Resinas para Aurelia
por Mayra Santos Febres
Aurelia, Aurelia
dile al Conde que suba
dile al Conde que suba
que suba suba
por la ventana
(letra de Bomba popular) |
Nadie sabe cómo
entró la moda aquella, pero en menos de tres meses todas las putas de Patagonia tenían
esclavas en los tobillos. Se las veía pasear por la plaza del pueblo, cuando estaban de
descanso, comiendo helados de frutas o de nueces, o por las calles en dirección al río.
Se las veía comprar abastecimientos en la Plaza del Mercado con aquella cadenita
brillando al sol irredento, refulgiendo en la distancia, señal secreta que denunciaba el
oficio. El rutilar allá abajo en el tobillo, el conspicuo nombre de esclava encendía
ojos y fruncía ceños por todo Humacao. En dirección al río iban los pies meretrices
con esclava y en dirección a la cadenita iban los ojos de todos y de todas las del
pueblo. De todos y de todas, de Lucas por ejemplo, que debajo de su amplio sombrero de
esterilla, con tijera podadora en mano, dejaba de abonar árboles de sombra para verlas
pasar con ojo hambriento.
Su abuela le enseñó el oficio
de las flores. Nana Poubart lo trajo infante desde Nevis a aquel pueblo gris con un rio
que se comía los árboles de la plaza. No recordaba nada de su tierra natal, sólo la
empozada en los pechos de su abuela, a quien se le enredaba la lengua en inflexiones más
agudas que las del resto de los habitantes del pueblo, erres y tes un poco más agudas,
más indescifrables entre el montón de sonidos que sobrevolaban el aire de Patagonia. El
aire de Patagonia, usualmente apestoso a crecida de rio, a colchón humedecido y a orín,
se detenía donde empezaban los aires de la abuela con sus cocimientos de plantas y de
flores. La casa de ellos, aunque humilde y asediada en los flancos por los ranchones de
mancebía, siempre olía a resinas de árboles de sombra que contrarrestan el olor del mal
vivir. Los pisos de madera brillaban con un emplaste ámbar de capá con cera de abejas y
esencia de flores de jazmín. Frente con frente al bar el Conde Rojo, Nana había sembrado
un limonero y un guayabo enredado. Los cuidó de chiquitos echándoles fertilizantes
expertos en crecimiento dócil y frondoso, mierda de putas jóvenes mezclada con sangre
menstrual. A él le daba vergüenza cuando Nana lo mandaba a la puerta trasera del Conde
Rojo a pedirle a las madamas las palanganas de sus pupilas. Protestaba con los pies y con
el pecho, pero Nana no oía razones sobre malas lenguas, ni sobre bochinches infundados en
falsas modestias. Según ella, no había nada mejor para crecer árboles de sombra, ni los
fruteros medianos de este lado del Caribe.
Así fue como Lucas se
acostumbró a las putas desde niño, a sus olores, a sus texturas, a sus miradas de
complicidad. Desde la preadolescencia se acostaba con ellas, desde los doce años, para
ser más exactos. So pretexto de darle las palanganas de mierda, las madamas y las putas
más viejas lo hacían entrar al Conde, lo obligaban a esperar mientras ellas se cambiaban
de ropa, se empolvaban las tetas llenas o las caídas con polvos de perfume y motas
multicolores de algodón espumado. A veces lo comprometían a amarrarle las ligas de las
medias o a zafarle los botones del sostén de copas. Y luego de estos roces furtivos,
algunas lo besaban de lengua en la boca haciéndole mimos maternales, cagando amorosamente
ante él en las palanganas y conduciendo a Lucas otra vez hasta las entradas del ranchón.
Mientras tanto la Nana lo
esperaba sentada en el sillón de palo caoba y paja trenzada en el balcón de la casita.
Al guayabo de la entrada lo trenzó ella misma con sus manos de planchar y de lavar ropa
de ricos en el rio. Le fue enseñando a Lucas cómo se agarran las ramas de los palitos
tiernos para hacerles diseños al tronco. "Los dedos, -le decía mientras se los
untaba de mierda de putas a la cual añadía resinas de cauchero y miel --"es
importante saber dónde se ponen los dedos y qué presión hay que aplicar para doblar sin
partir, la corteza tierna de los árboles." Año tras año, Nana fue
sensibilizándole las yemas a tal grado que Lucas aprendió a cogerle el pulso a los
árboles, a los de sombra, a los de fruto y a los de flor. Sentía cómo la savia les
corría por las venas y, a través de una cuidadosa medición de temperaturas y presiones
líquidas, podía saber si el árbol estaba saludable o si necesitaba agua, poda, o una
sangría para liberar exceso de resinas de su interior.
