Africa en el horizonte
por Carlos Gardini
Daniel corrió al taller cuando oyó los martillazos. Tenían un ritmo, una melodía
disonante que anunciaba que su padre estaba terminando la papirola. Los martillazos
normales eran rutinarios y machacones, un ruido más en la casa, como el crujido de una
puerta o el gemido de las cañerías. Cuando su padre terminaba un trabajo, en cambio,
había en cada golpe una alegría que Daniel había aprendido a identificar.
Bajó la escalera, atravesó el living y la cocina,
abrió la puerta interna que daba al garaje que su padre usaba como taller. Había olor a
cigarrillo y yerba mate, y el habitual abarrotamiento de latas, herramientas, papeles y
telas sobre la mesa y los estantes. Su padre se limpiaba las manos con un trapo.
¿Ya está? preguntó Daniel desde la
puerta.
En cuanto entrara vería la papirola en la pared del
costado. Lo sabía, pero no se atrevía a asomarse sin tener la confirmación. No quería
desilusionarse.
Su padre cabeceó, sonrió, señaló la pared que
Daniel no veía desde el otro lado de la puerta. Daniel cerró los ojos, entró a tientas,
se acercó a su padre, dio media vuelta.
Abrió los ojos y la vio.
La papirola.
La papirola no era una papirola, sino el nombre
que ambos habían dado al proyecto secreto de su padre: un barrilete enorme donde un
hombre podía volar colgándose de los travesaños.
Hasta ahora había sido un sueño, una fantasía, una
esperanza. Ahora era un rombo de papel y de tela, gigantesco e irregular, con un perfil
parecido al de un pájaro, que colgaba majestuosamente en la pared del taller. El arco
iris, pensó Daniel. Vivían frente al mar y veía a menudo el arco iris, y ahora
veía todos los colores del arco iris en la papirola. Esos colores prometían un nuevo
cielo, un nuevo horizonte. Aun la pared tosca y gris donde estaba apoyada la papirola
parecía un cielo. Era mágico, tan mágico que Daniel sintió dudas, y al sentir dudas
sintió recelo.
¿Siempre va a quedar colgada? preguntó.
¿Cómo que colgada?
Colgada como ahora. De la pared.
Su padre no respondió de inmediato. Miró la
papirola, se sirvió un mate.
Pero no está colgada dijo. Es como
si la pared fuera el cielo.
Sí, Daniel había pensado lo mismo, pero la respuesta
no lo conformó. Era tramposa, y lo sabía.
Su padre también lo sabía.
Alguna vez dijo al fin. Alguna vez
la vamos a remontar. Señaló el cielo nublado que se veía por la ventana del
taller. Hasta aquellas nubes.
Daniel escrutó las nubes, una bruma incandescente.
¿Puede llegar tan alto?
Tan alto, y más.
¿Qué vería desde allá arriba?
preguntó Daniel.
¿Desde allá arriba? repitió su padre.
Daniel temió que su padre no supiera contestarle, y
él necesitaba que le contaran qué se veía desde allá arriba, tanto como necesitaba
remontar la papirola. Necesitaba esa respuesta aunque fuera una mentira, pero sabía que
si su padre respondía no le diría una mentira.
Su padre le apoyó una mano en el hombro e hizo girar
el globo terráqueo que tenía en una mesa del taller, entre trapos y herramientas, un
globo amarillento y manchado de grasa. Apoyo el dedo en el lugar donde estaban, la costa
atlántica de la provincia de Buenos Aires. El dedo surcó el Atlántico y llegó al
Africa.
Desde allá arriba dijo verías
Africa en el horizonte.
¡Africa! exclamó Daniel, pensando en los
leones, cebras y jirafas que había visto en el zoológico.
Y pensando en Africa, miró con atención la papirola.
