Quiero mirar a través de él en lugar de mirarle a él. Se me acaba de
ocurrir que si pongo el suficiente empeño podré conseguirlo, de manera que así lo hago,
pero con cuidado, no vaya a ser que la fuerza táctil de mis ojos agujeree el papel
pinocho de las mejillas quebradizas de Murk. Creo que debería volverme, pero es que tiene
una pinta... igual que un crío de cinco años plantado delante de la tele un sábado por
la mañana: boquiabierto, encandilado y con un hilillo de baba escurriéndose por la
comisura de sus finos labios. Tiene la piel de la cara y los brazos algo pálida, como si
fuera masilla. Este tío es un auténtico zombi de mierda. Igual que en las películas, me
imagino que bastaría con pegarle uno en la cabeza para mandar a este colgado al otro
barrio (hay que apuntarles a la cabeza, dicen siempre). Pero aunque mi intención no es
menos sórdida, no he venido aquí para meter a Murk de paquete en la barca infernal de
Caronte, sino sólo para, pongamos por caso, dejar que madure, se ponga tieso y se pudra
aquí el fin del mundo a todos los efectos, en el hedor de la orina y la leche
agria.
//
La tele de Murk es una antigualla con la pantalla borrosa, un trasto de mierda con
orejas de conejo y botoncitos de ésos que giran para el volumen y que encima están
rotos. Está encaramada encima de dos cajas de cartón marrones y sucias para guardar los
paquetes de leche, peligrosamente, como un funámbulo novato. A veces parpadea y pasa del
color al blanco y negro, y luego al color de nuevo, haciendo que lo que ya de por sí
resulta imposible de ver, sea aún más imposible de ver. ¿Y por qué me parece imposible
de ver? No es lo que os pensáis. Me aparto de la tele por aburrimiento, porque ésta ya
la he visto y porque la cara de tonto de Murk es más divertida y, desde luego, más
elocuente. Es su interés lo que me atrae ahora, su particular involuntaria suspensión de
la incredulidad... pues realmente creo que cree... Así que aquí estoy, mirándole,
viendo cómo mira. Resulta tan fácil olvidar ahora... toda la abigarrada amalgama de
motivos, recelos y callejones sin salida culminando en el hecho de que esté sentado aquí
en un sofá amarillento del Ejército de Salvación, bordado con este horroroso estampado
de flores, viendo una chorrada de vídeo doméstico típico de un aficionado... Todo eso
se desvanece en el brillo muerto de los apagados ojos de sapo de Murk.
//
Arriba, en la pared, detrás de la tele y justo en frente de mí, alguien ha
pintarrajeado las palabras COME MIERDA con espray de color rojo brillante. Las letras son
grandes y toscas, como si fuese una birria de trabajo de la clase de dibujo del colegio. Y
aunque pienso que el texto bien podría haber sido escrito por el propio Murk en uno de
sus momentos más lúcidos, prefiero imaginar que las palabras borbotean de los paneles
baratos marrones como macabra manifestación de la voluntad divina, algo así como esas
estatuas milagrosas de vírgenes que lloran y Cristos que sangran. Con toda seguridad, un
fenómeno tan insólito se prestaría en sí mismo a toda una serie de vías de
investigación metafísica potencialmente fructíferas, aunque me veo bastante incapaz de
sumergirme en asuntos tan elevados durante más de unos fugaces instantes. Come mierda,
nunca mejor dicho: para la mentalidad pragmática resulta excesivo, poco higiénico y del
todo innecesario... y son esas mismas palabras las que resumen, precisamente, el modo en
que ocupo mi tiempo. En determinados círculos, una propensión a asociar el éxtasis a
los actos más primarios es algo raro y noble, y me complace confesar que me desenvuelvo
con facilidad en tan elevada compañía. Sin embargo, la cruda realidad del asunto es que
comerme mi propia mierda hace ya mucho tiempo que ha perdido su encanto y al final se ha
reducido nada menos que a una horrible pesadilla de la cual el presente embrollo no es
más que el último episodio.