A lo que nunca pudo acostumbrarse
Lucas fue al punzante olor a mierda de putas. Aunque seguía yendo a recoger palanganas
cada vez que la Nana lo enviaba y seguía acostándose con ellas, nunca pudo sumergir de
buena gana los dedos en aquel emplaste maloliente. Convenció a la abuela a que lo dejara
usar otras soluciones y se dió a la tarea de recorrer las riberas del río con un machete
y unas latas, recogiendo las resinas de todas los arbustos y plantas de tronco del
litoral.
La Nana también sabía cómo
sacarle el obeah a las plantas, a quién había que hacerle ofrendas para que el monte
obsequiara con hojas para curar el mal de amores, los cólicos de diarrea y vómito,
fiebres de lupanar y otras dolamas que aquejaban con frecuencia a las vecinas de
Patagonia. Sabía de tes de anamú contra el dolor de ijadas, y de infusiones de naranjo
para aquietar llantos y tremores, hojas de guanábano para aliviar la empancinada de aire,
cataplasmas de resina de palo de jobo para devolver el calor a la piel. Sabía millones de
estos secretos. Y así como componía troncos y raíces y follajes, también componía
huesos y vértebras rotas, tropezones con puertas en ojos de mujer, moretones violáceos,
coágulos de sangre, virazones de tobillo, desligamientos, y desgarres. Remendando gente
fue que Nana pudo ayudarse a pagar la supervivencia suya y la de su nieto. Pero a Lucas no
le parecía tan interesante lo que la Nana hacía con las plantas y las manos para
ponerlas al servicio de la gente. La gente apestaba a mierda, le daban un placer fortuito
que lo dejaba solitario, melancólico y confundido tan pronto se acababa el último
tremor. Los árboles no. Ellos tenían su espesor y su ricura, el suave verdor húmedo de
las hojas brillosas del café de Indias o el calor picante de las hojas rugosas del
orégano brujo, la cáscara de palo santo o las cortecitas de tártago le levantaban
sudores de alivio en la piel. Se la dejaban tranquila y clara. Lo más que disfrutaba era
sacar resinas de árboles, hacerlos sangrar ámbares profundos y gomosos con los cuales,
estaba seguro, se podía componer cualquier cosa que cruzara su imaginación. Los huesos
que la Nana arreglaba, los troncos de guayabos en flor, entuertos del alma, delicados
ungüentos para impermeabilizar maderas, evitar las goteras y manchas de humedad en los
techos, tornear patas de mesas, poner a respirar a un cuerpo. Todo lo podían las resinas.
Cuando Nana fue retirándose del
rio y dedicándose por completo a sanar putitas malogradas, Lucas, ya de edad, consiguió
trabajo como jardinero municipal. Nadie nunca había visto vegetales que crecieran con tal
hermosura bajo manos humanas. Lucas, el hijo de la lavandera de las islas, convirtió una
plaza desnuda de pueblo salitroso en un jardín divino, donde las miramelindas se le daba
a pleno sol, los duendes y los cohitres cohabitaban sin marchitarse bajo árboles
fruteros, los robles rosados y amarillos se erguían directos en dirección a un cielo
siempre gris, pero ahora engalanado con el paraíso de plantas y de tersores hechos por
él. Todas las señoras de bien le daban asignaciones en casas particulares para realizar
primores en sus patios interiores, en sus paseos de entrada, que sembrara y cuidara palmas
reales, coqueras, que lograra combinar azaleas con gardenias con rosales y amapoleros de
diferentes colores, que trenzara trinitarias espinosas de modo que derramaran sus melenas
sobre las terrazas y las azoteas recubiertas con resinas, que diera a la casa olor con sus
ungüentos para mesas de caobo y para techos a dos aguas, que brillara pisos con la cera
ambarina de millones de árboles que Lucas destilaba en los cuartos traseros de su casita
en Patagonia. Él llegaba y dejaba todo terso, fresco a la piel, resbaloso, protegía
superficies del salitre gris que cubría al pueblo como un vaporizo inamovible, y tersaba
las arrugas del tiempo devolviéndole palpitaciones secretas a todo tronco o torso que
pudiera acoger el regalo de sus dedos. Los dedos de Lucas, algunas señoras circunspectas
se habían sorprendido a sí mismas soñando con los dedos de Lucas, que les sacara de
adentro toda aquella sequedad tan cuidada, que las deshiciera en ríos de ámbar
suculento, densos almizcles olorosos a fragancias profundas y secretas, aquellas de las
cuales ellas mismas se protegían, para no poner en tela de juicio su respetabilidad.
