índex enero - febrero 2002 num 28 |
!| biografía |
Una trompeta lejana Antonio Padilla Me llaman Sonny Colonna y soy trompetista. Tengo cincuenta y un años. Hoy me gano la vida acompañando a tipos como Luis Aguilé o Jaime Morey, pero yo he tocado junto al gran Charlie Parker, mi hermano. Nací en La Habana y crecí en Nueva York, pero soy de todas partes y de ninguna a la vez. Soy músico de jazz, y los jazzmen no tenemos patria. He vivido en Estados Unidos y España, en Cuba y Dinamarca, en Francia y México. Supongo que debo de ser gringo: es lo que dice mi pasaporte. Y, sin embargo, soy de todas partes y de ninguna a la vez. En este sentido, mi físico es una ventaja. Yo soy un hombre sin raza. Cuando cumplí condena en el penal de San Quintín, los presos no sabían si yo era blanco, negro, mexicano o qué cojones. La cosa me ahorró más de un problema en el patio de la cárcel. Aunque, socio, otras veces me los creó. Apenas me acuerdo de Cuba. Mis padres emigraron a Nueva York cuando yo tenía tres años. Eso fue en 1929, justo antes que Wall Street se fuera al carajo. También es mala suerte: llegar a la tierra prometida y encontrarse en un país hundido en la miseria. Como toda la gente en nuestra cuadra del Bronx, mi familia era muy modesta. Mi padre era estibador y sindicalista; mi madre, ama de casa. De mi padre no recuerdo mucho: el hombre se chupaba todas las horas del mundo trabajando en los muelles y nunca fue muy hablador. Cuando llegaba a casa se sentaba en el sillón y bebía sus cervezas en silencio, absorto en los combates de boxeo que entonces radiaban casi a diario. Joe Louis, Primo Carnera, Max Schmelling, ésos eran los ídolos del momento. De mi madre recuerdo la nostalgia por su Cuba natal, que le llevaba a rebuscar en el dial hasta dar con las emisoras hispanas que programaban a Antonio Machín, el Trío Matamoros o la Orquesta Casino de la Playa. Entonces no había televisión. La radio lo era todo. Ahí fue donde me entró el gusanillo de la música, frente a nuestro viejo aparato General Electric, un armatoste que pesaba más de veinte kilos. Músicas aparte, los noticiarios recogían la guerra de España casi a diario; entonces se hablaba mucho de la Brigada Lincoln y de su comandante negro Alvah Bessie. Madrid y Barcelona eran nombres que estaban en boca de todos y que me apresuré a buscar en el atlas familiar. Siempre me gustó la geografía. La trompeta llegó con mi adolescencia, poco después de que perdiera la virginidad a manos de una opulenta vecina del barrio, amiga de hacer favores desde que su marido la dejara viuda unos meses atrás en Pearl Harbor. La señora Farrell, así se llamaba. De ella recuerdo que, como buena irlandesa, tenía el pelo de un rojo intenso y que también era pelirroja de ombligo para abajo. Como buena irlandesa, también era católica a machamartillo y en la cama nunca parecía tener bastante. Recuerdo que tenía unos pezones grandes y como de chocolate que se le ponían durísimos a las primeras de cambio. A lo que íbamos. Por entonces yo andaba empeñado en imitar al trompetista texano Harry James, mi ídolo de la radio. Debí de escuchar un millón de veces sus viejas placas de 78 rpm. Las ponía una y otra vez, con el fonógrafo al ralentí, tratando de imitar los solos de su trompeta con mi propio instrumento. Siempre fui autodidacta. No es de extrañar que todos esos discos acabasen rayados. Mi trompeta cambió cuando empecé a escapar de casa y frecuentar los clubes de la calle 52, allí donde nació el BeBop. Yo era poco más que un mocoso, pero en esos garitos me empapé del nuevo sonido que estaban patentando una serie de trompetistas geniales: Dizzy Gillespie, Fats Navarro, Howard McGhee. Miles Davis apareció un poco más tarde. Eran las hordas del Bop: los hijos de Charlie Parker. Hermano, la música de esos puntos no tenía nada que ver con lo oído hasta entonces. Esos músicos eran muy jóvenes y se rebelaban contra las mentiras de una generación anterior que había convertido el planeta en matadero. Su protesta -nuestra protesta- no se expresaba con argumentos políticos, sino con una especie de furia dinamitera, con una