índex enero - febrero 2002 num 28 |
CUANDO NO
QUEDA NADA SEAN STONE (San Diego, California, 1953 - Ciudad de Nueva York, 1998) Iñigo García Ureta De confiar en los coeficientes de inteligencia, podríamos apuntar que el de este escritor era de 199: se le suponía un superdotado. Su vida fue triste: las pocas publicaciones que aún lo citan suelen hacerlo apoyándose en adjetivos como «malogrado» o en expresiones como «se pasó de rosca». En cualquier caso (y por resumir), de él se puede decir que vivió la literatura con tal pasión que se perdió en algún recodo del camino. Se suicidó con 45 años ante las puertas del Empire State Building. Días más tarde, John Barth garabateaba la siguiente necrológica al final de un largo artículo escrito para The Paris Review, donde hacía una semblanza de Sean Stone: «A su funeral no acudieron ni las ardillas. Pero él tampoco creía en ellas.» En su juventud, Stone pasa por ser «la Gran Esperanza Blanca de la Academia Norteamericana»: consigue el tenure en Berkeley con 24 años, después de haber compuesto, con 18 años y en tan sólo 8 meses, una tesis doctoral sobre Falacia y figuras retóricas: un comentario a Raymond Queneau, que resultaría Magna cum Laude. Con treinta años acepta la Cátedra de Literatura Comparada que le ofrecen en la Universidad de Columbia (Nueva York). Su fascinación por las vanguardias, por los juegos del lenguaje, era algo fuera de lo común. Jamás se le supo ninguna relación sentimental y pocas fueron sus amistades: a principios de la década de los ochenta moría, en un accidente de moto, su amigo John Gardner. Se cuenta que habían mantenido una correspondencia casi diaria hasta que se distanciaron por motivos entonces poco claros. Tiempo después (en 1983), los herederos de Gardner editan de forma póstuma Para ser novelista, donde existe una velada aunque más que posible explicación para las razones que les llevaron a truncar su amistad, pues es difícil no ver un retrato de Sean Stone en las siguientes palabras de Gardner: «Quizá reconozcamos todos (pero también puede que no sea así) que la especialísima ficción que escribe tiene valor; pero en la medida que él sospeche que ha nacido en un tiempo y un lugar indignos de su genio, en la medida en que se sienta lejano de las preocupaciones del vulgo o crea que su ideal carece de sentido o incluso que es invisible para la mayoría de la humanidad, su voluntad se verá mermada.» Estas palabras acabarían mostrándose proféticas. A raíz de la muerte de Gardner, Stone comienza a sentir frecuentes ataques de ansiedad y pasa por épocas de gran sensación de plenitud que anteceden a otras en las que la depresión más mísera se apodera de él. Empieza a consumir litio por prescripción médica, pero interrumpe su medicación por problemas hepáticos. Su abogado llega a un trato con la Universidad de Columbia: le ceden un apartamento en el campus y le otorgan una especie de jubilación anticipada que le deja lo bastante para vivir. Un día de mayo de 1984, sentado en un banco de Central Park, pergeña las siguientes líneas: «Freddy siempre decía lo mismo: "¡Entras en un cuarto de hotel y ¿qué te encuentras? ¡Una Biblia! ¡Si le hacemos unos arreglos y obtenemos el copyright seremos ricos!"». Desde ese momento, se dedicará en cuerpo y alma a crear la mayor novela del mundo. La acabará titulando So Sucker Shall Shout [Pero el mequetrefe gritará] y, ochocientas páginas y siete años más tarde, le pondrá el punto final en el mismo banco del mismo parque, indiferente a las ardillas que corretean por el césped. Según Barth, la novela no sólo fue un fracaso: es también una majadería. Por lo que sabemos (no nos han llegado más que unos pocos fragmentos), la trama es la siguiente. Freddy Friedman, el protagonista, es un bibliotecario de Santa Cruz que se dedica a apoderarse de todos los ejemplares de la Biblia que caen en sus manos para ejecutar una tarea de edición sutilísima: tacha todos los «no obstante» en el texto y los sustituye por la expresión equivalente «sin embargo». Más tarde, se propondrá asaltar las obras de los grandes poetas para llenarlas de enmiendas siguiendo un método más que arbitrario: allá donde encuentre la palabra «amor» la reemplazará con el vocablo «pompis». [En honor a la verdad, debo confesar que, a pesar de lo ganso del asunto, la siguiente cita de la novela me divierte no poco: «Y, claro, llega el día en que un cliente que ha adquirido un libro de Auden se encuentra con este curioso verso en el poema "Parad los relojes": "Pensé que el pompis era eterno: estaba equivocado". El cliente resulta ser fiscal del distrito y...»] Por último, Friedman proyecta un plagio