Y era extraño como la gente
trataba a Lucas, porque ninguna otra persona sino Nana y las putitas de los barracones de
Patagonia le miraban a la cara o dejaban resbalar ojos por el resto de su cuerpo. Casi
nadie le sostenía la mirada, casi nadie se daba cuenta de sus facciones, de la almendra
oscura y dulce que eran sus ojos, ni de lo amplia y remota que era su sonrisa. Nadie sino
las putas se fijaba en sus amplias espaldas, fibrosas como un ausubo, ni en la redondez
perfecta de sus montículos de carne allá encima de los muslos ni del profundo color
caobo de su piel, siempre fresca como una sombra. Y nadie se atrevía a tan siquiera
soslayar con el rabito de una mirada el cabo de raíz que suculento se avisaba por entre
el pantalón, el nudo amplio que prometía troncos de carne oscura y suculenta, pelitos
suaves, olorosos a uveros de mar. Ni él mismo se percataba de lo bello que era, porque
como todos los demás, su atención estaba fija en la precisión de sus manos. Sus dedos,
largos como de pájaro, terminaban en puntas corvas y afiladas, con diluidas lúnulas al
fondo de las uñas. Estas siempre estaban bordeadas de tierrilla y pedacitos de cortezas,
estriadas a veces por finísimas fibras de queratina que le creaban texturas magistrales y
diferentes a cada una. Las palmas eran anchas, carnosas, con callos en cada falange. Vetas
profundas y sutilísimas cortaduras las surcaban de dorso a revés, haciéndole mapitas
del destino por toda la superficie color acerola madura. Pero, sorpresivamente, las manos
de Lucas eran suaves, en su fortaleza y precisión; tímidas y suaves como las de cuando
era niño y cargaba palanganas de mierda, tímidas, suaves y huidizas en su fuerte
presión sobre las cosas. Todos los ojos que se tropezaban con Lucas se fijaban en sus
manos, así como tan sólo se enfocaban en la cadenita tintineando en el tobillo de las
putas de la Patagonia.
La primera vez que el rio inundó
los jardines que Lucas fue tejiendo en la plaza del pueblo, arruinó un ministerio de
primores de cuajo. Casi cuatro años le había tomado al jardinero construir su imperio
vegetal. Lucas acababa de podar los cedros y los gomeros, de curarlos de parásitos y
demás enfermedades tropicales que les aquejaban. Las sangrías de resina se le llenaron
de barro, las corrientes deshicieron los torniquetes para enderezar troncos virados por la
ventolera. Pero él sabía que esto ocurriría tarde o temprano. Lo sabía desde que
empezó a recorrer las riberas en busca de resinas y se percató de que el cauce del rio
era artificial, había sido desviado a propósito para cumplir con las necesidades de
expansión del municipio. "Las cosas tienen su vida y tienen su muerte y tienen su
curso sobre la tierra. Eso no lo puede cambiar las manos de ningún hombre" ?le
había dicho la Nana cuando él le contó su descubrimiento. Y fueron providenciales las
palabras de la vieja curandera, porque semanas más tarde al rio le dio la gana de
recobrar su curso original e inundó al pueblo. La pérdida más grande no fue los
jardines del municipio. A causa del infortunio caprichoso del Humacao, murieron más de
doscientas personas, casi todas de ellas de Patagonia. Entre ellas la Nana.