Por un momento se olvidó de las herramientas, baldes, latas de pintura, repuestos y
trastos viejos que su padre acumulaba en ese lugar de la casa que usaba como taller de
inventor y también como taller de reparaciones para sus changas. Sí, la pared era el
cielo de la papirola. Si uno la miraba entrecerrando los ojos, la papirola volaba en ese
cielo, y el atestado taller, con su olor a grasa, óxido y pintura, era un mundo de anchos
horizontes, un globo terráqueo girando en un espacio de felpa.
El barrilete tenía el ancho de una persona con los
brazos extendidos y la altura de una persona adulta. El arnés era un cinturón viejo y
las agarraderas eran correas viejas. El armazón era de cañas gruesas, y el material era
un papel opaco y resistente, combinado con tela para dar toques de color.
Daniel no tenía la menor duda de que volaría. Su
padre se lo había dicho, y él confiaba en su padre. Su padre le había enseñado cosas
que nadie más podía enseñarle, cosas sobre los pájaros y el espíritu del vuelo. Los
pájaros, decía, no eran la cima de la evolución, desde el punto de vista de la
inteligencia, pero la inteligencia no era todo en la vida. En el movimiento concertado de
las bandadas, la naturaleza se exaltaba a sí misma. Daniel adoraba esta frase, aunque no
la entendía del todo. Le gustaba que su padre, con esas manos ásperas y sucias, hablara
como una maestra, mejor que una maestra. No le molestaba que usara palabras que él no
entendía, porque en cierto modo entendía todo. A diferencia de las maestras, su padre
sabía de qué hablaba, y no mentía nunca. Los aviones de motor, decía su padre, eran
toscos y groseros desde el punto de vista del espíritu, pero encarnaban el sueño del
vuelo. Los aviones de motor eran producto de la inteligencia, pero en el fondo querían
ser pájaros.
Daniel atesoraba esas palabras naturaleza,
espíritu, inteligencia, sueño de vuelo y las repetía todas las noches como una
oración. Entender sin entender era maravilloso. Y entendía sin entender que su madre
encarnaba el espíritu del vuelo. A los amigos que habían perdido algún familiar, sus
padres les explicaban: "Ahora está en el cielo". Cuando murió la madre de
Daniel, su padre le había dicho: "Ahora es un pájaro". A Daniel le gustaba que
su madre fuera un pájaro, y alguna vez esperaba volar con ella. Pensaba que había hijos
que tenían a sus padres toda una vida, y él apenas la había tenido diez años. Sin duda
ella también lo extrañaba, y se alegraría de volar con él.
¿Y? preguntó su padre, interrumpiendo
sus divagaciones.
¿Y qué? preguntó Daniel.
No me has dicho si te gusta dijo su padre.
¿Si me gusta?, pensó Daniel. Gustar no era la
palabra. Pensándolo bien, no tenía una palabra para decirle lo que sentía. Y como no
encontraba la palabra, tuvo miedo de no decirlo bien y prefirió no decir nada.
Su padre lo miró a los ojos.
De acuerdo suspiró. Ya haremos una
mejor.
Daniel quiso decirle que nunca podría hacer una
mejor, porque no podía haber una mejor. Amo esa papirola, pensó,
sorprendido de esa palabra. Era amar como se usaba en las películas románticas.
No era querer ni gustar. Era algo para toda la vida. Se sintió idiota, porque amaba tanto
la papirola que había dado a entender todo lo contrario, y ahora tenía un nudo en la
garganta. ¿Por qué no podía hablar como su padre, que le hacía entender todo aunque
usara palabras que él no conocía?
Su padre sonrió con languidez, le palmeó la cabeza y
siguió trabajando en otra cosa.
Esa noche Daniel se fue a acostar pensando en Africa.
Un día volaría en la papirola y vería los leones, cebras y jirafas desde el cielo.
Después le contaría a su padre todo lo que había visto, y le haría olvidar la
ridícula idea de que podía mejorar su obra maestra.
Pensando en Africa, no se pudo dormir. Se acercó a la
ventana y miró el mar. Era una noche de luna, y blancas crestas de espuma rodaban hacia
los acantilados. Se veían algunas luces desperdigadas, pero no era temporada de
vacaciones y esas luces eran escasas. En la ruta se veían ómnibus que iban de Miramar a
Mar del Plata, camiones, muy pocos autos.