//
Mis ojos cansados se vuelven de nuevo hacia la tele y descubro que está a punto de
acabarse; ésta aún es más cutre que la mayoría, aunque algo menos risible. Sin
embargo, la última vez sí me reí: de la manera en que la escena acaba precisamente en
el momento en que el clavo oxidado está a punto de atravesar el testículo izquierdo del
chico, y luego, cuando aparece otra toma en la que se ve la sangre salpicando el rostro
enmascarado del aspirante a sádico que lleva un martillo en la mano. Entonces, la cámara
regresa con cierta torpeza a la cara agonizante de un chico de aspecto hispano que no deja
de dar gritos. La iluminación y la saturación de color de esta toma difieren
radicalmente de la toma anterior, de manera que parece que el chico ni siquiera está en
la misma habitación (ni en la misma película) que su agresor. Hay incluso una
aceleración bastante asombrosa, que recuerda a Ë Bout De Souffle, aunque sospecho que la
incompetencia es la responsable en este caso y no lamentablemente las
pretensiones artísticas. Justo después de la toma de la cara del chico viene otra
transición irregular, esta vez a un primer plano realmente convincente de los genitales
ensangrentados clavados a la madera de la silla. Siguen varias torturas simuladas y al
final, según creo recordar, el chico acaba descuartizado y parcialmente devorado por los
cuatro o cinco hombres, todos ataviados con esas capuchas negras tan horteras. Todo es una
farsa demostrable de principio a fin, pero lo cierto es que ahora hay algo en ella que me
inquieta, no por su verosimilitud, sino a causa de lo que se me antoja un innegable
entusiasmo, sin duda concebido con el fin de servir de compensación por lo que le falta
de habilidad técnica. Pese a su mediocridad, no logro quitarme el mal rollo del cuerpo.
Hace mucho tiempo que no siento semejante
repugnancia, al menos no desde que esta pequeña epopeya privada mía empezara unos
cuantos meses atrás en una exclusiva velada en Las Vegas. Sospechaba que aquello también
era una farsa, de modo que la causa del horror no era la cosa en sí, sino el modo en que
todos aquellos ricachones hijos de puta con collares de perlas y Rolex de oro se lo
tragaban como si fuera esa mierda de caviar de Beluga. Corría el rumor de que nuestro
refinado anfitrión había apoquinado casi cien de los grandes por la cinta, y que muchos
de los invitados de esa noche le estaban pagando nada menos que diez mil dólares sólo
por verla. Yo no tuve que pagar nada porque estaba medio enrollado con la hija de quince
años del tipo. Ni siquiera sabía lo que iba a caer. Sólo aparecía con el propósito de
codearme con aquella gente que se comía la médula ósea de los niños en su tiempo
libre, y más tarde, si todo iba bien, pasaría a transgresiones de índole más bíblica
y pedófila.
Sin embargo, donde acabamos al final fue en una
sala mediana y poco iluminada en algún lugar de las entrañas de la mansión. Había una
pantalla gigante de televisión, unos cuantos sofás y sillas y poco más. Después de
unos minutos incómodos, el vídeo empezó de repente, sin más ceremonias.
Algunas personas miraban la proyección
embelesadas, como si estuviesen viendo a Jesucristo en persona, la Segunda Venida del Hijo
vía satélite; otros seguían con su cháchara, sosteniendo en la mano vasos de martini
vacíos en su mayoría con aire torpe, mientras que otros se magreaban y se
comían a lametones con aire aburrido a falta de algo mejor que hacer. La cosa parecía
ser de origen sudamericano, aunque la ausencia de sonido lo hacía difícil de precisar.
