la Universidad de Nebraska, la única que podía pagarme. Le dije que no, que me iba a
Nueva York para ser actor. En Italia había trabajado en un espectáculo de marionetas y
me había picado el gusanillo del teatro. Además, no me faltaba talento. No había
olvidado aquella experiencia como actor, aunque el titiritero aquel era un sádico que
pretendía utilizarme como leña para el fuego. Sospecho que a mi padre americano más
bien le alegró poder librarse de mí. Me dio mil pavos, un reloj nuevo y así fue como
emprendí mi camino.
Si yo hubiera ido a una escuela de interpretación tal
como pretendía al principio, los mil dólares me hubieran durado unos tres meses, así
que me lancé en busca de trabajo de teatro en teatro. Si alguna vez lo habéis intentado,
ya sabréis lo frustrante que resulta. No me había sentido tan hundido desde que me
transformara en burro. Pero al menos entonces trabajaba. Ahora en cambio, deambulaba sin
blanca por el Lower East Side, donde residía, cuando vi el siguiente cartel: «Café
teatro». Debía haber pasado por allí muchísimas veces, pero no había reparado en él.
La verdad es que nunca hubiera pensado dar con un teatro en aquel barrio. Tan apartado
estaba del Off Broadway que, como te despistaras, podías acabar en las aguas del East
River. La obra que había en cartel era El Zoo de Cristal. Debían ser ya cerca
de las ocho, y no me quedaba por empeñar ni el reloj que mi padre me diera como regalo de
despedida. Como no podía pagarme la entrada, me puse a cavilar cuál sería el mejor modo
de colarme, y en eso que sale del teatro un tipo malhumorado, farfullando que en su vida
había visto nada tan repugnante. Se deshizo de su entrada rota, lanzándola a sus
espaldas, y yo corrí a recogerla antes que se la llevara el viento. Si alguien me pedía
explicaciones, pensé, le diría que había salido a hacer un pis. El teatro estaba en un
viejo almacén y había que seguir unas flechas pegadas en las paredes para encontrar la
sala. Sólo había unas treinta localidades embutidas en un espacio minúsculo, y estaba a
reventar. De inmediato entendí por qué aquel hombre había salido tan indignado. Una
mujer negra interpretaba el papel de Amanda, una envejecida madre sureña de piel blanca,
mientras que el resto del reparto lo formaban actores blancos. Estuve a punto de soltar
una carcajada, pero logré reprimirla. Miré a mi alrededor y vi que el público seguía
la obra atentamente. Realmente, era un montaje muy bueno y a los cinco minutos te
olvidabas de que la actriz no era blanca, lo cual dice mucho de su talento. En mi asiento
encontré un programa donde se invitaba al público al bar, por si queríamos conocer a
los actores; así que decidí esperar. La mayoría de la gente se fue y, al llegar los
actores, solo quedábamos cinco espectadores. Los otros cuatro esperaban en la barra, pero
yo no me moví de mi sitio porque no quería tomar nada. Según el programa, el nombre de
la actriz era Judy _______, y era, además, la directora ejecutiva. Con el tiempo
llegaría a ser famosa, así que omitiré su apellido porque la conoceríais.
Sin maquillaje
estaba guapísima y parecía veinte años más joven. Entró sonriendo, pero antes de
llegar a la barra, el actor que hacía de hijo, la agarró del brazo y le dijo:
Dame diez pavos, Judy. ¡Venga mujer! ¡Que te
habrás sacado unos cien esta noche!
Oye añadió el otro actor, el que
interpretaba al pretendiente distinguido, ¿qué pasa contigo?
Detrás de ellos, la 'hija' asentía como una mema. Lo
más seguro es que en la obra se interpretara a sí misma .
¿Y quién va a pagar el alquiler y los gastos y
los derechos? ¿Vosostros? profirió Judy.
¿Qué alquiler? gritó el hijo.
Llevas seis meses sin pagar el alquiler, y no has soltado ni cinco por los derechos.
Empezaron a pelearse a grito pelado, hasta que Judy
zanjó la cuestión diciéndoles que si no estaban a gusto, ya se podían ir a tomar por
culo. El 'hijo' dijo que se iba, pero no sin antes llevarse su equipo de audio, lo cual,
naturalmente, hizo al instante. Judy les gritó algo irreproducible, se sentó en el suelo
y rompió a llorar. Por entonces, una pareja de jóvenes había huído del bar tapándose
las orejas, de modo que sólo quedábamos tres personas: un hombre alto, otro bajito y yo,
que seguía allí, encajonado en mi asiento. Los dos tipos se acercaron a Judy, y uno de
ellos, cogiéndola por debajo de las axilas, la incorporó.
Venga, venga, mujer dijo con acento
italiano y voz meliflua. Deje que la ayudemos.