Una gaviota se posó en el antepecho de la ventana.
Mamá, pensó Daniel.
La gaviota que era mamá echó a volar y se sumó a
una bandada que descendió hacia el agua. El claro de luna se reflejaba en las plumas, y
el vuelo de las gaviotas reproducía la ondulación de las olas del mar, que a su vez eran
pájaros en vuelo rasante. La naturaleza exaltándose a sí misma. Daniel se metió
en los intersticios de esta frase, meciéndose en la u de naturaleza, que era como
una corriente de aire, agarrándose de las puntas de la x de exaltar, que era como
los travesaños de la papirola. Acunándose en la melodía de esas palabras, veía que lo
único real eran los pájaros. Y por supuesto la papirola, que en definitiva también era
un pájaro. Daniel decidió ser tan real como ellos, y se durmió acariciando esa
decisión.
A partir de ese día, buscando inspiración para ser
real, Daniel se puso a mirar las fotos que colgaban en el garaje. Aprovechaba los momentos
en que su padre salía a trabajar con la camioneta. Normalmente salía temprano y no
regresaba hasta el mediodía; volvía a salir después de la siesta y no volvía hasta la
noche. Como aún no había empezado la escuela, tenía tiempo de sobra para mirar las
fotos. Daniel ya conocía los nombres de memoria: los hermanos Wright en Kitty Hawk, el
globo de Jorge Newbery sobre los Andes, Amelia Earhart despegando de Nueva Guinea antes de
su desaparición, Chuck Yeager en el X-1, Yuri Gagarin en un jet similar al Mig donde se
había estrellado. Eran fotos de gente noble, decía su padre, gente que se había
atrevido a soñar. También había un dibujo que representaba la muerte de Otto Lilienthal
en su planeador, y la reproducción de un grabado donde un campesino araba el campo con
indiferencia mientras Icaro caía del cielo batiendo las alas. Daniel se enorgullecía de
recordar esos nombres que sus amigos desconocían. Uno le había dicho que su padre era un
viejo chiflado, pero otros habían escuchado esas historias con interés: Orville y Wilbur
Wright turnándose para pilotar su máquina, Earhart cruzando el Atlántico, Gagarin
subiendo al espacio. Su padre le había enseñado a comprender la importancia que tenían,
porque su padre admiraba a esos hombres y esas máquinas, pero no amaba las máquinas sino
el vuelo. Y el vuelo que él buscaba, decía, era diferente.
Los aviones mecánicos representan la victoria
del hombre dentro de la pesadez de la naturaleza le dijo un día, cuando lo
sorprendió mirando las fotos. Pero las alas representan la victoria sobre la
pesadez.
¿Como el vuelo en papirola? preguntó
Daniel, memorizando las palabras de su padre.
Su padre lo miró dubitativamente.
Sí dijo al fin, como el vuelo en
papirola.
Una mañana, cuando se sintió preparado, Daniel
decidió probar el vuelo en papirola. Las fotos lo habían inspirado. Se sentía, igual
que esos hombres, en el umbral de una región poderosa y profunda, un territorio
desconocido. Sin duda ellos habían sentido lo mismo en sus exploraciones.
Claro que su padre le había prohibido tocar la
papirola, pero todos los padres eran aprensivos, y el suyo más que los demás. Sus amigos
mismos se lo habían dicho, y también su maestra y sus tías. Su padre era aprensivo
porque después de perder a su madre estaba demasiado sensible. Daniel comprendía, porque
él también sentía lo mismo. Siempre temía que su padre sufriera un accidente, aunque
quizá no fuera tan malo que sufriera un accidente si después terminaba por ser un
pájaro como su madre.
De todos modos, no debía tomar en serio la
prohibición. Esos retratos grises que lo miraban desde la pared descascarada del garaje
representaban la victoria sobre una prohibición, el triunfo sobre la resistencia del aire
y la gravedad. Ellos habían volado y él también volaría, y sabía que su padre
estaría orgulloso, que lo admiraría como admiraba a la gente de los retratos.