Si hubiese habido sonido, lo más probable es que fuese una versión doblada cutre y
habría sido aún menos soportable. Más tarde descubriría que lo que me había parecido
más extraordinario en su momento en realidad era algo bastante frecuente, incluso un
cliché: estaba ambientada en la selva, en una especie de fuerte o algo así. Unos hombres
de gesto férreo, vestidos con uniformes militares y pertrechados con alicates, estacas
fálicas de madera y machetes, infligían diversas modalidades de tortura a varias mujeres
de piel morena. Se las follaban, las mordían, las acuchillaban, les marcaban el culo y
las tetas con hierros candentes y las obligaban a ayudarles en la mutilación de otras
mujeres. Aparecía incluso un curioso artilugio bastante rudimentario: ataban a las
mujeres a él, con los brazos y piernas extendidos, y poco a poco las iban bajando hasta
clavarlas en un pincho vertical de metal de cuatro puntas. Shish kebab humano,
nena... Y la cámara: blanco y negro, cinéma vérité, imagen trémula y
granulada. Montaje tosco y disparejo sin asomo de coherencia... Recuerdo que, en un
momento dado, aparté la mirada de la pantalla y eché un vistazo alrededor de la sala,
para evaluar las reacciones del público, supongo. Y entonces vi a esa pareja de palurdos
de mediana edad, feos como un pecado, que se pusieron a follar ahí mismo en el sofá.
Ella estaba a horcajadas encima de él y los observé mientras no sin grandes esfuerzos
él le levantaba la falda negra ceñida por encima del culo. El tipo empezó a manosearle
y a agarrarle las nalgas fofas hasta conseguir meterle al fin un dedo corazón bastante
regordete por el agujero del culo. Los gemidos de ella subieron de tono momentáneamente
para luego regresar de nuevo al ronroneo gutural y aburrido de un motor de automóvil.
Parecía una banda sonora apropiada para la película muda; decididamente, la única banda
sonora aparte del tintineo ocasional del hielo al chocar contra el cristal...
Y entonces se terminó. Me quedé allí sentado
un buen rato, mucho después de que hubiesen encendido las luces y la mayoría de los
espectadores hubiesen desfilado. Sólo yo, y los dos palurdos que seguían follando en el
sofá. No recuerdo casi nada del resto de la noche. Fue la última vez que vi a la hija
del anfitrión; poco después, abandoné el país y no he vuelto a saber de ella desde
entonces. Y como la mayoría de los finales, supongo, también señaló el nacimiento de
algo nuevo que haría oír su voz y exigiría su participación en el mundo de las cosas,
reales e imaginarias.
* * *
Un trozo de cartón tapa parcialmente la ventana del cuarto de Murk, y se aguanta en su
sitio con torpeza gracias a varias tiras de cinta aislante de color plateado. El brusco
viento nocturno se filtra de vez en cuando por una esquina suelta del cartón y me
abofetea la mejilla, como el golpe de un cuchillo para la mantequilla con el filo helado.
Casi me alegro de que entren estas corrientes de aire ocasionales porque así disipan
temporalmente el espeso olor a leche agria que invade el espacio, dando lugar a una leve
náusea prolongada que sospecho me acompañará hasta mucho tiempo después de haberme
librado de este Murk y de la caja-purgatorio en la que se ha confinado a sí mismo.
Ahora descubro que la pantalla está toda negra
y empiezo a preguntarme cuánto tiempo llevo aquí sentado, así, mirando embobado a la
nada. No más de un minuto o dos, me imagino, aunque últimamente los minutos y las horas
parecen pasar como si tal cosa, inadvertidos e intercambiables.
Todo está en silencio salvo por los gritos
ahogados y distantes, los chillidos y ruidos sordos de lo que sólo puede ser una pelea
doméstica en otra habitación. Está oscuro, y justo cuando empiezo a sentir ligeras
punzadas de miedo en la boca del estómago, Murk enciende una luz. Su mirada es esquiva,
no la dirige directamente a mí, sino alrededor o detrás de mí. Se aclara la garganta,
pero no dice nada. Su respiración es audible, por la boca y la nariz a la vez, como si
estuviera durmiendo. Lo miro fijamente. Quiero saber qué es lo que serpentea por las
corrientes turbias de su cerebro. Por un momento considero la posibilidad de que está
metido en el ajo, de que sabe que todo es humo y espejos: otro gilipollas cicatero que
intenta engañarme. Pero ese algo enigmático que hay en la presencia de Murk y en este
vientre de ballena que es esta habitación consiguen eliminar esos recelos. Presiento que
sabe algo que yo no sé, que es ésta la realidad y que ha estado ahí todo el tiempo,
sólo que yo no quería verla, o me impedían verla de algún modo.
