Ciudad de
esperma
John Aber
Traducción de Laura Manero
A principios de marzo ya había pasado
bastante más de un mes y, a pesar de mi historial de periodos irregulares, yo sabía que
algo no iba bien. Para empezar, me dolían los pechos. A veces sólo tenía pequeñas
molestias pero, en otras ocasiones, me dolían mucho, los sentía a punto de estallar.
Empecé a desabrocharme las blusas o a llevar camisetas holgadas cuando estaba sola en mi
habitación, sólo porque no me gustaba sentir el roce de la tela sobre los pechos.
También cogí la costumbre de pellizcármelos. Sobre todo lo hacía para demostrarme que
en realidad no me dolían nada, para convencerme de que el malestar de los pechos era
producto de mi rica imaginación y de las palpaciones y los pellizcos que yo misma me
daba. Cuanto más me dolían, más me pellizcaba; cuanto más me pellizcaba, más me
dolían. Llegué a un punto en que, a veces, tumbada boca arriba antes de quedarme
dormida, tenía que esconder las manos debajo del culo y sujetarlas ahí quince o veinte
minutos sólo para evitar llevármelas al pecho.
También tenía nauseas. No siempre era por la
mañana, y tampoco todos los días. Pero sabía que no era normal. Echaba la culpa de mis
mareos a los extraños olores de los productos químicos del edificio de ciencias del
instituto. Echaba la culpa a la comida que preparaba mi madre. Echaba la culpa a la sal
que el personal de carreteras utilizaba para derretir la nieve delante de casa. Incluso
echaba la culpa a los viejos amortiguadores y el sistema de suspensión suelto de mi
volkswagen, y a la encimera de color naranja intenso de la cocina de mi madre. Una
mañana, después de llevar a mi amiga Cindy al instituto, abrí la puerta del coche y
vomité allí mismo, en el aparcamiento, manché el sucio asfalto con los restos lechosos
y cereales del desayuno. Cindy me miró y me dijo que mejor volviera a casa o que, al
menos, fuese a la enfermería del colegio. «Es por el jersey que llevo», dije. «Huele a
algo raro, a algo extraño.» Cindy rodeó el vómito y se me acercó. «Huele bien»,
dijo, inclinada sobre mi pecho y olisqueando el aire a mi alrededor. «Es tu cabeza la que
está rara y extraña.»
Mis intentos por negar el embarazo no eran constantes.
A Robbie le comenté más de una vez que tenía un retraso y que estaba preocupada, pero
su negación alimentó la mía y ayudó a que lo dejáramos pasar, quizá durante mucho
más de lo que hubiésemos debido. La primera vez que le dije que tenía un retraso, sólo
una o dos semanas después de que me hubiera tenido que venir la regla a principios de
febrero, enseguida salió con que no había de qué preocuparse. «Muchas veces se te
retrasa», dijo. «A las adolescentes siempre se les retrasa.» Cambié de tema deprisa,
aliviada al no tener que hablar más del asunto.
Más o menos una semana después, volví a decirle que
todavía no me había venido. «Ya has tenido retrasos antes, ¿no?» Se encogió de
hombros levísimamente, estaba claro que era una afirmación y que no me lo preguntaba.
«Sí», contesté. «Ya lo sabes.»
«Pues vamos a esperar unos cuantos días más a ver
si te viene. Si no te viene, tendremos que salir de dudas. ¿No te parece lo mejor?»
Robbie me había puesto las manos sobre los hombros mientras hablaba, casi como si
intentara retenerme e impedir que me fuera a alguna parte.
No soportaba cuando intentaba parecer más lógico que
yo, pero tuve que darle la razón. Seguramente no era nada. Los vómitos, el dolor de los
pechos, la intensa soñolencia que empezaba a sentir... todo eso no eran más que malas
pasadas que me jugaba mi cuerpo adolescente. Malas pasadas para hacerme creer que estaba
embarazada cuando no era así. Había leído una vez, en alguna revista, que el cuerpo de
una adolescente puede conspirar en su contra de mil y una formas. O sea, que sabía que
había cosas en mi interior --hormonas, demonios, enzimas, hadas -- que podían hacer
aparecer un grano de la nada justo cuando pensaba que tenía la piel limpia, que podían
hacer que le gritara horribles insultos a mi madre justo cuando pensaba que empezábamos a
llevarnos bien, que podían hacerme llorar casi sin control justo cuando pensaba que
había logrado el dominio absoluto de mí misma, y que podían hacer que el estrés y la
tensión que hervían en mi interior me retrasaran la regla eternamente justo cuando
necesitaba con desesperación verla aparecer entre mis largas piernas flacuchas.
