Bola de sebo
de Leelila Strogov
Traducción del inglés por
Ana Alcaina
No creo que haya demasiadas cosas en el mundo capaces
de sorprender a la gente, la verdad: ni el asesinato de esa niña de seis años en
Palisades Park, ni la increíble herencia que a esa enfermera de Sayreville le ha dejado
un paciente suyo forrado de pasta, ni mucho menos que yo hiciese lo que hice con Jay
Wiederman. Debajo de esta camiseta blanca tan mona de Malice in Wonderland y de estos
Diesel que te hacen un culo tan estupendo, se esconde una chica que cree en las
posibilidades, una chica que cree que todo es posible. Eso fue lo que le dije a Nikki
Rhodes en el probador de Macys cuando me preguntó cómo había sido capaz de
hacerlo.
Con «Bola de sebo»,
nada menos dijo. Tiene que ser el tío más asqueroso de toda Jersey. Se
había quitado el sujetador y se estaba poniendo un top azul claro de Arden B. por la
cabeza. Cuando la camiseta le estaba tapando los ojos, me fijé en que había estado
tomando el sol en topless en el jardín de su casa mientras se leía los libros que
la señora Wacker nos había asignado como lecturas de verano: Moby Dick, A este lado
del paraíso, Otra vuelta de tuerca. Se colocó el top azul por encima
del ombligo y frunció el ceño al mirarse al espejo.
A veces las cosas pasan así, sin
más contesté. Me estaba quitando los Diesel y estaba a punto de probarme un par de
Blue Tattoos descoloridos. Le dije que nunca se sabe, que a lo mejor un día podía
atropellarla su propia madre, que tal vez un día le quitaría la vida ese Land Rover
gigante saltándose un semáforo en rojo en la esquina de Terrill con Cooper. Que era
posible que la señora Wacker se presentase en clase un lunes con los ojos hinchados y nos
dijese que cancelaba el examen de comprensión lectora porque su marido acababa de
abandonarla, que no se veía con ánimos de redactar todas aquellas preguntas. Cabía la
posibilidad incluso de que nos hablase de la otra mujer, no la típica rubia explosiva,
sino una enana que se había sentado junto al señor Wacker durante un vuelo a Los
Ángeles, una enana que iba a Hollywood a hacer una prueba para un remake de El
mago de Oz, una enana que detestaba los libros y tenía una sonrisa preciosa. Todo es
posible, le dije.
***
La forma en que ocurrieron las cosas con Jay Wiederman es
muy sencilla si se tiene en cuenta todo el contexto. A la gente no le gusta nada
admitirlo, pero lo que te pasa hoy o mañana tiene tanto que ver con el aquí y el ahora
como lo que te pasó hace mucho tiempo, a ti o incluso a otra persona, cosas de las que
tal vez ni siquiera te acuerdas, cosas de las que puede que no sepas nada. Eso es lo que
la mayoría de la gente nunca será capaz de admitir, y eso es lo que Nikki Rhodes nunca
será capaz de admitir: que maneja ese bastón de majorette como lo hace por aquel desfile
del día de San Patricio de hace cuatro años, cuando su hermano mayor dijo que la
majorette del extremo izquierdo de la primera fila era el ejemplar más bello de nuestra
especie que había visto en su vida. Nikki asegura que su hermano nunca dijo eso, que ella
nunca se lo había oído decir, pero yo sé que sí lo dijo porque estaba allí. También
sé que vi a Nikki lanzarle una mirada asesina a esa chica, repasándola de arriba abajo:
la faldita verde minúscula, el gorro blanco con la cadenita y el bastón girando por
encima de su cabeza como si pesara tan poco como un lápiz. Pero como la mayoría de la
gente, Nikki prefiere pensar que el pasado no puede explicar absolutamente nada de ella.
Prefiere pensar que una buena mañana se levantó ungida con un don repentino, una gracia
relacionada con un palo metálico con las puntas de goma, y ¿quién soy yo para decirle
lo contrario?