Deje que la ayudemos, mujer repitió el
bajito. No podía creer lo que veían mis ojos. Esos dos eran clavados al Zorro y al Gato.
Pero, ¿qué estaban haciendo en Nueva York ?
Es usted una actriz maravillosa. Ha hecho bien
librándose de esos aficionadillos sentenció el Zorro. No esté triste.
No esté triste.
No estoy triste, gilipollas dijo
Judy. Estoy furiosa.
Tiene usted razones para estarlo.
... razones para estarlo.
¿Qué voy a a hacer ahora? Llevábamos tres
semanas de ensayos, estrenamos hoy con éxito y ahora estos cabrones me dejan aquí
tirada.
Permítame una sugerencia intervino el
Zorro mientras se ponía a sacudirle el polvo.
...una sugerencia.
Oiga, sugiera usted lo que quiera, pero sin
manosear le espetó Judy. Y se fue a la barra a servirse una cerveza.
Soy un director muy conocido en Roma. Este es mi
año sabático, y he aprovechado para visitar Nueva York. Me llamo Remus.
¿Remus, qué más?
Pues...Carolingus Remus. Y este es mi ayudante,
Fidelius Feel. Estamos a su servicio.
A su servicio.
Le propongo hacer un monólogo femenino
explicó el Zorro, tras lo cual hizo una pausa, buscando un efecto sorpresa,
de modo que no tendrá que pagar a ningún actor. Solo me queda enviar un telegrama a Roma
comunicando que retraso mi regreso. Yo mismo dirigiré.
... dirigi...
¿Qué monólogo es ese? inquirió Judy,
suspicaz e interesada a un tiempo.
¿Qué me dices de Giorni Felici?
¿Qué coño es eso ?
Los días felices, de Samuel Beckett.
...Samuel Béquer.
Hay dos personajes objetó Judy.
Cierto, pero cualquiera puede interpretar a
Willie. Hasta el propio Feel.
Estás de guasa soltó Judy entre
risas. Ni muerta actuaría con este mequetrefe.
Entiendo.Bueno, ya encontraremos soluciones. No
es un problema insalvable.
Nadie se había percatado de mí, así que tosí.
¿Y tu quién eres? se interesó
Judy.
Un actor contesté y me levanté poniendo
de manifiesto que mi talla era muy superior a la del Gato.
¡Un actor! chilló el Zorro. Justo
lo que necesitamos. ¿Cómo te llamas, chico?
¿....te llamas , chico ?
Madera repliqué, sin pensarlo dos
veces, Montgomery Madera.
Así que interpreté al Willie de Los dias felices a diez pavos por función y
gratis en los ensayos. El Zorro dirigía y el Gato se encargaba de la iluminación. El
Zorro exigía un cincuenta por ciento de la recaudación, un porcentaje escandaloso, pero
Judy accedió a quedarse con el otro cincuenta por ciento de beneficios que, por otra
parte, no esperaba que fuese demasiado. Que el Gato fuera el cajero tampoco me pareció
buena idea. El Zorro, por su parte, no es que nos dirigiera mucho. Eso sí, cuando se
pasaba por allí se sentaba frente a Judy, con pose de intelectual, apoyando una de sus
piernas sobre una butaca. Solía decir: «Muy bien, querida. Fantástico.». Entonces,
Judy le preguntaba: «¿Pero qué significa?». A lo que el Zorro respondía:
«Es teatro del absurdo, querida. No significa nada.». El decorado que necesitábamos era
mínimo: un montículo, cuya estructura fue montada por un carpintero aficionado. Esta iba
recubierta por una lona con un agujero en medio, hecho a medida de la cabeza y los hombros
de Winnie (Judy).
Judy tenía que memorizar un monólogo de dos horas y
yo le eché una mano.Cuando llegué a conocerla mejor, le pregunté por qué interpretaba
papeles de blancos. Me dijo que había estado en obras de Broadway e incluso en
películas, y que siempre la cogían para hacer de criada negra, o de esclava o de nativa
africana semidesnuda, así que decidió montarse su propio teatro e interpretar lo que le
diera la gana.
Salvo los lunes, todas las noches me reclinaba,
sentado, en la parte trasera del montículo y encarnaba a Willie. Mientras Judy declamaba
su monólogo, yo tarareaba una melodía, me sonaba ruidosamente la nariz bastantes
veces y de vez en cuando dejaba entrever la coronilla. En una ocasión mostraba
subrepticiamente una postal guarra, de modo que solo pudieran verse la postal y la mano.