Fue cosa del destino. Luego del
trabajo y, después de destilar dos galones de resina de tabonuco en los cuartos traseros
de la casita de la Nana, fue a buscarle mierda de putas al ranchón. Una de las niñas,
amarilla miel como la sustancia que acaba de destilar del corazón de los árboles, le
abrió a Lucas la puerta, los ojos y la caja del corazón. Era nueva en la cuadrilla, no
la había visto antes, pero aquella tarde, se le ofreció por veinte pesos, y él le dejó
treinta sobre el tocadorcito de planchas de pino al lado del catre donde hicieron el amor
hasta la madrugada. Lejos se oía el estertor de la lluvia mientras él la penetraba
suavemente en la primera tanda de caricias y ella se resquebrajó silenciosa para dejar
entrar aquel portento de raíz macha entre sus piernas. Lucas estuvo encima de ella,
moviéndose como los sauces del cementerio. Notó que la niña no quería sino hacer su
trabajo, pero poco a poco se le fueron humedeciendo los goznes de la entrepierna y a oler
a cedro recién cortado. Entonces Lucas se movió con más premura hasta que ella arqueó
sus espalditas de zorzal, le pegó el costillar al pecho y se vació en un suspiro
lánguido y triste, mientras su vulva latía con él adentro. Tres, cuatro veces ella se
le deshizo debajo. Cuando estaba exhausta y desmemoriada, y mientras el aguacero amenazaba
con descuajar los planchones del techo del Conde Rojo y el rio rugía y se llevaba
enredados a la mitad de los habitantes de Patagonia, Lucas Poubart penetró a la mujer por
quinta vez. Con el primer empuje sintió que se le subía al vientre todos los jugos que
su cuerpo había sido capaz de producir en todos los años que había existido sobre la
faz de la tierra; y se vació completo en aquella mujercita amarilla, mientras ella se
cubría el rostro con su pelo, intentando que él no le viera la cara de muerte plena en
medio del desastre que fue aquella pasión.
El azar los salvó a ambos.
Habían pasado la crecida en la parte más alta de los ranchones del prostíbulo. Pero el
resto de Patagonia era pura desolación. El barrio quedaba en un declive profundo, en las
cercanías del rio. Las aguas del Humacao habían llegado hasta la plaza y lo que fue
peor, había atrapado a Nana en su cuarto de dormir, de donde fue rescatada por los
vecinos, profundamente muerta. Cuando Lucas llegó, encontró a los vecinos desenredando
el cadáver de la Nana de las sábanas que la habían amarrado a los pilares de la cama.
Con un solo grito profundo se deshizo en llantos mientras abrazaba el cadáver de su
abuela.
Cerca del mediodía fue que Lucas
pudo salir de su estupefacción, soltar el cuerpo de la Nana sobre los mostradores de la
cocina e irse a la calle a ayudar a los demás en desgracia. Con el agua hasta la cintura,
se topó con montones de personas atrapadas entre los escombros, la tablería, las ramas y
los catres de las casas destrozadas por la corriente. Pensando en Nana, y en lo que de
ella había aprendido, fue ayudando a desenredar muertos, a salvar a los que aún tenían
vida, sacándole el lodo de las narices y masajeándoles los pulmones anegados. Dio
respiraciones, calentó miembros, abrazó huérfanos y viudas. Los llevó a sitios altos,
fuera de peligro y, ya al anochecer, se desplomó de agotación en uno de los bancos del
refugio que abrió la municipalidad para los damnificados por el desastre. Durmió allí,
sin moverse toda la noche.
Cuando Lucas despertó de su
sueño, se encontró con que las aguas del rio habían bajado a su nivel. Regresó a su
casa, para arreglar los detalles del sepelio de su abuela. No llamó a ninguna funeraria,
sino que fue el mismo al cuartucho de destilar savias y limpió su mesa de trabajo, donde
trasladó el cadáver ya rígido de la Nana. De entre el desastre del taller, rescató una
lata que milagrosamente no se había llevado la crecida. Dentro la lata guardaba un
ungüento pesado y de olor pungente que hacía llorar a quien se le acercara. Abrió la
lata. Se embadurnó las manos, desnudó a la abuela, y con aquella cataplasma fue
masajeando todo el cuerpo hinchado y gris. Le tomó horas ir parte por parte, cara,
mandíbula, cuello, orejas, pelo, y luego bajar los dedos y presionar contra hombros,
contra los brazos fuertes de aquella mujer que lo había criado desde niño. Le tomó los
dedos, tan parecidos a los suyos, los llenó del emplaste destilado, se los humedeció con
sus propias lágrimas silenciosas. Le embadurnó el pecho, teniendo cuidado con aplicarle
menos solución en las aréolas oscuras. Fue bajando y apretado fuerte hacia abajo por el
vientre y luego por las piernas. Se las entreabrió a la Nana, le acarició el pubis
canoso y con ternura le fue llenando las grietas de aquella savia, experto, conocedor y
humilde en su oficio de devolverle la tersura y la humedad al cuerpo muerto de la abuela.