Ahora Murk se pone de pie, un poco encorvado, y
desliza las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
Mmm, bueno... ahora págame dice.
Creo que es la primera vez que lo oigo hablar
desde nuestra conversación telefónica de hace unos días. Me asombra lo infantil que
parece su voz, no por el tono ni el timbre, sino por el ritmo y la entonación. Su
fraseología es clara y directa, inocentemente tosca en su falta de locuacidad.
Me quedo pensativo un momento antes de hablar,
sin saber cómo responder. Mis pensamientos parpadean como luciérnagas en el telón de la
noche. No consigo decidirme.
Bueno... no sé digo, más para
llenar el silencio que para transmitir algún tipo de significado con mis palabras.
Tienes que pagarme ahora dice Murk,
con más ímpetu, aunque sigue sin mirarme.
Me pongo de pie. Sólo pienso en que tengo que
salir de aquí. No quiero hablar del tema. No quiero estar aquí.
Murk se está poniendo cada vez más nervioso y
cambia el peso de su cuerpo de un pie al otro.
Te he dejado mirar dice.
Tienes que pagarme.
Ejem, no hablamos de...
No es gratis...
Tendré que pensarlo digo.
Además, no llevo nada encima de todos modos. En cualquier caso, tendré que irme y
volver...
Esto no es un trailer contesta.
Escucha, te diré lo que voy a hacer: si
decido seguir adelante, te daré el doble... Tengo que pensarlo, eso es todo.
No sé decir si va a tragar o no. Se está
poniendo cada vez más nervioso y alterado, como si tuviera algo más en la cabeza. Se
pone de puntillas y luego baja sobre sus talones de nuevo, como un chiquillo impaciente de
segundo curso a quien han obligado a actuar en la obra de fin de curso en contra de su
voluntad. Si consigo engañarlo y hacer que crea que puede llevarse un buen pico, podré
salir por la puerta sin complicaciones, pero me estoy hartando de tanta diplomacia. Estoy
pensando que a lo mejor debería darle una buena paliza y largarme de aquí cagando
leches. Todas las señales de peligro se han disipado, y descubro que contemplo a Murk con
una mezcla de lástima y desdén. Se me antoja una criatura sádicamente frágil, presa de
un sufrimiento inconmensurable. Consigue debilitar a los demás por proximidad una
especie de vampirismo telequinésico y me siento arrastrado hacia el suelo, mareado,
con las extremidades pesadas y exhaustas. Como uno de esos monstruos malheridos de las
viejas películas de terror, me escurro entre los mugrientos tablones de madera del suelo,
arrastrándome y deslizándome, cada vez más abajo, en un acre submundo donde unos
resplandecientes ríos de orina serpentean, como culebras, a través de oscuras cavernas
laberínticas. No hay duda de que ésta es la caldera de donde salió Murk por primera
vez, inhalando su primera bocanada de aire tóxico antes de ascender al mundo de los
vivos.
Después de sacar las manos de detrás de la espalda, Murk sostiene una pistola y está
apuntándome al pecho con ella. Sujeta la culata con ambas manos. Automáticamente,
levanto las manos, rindiéndome. Sus ojos son los de un loco y tiene las manos
temblorosas. Pienso que si no se le cae antes, seguramente acabará matándome sin querer,
por accidente... eso suponiendo que el cacharro tenga balas. Tengo la corazonada de que
Murk no ha apuntado a nadie con un arma en toda su vida, y de que, probablemente, este
nuevo hito en su historia personal es mucho más aterrador para él de lo que resulta para
mí.
Ahora intenta hablar:
A-a-a-a-ahora... t-t-t-tú... tú...
Eh, vale le interrumpo. Escucha...
no es ningún problema. No... no es ningún problema, ¿me oyes? Vamos a hablarlo...
Su voz chisporrotea como la grasa del beicon en
una sartén:
T-t-t-t... t-t-t-tú...