Mi única gran escena no llegaba hasta el final, cuando me arrastraba por el montículo,
vestido de novio, y con sombrero de copa. Lucía asimismo un bigote de morsa postizo. Me
desplazaba hasta el proscenio, ante la mirada atenta del público, subía por el
montículo hasta alcanzar la pistola de juguete que yacía en la cima, a poca distancia de
la cabeza de Judy y caía rodando hasta abajo sin lograr asirla. Volvía a ponerme a
cuatro patas y me quedaba mirando a Winnie, que canturreaba desafinando el Vals de la
Viuda Alegre y, mientras caía el telón, me clavaba una mirada implacable.
Se supone que en el primer acto Winnie está enterrada
en el montículo hasta la cintura, y en el segundo hasta el cuello. Judy se colocaba
dentro del montículo, sobre un taburete alto y sacaba la cabeza por el agujero. Yo estaba
justo debajo y detrás de ella. Esto tenía sus pros y sus contras. Por una parte, me
permitía admirar sin reservas aquel precioso culo. Lo malo es que ella era propensa a
padecer flatulencia cuando se ponía nerviosa, que era siempre que había función, así
que yo me encontraba, casi permanentemente, envuelto en una nube de pedos. Solo conseguía
unas condiciones de trabajo tolerables, cuando me las apañaba para abrir con los pies la
lona del montículo, agitándola de vez en cuando con el fin de airear el ambiente.
Por mi parte, yo allí, sentado tras el montículo, no
me limitaba a hurgarme la nariz, tal como especificaba la obra, esperando que llegara mi
réplica al final de la obra, sino que también hacía de apuntador. Una vez Judy se
saltó veinte páginas y, al cabo de otras diez, de golpe, se dio cuenta de que algo iba
mal y me dio con el pie en el hombro. Le apunté la frase en que se había extraviado, y
cuando ya había recorrido las veinte páginas, conseguí, hábilmente, que se saltara las
diez páginas que ya había recitado. De allí hasta el final todo fue como una seda. El
público no notó nada raro. Era lógico. Nada hubiera cambiado si se hubiese prescindido
de aquellas veinte páginas, excepto que la obra se hubiese acabado demasiado pronto.
Judy es una gran actriz y su interpretación de aquel
papel del teatro del absurdo era tan emotiva (su cara es muy expresiva), que el público
quedaba invariablemente conmovido y siempre le tributaban un generoso aplauso. Cuando en
la última bajada de telón, yo me unía a ella, el aplauso cobraba intensidad, como si mi
papel requiriese una profunda maestría actoral. Yo veía que a Judy esto no le acababa de
gustar, pero no podía decir nada: también yo tenía derecho a mis segundos de gloria, o
por lo menos a que se reconociera mi existencia.
Judy sufría con frecuencia dolores de espalda por
estar tanto tiempo rígidamente sentada en la misma postura y yo solía darle masajes. En
uno de nuestros últimos ensayos, estábamos solos porque el Zorro y el Gato no podían
trabajar, aquejados como estaban de un malestar de resaca. Extendí mi masaje hasta las
nalgas, y acabé por acariciarle el interior de los muslos. Judy gemía apasionadamente,
sin dejar de recitar el texto. Nunca había estado tan bien. Cuando, al final de la obra,
yo descendí rodando del montículo, saltó del agujero y, tras deslizarse sobre la
pendiente, aterrizó encima de mí. Hubo luchas, forcejeos, gritos, arañazos y ardientes
besos, y al final hicimos el amor al pie del montículo. Debo añadir, en honor a la
verdad, que mi verga es bastante especial, porque Gepeto solo utilizaba la mejor madera,
la más dura: el quebracho, importado de Argentina. En cierta forma, esas
moléculas se transfirieron a mi verga de carne y hueso.
Allí estaba yo, recostado sobre su espalda (el
vestido negro se le arremolinaba por encima de la cintura), cuando Judy profirió: «Oh,
Montgomery, ha sido increíble... Maravilloso... Pero esto no puede volver a
suceder.».
Pero Judy, yo he pensado que lo podríamos
incluir en la obra. Ya me entiendes, cambiar el final.
¡Ni hablar! El teatro es sagrado, es un templo,
igual que la obra.
Yo sabía que aquellas ideas provenían del Zorro
los directores son personajes temibles, así que me callé, aunque eso no
significaba que estuviera de acuerdo.