La puso a la sombra tibia, esperó por tres horas. Luego, la vistió con un traje que
había comprado días antes para ella, y se fue al patio, a terminar de hacerle un cajón
de madera de caobo pulido, ligeramente teñido de un tinte marrón rojizo que combinaba
perfectamente con la piel de su Nana.
A los cuatro días del sepelio,
que fue el más hermoso de todos los sepelios celebrados en la Patagonia, fue a buscar a
la mujer amarilla a lo que quedaba del ranchón de putas. No la encontró. Nadie pudo
decirse a ciencia cierta de sus paraderos. Doña Luba, una de las rameras más antiguas
del vecindario, le contó los rumores de que el padre había bajado desde Yabucoa a
llevársela. "Ese maldito fue el primero en desgraciarla. Aurelia misma me lo contó
recién llegada al barrio. Cuando supo que la había encontrado, aprovechó el desmadre
del rio y se fugó. Debe andar escondida por ahí. Si la ves antes que yo, dile que deje
el Conde Rojo y que se venga a trabajar conmigo. Si yo la veo antes, le digo que tú la
andas buscando."
Mientras esperaba noticias de
Aurelia, Lucas se concentraba en reparar los jardines de la plaza. Un día lo mandaron a
llamar de la alcaldía. Allí le informaron que requerían de sus servicios, pero para
otro menester que el de recuperar los jardines de la plaza. Todavía quedaban cadáveres
flotando por las aguas del rio que la corriente había arrastrado a las afueras del
pueblo, cadáveres que nadie había querido ir a recoger y que estaban creando
pestilencias." Son cadáveres de putas. Nadie quiere tocarlos. Tememos lo peor,
epidemias, pestes, envenenamientos de agua. No podemos arriesgarnos a dejar que la
corriente se lleve estos cuerpos a pueblos aledaños. Un escándalo así mancillaría el
buen nombre del alcalde." Lucas aceptó la asignación, pidió transporte para
recorrer las riberas en busca de los cuerpos, y puso la condición de que le aumentaran el
salario, y que le otorgaran independencia total en el escogido de árboles y plantas para
sembrar en la plaza del pueblo.
Así fue como de jardinero
municipal, Lucas se convirtió en rescatador de cadáveres de putas ahogadas. Pues, para
su asombro, seguían apareciendo cuerpos de rameras entre las aguas del rio, mucho
después de que él rescatara a todas las que habría ahogado la inundación. De vez en
cuando, lo llamaban del municipio para que fuera a recoger cadáveres realengos. Otra puta
ahogada por "la inundación" decían entre risitas los policías que llamaban a
Lucas a trabajar. Se acopló a la costumbre, después de los primeros meses, e iba ya él
solo, patrullando las riberas del rio, para economizarle las llamadas a los oficiales y no
tener que interrumpir su rutina de jardinero, a la que volvió después de la primera
tanda de rescates.
Con los cadáveres recuperados
siempre era la misma historia. Primero se tiraba al rio, nadando, para desenredar los
cuerpos de entre la maleza que lograba detener la deriva de las putas ahogadas. Les
desenmarañaba el pelo para ver si podía identificarlas. Cuando llegaba a ellas, algunas
ya tenían los labios picados por los peces, o los párpados poblados de crustáceos, y
las tripas habitadas por pequeños camarones y pulgas acuáticas. Era difícil
identificarlas, si no llega a ser por la cadenita en el tobillo izquierdo que delataba
profesión. A las desfiguradas las cargaba suavemente, como si estuvieran dormidas y las
llevaba directamente a la morgue. Con otras, casi todas de muerte más fresca, se
encariñaba, no sabía por qué razón. Entonces se las llevaba para la casa. Les
preparaba algún aceite con esencia de olor para quitarles del rostro el rictus de la
sorpresa de encontrarse ahogadas, el susto de pesadilla en la faz y los músculos. Les
acariciaba experto la carne, les destensaba el semblante con las manos pensando en cómo
nadie las iría a reclamar, en cómo las tirarían al vertedero, cremadas, sin una sola
caricia de despedida, aquellos cuerpos que el pueblo entero había manoseado y de los
cuales ahora se querían desentender. "Nadie te quiere tocar," les decía Lucas
por lo bajo, "nadie te quiere tocar y nadie sabría cómo hacerlo ahora más que
yo." No era gran cosa lo que hacía por ellas, lo sabía. Pero al entregar a la
morgue un cuerpo nuevo de aquellos que le provocaban cariño, se enorgullecía de lo
bellos que quedaban, con la piel tersa y aceitada, con olor a plantas frescas de menta,
con la cara en reposo. Antes de montarlas de nuevo en su guincha municipal, les destrababa
del tobillo la infame cadenita de oro, y se la guardaba en el bolsillo de su pantalón.
