Miedo
Por Charles Kiefer
traducción: Paula Chiappara
Lo que veo desde el retrovisor son imágenes invertidas: la
cicatriz que estaba del lado derecho del rostro va en el izquierdo. Aprendí en el taxi
que el rostro no es la suma de frente, nariz, cachetes y mentón; el rostro es otra cosa.
Hay gente con facciones furiosas que es mansa como cordero; hay gente con cara de pajarito
que es yarará. Acá, saber interpretar el rostro es cuestión de supervivencia. Tuve
compañeros de profesión que cometieron el peor de los errores: leyeron delicadeza donde
había resentimiento profundo, odio bruto. Yo sobrevivo sin despegar los ojos de los que
se sientan atrás. Entró en el auto, está registrado. Por los espejos veo más allá del
rostro. Con la práctica, ya puedo decir la profesión, el estado civil, el barrio donde
el individuo vive. Es como si las personas fueran incorporando en la cara lo que hacen, lo
que son.
Ayer, la parejita no me engañó. Ella en un vestido
florido, corte a la francesita; él, en una camiseta a cuadros, melenudo. Antes de
levantarlos en la esquina de Oswaldo Aranha y San Antonio, metí la treinta y ocho debajo
de la pierna izquierda. Estaban muy lejos de un supermercado, la bolsa con las compras era
disfraz, seguro. Entraron sin saludar. Buenas tardes, les dije. Ella respondió, él
continuó quieto. Me fijé en los ojos de ella, ansiosos, y en la boca de él, llena de
muecas y dientes saludables. Drogadictos. Son los más peligrosos. Quien tiene hambre no
mata. O muy raramente. Casi siempre en la primera vez, porque el nerviosismo dispara el
gatillo. El que aspira ya atravesó el Rubicão, sabe que no tiene vuelta. Matan, porque
ya están muertos. Seguí andando lo más lento posible, quería sacarlos de la
madriguera. Atravesé el Túnel de la Concepción, agarré Farrapos en dirección a la
Zona Norte, conforme lo solicitado. No pasaron cinco minutos y el flaco ya estaba
reclamando. Todo bien, le dije, y apreté el acelerador. Ya los iba a agarrar, sólo
estaba provocando. Por el retrovisor no alcancé a ver nada pero estoy seguro que las
pupilas de ellas se dilataron. ¿Desde cuándo en la lucha? Ella quiso saber. Cinco años,
le dije. En la lucha hoy, continuó. Me quedé callado, vigilando. ¿Desde qué hora en la
calle? Insistió. Seis de la madrugada, ando en la calle doce horas. Mi hijo hace las
otras doce de noche. Somos socios. Acorté el camino, no valía la pena seguir toreando al
novillo. El día fue bueno, continué, como que estaba satisfecho. Ni bien los deje a
ustedes voy a comprar un vestido, Doña Pelea se lo merece. ¿Doña qué?, preguntó ella.
Mi mujer, expliqué. Se rieron, los dos. Aproveché su distracción, metí el pie en el
freno. Antes de que pudieran recuperarse, salté del auto, abrí la puerta trasera y
calcé a la mujer en el revólver. Manos en la cabeza, si no reviento los sesos de esta
puta. Miedo, en esos momentos no se puede tener miedo. Ya me salvé de muchas porque
aprendí a no tener miedo. Nunca tuve miedo. Miento, una vez sí, hace treinta años. El
drogadicto obedeció, porque todavía no estaba con síndrome de abstinencia. En la bolsa
de las compras, la rubia oxigenada traía una treinta y dos niquelada. Él tenía una
navaja de presión en el bolsillo. Se formó una fila de autos detrás del mío y un coro
de bocinas. Mierda, ¿no ven que es un asalto? Demoraron en percibirlo y además que el
asaltante no era yo. Mantuve a los dos con las manos extendidas sobre el capó, hasta que
llegara el patrullero. Ni fui a la jefatura, los canas me conocen, me jubilé de
comisario. Cuando Marcos, siendo funcionario de Banrisul, entró en el Plano de Despido
Voluntario, compramos el auto y la licencia. ¿Iba a quedarse haciendo lo qué, en casa?
¿Viendo culos en la televisión? Yo hago el día, él la noche. Tenemos una parada frente
a la Asamblea Legislativa. Él tiene clientela fija, transporta esa muchachada rica para
las discotecas, las fiestas de graduación, los casamientos, lleva señoras perfumadas
para casa, después de las sesiones del Teatro San Pedro. De vez en cuando, él me cuenta,
termina en cama de satén. De día, yo ando con gente fina, diputados, ediles, las mujeres
que vienen a revolearse al parlamento, esa gente del Piratini, subversivos de traje y
corbata. Hace poco llevé a uno de ellos al Centro Administrativo. Un viejo conocido. Otra
vez el destino nos pone en el mismo barco. En el mismo auto. En el mismo sótano. Lo que
vi en el retrovisor, la primera vez que él entró en mi taxi, fue la mirada suave, casi
dulce, la misma mirada serena de paloma enamorada que tenía a los dieciocho años.