música aceleradísima e impregnada de vida que no tenía nada que ver con las mentiras y la mierda de nuestros mayores. The sound and the fury... Empeñados en diferenciarnos de los squares, de los palurdos que no estaban en la onda, los adeptos del Bop nos valíamos de una jerga incomprensible para los no iniciados. También gastábamos nuestro propio, excéntrico uniforme: perillas y bigotes, boina vasca o sombrero de ala ancha, gafas de sol aun en la oscuridad de los clubes, enormes trajes cruzados dos tallas por encima de lo recomendable, amplias corbatas de colores chillones... El Dizzy Gillespie se paseaba con un abrigo confeccionado en piel de leopardo. Estábamos en 1946, yo tenía veinte años y aquello era circo puro. Qué años. Qué tiempos. En la calle 52 me codeé con las figuras del momento. Compadre, la música no era entonces la industria que es ahora; concluida su actuación en el escenario del club, los músicos tomaban copas con la parroquia o se embarcaban en largas sesiones improvisadas, verdaderos duelos musicales que duraban hasta el alba. Mi vida cambió la noche que me armé de valor y me uní a una de esas sesiones en el escenario del Onyx Club, un garito de mala muerte en el que servían bebidas aguadas por un dólar. Mi contrincante a la trompeta fue el gran Fats Navarro. Navarro también era joven; apenas tendría veinticinco años. Los restallidos de su trompeta hacían que el aire se estremeciera, eran pura electricidad. Y a la vez, cuando quería, el gordo Navarro sabía extraer las notas más delicadas a su instrumento. Un nudo en la garganta, eso es lo que te provocaba. Un estremecimiento en la espalda. Belleza en estado puro, socio. Ese mismo día decidí convertirme en músico profesional. Terminada la actuación, conseguí hablar con Fats. El tipo se estaba secando el sudor con un pañuelo cuando me acerqué; recuerdo que sus ojos achinados mostraban una rara expresión de pasmo en la redonda cara sudorosa, como si continuaran atónitos ante el calibre de la música recién generada. El gordo Navarro era hijo de cubanos, como yo mismo. Además de ser gordo, tenía fama de personaje un tanto difícil y retraído. Entre la pequeña comunidad cubana de Nueva York, más de uno le hacía metido en negocios de abakuás y santería. Con todo, cuando hablé con él esa noche en el Onyx, Navarro me animó a perseverar en la música -¿Quieres dedicarte a la trompeta? ¿Y por qué no? Tienes labio de trompetista... -elogió-. Eso sí, chaval -añadió en tono críptico-, ojo con el mal de ojo. -¿Qué quieres decir? -me extrañé. Por entonces me quedaba mucho que aprender. -La maldición de los trompetistas -contestó, clavando su mirada en mí-. Tú ya me entiendes... En ese momento me fijé en sus pupilas: las tenía del tamaño de una cabeza de alfiler. ¡El hijo de la chingada! El gordo Navarro andaba completamente ciego de heroína. Pensé que a su modo un tanto brusco, me instaba a no caer en el mismo pozo que él, a no dejarme arrastrar al abismo donde se estrellaría la mejor generación de músicos que el mundo ha conocido. Navarro sabía de qué hablaba: el caballo le llevó a la tumba apenas dos años más tarde. La cosa venía de lejos. En ese 1948, la mitad de los jóvenes jazzmen neoyorquinos estaban enganchados a la H. En todo caso, la droga era entonces la última de mis preocupaciones. Como todos, yo era consciente de lo que se cocía entre bastidores, pero la cosa no me quitaba el sueño. A mí me bastaba con la cerveza y el ocasional petardo de marijuana. ¿Qué me importaba lo que hicieran los demás? Yo sólo tenía ojos para el aspecto atractivo del negocio; el renombre, el dinero que se suponía corría a espuertas y, sobre todo, las muchachas que asediaban a los artistas junto al escenario: pibas de toda clase y condición, rubias de melena a lo Veronica Lake y miradas que atravesaban; negras con la música metida en los muslos; puertorriqueñas de ojos candentes; irlandesas de cabellera de fuego; judías bajitas de ávidos labios sangrantes... Dondequiera que mirases, el sexo estaba en la atmósfera. , desengáñate amigo, el sexo siempre ha sido el motor de los músicos. Olvídate de