Quizás así las tratarían mejor.
Un día Lucas caminaba por las
riberas el Humacao, pensando en cualquier cosa. Hacía tanto tiempo que ya no buscaba
resinas, ni que rescataba cadáveres. Todo era sembrar jardines y untar resinas a techos,
mesas y sillas en casas de ricos. Se detuvo contra un árbol de caimitos a mirarle las
vetas del tronco y acariciarlo con suavidad. De repente se fijó en un montículo de ropas
que sobresalía de los pastos altos al otro lado del agua. Afiló la vista, parecía un
cadáver. Animado, casi alegre, se quitó la camisa y se tiró a las aguas del rio, lo
vadeó con calma, nadando apenas, pues la sección que cruzaba no era tan profunda.
Mientras se fue acercando al montículo, vio unas manos pequeñitas con dedos de nena que
transparentaban un tinte color ámbar en la piel arrugada y gris. Esta era una muerte
fresca, no más de unas cuantas horas, una noche con su madrugada en el agua. Los pies
descalzados, con las uñas pintadas de rojo, se veían en reposo total y en el tobillo
izquierdo refulgía la infame cadenita. La carne se notaba a través de la blusa y dejaba
ver unos pezones de un marrón oscuro que Lucas creyó reconocer. Con el cadáver a
cuestas, salvó la otra orilla y empezó su ritual de desenmarañe para verle el rostro a
la difunta. Pero no hizo más que sacarla del agua y tenderla al sol, poner una de sus
amplias manos sobre la cabeza de la ahogada para que la piel entera se le encabritara de
golpe. Era ella, al fin ella. Aurelia, la encontraba, al fin.
Pero estaba muerta. Lucas quiso
llorar. No pudo. Ocho meses habían pasado desde la terrible inundación. De aquella mujer
tan solo le quedaba el recuerdo de un tacto amanecido, febril, nuevo para él, que tantas
superficies había tocado, tantas otras putas había penetrado con sus dedos, con su
lengua y su piel. Sintió alivio al verse liberado del espectro de aquella tersura que se
le acomodó en la piel y no lo dejaba hacer otra cosa sino anhelar a Aurelia. Pensó que
ahora volvería a ser el mismo, el mismo que nunca habría abandonado a la Nana una noche
de lluvia, el que podía ir a hacer injertos y a hacerse desear por las otras meretrices
de Patagonia, que incluso podría buscar una mujer buena con la cual mudarse a la casita y
convertirse en el hombre que su Nana crió, redimirla así de una muerte inútil. Entonces
descargó a Aurelia en la tumba de la guincha y se dirigió a Patagonia.
Se la llevó a la casa y comenzó
a desvestirla. Le quitó los retazos de blusa de algodón, las braga rojas y la falda
rota. Le quitó la cadenita de oro, la cual tiró con otras en una taza de peltre que
había comprado para aquellos propósitos, sacó los peines que tenía y comenzó por
desenredarle el greñal tupido que una vez tuvo entre los dedos la noche entera de los
infortunios. Tan pronto como hundió los dientes del peine entre el cabello, comenzaron a
salir alimañas que él fue matando con la punta de los dedos, arañas de rio, pulgas y
larvas de insectos que se habían encajado en aquella miel. Fue peinándola con suavidad y
una sonrisa en el rostro. Siguió la faena, hasta que el pelo quedó todo desenredado. Lo
lavó con jabón y lo roció con agua de rosas. Esperó a que se secara sentado en un
sillón junto al cadáver fresco y húmedo de la niña amarilla. Aún sonriente, caminó
hasta su taller de resinas y sacó la lata que ya casi un año atrás había usado para
preparar a la Nana para su tumba. Quedaba suficiente solución adentro y hasta sobraba
para cubrir el cuerpo de pajarito que yacía sobre la mesa. Nunca lo había usado sobre
otra, instintivamente había guardado el sobrante, quizás para aquella mujer.