El cielo estaba tan despejado y luminoso como no se
había visto en todo el verano, y sin duda podría ver Africa en el horizonte. Su padre
pondría su foto en la pared del garaje, junto a los Wright, Newbery, Santos Dumont y
Gagarin.
Con paciencia y esfuerzo descolgó la papirola, se la
cargó sobre la espalda, recorrió las tres cuadras que lo separaban del acantilado,
saludó elusivamente a los vecinos que se acercaban a preguntarle de dónde había sacado
semejante barrilete. Era un día ideal porque soplaba mucho viento y no había bañistas
en la playa, ningún curioso que pudiera detener el vuelo.
Tenía un plan. Ataría la soga de la papirola a un
tronco de raíces firmes, al borde del acantilado, y sujetaría la papirola con piedras
para impedir que el viento la arrastrara. Esperaría hasta ver en la ruta la despintada
Ford de su padre, y entonces se lanzaría al aire y vería el Africa. Cuando su padre se
acercara, le contaría todo lo que veía.
Aráoz se había pasado horas destapando cañerías, reparando antenas de televisión y
podando jardines. No le gustaba llegar tan tarde, pero el viejo Damián había insistido
en que revisara ese televisor. Era la segunda o tercera vez, y de todos modos ese aparato
no duraría demasiado. Al regresar a su casa, miró con asombro y placer esa silueta que
se recortaba contra el cielo al borde del acantilado: un barrilete rojo, azul y amarillo
como un pájaro multicolor. Tardó un segundo en reparar en el tamaño del barrilete, dos
en ver que alguien colgaba del armazón, tres en comprender que el único barrilete con
esas características podía ser el que él guardaba en el garaje.
Aceleró, esquivó por milagro a un ómnibus que
venía de frente, metió la Ford en la tierra arenosa, frenó mordiendo el polvo con las
llantas, bajó y echó a correr. Se abrió paso a codazos entre media docena de personas
que miraban sin animarse a hacer nada. Un viejo en pantalón de baño le dijo que el chico
estaba en el aire desde hacía cinco minutos.
¡Cinco minutos!
Era un milagro que hubiera durado tanto. La
papirola ni siquiera estaba hecha para volar, y menos con tanto peso encima.
Daniel, Daniel, Daniel murmuró,
sintiéndose idiota porque era lo único que se le ocurría, pensar en Daniel y en
Daniela, su madre, y en que no podía perderlo, no podía porque era injusto, porque era
tan chico y era lo único que le quedaba de ella.
Sólo atinó a aferrar la soga para impedir que el
viento arrancara la raíz adonde el chico la había amarrado. Vio con angustia que la soga
se estaba deshilachando.
Voy a tirar despacio hacia mí le dijo a
Daniel. No te asustes.
Daniel respondió algo, pero Aráoz no le entendió.
El viento se llevaba las palabras. Supuso que el chico tampoco le entendía a él.
Daniel gritó algo, lo repitió. Aráoz le miró la
cara y creyó ver una expresión de angustia. No quiso mirar más. Sólo pensó en tirar
de la soga, despacio, muy despacio, en recobrar a Daniel antes que el viento se lo
arrebatara.
Una ráfaga partió la caña transversal. Aráoz
aguantó el tirón, cerró los ojos. Cuando los abrió, el barrilete caía como una
piedra. Su hijo, extendiendo los brazos, se precipitó contra la pared del acantilado. Por
un instante el viento lo sostuvo en el aire, a un par de metros de la pared, pero cambió
de pronto y lo lanzó con ímpetu. Aráoz cerró los ojos de nuevo, pero no pudo cerrar
los oídos. Oyó el crujido de las cañas y pensó en huesos, oyó el quejido del papel y
la tela y pensó en músculos desgarrados. El chico quedó colgando hasta que la soga se
partió y la papirola y su ensangrentado piloto rodaron hacia las rocas.