leyendas, viejo. El arte, la inspiración y la gloria son conceptos muy bonitos, pero quien se convierte en músico a los veinte años sólo tiene en mente el número de pájaras que va a trincar. Compadre, a mí me fue bien en ese sentido. Pero es que yo entonces era muy guapo. Ni sospechaba que todo acabaría yéndose al carajo. Aquí me tienes en esta fotografía de la época. Fíjate en la leyenda al pie: Looking good: Sonny Colonna at the Bop City Club, Manhattan, Spring '49... Como puedes ver, estoy mucho más delgado y luzco el uniforme completo: bigotillo, sombrero de ala ancha, amplio traje cruzado a rayas y corbata pintada a mano. Como siempre, el Chesterfield sin emboquillar entre los dedos. La sonrisa ladeada se la copié a Errol Flynn. Hace casi treinta años que llevo esta fotografía en mi cartera. En recuerdo de cuando el mundo era mío, antes que las cosas se torcieran. Con los años, comprendí que Navarro no bromeaba al hablar de la maldición de la trompeta. No te rías, mi hermano, que yo no soy santero... Pero hay algo peculiar en nuestro instrumento, su misma dificultad quizá. A la trompeta hay que trabajársela con músculos y nervio de hierro: es un instrumento que te destroza el labio y jamás te concede respiro. La trompeta es una mujer guapísima, malcriada y caprichosa que te hará sudar sangre toda la vida. De ahí esa maldición. Miles Davis, Chet Baker y Red Rodney han pasado por el infierno de la heroína.... Por lo menos viven para contarlo. Muchos otros trompetistas no tuvieron esa suerte: el pionero de Nueva Orleáns, Buddy Bolden, estaba loco de remate cuando la palmó. Bix Beiderbecke y Hot Lips Page bebieron hasta reventar. A Sonny Berman se lo llevó el caballo siendo todavía un chaval, igual que al mismo gordo Navarro. Clifford Brown se mató en accidente de coche. Joe Gordon se abrasó en un incendio. Lee Morgan murió acribillado a tiros por su mujer en plena actuación. Tantos nombres, tanta desgracia. Yo aún no he muerto, pero hubo un momento en que todo se torció para mí. A mí también me alcanzó la maldición de la trompeta. Luego vino lo que vino: mi primer divorcio y mi adicción a la heroína. Los años de hambre, cuando el jazz se convirtió en antigualla pasada de moda y me gané el pan tocando en orquestas de Las Vegas. El hábito que me consumía. Mi segundo divorcio. La primera visita al psiquiátrico, los años pudriéndome a la sombra en San Quintín. Mi última etapa como músico mercenario y errante por Europa. Hermano, a mí me dicen que vivo en el pasado. Y es posible que tengan razón. Tengo motivos: no es lo mismo acompañar a Tony Ronald que frasear junto a Charlie Parker. No es lo mismo aparecer en el Birdland neoyorquino que en la fiesta mayor de Comarruga. Ahora me toca aceptar los trabajos más rastreros. Desde que estoy en España, hasta he trabajado en la sonorización musical de esas infectas películas eróticas que hacen furor desde que el Generalísimo os dejó por el otro barrio... Películas S, como las llamáis. Así he acabado, hermano. ¡Yo, el gran Sonny Colonna! ¡Yo, que una vez improvisé con el gran Fats Navarro! Tocando flatulencias como Feelings o Un hombre y una mujer para que cuatro viejos casposos se hagan la paja en el cine mirándole las tetas a Ágata Lys. Asco me doy, socio. La maldición de los trompetistas, sin duda. |
© 2002
Antonio Padilla Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
biografía: Antonio
Padilla (Barcelona, 1964) «En las editorialesmás bien me conocen como traductor
encallecido (...) Entre la treintena de autores a quienes he despachado se encuentran
Chester Himes, Mark Twain, Gerald Durrell, Thom Jones, Bill Bryson y Graham Greene. Lo que
pocos saben es que antes de ser traductor trabajé como marinero, realizador televisivo,
obrero de la construcción, disc-jockey y barman, por mencionar los oficios más
presentables (...) Si bien mi faceta de escritor es relativamente reciente, prometo seguir
dedicándome al asunto, por lo menos hasta que pueda comprarme el velero de dos palos al
que tengo echado el ojo en el puerto de Barcelona.» |
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