Desnuda entre muchachos
por G. K. Wuori
Traducción de Juan Gabriel López Guix
Cuando la furgoneta hizo una parada se les comunicó a todos que
dentro había duchas y que en los Estados Unidos había una ley según la cual había que
ducharse todos los días. El conductor dijo que no la había estado cumpliendo y que lo
lamentaba, lamentaba haberlos obligado al incumplimiento de las leyes cuando ni siquiera
conocían las leyes.
Lo que pasa es que es una de esas cosas tan
naturales prosiguió que no piensas en la ley.
Lo dijo con su gran bigote temblando, y pareció que a
su lado el que se llamaba Rata le daba codazos en las costillas.
Alguien del grupo dijo que se alegraba de oír que
había una ley sobre eso, porque sabía que esas gentes, los norteamericanos, se
preocupaban muchísimo de su limpieza. Era reconfortante saber que no estaban
sencillamente locos y se obsesionaban con los piojos, la caspa y una mancha o dos en el
cuello, que sólo hacían lo que Dios, por medio su mandato escrito de dura ley, había
dicho que era necesario.
Su-Tea decidió que la única dificultad que veía era
la que tenía la verdad tal como aparecía por debajo de ese bigote tembloroso, la misma
verdad que cuando el conductor se le acercó en el lugar lleno de maleza donde habían
estado estirando las piernas y comiendo algo frío y le dijo que había una ley según la
cual tenía que pedirle una muestra de orina.
¿Qué ley? había preguntado ella.
Si ni siquiera hemos entrado en este país cumpliendo la ley.
A pesar de todo, se había acuclillado y orinado bajo
su imperiosa mirada y su tembloroso bigote, perfectamente consciente de que no había
pedido que hiciera lo mismo a ninguno de los hombres, por lo que el conductor sólo era lo
que sus testículos le pedían que fuera: maleducado y quizá un punto degenerado. Y más
tarde, puede que unos mil quinientos kilómetros después, también se dio cuenta de que
no había utilizado ni taza ni vaso, ni había recogido ninguna muestra de su orina, sólo
había mirado, de modo que lo catalogó entonces como un hombre que podría ofrecerle
bombones de chocolate o café caliente a cambio de ella se ocupara de ciertas cosas
personales procedentes de lo profundo de su cabeza y sus músculos. Semejantes hombres
solían ser diversos en sus deseos.
Su-Tea resolvió que consideraría sus palabras como
se considera la Salsa de Un Millón de Hogueras, por más que en ese momento le estuviera
diciendo que tenía que quedarse con los demás para la ducha, que no podía correr el
riesgo de perder a la única mujer de la remesa, así que bien podía ducharse con los
hombres, maldita sea.
Nadie va a hacer ninguna tontería
añadió, porque voy a estar ahí para vigilar.
A Su-Tea no le sorprendió eso, que quisiera verla o
hacer que se duchara con los muchachos. A los cuarenta años, y aún atractiva según
siempre le habían dicho, conocía todos los tamborileos que resonaban dentro de los
hombres vacíos. Lo que en realidad le sorprendió fue que no dijera abiertamente lo que
quería, que no se mostrara claro con ella, de manera que pudieran tomarse decisiones y,
de ser necesario, llegarse a diversos intercambios. A Su-Tea ya no le preocupaba mucho la
verdad ni siquiera llevaba tres días en el país; era demasiado pronto para saber
qué era verdad y sólo le importaba que las historias, las mentiras en caso de que
lo fueran, estuvieran cosidas de modo coherente, que las puntadas dibujaran una línea
recta aun cuando la prenda resultara algo sin sentido.
Eran las tres de la madrugada, de modo que en la sala
de duchas no había nadie salvo Su-Tea y el resto de los ocupantes de la furgoneta U-Haul
alquilada, la mayoría de los cuales eran poco más que muchachos, muchachos fuertes
capaces de soportar un viaje que a veces duraba ocho o diez semanas, que podían vomitar
en el mar, helarse en las montañas, sudar auténticos granos de sal en el desierto y a
pesar de eso seguir hablando del trabajo que les esperaba y de cómo enviarían a casa
aspirinas, servilletas de papel y vaqueros Levis 505.
