EL MONSTRUO
DE MADERA
por Espido Freire
Hay un jardín; tras la ventana hay un jardín. Y yo no quiero. Hay un jardín y yo estoy
aquí, con mi gato, la mano llena de pelos del gato grande y granate que se llama
Escarabajo, que viene y se va como los recuerdos y que deja en casa un rastro de uñas
oscuras y prendidas.
Yo hablaba del jardín; digo que hay un jardín ahí,
tras el cristal. Digo que alguien toca desde alguna parte, porque yo escucho viento de
música, y tengo miedo de pensar en quién puede querer pasar frío ahora fuera.
Todo comenzó cuando Rotgen murió. Yo no lo sabía,
nadie lo sabía aún, pero la noche en que le descubrimos balanceándose desde el techo
sobre el olor a fuego y cera quemada se firmó la oscuridad para nosotros y un eterno
temor a hablar de violoncelos.
Luego fueron los niños: los ocho niños de la
escuelita roja y blanca donde yo enseñaba. La pequeña, tan vivaz, la rubita del vestido
azul que se doblaba con gracia cada vez que recogía algo del suelo. Ahora, a veces, juega
en el jardín, y ella y sus amigos aún muestran las marcas de viruela que les hizo pasar
al otro lado. Yo no entiendo. No sé por qué viene aquí, precisamente, a jugar a mi
casa. No sé muchas cosas. No quiero pensar. Tampoco quiere Escarabajo y recorre inquieto
la sala si yo le encierro, en lugar de ronronear con los ojos cerrados en su cesta.
Györg es mi hermano y está perdido. Daba vueltas
como un animal enjaulado y al fin esta mañana, después de desayunar, dijo, yo salgo.
Yo le hice jurar, de acuerdo, no me acercaré al jardín, Andrea, pero si me
hubiese obedecido la comida no se hubiese enfriado sobre la mesa.
¡Chist! No, no es nada. Creí oír el violoncelo. No,
no es nada. Será el gato; o el viento. Cuando los mejores tiempos imperaban no se oía
nada nunca, y mi hermano decía qué silenciosa, qué aburrida es Tiselder, sin un
pájaro que se acerque a despertarnos. Entonces no nos dimos cuenta de que aquellos
eran los buenos tiempos. Yo señalaba Checoslovaquia cada mañana en la pizarra ante los
niños, él se ocupaba de sus arriates, no crees que hace demasiado calor para ser
Junio, ah, Györg, los meses se equivocan como nos equivocamos todos, y Rotgen me
esperaba y me acompañaba a casa cada tarde, a distancia, cortésmente, hasta que
franqueé el portón de Tiselder y me llevó, vestida de negro y con un velo blanco y un
ramo de azahar, a su casa.
Los niños están ahí de nuevo. Giran con los pies
descalzos sobre la nieve, y hacen muecas. Creo distinguir, aunque aún es pronto, la
silueta desgarbada de Györg. Llamo en voz alta, Escarabajo, dónde estás, ven, toma,
Escarabajo. Escarabajo, serpientes, Escarabajo. Mi gato tiene miedo a las culebras, y
es suficientemente tonto como para no saber que en invierno no quedan serpientes.
Nuestro matrimonio se acabó la tercera vez que se
alzaron nuestras voces y Rotgen se encaró a la ventana, yo le volví la espalda y nada
más. Él pasaba las tardes descifrando partituras con el monstruo de madera, y yo
llorando y golpeándole si su mano rozaba mi hombro. Entonces regresé a Tiselder, abracé
a mi hermano, que tenía las manos llenas de tierra, y me tumbé en mi cama de soltera.
Volví a la escuela, e incluso quise evitar la
expresión dolida de Rotgen cuando me negaba a llevar hacia él la vista. Mi hermano
Györg, el niño que había crecido demasiado deprisa y daba la impresión de no saber
qué hacer aún con sus piernas de potrillo, se movía entre nosotros como un pez
desorientado.
Rotgen hablaba mucho con él; Györg recortaba los
setos, plantaba las caléndulas que le tendía y le miraba con sus incomprensibles ojos
ovalados. Györg, le llamo, como llamaba antes a Escarabajo. Entra, Györg, la
sopa se enfría; pero Györg se mezcla cada vez mas claramente con los niños del
jardín, y ya nadie comerá la sopa.
Cuando descubrimos a Rotgen yo tuve que volver de
nuevo la vista para no encontrar que era él el de la sombra oscilante sobre las velas que
llenaban el suelo. Lloré más tarde, y me vestí de luto, pero no me lo devolvieron.
Hubiera podido llorar y golpear con puños y pies contra la puerta, pero no me lo hubieran
devuelto. Él se balanceaba de una cuerda en aquella habitación y yo no quise mirarle ni
recoger el violoncelo abandonado. Es curioso, pensé que él había dejado atrás al
monstruo de madera, y sin embargo, jamás pensé en que yo me hubiera, siquiera por un
instante, alejado de él.
Si al menos supiera en quién debo pensar, todo sería
más fácil. Las cosas pierden su ser, y mi jardín no es ya el jardín de Györg, sino un
sitio de hierba verde puesta de pie entre la nieve, con búcaros vacíos y flores un poco
mustias, donde hay ocho o nueve niños muertos con marcas en la cara, y un muchacho
larguirucho con aspecto ausente, y un gato granate y gordo, y un violoncelo oculto que
estalla sus notas al pie de las escaleras. Sólo tengo que abrir la ventana al aire frío
de invierno y dar unos pasos y también verán, se verá, quién sabe, un vestido de
dueña ojerosa, una trenza larga que se volverá al oírse llamar Andrea.
Apenas recuerdo ya lo que era antes. La monotonía
dulce de madrugar para tostar pan blanco y untarlo con mantequilla y la mermelada favorita
de Györg, la de rosas. En verdad, es duro tener que dejar la vida.
Lo siento.
El violoncelo, ahora sí, llama de nuevo. No sé si
llegué a sentirlo alguna vez. No sé si siento. Me arrepiento del castigo, no de mi
manera de obrar. No sé, no sé ni qué resortes pudo invertir Rotgen ni qué pecado debo
purgar para tener el jardín lleno de figuras que gesticulan y forman corro, y de nieve
azulada por la llegada de la tarde.
Marido, escuela, gato, hermano. Palabras sencillas. Me
duele, me duele el recuerdo. No sé. Tal vez todo sea mentira, tal vez no sienta nada y
quiera justificar el acre olor que me viene a la garganta al oír música en el jardín,
como antes.
Györg tarda y el gato se ha escapado. Saldré a
buscarles y a decir a los niños que no jueguen cerca de los semilleros que plantamos la
última vez. O no.
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