Llevábamos ya doce funciones cuando pasó lo que
tenía que pasar. Durante la mitad del segundo acto, me puse a acariciar la pierna derecha
de Judy. Se desconcentró y trató de apartar la pierna, pero no había escapatoria
posible. Con el pie que le quedaba libre, me propinó una patada en la cabeza. Sin ni
siquiera consultar el texto me lo sabía de memoria, le apunté lo que tenía
que decir. Entonces me metí por debajo del taburete y le acaricié el interior de los
muslos, abriéndome camino hacia arriba hasta que mis dedos de oro se demoraron, dando un
dulce e intenso masaje, en su pináculo del placer, como lo llamó Confucio. Durante unos
minutos estuvo gimiendo el texto, hasta que, al fin, irguiendo la cabeza hacia el techo,
gritó con indudable sinceridad: «¡No...puedo...seguir así!» y, a continuación, se
tiró un pedo de tal calibre que llegué a temer que, a pesar del montículo de lona, el
público lo habría oído. Pero me equivocaba. Más tarde, comprendí que debía haber
parado antes de que ella alcanzara el orgasmo. Recuperé rápidamente mi posición
habitual, zarandeé la lona y le susurré: «¡Sí, sí, debo... seguir!».
¡Sí, sí, debo...seguir!
repitió Judy con emoción. Le apunté la frase siguiente y conseguí que retomara
el hilo hasta el final. Era el climax dramático que le faltaba a la obra.
Hacia el final, después de caer rodando por el
montículo, la estuve esperando a cuatro patas. Sabía que lo que íbamos a hacer era algo
sin precedentes en la historia del teatro: concretamente lo que habíamos ensayado aquel
fatídico día . Yo estaba a punto.
«¡Ven!», le di a entender, moviendo los labios.
Judy entonó unas notas de La Viuda Alegre, que fueron interrumpidas por su propio llanto.
Ella también lo sabía. Sacó el brazo derecho por encima del montículo y agarró la
pistola. Sin prisas y a conciencia me apuntó con el arma, tras lo cual apretó el
gatillo. Aquella réplica atronadora retumbó en el pequeño recinto y el público se
sobresaltó como si la bala hubiese perforado su propio corazón. Sufrí una convulsión
y, como un gato acorralado, arqueé la espalda y me desplomé. El Zorro que estaba
repantingado en la última fila, se incorporó de un salto e hizo señas para que bajaran
el telón. Mientras iba corriendo hacia los bastidores, el público, anonadado, rompió a
aplaudir estrepitosamente.Judy salió catorce veces a escena, trece sola, y una con el
Zorro. Si unos minutos antes no hubiera tenido un orgasmo, habría saltado de su agujero y
habríamos hecho el amor como locos al pie del montículo, como en los ensayos. Entonces,
yo habría estado allí con ellos, haciendo reverencias, y no camino del muelle, donde el
Gato, intimidatoriamente, me había conducido.
Resultó que aquella noche había en el teatro un
crítico de un destacado periódico. Estaría aburrido y debía haber visto ya todo lo que
había en cartel. Su crítica fue ditirámbica. El nuevo final acrecentó la reputación
del Zorro. Volvió a Sicilia, luego fue a Roma, y finalmente se embarcó en una brillante
carrera, en compañía del Gato, convertido en su lacayo. Los herederos de Beckett
demandaron al Café teatro y, naturalmente, ganaron la causa, pero eso solo contribuyó a
aumentar por igual su fama y la afluencia de público, hasta el punto que Judy se instaló
en un teatro más grande, en el Off-Broadway. Es casi seguro que cuando se popularicen las
obras de Beckett la nueva versión acabará imponiéndose.
Os preguntaréis qué ocurrió conmigo, la marioneta
que tantas esperanzas tenía cuando se transformó en niño. Vestido todavía de novio,
con el esmoquin, el sombrero de copa, 'mi' bigote de morsa, con un agujero de bala justo
en el lugar que en su día ocupara mi ojo izquierdo, ese que, ante el culo de Winnie, se
desorbitaba, y con los pies enlosados en un bloque de cemento, descansaba en posición
vertical en el fondo del Estrecho de Long Island, mientras mis cabellos ondulaban en el
agua como espaguetis. Nuevamente, el Zorro y el Gato habían podido conmigo. En cierta
forma quizás gracias a la percepción extrasensorial, o más probablemente,
escuchando a escondidas sabían de antemano lo que iba a suceder. ¿Quién sino
había cambiado aquel arma de juguete por una pistola de verdad y, además, cargada? Por
encima del agua, desde una posición privilegiada contemplaba cómo se acercaba aquel
gigantesco tiburón. (No sé si sabéis que después de morir vagamos en forma de
espíritu durante tres días, razón por la cual duran tanto los velatorios.) No creo que
fuera el mismo que en la Bahía de Nápoles se nos tragó a Gepeto y a mí, aunque, de
hecho, los tiburones no dejan de ser una gran familia: una gran famiglia. Sin
embargo, esta vez sí que fui digerible.
Una ventaja de ser niño en lugar de una inmortal
marioneta literaria es que todavía ando por aquí arriba, esperando volver a nacer y
esperando, también, poder ganarles algún día el último asalto a mis dos 'queridos'
antagonistas. En cambio, una marioneta, cuando cae entre los escombros, no es más que
Madera.
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