Uno de los muchachos dijo que formaría parte del
equipo olímpico un muchacho corredor, pensó Su-Tea (un adjetivo que, en cierto
sentido, los describía a todos), un hijo del aguante y de unos sueños a los que no
podía llegar con la suficiente rapidez para dar sus habilidades al rojo, blanco
y...
¿Cuál es el otro color?
Y fue entonces cuando el conductor, que estaba cerca,
se aproximó a él y le pegó, le dio con el dorso de la mano un golpe en la nariz que lo
hizo llorar. Fue la única vez que ese contratista se había mostrado violento con ellos.
Os dejamos vivir aquí, ¿vale? dijo el
conductor. No os creais que vais a conseguir que os pongan la foto en una caja de
cereales.
Ninguno de ellos entendió lo que quería decir.
Su-Tea sabía que uno de los muchachos quería hacerse
marine si así conseguía todos sus papeles siendo todavía bastante joven, aunque
(prudentemente, según pensó Su-Tea) no dijo nada en ese momento. El episodio fue más
que nada embarazoso, y Su-Tea estaba convencida de que el hombre no era tan malo como
quería parecer. Decidió que sólo era un hombre práctico que no tenía tiempo que
perder con esperanzas de extraños.
Cuando entraron la habitación que estaba antes de las
duchas, Su-Tea dijo en voz alta:
El señor Yol era lo mejor que podía
pronunciar U-Haul piensa que así podréis considerarme mejor como vuestra madre.
¿Quién me va a lavar la espalda?
Era, desde luego, lo bastante mayor para ser la madre
de la mayoría de ellos, y su maternidad se revelaba en los oscuros pezones y en ese
vientre del que el Distinguido Abastecedor de Distancias había dicho que la alimentaría
bien en noches impenetrables en que los demás se dedicaban a comer la cera de oídos
ajenos. Sus hijos, aunque no ocupaban a menudo sus pensamientos, un chico y una chica,
habían sido atrapados con estampillas religiosas en algún momento durante el Centésimo
Quinto Delicioso Alzamiento, y les habían partido la crisma.
Nadie imaginó que Su-Tea sobreviviera a eso. Se
castigó el cuerpo con bastonazos y recitó oraciones al revés. Comió carbón, y un día
intentó mutilarse los genitales en una tienda donde vendían utensilios de cocina. La
sabiduría antigua colmó su desesperación, e invocó a los viejos espíritus para que
dejaran de ensañarse con los lastimosos despojos de su persona. Al final llamaron a un
médico, e hicieron que durmiera durante un mes seguido. Cuando se despertó, los
recuerdos seguían en su mente y su corazón, pero el cuerpo ya no lloraba ni intentaba
retorcerse se acuerdo con las múltiples formas de la desesperación. El tiempo acabó
colocando a sus hijos en un lugar más sereno, de manera que ella pudo pensar en otra
vida.
Su-Tea era, pues, maternal sin ser madre, y su marido
se había limitado a decir: «Vete si quieres», después de robarle el dinero para el
viaje. Le dijo que tardarían unas dos semanas en relacionarlo con el robo y que por
entonces estaría chupando tetas de yak en una yurta en alguno de esos países asiáticos
acabados en -stán.
Ambos sabían que nunca más volverían a verse.
También sabían que Su-Tea se había esforzado por respetar a su marido y que muy a
menudo no lo había logrado. Él era persona corriente, le dijo a ella, y siempre lo
sería, un marcador del promedio humano sin ninguna facilidad para las lenguas (Su-Tea se
desenvolvía en seis), sin su ojo para los colores, ni su paciencia con los niños. Se
dedicaba a arreglar motores pequeños de gasolina y disfrutaba haciéndolo; y, aunque no
creía que hubiera muchos motorores pequeños de gasolina en aquellas estepas, sabía que
dondequiera que hubiera vida humana habría siempre acero, caucho, cables, tuercas y
tornillos. También dijo que nunca se divorciaría de ella, pero que, si ella deseaba
casara otra vez en América, no le importaría, lo entendería.