Pero ahora, de lo que se trata es de
Jay Wiederman. Y de mí. Cómo fui capaz. Cómo fui capaz a pesar de que podría tumbar a
una ballena, a pesar de que lleva el pelo pegado a la cabeza como si se lo hubiesen
pintado y se pone ropa de lana y de pana cuando fuera estamos a veintisiete grados.
Todo empezó cuando mi tío Walter la
palmó. Lo habían ingresado para hacerle unos pequeños «arreglos» en el corazón. Nada
importante, supuestamente. Bueno, puede que sí fuese importante, pero desde luego no era
ninguna urgencia. Algo programado, algo que se suponía que iba a ser entrar y salir, sin
ningún problema. Pero cuando llegó el momento de hacerle una transfusión de sangre,
cosa que ya sabían de antemano que iba a necesitar, le pusieron sin querer la sangre que
no era. El grupo de sangre equivocado, uno que su cuerpo no reconocía y que
tampoco tenía muchas ganas de llegar a conocer. Y cuando todo empezó a echar el cierre
el hígado, los riñones, los pulmones, incluso el propio corazón por cuya causa
había ingresado en aquel hospital los médicos no se explicaban qué podía estar
pasando y se limitaron a seguir bombeándole aquella sangre, hasta que todo su cuerpo
echó el cierre para siempre. Y entonces uno de ellos descubrió por fin que la sangre
debería haber ido a parar al tipo de la sala de operaciones de al lado. Eso fue un
martes. No tuve que ir a clase el resto de la semana con la excusa de la desgracia
familiar. El funeral fue el viernes.
Supe que en aquel funeral pasaba algo
raro porque casi todas las mujeres asistentes llevaban algo de color rojo. Algunas
llevaban vestidos rojos y otras faldas rojas, algunas llevaban pañuelos de color rojo
atados alrededor del cuello y una se había puesto zapatos rojos con un bolso rojo a
juego. Casi todas llevaban al menos una prenda de color rojo, cosa que, decididamente, me
parecía muy poco apropiada para un funeral. Mientras tanto, mi tío estaba tendido en su
ataúd con aspecto más serio que nunca, con una camisa blanca y una pajarita roja, un
atuendo que mi tía había escogido para él tal como había hecho en todas las ocasiones
especiales de ambos.
Bueno, el caso es que en medio de todo
aquello, reconocí a la señora Wiederman, la madre de Jay Wiederman. Estaba sola, la
única mujer a la que vi sin un solo retazo de rojo. Llevaba un vestido negro, unos
zapatos puntiagudos negros de tacón y un sombrero negro con una de esas cosas de tul
tapándole la cara cuyo propósito, la verdad sea dicha, no alcanzo a comprender del todo,
y estaba secándose los ojos tras la redecilla con un pañuelito de color blanco roto. Iba
muchísimo más arreglada y bien vestida de lo que la había visto en cualquier función
del colegio, incluyendo el festival de fin de curso. Pero, como la había reconocido, me
acerqué a ella, la saludé y le pregunté cómo estaba Jay, pensando que así parecería
la mar de educada. Sin embargo, se puso muy incómoda y empezó a mirar hacia atrás por
encima del hombro, con la mirada inquieta, metiéndose el pañuelo en el bolso,
diciéndome que Jay estaba bien y que había leído lo de mi tío en el periódico y se le
había ocurrido venir a dar el pésame.
Luego salió corriendo. No se me
ocurrió pensar otra cosa más que era una mujer muy rara, lo cual en aquel momento me
pareció lo más natural puesto que sabía que era la madre de Jay y éste era al menos
igual de raro que gordo, con aquellos escalofríos que siempre soltaba en clase y porque
siempre se sentaba solo a la hora del almuerzo a leer cómics de los que nadie había
oído hablar jamás. Luego también pensé en aquello de la naturaleza versus
cultura de lo que habíamos estado hablando en clase de biología, preguntándome si Jay
era un bicho raro porque tenía los genes raros de su madre o si el hecho de ser criado
por una madre rara bastaba para convertir a alguien con genes normales en un bicho raro.