descarado de El país de las últimas cosas (la novela de Paul Auster publicada en 1987) con dos salvedades. La primera es ésta: cambiará el título a What Could Be Believed In When Nothing Remains? [¿En qué creer cuando no queda nada?] La segunda es que la palabra «things» [cosas] se convierte, en el nuevo texto, en «cocks» [pollas]. Al llegar a este punto en su artículo, John Barth no se corta y transcribe de So Sucker Shall Shout el siguiente párrafo: «Freddy anotó: "Éstas son las últimas pollas -escribía ella-. Desaparecen una y una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo." Se sintió más que satisfecho. Ahora todo estaba claro.» La novela acaba cuando Freddy Friedman se va de viaje («Decidió viajar con Baudelaire: Out of Anywhere in this World...»). Sabemos que el último párrafo dice así: «Sin dinero (¿quién puede fiarse de unos pedazos de papel?), sin amigos ni nada en la mente salvo un montón de palabras sustituible por cualquier otro montón de palabras igualmente vanas (sabiendo que revólver proviene de "revolver", en español, y que "volver", en español, le recuerda a uno esa canción mexicana que oyera de niño, y que el pis de pistola podría engendrar una meadatola...); sin salvación posible cuando el mundo es lo que no lograría nunca jamás nombrar como ningún otro ser, a su vez sustituible por cualquier otro montón de palabras, uno sabe que el mundo es plano: el mundo es un periódico de ayer que merece las llamas. El mundo no es sino las hojas de una alcachofa, micrófono de nada. Hojas, al fin (¿fin?) y al cabo, que se deshojan. Me nombra, no me nombra. Me nombra, no me nombra. No me nombra. No me nombra. No. A leaf Leaves and Art Chokes. »* Se sabe que al terminar la novela Stone sufrió un ataque definitivo: se fue de casa para vagabundear por las calles. Hablaba solo y repetía constantemente los mismos versos en francés: «vieil aller/ vieux arrêts/ aller/ absent/ absent/ arrêter» [viejo ir/ viejas paradas/ ir/ ausente/ ausente/ parar]. Un antiguo colega de Columbia, que se lo encuentra por la calle, le pregunta si son suyos. «No, son de Beckett.» responde. El colega (un catedrático del Departamento de Ruso) jura que Stone no le reconoció. Durante ocho años habían sido vecinos en la universidad, puerta con puerta. Hay algo más. Por esas mismas fechas (hablamos ahora de 1991), se comenta un hecho extraño: alguien ha entrado en la sede de la editorial Writer´s House y se ha llevado una alfombra oriental, un espejo de anticuario y algunas otras cosas. Dos meses más tarde, Al Zuckerman, presidente de dicha editorial, está cansado de recibir llamadas anónimas en las que una voz se ofrece a restituir todos los bienes sustraídos si se deciden a estudiar su manuscrito. Son varios quienes especulan que esa voz anónima pertenece al demente que recita versos franceses de Samuel Beckett por las calles del Upper East Side: Sean Stone. El caso de la alfombra no se esclarecerá jamás. So Sucker Shall Shout nunca fue publicada. El 7 de noviembre de 1998, a las diez y veinte de la mañana, Sean Stone aprieta el gatillo del revólver que se ha metido previamente en la boca, frente a las puertas del edificio de Empire State e indiferente a los gritos de horror de los turistas. No hay ningún familiar a quien dar aviso. Se le ficha como indigente. La ciudad de Nueva York correrá con los gastos de su cremación. Tal como dijera Barth, «a su funeral no acudieron ni las ardillas». * Deseo terminar estas líneas con un poema inédito de Sean Stone. Se lo debo a Miguel
Martínez-Lage (quien lo encontró y vertió al español al hojear la correspondencia de
Samuel Beckett para su traducción de A vueltas quietas): él lo halló en una
carta sin firma, y sin más texto que el mismo poema. Dado que, como hemos visto, Sean
Stone conocía la obra de Beckett (y ante el hecho de que el primer verso es idéntico al
título que Stone adjudicara al plagio que su protagonista realizaba de la novela de
Auster), tenemos razones para creer que los siguientes versos son suyos. |
© 2002 Iñigo García Ureta Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
biografía: Iñigo García Ureta (Bilbao, 1970). Poeta, crítico y traductor literario. Es autor de Insol(V)encias (finalista Premio Alfonso VIII, 1996), Dirección de la derrota (Olifante, 2000) y Polaroids (Emboscall Editorial, 2001). Entre sus traducciones destaca Puro humo, de Guillermo Cabrera Infante. Le gusta viajar. (Afirma el autor: «Las investigaciones sobre la vida de Sean Stone hubieran sido imposibles sin la ayuda desinteresada de la Asociación Joedelich.») Foto: Antón Goiri |
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