Desaparecida por fin su angustia-dolor, Su-Tea seguía
entristecida por todo ello, por una vida que había sido sencilla, enriquecida únicamente
por el trabajo bien hecho, el crecimiento de los hijos y las cosas que una mente llena de
vida podía hacer a medida que envejecía.
Y, sin embargo, ahí estaba, desnuda entre jóvenes.
Se habían realizado promesas, concluido arreglos. Pronto esos niños estarían cavando la
tierra, limpiando retretes o paseando perros estadounidenses. Serían repartidores de
comida, sacrificadores de pollos o se pasarían los días sacando paletadas de basura de
unos productos que ni siquiera se habían inventado cuando Su-Tea era pequeña. Uno de los
muchachos era bueno con los números, y no había lugar en el mundo donde no se valorara
semejante habilidad. Otro era capaz de tocar muchos instrumentos musicales, incluidos
algunos de los eléctricos que introducen insectos permanentes en los oídos de los
mayores, y esperaba que alguien se diera cuenta pronto de que ese otro, a su lado mismo,
con lo que parecía una nariz rota por un amante amable , alguien se diera cuenta de que
era un actor, que era divertidísimo imitando voces y personajes de acuerdo y eso
era lo más importante con el gusto estadounidense. Era capaz de arrugar la cara y
convertirse en Harrison Ford o mirar burlonamente como un sinzonte y ser Sean Penny.
Y, sin embargo, ella, ¿qué podía decir de sí
misma? Se encontraba con un estadounidense de los de aquí no se fía que le estaba
lavando la espalda (cosa que no le importaba: sus manos eran suaves y en absoluto
impertinentes) y que intentaba tramar algún modo de estar a solas con ella en alguna
parte para solazarse con su sabiduría y empaparse en las balsámicas corrientes de su
temperamento. Sus ideas, sus necesidades no eran en absoluto únicas, puesto que Su-Tea
veía que seis, quizá ocho muchachos se movían bajo las duchas intentando lavarse y
esconder una erección al mismo tiempo.
Debo de ser increíble, pensó Su-Tea, mejor que las
películas, aunque hemos hecho un camino tan largo y durante tanto tiempo que seguramente
estos muchachos intentarían penetrar una amapola si no supieran que se les desharía
encima. Se preguntó con sinceridad por los seductores secretos que su carne aún le
escondía a ella misma, aunque lo que deseaba en ese momento era sencillamente sentir a
alguien detrás de ella, sentir unos brazos rodeándola y apretándola tan fuerte que ella
tuviera que inclinarse un poquito hacia adelante. Unas comodidades de lo más humildes.
En una de esas veces, Su-Tea («como intelectual»,
pensó, sin que estuviera necesariamente sometida a intercambio la integridad de su
condición de mujer) deseó que fuera aceptable que ella ofreciera sus entrañas a cambio
de que la vida sonriera un poco más a esos muchachos, de que sus solitarios futuros no
fueran ni la mitad de solitarios de lo que lo habrían sido en su tierrra, donde habrían
tenido que enfrentarse a todas las preguntas del valor elevado y la valía feliz que les
habrían dirigido las diversas hermanas. Se habrían convertido en mentirosos, mientras
que en ese momento se encontraban inmersos en la verdad, la verdad humana, todas las
verdades musculares de las nalgas y los genitales y las satisfacciones silenciosas.
Su-Tea distinguió en un rincón a dos muchachos
aliviándose mutuamente con las manos, sin duda el más solitario de todos los elogios
posibles y, ahí, inclinado contra la pared, solo, estaba el hombre que había sido dueño
de diez periódicos, mientras con la mano se limitaba a escribir la historia de su cuerpo,
una historia contada utilizando palabras de distancia y todas las frases de los libros de
fotos pornográficas que significaban: «Hola, ¿cómo estás? ¿Va todo bien?»