Aráoz se quedó en el borde del acantilado, los pies
clavados en la tierra, la soga en la mano. Todo había sucedido, literalmente, en un abrir
y cerrar de ojos. Aún no entendía lo que había pasado.
Si hubiera visto a su hijo atropellado por un coche,
habría llorado, se habría enfurecido, habría golpeado al conductor, habría abrazado el
cuerpo. Esto lo dejaba tan desconcertado que no sabía qué sentir. Pensaba que si don
Damián no hubiera insistido en arreglar ese televisor inservible, él habría regresado a
tiempo para salvar a Daniel. Pensaba estólidamente en las preguntas molestas que le
harían la policía, los médicos y los vecinos. Si no hubiera sido por ese estúpido
televisor, se decía, habría llegado a tiempo. Cinco minutos, se repetía, cinco
minutos.
Y por obra de esas palabras, el tiempo se contrajo y
los días pasaron en cinco minutos, cinco minutos, cinco minutos. Cuando la
policía recobró los restos, también le entregó el barrilete destrozado. Aráoz hizo
cremar al chico y echó sus cenizas al mar, como había hecho con la madre. Los restos del
barrilete quedaron arrumbados en un rincón del garaje.
Cinco minutos. Daniel se había ido y él no
sabía cómo reaccionar. Tampoco supo cómo reaccionar a medida que transcurría el
tiempo, a medida que los cinco minutos volvían a estirarse y eran nuevamente horas y
días y semanas.
Se pasaba el día encerrado en ese garaje, rumiando
ideas que no eran ideas, pensamientos que no eran pensamientos sino jirones de frases que
se deshilachaban como la soga del barrilete antes de la caída. Lo que pasa es que lo tuve
de grande, lo que pasa es que no pude cuidarlo bien porque estaba solo, lo que pasa es que
traigo mala suerte y todos se me mueren. Soñaba que estaba encerrado dentro del viejo
televisor de don Damián, y que era una imagen borrosa y deformada por chispas de
estática. Le pedía a Daniel que no usara la papirola pero Daniel apagaba el televisor. O
soñaba que el televisor estaba en el cuarto del chico, y él miraba el cuarto y no lo
veía. Miraba por la ventana y veía la papirola volando entre las gaviotas y trataba de
salir del televisor, pero el tubo catódico era una jaula. A veces despertaba de ese
sueño en el cuarto de Daniel, preguntándose cómo había llegado allí. Se respondía
que tenía que ordenar las cosas. Apilaba cuadernos, juguetes y chucherías en el
escritorio, en la cama, en el piso, pero nunca se animaba a guardar nada, y mucho menos a
tirar.
Se sentaba en la cama de Daniel, miraba por la
ventana. Veía manchas en el cielo, sus lágrimas que se confundían con las gaviotas.
Daniel, Daniela, las gaviotas, una bandada de sombras.
Después de la muerte de Daniela había perdido el
trabajo y había perdido plata, pero al menos había logrado conservar esa casa cerca de
Miramar. Decidió vivir allí y mantenerse de la misma manera en que había construido la
casa, con el esfuerzo de sus manos. Aráoz era ducho con las herramientas, y los vecinos
apreciaban que hubiera alguien que supiera pintar, poner ladrillos, tapar goteras, cambiar
tejas, colocar antenas, cambiar cerraduras, soldar cañerías y arreglar la plancha o el
televisor, y encima cobrara barato.
Ahora se arrepentía. No tenía que haber ido a vivir
ahí. No era lugar para un chico: pocos amigos, demasiada soledad. Y Aráoz, con sus
fantasías, lo había llevado a la muerte.
Yo lo llevé a la muerte, se dijo.
Tiró al mar los retratos de Wright, Newbery, Gagarin,
Santos Dumont, todos y cada uno de ellos, y también el grabado con la imagen de Icaro.