Siento cómo yo mismo empiezo a perder los
estribos. Si nunca te han apuntado con un arma sostenida por un tipo que está más que
dispuesto a utilizarla y estoy seguro de que Murk tiene muy poco que perder en este
momento, entonces lo más probable es que hayas fantaseado, al menos una o dos veces
en tu vida, con el modo en que crees que reaccionarías bajo dichas circunstancias. Y si
has tenido la buena fortuna de encontrarte precisamente en semejante apuro, bien, entonces
ya sabes que cualesquiera fantasías de machote cinematográfico esa sangre fría
de: «sí, venga, tío, pégame un tiro» que puedan haber cruzado por tu mente se
convierten en una gilipollez pura y dura en cuanto tu corazón empieza a hacer tictac al
doble de su velocidad normal, y empiezas a captar de qué hablaba Sartre cuando dijo
aquello de que sólo podía concebirse a sí mismo como ser vivo. Yo he visto la escena
fingida un millón de veces e incluso unas cuantas en vivo y en directo (aunque
mutilada por la capacidad de abstracción de las versiones de la pantalla de
televisión) y desde entonces me las doy de estar en posesión de ciertos
conocimientos sobre la muerte en tercera persona. Pese a todo, el deceso del spectateur
consigue escapar a la comprensión más elemental como el jodido cálculo matemático. No
obstante, aflora de vez en cuando: breves y repentinas intrusiones en la oscuridad
menguante de las cinco de la mañana... un dedo de acero en la entrepierna, un golpe hueco
y sordo. Tambalearse por el golpe... dar vueltas y esquivar... librarse y deshacerse de
él... epifanías tan mediocres... incoloras, anodinas... Pero sí, vamos a decirlo, ya
que estamos: pues sí llega, inocente e inocua, cuando la inutilidad la empuja desde la
reflexión más constante. Frágil horror, un estúpido final... final de todos los
finales. Completamente anodino...
Durante un momento, nada. Y entonces:
Clic, clic, clic, clic.
Y al quinto, sangre, huesos y sesos explotan en
el lado izquierdo de la cabeza de Murk. Entre convulsiones, se estrella contra el suelo,
con una furia que no se parece a nada que haya visto antes. Perdido en mi propio onanismo
estúpido, apenas me he percatado de que Murk se ha apuntado con el cañón del arma a su
propia cabeza. Y ahora está ahí tendido, arrugado, como un trapo viejo, con el pelo casi
de punta y un charco de rojo extendiéndose bajo su cabeza rota. Tiene la boca abierta en
una mueca enorme de paralizado horror. Me fijo por primera vez en la caries del diente que
tiene en la hilera delantera superior. El hecho brutal del cadáver ahí tendido ante mis
ojos impide cualquier vana especulación sobre el móvil. Sólo puedo quedarme aquí de
pie y maravillarme ante esta desdichada cosa a la que acaban de arrancar la vida de cuajo.
Nunca he visto la muerte ni siquiera a una abuelita muerta en el ataúd y
durante un instante fugaz dudo incluso de su veracidad. La pequeña herida circular de la
entrada de la bala ejerce una irresistible atracción sobre mí. Quiero tocarla con el
dedo índice, para rascar el tejido interno con la uña y luego llevármelo a la nariz y
respirar la muerte, como el primer olorcillo a coño. Pero en vez de hacerlo, me dirijo a
la puerta.
Bajo las escaleras entenebrecidas. Casi resbalo
por culpa de unas canicas que alguien ha dejado olvidadas en un escalón. Estiro los
brazos para agarrarme a algo y recuperar el equilibrio y en su lugar sólo agarro un
puñado de aire. Las barandillas están completamente rotas en determinados trozos y los
que quedan son muy endebles... Empiezan a elevarse unas voces en respuesta al disparo.