Al final conseguí averiguar los
detalles escabrosos de tanto color rojo por todas partes gracias a mi padre. Mi madre se
había ido con mi tía en el coche para consolarla puesto que son hermanas, así que
estábamos mi padre y yo solos en el coche, y él es la clase de persona a quien se le da
muy bien responder a mis preguntas sin decirme que todo lo interesante no es asunto mío,
que es lo que suele hacer mi madre.
Total: que mi tía había hecho de
Sherlock Holmes con mi difunto tío Walter. Llevaba bastante tiempo sospechando que se
veía con alguien con una amante, la llamó mi padre pero nunca lo
supo con certeza y estaba decidida a averiguarlo de una vez por todas, así que le dijo a
todo al que invitó al funeral que las mujeres que viniesen debían llevar algo rojo. Dijo
que era el color favorito de mi tío y que él lo habría querido así, que no habría
querido que su funeral fuese un acontecimiento tétrico sino una celebración de su vida.
Luego puso una necrológica en el periódico con los pormenores sobre la muerte de mi tío
y el lugar del funeral. Creyó que así lograría tender una trampa a la amante de mi
tío, suponiendo que si mi tío de veras tenía una amante, la mujer estaría lo bastante
consternada como para aparecer vestida de negro.
¿Y ha funcionado? le
pregunté a mi padre.
Eso parece contestó, con
voz cansada y triste.
¡Bien hecho, tía Netty! ¡Eres
un hacha! solté con entusiasmo, pero mi padre me lanzó esa mirada suya que decía
que no era momento de frivolizar. Lo siento dije, y lo sentía.
Entonces, ¿era la madre de Jay Wiederman?
Sí contestó mi
padre, la señora Wiederman.
¿Seguro?
Walter había estado llamando
mucho a Coldwell Banker últimamente. Ahí es donde trabaja la señora Wiederman.
Ah dije. Supongo que
la tía Netty debe de estar muy enfadada.
Mi padre dejó que se hiciera un
silencio y durante un rato pensé que ya había terminado de querer explicarme las cosas.
Luego, en un semáforo en rojo, sacó el encendedor del coche, examinó los círculos al
rojo vivo y lo devolvió a su sitio.
Los tribunales dan millones de
dólares por la clase de error que cometieron los de ese hospital dijo al fin.
Tu tía Netty va a ser una mujer muy rica, así que creo que ahora mismo está sintiendo
un montón de cosas a la vez, ¿me entiendes?
Sí contesté, pero no
estaba segura de si lo entendía o no. Me estaba imaginando a mi tía Netty con un abrigo
de visón y volando en un jet privado a una mansión en Aspen mientras mi tío Walter se
pudría bajo tierra. Traté de pensar en todas las cosas del mundo que quería yo y luego
las multipliqué por dos y me imaginé a la tía Netty comprándose todo eso.
***
El sábado, el día después del funeral, hacia las cinco
de la tarde, Jay Wiederman me llamó por teléfono. Así, de buenas a primeras, de forma
totalmente inesperada teniendo en cuenta que no nos habíamos cruzado más de cinco
palabras en todo el año. Me dijo que se había dado cuenta de que no había ido a clase
en toda la semana y se ofreció a venir a mi casa para traerme todos los apuntes y los
deberes que nos habían puesto los días que había faltado. A pesar de que vivimos a
sólo tres manzanas de distancia, yo nunca había estado en su casa ni él en la mía, y
la sola idea de que ahora fuese a venir a mi casa se me hacía muy rara. Entonces deduje
que seguramente su visita tenía algo que ver con el hecho de que se hubiese descubierto
que su madre era la amante de mi tío Walter y todo eso, y como no soy de esas personas
que hace a la gente sentirse incómoda, le dije que vale, que estaría bien que se pasase
por casa con los apuntes. Jay tiene de listo al menos todo lo que tiene de raro, pensé,
así que sus apuntes tenían que ser al menos tres veces mejores que los de Nikki, y no
podía salir tan mal parada invitándolo a mi casa.
Saqué la basura, lavé los dos platos
que había en el fregadero y limpié el polvo de la pantalla de la tele del salón a pesar
de que no sabía por qué lo hacía. Me acordé de un cuento que Jay había escrito en la
clase de lengua el año anterior y que nuestra profesora le había hecho leer en voz alta.