Con el alma acostumbrada a las
catástrofes, empezó el rito de embadurnarse las manos con la solución. Empezó por los
pies, dedo a dedo, tobillos libres de cadenitas, piernas rígidas, toda ella fue quedando
aceitada por la resina, que ya añeja, despedía un tenue olor a maderas de todos los
tipos y a flores condensadas en un olor vegetal del cual ya no se podía diferenciar
ninguno de sus componentes originales. Presionando con atención, fue relajándole los
músculos a la muerta, hasta que sintió que la fricción y otra cosa, le devolvía calor
a la piel. Con aquella sensación a extrañas temperaturas entre los dedos prosiguió su
camino hacia arriba en el cuerpo de Aurelia. Pasó tres cuartos de hora masajeándole los
muslos acaramelados y duros con pelitos claros que refractaban la luz del taller. Y allí
de nuevo sintió el extraño calor que regresaba, de adentro para afuera a la carne de la
muchacha. Lucas vio, como de los muslos salían delicadas gotitas de agua, un sudor que no
olía a humano sino a bancos de rio. Sin más que este entendimiento en la mente,
prosiguió el masaje, metiendo las manos por debajo de las piernas y presionando las
nalgas de la niña que también se encendían con sus dedos resinosos. Sintió un golpe de
sangre caliente entre las piernas, se miró erecto, adolorido por las ganas de frotarse
entero con ella sobre la mesa del taller.
Lucas sacudió la cabeza, pausó
para ver cómo, de la mitad para abajo, su putita ahogada había recobrado algo de color,
y emanaba olores vegetales por los poros que expulsaban lo anegado. Se volvió a
embadurnar las manos y esta vez las posó, precisas en la cara de la muerta. Fue haciendo
círculos con los dedos sobre la frente, los pómulos, los párpados que cerró y abrió,
para volver a cerrar y dejarla descansar de las presiones. Los labios, la mandíbula, los
huesos del cuello y de la nuca, que compuso, poniéndolos en su lugar. Los hombros y
clavículas quedaron relajados bajo la presión de los dedos del jardinero. De medio lado
la viró para aplicarle resina en las espaldas, hasta las nalgas ya calientes que
perspiraban contra la madera de su mesa de trabajo, contra las palmas de sus manos y sus
mapas del destino, contra el ansia de Lucas que seguía creciendo no empece a su
concentración. La volvió a voltear para aplicarle resina sobre las tetitas de
adolescente, tan turgentes, tan suaves. El calor de la resina las hizo soltar el agua del
rio que habían chupado en su deriva. Los pezones duros y oscuros cobraron tintes de magia
y ya Lucas no pudo más. Se desnudó completo, se puso un poco de resina en la pelvis, el
pubis y en su verga. Mientras le abría las piernas a la ahogada sintió el picante
calentón de aquel ungüento viscoso, se sentía quemar. Con los dedos destrabancó la
vulva de su amada y allí mismo, sobre la mesa del taller de injertos y maderas, fue
penetrando a la dulce Aurelia, a la Aurelia de ámbar y resinas, a su putita amada para al
fin, al fin llenarla de calor. La muerte era un simple giro del azar. Sus manos no podían
espantarla. Pero su pinga y su resina, aquel ardor que regresaba envuelto en consistencias
vegetales, ese sí estaba presente, producto de sus manos y su espera, de su insistente
recuerdo empotrado en los dedos y en la piel.
Se le vino adentro, contrayendo
todos los músculos de la espalda, se le vació como un zurrón de leche entre las
piernas, le gritó al oído que la amaba. Que la quería como era y para siempre. Se
quedó dormido sobre el cadáver y soñó que la niña amarilla lo rodeaba con sus brazos
y le daba besitos de amor.
Al despertar, Lucas fue hasta la
taza de las cadenas de oro, recogió la de ella y se la puso de nuevo al tobillo. Puso el
cuerpo a sombra tibia, se fue al pueblo y volvió con dos grandes bloques de hielo, un
cuchillo de monte y botes de latón, de los que usaba para recoger resinas. Aprovechó
para decirle al municipio que buscaran a otro para rescatar putas ahogadas, y volvió a
sus jardines, a sus paseos en busca de resinas y a sus escapaditas, cada vez menos
frecuentes a los ranchones de mancebía de la Patagonia. Tres veces a la semana, se
encerraba en los talleres de la casita maternal con una lata llena de ungüentos y una
botella de agua florida y no salía hasta la madrugada, sonriente y lleno de sudores
pegajosos en toda la piel.
|