Ellos también lo han oído: consenso general de que ha ocurrido algo. No ha sido en la
tele esta vez. Ellos también lo han oído. Y sin embargo, sólo yo lo he visto: yo, el
incrédulo Tomás que mete la mano en las llagas abiertas de los muertos y los moribundos
para satisfacer su propia ansia de pruebas táctiles. Y eso, ahora me doy cuenta, era lo
que narraba el críptico rostro de Murk, el mensaje que me parecía tan indescifrable: yo
te enseñaré cómo es en realidad. Y ahora lo pruebo, como un metal duro que resquebraja
y rompe los dientes. Es abrumador. Hago un esfuerzo por tragar saliva, reprimiendo las
náuseas.
[...] Alcanzar la puerta al fin, salir a la acera de la ciudad con paso vacilante.
Incapaz de contenerme por más tiempo, escupo un espeso líquido marrón, y mancho y
derrito la delicada capa de nieve perfecta, que despide una nubecilla de vapor como
respuesta. Me escuece la nariz y la garganta, y me lloran los ojos. Me paso lo que me
parece una hora haciendo arcadas antes de que la sensación desaparezca. Cuando consigo
erguirme y recuperar el sentido me abro paso precipitadamente por el pavimento nevado,
poniendo la máxima distancia posible entre yo mismo y la escena de la muerte de Murk.
Dejo atrás varias manzanas con rapidez, doblando esquinas sin rumbo fijo hasta que al
final pierdo todo sentido de la orientación en el laberinto de la ciudad. Al doblar otra
esquina, levanto la vista y descubro lo que se me antoja una especie de cámara de
seguridad instalada en el lateral de una vieja catedral. Me pregunto por cuántos de
aquellos voraces ojos eléctricos habré pasado ya sin darme cuenta en el transcurso de mi
huida y qué ojos indiscretos me observan desde el otro lado.
Cuando me siento fuera del alcance de la
cámara, a salvo, aminoro el paso e intento recobrar el resuello. Me detengo, apoyo la
espalda contra una pared y dejo que mi corazón se recupere... Echo un vistazo a mi
alrededor... Me sorprende de pronto el extraño espectáculo de la ciudad a las tres de la
mañana. Vacía, soñolienta y silenciosa. Todos los edificios, señoriales y estoicos,
apretujados y apelotonados sin demasiado respeto por la estética ni el pragmatismo.
Fachadas de ventanas con barrotes, los semáforos parpadeantes balanceándose ligeramente
en la brisa invernal. El centelleo estridente de la marquesina de un cine porno... Como a
través de un objetivo de ojo de pez, ahora todo parece esperpéntico y deformado, como un
país extranjero o un mundo completamente desconocido. Una ciudad antigua construida hace
varios milenios por una especie ya extinguida totalmente distinta a nosotros... Ajusto mi
visión y la centro para enfocar los copos de nieve que caen amontonándose a mi
alrededor; cada uno de ellos perfecto, único y sublime. Imagino un mundo entero en cada
uno, dirigiéndose hacia un apocalipsis inminente, ya sea pisoteados bajo unos pies o
derretidos bajo la luz del sol... Cuando realizo un reajuste descubro que se ha producido
un sorprendente cambio en la escena. Las torres de pisos, el pavimento, las luces y las
ventanas... todo se desvanece en una vasta llanura blanca. La ligera nevada prosigue in
crescendo hasta convertirse en una violenta y feroz ventisca... A kilómetros de
distancia, apenas visible a través de la gruesa cortina de nieve, una manada de inmensos
mamuts cubiertos de pelo avanza penosamente por el horizonte... Cerca de ellos, un grupo
de mamíferos simiescos y peludos se acurrucan en busca de calor mientras el frío atroz
va consumiendo sus vidas... El temporal cede, se tambalea y se desmorona y la Tierra gime
y se resquebraja mientras algo extraño y descomunal se va abriendo paso poco a poco. El
caos renqueante de la civilización... Los continentes chocan contra otros continentes,
las olas se levantan hasta hacerse montañas. Los volcanes despiden nubes negras de ceniza
y ríos abrasadores de roca fundida... Dios y Karl Marx no han llegado todavía, y a nadie
se le ha ocurrido sintetizar la celulosa, el ácido nítrico y el alcanfor para fabricar
una sustancia que posibilite la captura de imágenes en movimiento.