La
criatura
por Patricia Suárez Para Mónica Camillo
Fue en la época en que
teníamos todos aquellos problemas y tratábamos de arreglarlos. Estábamos tirados en la
cama, a medianoche, desnudos y con los ojos como platos mirando el cielo raso, el calor
era intolerable, y estábamos bocarriba en la cama con los ojos tan abiertos, las sábanas
hechas un lío, podríamos haber hecho el amor, pero ya no lo hacíamos por aquella
época, con todos nuestros problemas, y el gato maullaba con furia para entrar en la
pieza, y porque el calor era intolerable.
Entonces oímos la música.
-Ernesto, ¿la oís? -le
pregunté. Él murmuró:
-Es un disco.
-Es una polca -dije yo, y
aguardé en silencio que la polca corrompiera con su énfasis el calor de la noche y la
sombra de los edificios, y socavara todos y cada uno de los cimientos-. No es un disco
-aseguré-, no, no es un disco-. Había imperfecciones en la interpretación de esa
música, se notaba en el aire: había impurezas. Mi marido se levantó al punto, y fue
hacia el balcón. No hizo el menor gesto por cubrirse, y se acercó al balcón, blanco y
desnudo, como un cachorro o un niño. En ese instante pensé que él era un hombre
hermoso. Sonaron los aplausos en la casa vecina, gritaban "Bravo, Laura".
Prácticamente podía ver a Laura, tiesa, al borde de las lágrimas, agradeciendo a la
parentela sus aplausos. Nunca antes habíamos visto a Laura, pero podíamos verla,
prácticamente, en el momento en que sonaron los aplausos.
-No era un disco- dije. Mi marido
se volvió a mirarme, desnudo y blanco, con apenas dos lunares que yo conocía muy bien,
en un hombro y en la nalga. El de la nalga era un antojo que su madre había tenido
durante el embarazo. Higos, había deseado. Se quedó mirándome como si nunca me hubiera
visto, como si nunca me hubiera visto bien, tal vez porque teníamos todos aquellos
problemas. Estaba blanco y desnudo, ornado con sus lunares, tan completo en sí, exhalaba
una sensación de totalidad tal, que no fue difícil imaginar por qué ya no me amaba. De
pronto, dejó de mirarme, y volvió al balcón, así de desnudo y largo como estaba. Dió
dos pasos hacia el balcón, él se movía de una manera que me daban ganas de reir y de
llorar a la vez de sólo verlo: hubiera querido pasar toda mi vida con él. Me vino a la
mente una frase que había leído mucho tiempo atrás, y que creo que era de Shakespeare.
La frase decía: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me
parecía...". Después empezó a repicar dentro mío, me sacudía, yo no sé por
qué tenía que enredarse en mí de esa manera, pero una y otra vez, durante esa noche, yo
oí dentro de mi mente: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me
parecía..."
-Es una criatura -dijo cuando
estuvo en el balcón-. Y está llorando.
-¿Llorando?
-Sí -contestó mi marido, y
salió al balcón, desnudo, a observar a la criatura que pocos segundos antes tocaba una
polca y ahora lloraba solitaria en un balcón.
-¿Por qué? -pregunté- ¿Por
qué está llorando?
-Ay, Irene -suspiró mi marido
con un suspiro. Yo conocía esa clase de suspiro de mi marido, los había bebido, dulces,
venenosos y salobres desde el día en que nos casamos y él suspiró el mismo suspiro en
el "Sí" delante de un cura y de la estatua de la Virgen de los ángeles.
Vino luego y volvió a tenderse a
mi lado, y nos quedamos otra vez en medio de la oscuridad y del calor, mirando el cielo
raso con los ojos como platos. Aún en medio de la oscuridad, sus valijas relumbraban
igual que caparazones de insectos gigantescos.
El gato arañó la puerta.
-No va a tocar otra vez -dijo mi
marido.
-¿Quién?
-La criatura. Vas a ver.
-¿Por qué?
-Ya vas a ver.
Nos quedamos tensos, expectantes
del llanto o de la música de la criatura, en el medio del calor, y la tirantez de
nuestros nervios nos hacía sudar. La piel de él era perfecta y deslumbrante aquella
noche, lo recuerdo claramente. Era el tipo de piel que todos los de su familia tenían,
española. Yo habría querido estirar mi mano y plantarla en el asa de su ancha cadera y
el calor me lo impedía. Tampoco él hubiera permitido que lo tocara, su cuerpo entero era
para mí un principado de ira. Me había llamado con otro nombre cierta vez. Cecilia.
Nunca le pregunté quién era ella. Pero su cuerpo era para mí un principado de ira, y mi
cuerpo era para él más hueco que una campana.
Me mordí los labios. Él se
sentó, en la oscuridad, destrozando la oscuridad con la fina silueta de su espalda
blanca. Él tenía una figura, y se movía de una manera, que podía hacerme llorar.
Cuando él no estaba, el aire me sobraba y quemaba a mi alrededor. Tanteó la perilla del
velador. Los cuarenta watts de la luz vacilaron y eligieron luego la oscuridad.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Es el enchufe -dije. Él
gruñó.
-¿La ves? -preguntó.
-No -respondí.
-Fijate.
Me corrí un poco hacia la
derecha, pero yo no quería verla. No tenía interés en ver a la criatura llorando. Era
un punto que vibraba al otro lado de la calle, en su balcón, un escarabajo o un grillo.
Mi marido fue hacia nuestro
balcón, blanco y desnudo y liso, a excepción por sus dos lunares y la marca de la BCG en
el brazo izquierdo. Estuvo un rato fuera, apoyado en la baranda, entre la fragancia
indecorosa del jazmín de china que nos había regalado su madre. Estuvo mirando a la
criatura, y ella, probablemente lo contemplara a él, los ojos en sus ojos pardos, o en la
perfecta y cansina desnudez de él, el arco de sus clavículas o el sexo a medias oculto
por la corrupta languidez del jazmín de china. Mi marido era un hombre hermoso. Yo lo
conocía desde el corazón al pubis, y así me conocía él a mí.
Hubo un tiempo, muy anterior a
nuestros problemas, en que dormíamos abrazados cada noche. Y cuando él no estaba me
faltaba el sueño. Estaba perdida cuando él no estaba.
Bastaba verlo desnudo esa noche
para que me diera cuenta cuán feliz estaba él consigo mismo, su mundo, el sol, los
planetas eran su ombligo. Pero yo era una pelusa a merced del viento. Me sentía igual que
una pelusa en el vaivén del viento.
En cambio, él era el mismísmo
viento. El viento en persona.
-¿Qué estás haciendo, Laura?
-preguntó una voz.
-Nada -contestó la criatura.
Entonces, lo llamé.
-Ernesto.
Mi marido vino a la cama, se
acostó. Eran más de las cuatro cuando nos dormimos. Al otro día me desperté, y él ya
se había llevado las valijas y se había ido. Me levanté a prepararme un café, y
encontré al gato esperándome muy tieso a que le sirviera su alimento de sabor a atún.
Le puse su alimento en silencio,
y preparé mi café.
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