Trataba de un chico del equipo de fútbol con un montón de amigos que se pasaba la vida
convencido de que era el favorito de su padre hasta que el viejo estaba a punto de
morirse. Sin embargo, en el hospital, el padre sólo podía reunir energía suficiente
para prestar atención a la hermana mayor del chico, una chica que no hablaba demasiado,
que tenía un novio que se llamaba «John, el Malo» y que se negaba a usar la
palabra «amor» porque decía que la palabra no significaba nada para ella. El chico no
paraba de limpiarle la boca a su padre con bastoncillos para los oídos y de darle
pañuelos de papel, pero el padre seguía concentrado exclusivamente en la hermana mayor,
despidiéndose sólo de ella, diciéndole que la echaría de menos. A la profesora le
había parecido un cuento magnífico y yo recuerdo haber pensado lo mismo, aunque no lo
había dicho en clase.
Hola, ¿qué tal? dije,
después de abrirle la puerta a Jay. Los vaqueros que llevaba parecían grandes, rígidos
y demasiado azules, y llevaba unas zapatillas de deporte baratas, como si su madre las
hubiese comprado en las rebajas.
Hola
contestó, con los hombros como caídos, y lo guié hasta mi habitación, en la
planta de arriba.
Jay estaba muy calladito, enfrascado en
la tarea de sacar todas sus cosas de la mochila, todas aquellas libretas de distintos
colores, poniéndolas encima de mi cama y explicando todos los detalles sobre los deberes
mientras yo copiaba el máximo posible. Cada vez que le hacía una pregunta sobre su letra
o sobre los apuntes, le miraba a la cara y me fijaba en que la tenía cubierta de pecas
casi por completo y en que su narizota tenía aquellos dos orificios anchos y alargados, y
luego empecé a pensar en mi tío Walter, que había sido cirujano plástico, y en lo que
habría hecho con unos orificios nasales como aquéllos, en cómo los habría convertido
en algo más pequeño, más ovalado y más bonito. Luego me imaginé a toda una panda de
Jays y de equivalentes femeninos de Jay entrando en la consulta de mi tío la semana
siguiente para descubrir, de sopetón, que estaba muerto. Me los imaginé trayendo en la
mano fotos de modelos y actores que habían arrancado de las revistas, personas a las que
habían tenido la esperanza de parecerse algún día, y entonces empecé a sentir lástima
por toda la gente involucrada, los Jays masculinos y las Jays femeninas y mi tío muerto y
los modelos y actores cuyas fotos ya no estaban en aquellas revistas, y en aquel Jay que
estaba sentado en la silla junto a mi cama, todavía como una planta de interior.
Siento mucho lo de tu tío
dijo Jay al fin, poniendo punto final a la conversación que hasta entonces sólo
había girado en torno a la escuela. Me he enterado de lo que pasó con la sangre y
todo eso.
Sí contesté.
Todavía estoy intentando asimilarlo.
Cuesta un poco encontrarle
sentido a esa clase de cosas comentó Jay. A un error así, me refiero.
No dije, quiero decir
que estoy tratando de comprenderlo.
Me parece que no te acabo de
entender repuso Jay en tono tranquilo y educado, como si yo me estuviese explicando
perfectamente y él fuese el idiota a pesar de que su coeficiente intelectual seguramente
es el doble que el de toda mi familia junta.
No entiendo cómo puede ser que
el otro tipo del hospital no esté muerto también le expliqué. Le pusieron
la sangre que se suponía que debía ser para mi tío y su operación fue de maravilla.
Ahora mismo se estará paseando tranquilamente en zapatillas mientras mi tío está varios
metros bajo tierra con esa ridícula pajarita roja. Sentí un zarpazo de dolor entre
la garganta y el estómago sólo de pensarlo. Me caía muy bien mi tío Walter; me traía
montones de películas para que las viera cada vez que me quedaba en casa fingiendo estar
enferma con gripe o un virus cualquiera. Cada vez que mis padres se enfadaban por mis
boletines de notas, mi tío soltaba una retahíla de nombres de gente famosa que había
cateado en el colegio.