Envejeció. Está pelado, más gordo, la barba blanca. Seguro que en las horas libres, los
fines de semana, sigue escribiendo poesía. En la prisión, yo confiscaba todo lo que él
ponía sobre papel. Examinaba verso por verso buscando mensajes cifrados. Poemas para la
novia, él decía colgado del palo, poemas para Alicia. Miedo, el poetita me hizo sentir
miedo. Ni en tiroteo con las balas zumbando cerca de los oídos sentí tanto miedo como
aquel sábado, hace treinta años. Él entró en el taxi, ajustó el nudo de la corbata.
¿Para dónde vamos, doctor? Le pregunté antes de reconocerlo por el espejo central.
Sentí que su cuerpo se contraía, como si le pasara una corriente eléctrica. Él
todavía no sabía de dónde le venía ese miedo, la ansiedad, la incomodidad que sentía
con el efecto de mi voz. Mis manos se pegaron al volante, mojadas de sudor, mi intestino
se retorcía, los músculos de las piernas se tensaron. Sabía que él andaba por ahí, en
el Palacio, secretario, asesor especial, algo de eso. La revolución de ellos quedó por
el camino, pero llegaron al poder por el voto, quién diría. Justo ellos que se reían de
la democracia burguesa. Era imposible que me olvidara. El único hombre que me hizo sentir
miedo. Por el retrovisor, vi sus ojos verdes, tensos, casi suplicantes, como buscando un
registro, un detalle que conectase la voz que lo angustiaba con un rostro, con un
episodio. De los sótanos del Palacio de la Policía, le dije. Nos conocimos allá, en la
fosa, como ustedes llamaban aquel agujero. El rostro crispado se aflojó, su mirada quedó
vaga. Miró de reojo la multitud atravesando la cebra. Podía ver sus aires de beato,
satisfecho consigo mismo, vanidoso con el placer que sacaba de su ridícula superioridad
moral. Ojo por ojo, diente por diente, juzgo yo. Por eso me gustan los árabes, ellos no
perdonan. Después, durante todo el viaje, evitó encararme, metido en su actitud
plácida, casi bovina, budista. Yo conocía bien ese alejamiento, esa fuga de la realidad.
Aquel sábado intenté, de todas las formas posibles, arrancarlo de ese pantano, hacerlo
abrir la boca, confesar el asalto, entregar la célula. Le arranqué mechones de cabello,
pedazos de carne, pero ninguna palabra que incriminase a los otros agitadores. Era sábado
y para poder convivir un poco con mi hijo lo había llevado al trabajo conmigo. Mientras
él jugaba en el piso de encima bajo los cuidados de algún agente, yo apretaba al poeta
en el de abajo. Pedro, en su alias por supuesto, era enclenque, barba al ras, cabello
corto y sucio pero de una resistencia admirable, tengo que reconocer. Aquel sábado me
cansé de pegar, apretar, electrocutar. Antes de que lo matase, el odio contra aquella
arrogancia estúpida podía llevarme al error, se lo entregué al cabo Estéves, un
humanitario maricón, para que lo lavase -estaba meado y cagado- y para que lo reanimase
-era día de la primer visita para la familia de los presos. Tomé una ducha, subí al
escritorio, jugué un poco con Marcos, me acosté en el sofá y me dormí. Me desperté
con el griterío del soldado Alfeu, el niño había desaparecido. Marcos tenía nueve
años, casi diez años. Revisé cada sala en los pisos de encima. Miré el reloj, pasadas
las seis. Me había dormido más de cuatro horas. Al llegar a las celdas, en los sótanos,
el corazón se me disparó. En el fondo del corredor vi la luz tenue, una sombra en la
puerta del baño y escuché un murmullo. Avancé con dificultad, medio que pegado a la
pared, sin coraje de enfrentar lo que vendría, lo que presentía. Miedo, sentí miedo
como nunca había sentido. Marcos, carne de mi carne, no tenía nada que ver con aquella
miseria, con aquel horror, yo cumplía órdenes, él era apenas un niño. Mi hijo, mi
hijo, murmuraba a cada paso. Paré en la puerta del cubículo, sin aliento. Pedro,
barbeado, ya recuperado de la sesión de la tarde, un ojo casi cerrado por la hinchazón
del rostro, se estaba cambiando los curativos delante de un espejo manchado de humedad,
con la ayuda de Marcos. Sobre la pileta, el joven revolucionario había apoyado una navaja
inocente, recién lavada, con la lámina abierta. A su lado, servicial y diligente, mi
hijo le extendía una gasa limpia, inmaculada. Pedro giró el rostro y me encaró, con su
mirada suave, casi dulce, sereno, de paloma enamorada. Para servirle, le dije, pero él se
bajó del taxi en silencio.
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