No estoy segura de cuándo empecé a obsesionarme con
la barriga. Quizá fuera una mañana, mientras estaba en la ducha y me restregaba el
jabón por la tripa en largas pasadas verticales. Creo que fue sólo una o dos semanas
después de que no me viniera la regla, y estaba recordando aquella noche en el
presbiterio de la iglesia, una noche en que no teníamos gomas y Robbie salió de mí y me
dejó su humedad sobre la piel de la barriga. Durante un rato, allí mismo en la ducha,
casi sentía a los espermatozoides nadando por su llanura, corriendo unos a otros para
meterse en mi ombligo, esconderse ahí y esperar una oportunidad para pillarme. Detuve con
brusquedad las pasadas verticales del jabón, pensando que el movimiento de arriba abajo
podía ayudar a los espermatozoides a bajar cada vez más y entrar a hurtadillas por la
vagina, resbalar furtivamente entre el vello y por las arrugas y pliegues medio cerrados,
y que, una vez a salvo, en mi interior, lanzarían un ataque general para impregnar lo que
fuera que encontrasen en su camino.
Me cambié de mano el jabón y empecé a frotar con
pasadas horizontales mientras seguía lavándome la barriga para librarla de cualquier
cosa que pudiera vivir en su superficie. Aun así, sentía a los espermatozoides sobre la
piel, nadando en el agua jabonosa de la ducha, sacudiendo las cabezas arriba y abajo para
tomar aire y usando las colas como timones para dirigirse hacia abajo, hacia adentro. Para
conseguir que fuesen en dirección contraria, me tumbé boca arriba en el fondo de la
bañera con los pies levantados y apoyados contra la pared, debajo del grifo. El agua
caliente me caía a chorros por los pies y las piernas, fluía sobre la barriga y se
abalanzaba en dirección a los pechos, el cuello y la cara, siguiendo el contorno de mi
cuerpo que se inclinaba desde el grifo en un ángulo de veinticinco o treinta grados.
Cerré la boca con fuerza. Casi tenía miedo de que uno de los espermatozoides se me
metiera en la garganta, encontrara una forma de entrar en el tubo digestivo y luego me
perforara la pared del intestino e invadiera mis óvulos desde esa dirección.
En la clase de educación sanitaria de noveno curso ya
me habían enseñado que los espermatozoides no pueden vivir mucho tiempo fuera del
cuerpo, y desde luego no el par de semanas que habían pasado desde que Robbie y yo
habíamos sido tan torpes y descuidados. Pero mis conocimientos sobre la mortalidad de los
espermatozoides no podían impedir que imaginara todo tipo de malas pasadas extrañas e
improbables que podían haberme jugado. Consulté un viejo manual de medicina que tenía
mi padre en su estantería y me enteré de que llegaba a haber cuatrocientos mil
espermatozoides en una sola eyaculación. Robbie y yo debíamos de habernos acostado al
menos veinte veces en enero, al menos diez o doce desde mi última regla, más o menos una
semana después de año nuevo. Era bastante fácil de calcular. Ocho millones de
espermatozoides habían salido disparados de Robbie en sólo un mes, y todos apuntaban
directamente hacia mí. Robbie y yo solíamos ir bastante preparados. Casi siempre
usábamos algo. Pero ni miles de gomas ni litros de espuma espermicida servirían de nada
ante semejante arremetida. Sólo hacía falta un pequeño espermatozoide, uno con una cola
particularmente larga que fuera capaz de atravesar un punto débil del látex, uno con un
compuesto químico extra fuerte en la cabeza que lo ayudase a disolver las toxinas de la
espuma y a dejarlas del todo impotentes, uno que fuese mutante y tuviera dos o tres colas
que lo hicieran girar como la hoja de una sierra circular para abrirse camino a través de
cualquier cosa, uno que fuese tan buen actor como Robbie, uno que supiera disfrazarse,
cambiar de voz, ponerse una peluca y unos rellenos y hacer ver que era una chica.
Algunas noches me tumbaba en la cama, ponía las manos
sobre mi vientre y sentía cómo los ocho millones se removían dentro de mí. Mis
entrañas se retorcían, se ahogaban. El ruido y la conmoción se hacían cada vez más y
más fuertes. Y, de pronto, sabía que estaban construyendo algo: desviaban corrientes,
talaban árboles, levantaban andamios, ponían cimientos, soldaban vigas, vertían
cemento, instalaban tuberías y circuitos eléctricos, enmasillaban paredes, pintaban y
empapelaban y pulían y raspaban, y me convertían en una ciudad de esperma.
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