La sangre de Walter debía de ser
del grupo O dijo Jay, y los dos nos quedamos como paralizados porque acababa de
pronunciar el nombre de mi tío a pesar de que yo no lo había mencionado ni una sola vez
durante nuestra conversación.
¿Qué quieres decir?
pregunté tras una minipausa, una vez que hube recuperado la calma.
El grupo O es el donante
universal explicó en voz baja, seguramente avergonzado por haber dejado que se
escapase el nombre de mi tío. Se puede hacer una transfusión de sangre del grupo O
a cualquier persona, incluso a alguien del grupo A o B, pero la gente del grupo O sólo
puede recibir sangre de su propio grupo.
Ah contesté, ¿y tú
cómo sabes eso?
Se encogió de hombros.
Simplemente lo sé.
Me puse a mirar otra vez la libreta de
mates de Jay y le hice unas preguntas sobre los problemas que nos habían puesto de
deberes: si iban a darnos puntos de más por hacerlos para el lunes, si el examen del
viernes incluía la materia de los deberes del jueves. Contestó que no y que no.
Y entonces, ¿cuánto hace que
conocías a mi tío Walter? le pregunté al fin. Los padres de Jay estaban
divorciados, eso lo sabía.
Desde hace unos dos años
dijo, pero no supe que estaba casado ni que era pariente tuyo hasta ayer
mismo. Acarició con la mano el cuello de plumas de un suéter que yo había dejado
encima de la mesa.
¿Os llevabais bien, mi tío y
tú? Estaba intentando imaginarme a mi tío y a Jay juntos. Me pregunté de qué
habrían hablado, si alguna vez salían a sitios juntos. Me pregunté qué es lo que a mi
tío le había gustado de la señora Wiederman que no le gustaba de mi tía.
Sí dijo Jay. Me
caía fenomenal. Creo que yo también le caía bien a él. Cogió el suéter y
examinó detenidamente el cuello antes de dejarlo de nuevo. Estos pelos de aquí
parecen tarántulas blancas pequeñas dijo en voz baja, como si hablase con un
fantasma. Luego se levantó, sacó el último anuario escolar de mi estantería y lo
hojeó en la mesa.
Cuando hube acabado de copiar todos los
apuntes, le pregunté si quería algo de comer o de beber. Me pasé el dedo por debajo de
los ojos para asegurarme de que no se me había corrido el lápiz de ojos.
Vale dijo. ¿Qué
tienes?
Muchas cosas
contesté. Galletitas saladas, patatas chips, galletas con trocitos de
chocolate, Coca-Cola, Sprite y limonada. Baja conmigo a la cocina y lo ves tú mismo.
Cuando bajamos, abrí la nevera y luego
los armarios uno por uno para enseñárselo todo.
¿Dónde están tu padres?
preguntó. No estábamos frente a frente, sino que estábamos mirando el armario de
los cereales, los pastelitos y las deliciosas barritas con tres capas de limón que compra
mi madre en una pastelería de Fanwood y que están de muerte.
En casa de mi tía Netty
respondí.
¿Podría pedirte un favor?
dijo, con voz un tanto temblorosa.
Dime.
No lo miré, sino que miré en el
interior de la caja de pastelitos, fingiendo que estaba comprobando cuántos quedaban.
Quería pedirte que, por favor,
no dijeses nada a nadie en el colegio sobre mi madre. Sobre lo de mi madre y Walter.
No te preocupes, no diré nada
contesté.
Gracias dijo, y luego
señaló una manzana verde que había en la encimera y preguntó si podía comérsela. Me
pregunté si realmente la quería o es que le daba vergüenza comer comida de verdad
delante de mí por culpa de su peso.
Claro repuse, y cogí la
manzana de la encimera para dársela.
¿Me das un cuchillo?
preguntó. Me gusta quitarle la piel. Para entonces, me estaba mirando y
yo estaba mirándolo a él. Tenía los ojos del mismo color verde que los de mi tío, y
los labios cortados, como cuando se tiene fiebre.