Ese campesino hacía bien en seguir trabajando mientras el estúpido héroe alado se
precipitaba en llamas. ¿A quién le importaban esos sueños? Sólo a él, un perdedor que
no tenía un peso ahorrado, que sólo podía ganarse la vida haciendo changas en el
vecindario, que había perdido a su mujer y ahora también había perdido a su hijo. Sólo
él podía hablar así del vuelo, la pesadez de la materia y otras gansadas. Tiró las
fotos y al tirar las fotos trató de borrarse de la cabeza esas imbéciles frases sobre la
elegancia de los pájaros y la autoexaltación de la naturaleza. Aun así, no se animó a
tirar la papirola. La papirola era el altar donde honraba la memoria de Daniel. Todos los
días le rezaba y le pedía perdón. A veces, después de pedirle perdón, le reprochaba
su imprudencia. Bajaba a la playa y se quedaba horas mirando el mar, pensando, en sus
momentos más negros, que en ese mar había gotas de la sangre de Daniel, y buscando en su
mente aturdida algún modo de recobrar esas gotas.
El agua de su sangre, el agua de sus lágrimas, iba y
venía en la inmensidad de ese mar. Jamás podría recuperarlas.
Además de los trastos viejos, en el garaje fue
acumulando latas de cerveza, botellas de whisky y ginebra. La cara que veía en el
espejito cuarteado del garaje era una cara sin afeitar, cada vez más cenicienta y
arrugada.
Dejó de soñar que estaba encerrado en el televisor.
Ese sueño era innecesario. Ya estaba encerrado en el tubo catódico de la realidad.
Pensó en matarse, naturalmente. En un cajón tenía
una Luger que había pertenecido a su abuelo, y esa pistola tenía una historia. Su abuelo
había peleado en el bando de la República en la Guerra Civil española y le había
quitado esa pistola a un oficial alemán. Había contado la historia muchas veces y con
muchas variantes, hasta que España se convirtió, en la imaginación de Aráoz, en un
paisaje brumoso habitado por personajes exóticos, duendes cuyas especies se dividían en
fascistas, republicanos, curas reaccionarios, oficiales nazis y generalísimos. Su abuelo
era otro duende que se paseaba entre los demás empuñando la pistola. Al crecer, Aráoz
no había podido liberarse de esta imagen, ni siquiera leyendo historia y viendo
documentales. Su España de fantasía era más real.
Quizá por eso Aráoz nunca había cuidado bien la
Luger, a pesar de su afición por las máquinas y los mecanismos. La pesadez de la
pistola, su metálica concreción, representaba una restricción y un obstáculo. Era como
los aviones de motor, que permitían el vuelo pero también lo limitaban. Sopesando esa
valiosa arma, comprendió que él pensaba en España como Daniel pensaba en Africa: para
él y su hijo España y Africa eran fascinantes porque eran horizontes inalcanzables
adonde no podían llegar aunque visitaran los lugares reales. Esa comprensión lo rescató
del suicidio, lo impulsó a salir más de su casa.
La muerte de Daniel se había convertido en leyenda en
el vecindario. Aráoz lo sabía, porque había oído al pasar, en el almacén o el
mercadito, que todos hablaban del . Para algunos era una burla o un insulto, para otros un
homenaje.
Daniel era un soñador le dijo un día don
Damián, mientras Aráoz le arreglaba el televisor por enésima vez.
Aráoz lo miró de reojo, sin saber cómo reaccionar.
Hablé con él un par de veces continuó
don Damián. Un chico muy especial.
Aráoz guardó silencio, concentrándose en el
televisor, preguntándose por qué ese armatoste inútil se negaba a morir de una vez por
todas.
Don Damián le ofreció un café. Aráoz aceptó en
silencio.
Muy especial insistió el vecino.
El tubo dijo Aráoz.
Don Damián lo miró sin entender.
Se puede arreglar dijo Aráoz, pero
el tubo está gastado. No le va a durar mucho.
Don Damián miró la pantalla: la imagen turbia de un
personaje turbio que hacía declaraciones turbias sobre el gasto público y el patrimonio
nacional.
Es la imagen adecuada dijo don Damián con
una sonrisa, señalando el televisor. ¿Para qué mejorar a ese tipo?