Le di un cuchillo y un trozo de papel
de cocina, y los dos nos sentamos a la mesa mientras yo pensaba en mi tío Walter; me
acordé de que hacía sólo dos fines de semana él, mi tía, mi padre, mi madre y yo nos
habíamos subido todos en el Saab descapotable rojo de mi tío y nos habíamos ido a cenar
a Nueva York; me acordé de que mi tío no parecía demasiado feliz con mi tía y de que
ésta no dejaba de agobiarlo diciéndole cuándo tenía que accionar los intermitentes.
Observé cómo Jay pelaba la manzana,
el modo en que una sola mondadura perfecta se enroscaba y caía deslizándose sobre el
papel de cocina, y todavía no me explico qué es lo que vi en aquella mondadura, a lo
mejor fue su perfección absoluta, pero al verla me acordé de algo que había ocurrido
hacía mucho tiempo, algo que mis padres me habían contado, sobre lo que habían bromeado
durante años pero que yo no había recordado hasta ese preciso instante. Había sido en
mi fiesta de cumpleaños de cuando cumplí los siete años: mi padre me preguntó qué
quería ser cuando fuese mayor y yo le dije, con toda naturalidad, que quería ser Dios.
Como si fuese una opción, como ser arquitecta o dentista o bibliotecaria. Por supuesto,
todo el mundo se echó a reír a carcajadas, mi padre, mi madre, mi tío, mi tía y mis
abuelos. Y me acordé de que yo también me había reído a pesar de que no tenía ni la
más remota idea de qué es lo que era tan gracioso. Y en mitad de todas esas carcajadas,
mi tío Walter me levantó un dedo admonitorio y me dijo que si cuando fuese mayor llegaba
a ser Dios, más me valía ser buena con todos mis semejantes, que más me valía
encontrar la belleza en todos y cada uno de ellos.
¿Jay? dije en ese momento,
y entonces me miró como si supiese que algo había cambiado, como si supiese que estaba
pensando en algo importante.
¿Sí? repuso, dejando la
manzana en su plato y limpiándose las manos en los vaqueros.
¿Crees que soy buena? Quiero
decir, en la escuela, ¿me considerarías una buena persona?
Con la mirada fija en la manzana,
inspiró hondo y suspiró.
Creo que eres bastante buena para
ser una chica guapa contestó. Creo que eres más buena que Nikki Rhodes.
Y fue entonces cuando todo empezó.
Puse la mano encima de la suya y, al cabo de unos segundos, entrelazó los dedos con los
míos. A continuación se inclinó hacia mí y nos besamos, primero él sentado en su
silla y yo en la mía, y luego yo aplastándolo contra la nevera, luego arriba en mi
habitación, donde él me quitó la ropa con unas manos tan ligeras que apenas se notaba
su tacto, como si una corriente de agua me lo estuviese arrancando todo: la camisa, el
sujetador, la minifalda blanca, las bragas de algodón de color púrpura.
Eres preciosa me dijo Jay
cuando al fin estuvimos desnudos los dos en mi cama, después de haber tirado todos
nuestros cuadernos al suelo, y por su tono parecía estar al borde de las lágrimas.
Y durante un segundo los dos nos
paramos a recuperar el aliento, tumbados de costado y mirando el cuerpo del otro, mirando
mis pechos blancos, mi vientre bronceado y el pequeño montículo de vello que me había
depilado en forma de Dorito; mirando sus brazos rubicundos y su pecho rechoncho, cruzado
por una franja de pelo, y el michelín de carne alrededor de su cintura. Recorrí con la
mano el centro de su pecho, bajándola por su ombligo, un agujero enorme y oscuro que me
recordaba una piscina, y luego seguí bajándola hasta que cerró los ojos.
Es increíble lo guapa que eres
susurró.
Y a continuación me subí encima de
él y lo metí dentro de mí, y sentí cómo una ola se tragaba mi cuerpo, una ola de
asombro y de deseo, algo extraordinario e inolvidable; una sensación que me decía que
aunque en ese momento hubiese habido una colisión en cadena de diez coches justo debajo
de mi ventana, yo ni siquiera me habría inmutado.
Tú también eres muy guapo, Jay
Wiederman dije. Tú también eres muy guapo.
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