Aráoz quiso sonreír, pero le salió una mueca.
Haga una cosa dijo don Damián.
Déjelo así. No lo arregle. Yo le pago por su tiempo y usted se toma el café tranquilo.
No cobro por lo que no hago dijo Aráoz
con rigidez.
Hágalo por Dani dijo el vecino. A
mí me hubiera gustado tener un hijo así.
Aráoz le estudió la cara, buscando sorna o lástima.
Encontró franqueza y calidez. Tras un instante de vacilación, dejó que el hombre lo
abrazara con ternura y sollozó en silencio.
Ese día decidió reparar la papirola. El altar de su
hijo luciría mejor que nunca, con su tela roja, azul y amarilla y sus cañas lustradas.
Tiró las botellas y latas acumuladas, y decidió limitar la bebida a la grapa que bebía
después del almuerzo. Se puso a trabajar metódicamente, aprovechando una época del año
en que había menos vecinos y menos changas, y poco a poco reconstruyó la papirola.
Al terminarla, la colgó en la misma pared donde
Daniel la había visto por primera vez. Había tomado una decisión. Clavaría un poste en
el jardín de la casa e izaría la papirola todos los días, como una bandera. Esa bandera
representaría el sueño de su hijo, el sueño por el que su hijo había muerto. Sería el
globo cautivo con el que detendría los vientos del mal.
Esa noche durmió apaciblemente. Soñó con su hijo,
como de costumbre, pero era un sueño agradable. También soñó con su mujer. Los dos
eran pájaros, siluetas luminosas que temblaban en el aire como reflejos en el agua,
Daniel repetía las palabras que había dicho un instante antes de su muerte, pero ahora
se oían con claridad, como si el viento del sueño fuera más benigno que el viento de
ese día fatídico.
Aráoz despertó de madrugada, sabiendo que no izaría
la papirola en el jardín. Aún oía las palabras de Daniel con claridad, pero no atinaba
a entenderlas. Había una sola manera de comprender lo que decía su hijo.
Aprovechando que a esas horas no había gente a la
vista, se cargó la papirola a la espalda y se puso en marcha. Bajó por el camino de
tierra, cruzó la ruta desierta, se internó en el suelo pardo y arenoso de la cima del
acantilado. Llevó el barrilete hasta la orilla, lo amarró a una raíz firme, aspiró el
viento salobre hasta sentir en los pulmones la turbulencia de ese mar encrespado. Se
acercó al borde sujetando las agarraderas del barrilete.
Saltó.
El viento lo sujetó, embolsó el papel, lo sostuvo en
el aire. La soga se tensó con un chasquido.
Aráoz se elevó, remontándose a una altura que
parecía mucho mayor de la que permitía la soga. Una ráfaga de vapor condensado le
humedeció la cara. El cielo era una bruma incandescente. Una visión se recortó en esa
bruma, Daniel flotando en el viento antes de estrellarse. La expresión de Daniel no era
de angustia sino de júbilo.
Y Aráoz entendió las palabras.
Veo el Africa, veo el Africa gritaba
Daniel.
Aráoz miró hacia abajo.
La bruma incandescente se disipó.
Aráoz vio el oleaje, barcos en el oleaje, un mar
verde, azul y turquesa, olas rodando en una playa de arena blanca. Más allá de la playa
había una selva brillante donde parloteaban monos y pájaros de colores chillones, y más
allá de la selva una sabana árida y cuarteada, con leones, cebras y jirafas.
Supo que Daniel había amado la papirola.
Aráoz sintió un tirón en los brazos, oyó un
crujido y vio que se quebraban las cañas. Caía en picada hacia el acantilado como si
cayera desde una altura de miles de metros.
Cerró los ojos, pero aún veía el Africa, el Africa.
Rió de felicidad. Caería al mar, y el agua donde flotaba la sangre de Daniel le
inundaría los pulmones. La sangre de ambos y las cenizas de Daniela rodarían gozosamente
en las olas que lamían las blancas playas del Africa.
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