Se apartó del hombre que la estaba lavando, el hombre
que no se había desvestido, por lo que supuso que obedecía la ley en algún punto, y
cuya mano con el anillo resbalaba a causa del jabón y hacía que sus nalgas se movieran.
Entonces Su-Tea se puso a cantar, y su sedosa cadencia sonó como unas cuerdas de plata en
el espeso vaho de la sala de duchas, una voz de dulzura e integridad que mitigaba el
triste imperativo de toda esa satisfacción solitaria.
Cantó canciones infantiles sobre animales traviesos y
gigantes forzudos en cuyas mejillas brillaba polvo de oro. Los tritones y los pescadores
se escabulleron por el resbaladizo suelo en unas letras que todos los muchachos conocían,
unas armonías cristalinas oídas a sus madres. Su-Tea chilló como un guacamayo y silbó
como un escabarajo del hielo. Logró que todo el mundo sonriera e incluso un camionero
estadounidense, sorprendido al principio por el extraño grupo de la ducha, y en no menor
medida por la presencia en él de una mujer, y que ni siquiera podía entender las
palabras de Su-Tea, se echó a reír, al igual que los muchachos, cuya risa se hizo más
valiosa en la medida en que los transportaba hasta lugares de sombras definidas o
brillantes soles o al sibilante susurro de las gotas que se elevan de la superficie
agitada de un lago. No eran las sonrisas habituales que habían esbozado durante semanas y
semanas, las sonrisas ante la desgracia ajena, las dificultuades del señor Yol, las
sonrisas por una gran tragedia que los estadounidenses había sufrido antes de que el
grupo de Su-Tea tuviera tiempo de ensuciarse los pies con tierra norteamericana (había
sido en algún puerto, en un lugar cálido que necesitaba negocios, un puerto limpio donde
a Su-Tea le sorprendió que la mayoría de estibadores fueran mujeres). Habían sonreído
en ese lugar no ante lo indecible recién cometido por esos muchachos árabes, sino porque
por una vez se enteraban de un horror que no había golpeado a ninguno de ellos. Nada de
entierros secretos, ninguna desaparición repentina de un tío, una hermana o un primo se
convertiría, al respecto, en una historia silenciada. De modo que habían sonreído ante
un dolor no visitado y esperaron que los estadounidenses supieran que la tristeza era un
cachorro regordete que siempre se escabullía. Sin embargo, ninguna de todas aquellas
sonrisas habían sido, como las de ahí y ese momento, canciones de una guardería,
exquisiteces, pensó Su-Tea, para esos viajeros que tenían que abrir las latas de comida
con los dientes y bajar de un barco con los ojos tapados con harapos como si fueran ciegos
de tanto tiempo que habían pasado sin ver el sol.
El muchacho actor se le acercó cuando empezaba la
tercera canción y se unió a ella, la cara mojada, quizá de la ducha, aunque podían
haber sido lágrimas. Sí, se convenció de que eran lágrimas, aunque oyó al señor Yol
tras ella diciendo:
Diantre, ya estoy condenado.
Su-Tea no creyó que lo estuviera. Tenía que ser tan
implacable transgrediendo sus porpias leyes como lo eran otros hombres aplicándolas.
Todos habían jugado a esa especie de juego, un juego muy serio, porque todos los jefes
intentaban fingir que no jugaban a ningún juego. Había que tener contentos a los jefes,
sobre eso no cabía discusión alguna.
Lo había visto cuando el Muchacho de las Espinillas
colocó mal algo en Guatemala, algo muy querido, un gato que había llevado escondido
dentro de los pantalones. Uno de los Hombres Pagados lo vio sacar y volver a meterse el
gato entre la ropa. Entonces el Hombre Pagado había golpeado el gato, lo había matado a
golpes sin sacárselo de los pantalones, y el animal había provocado graves heridas en
las partes íntimas del Muchacho de las Espinillas. Entonces el Muchacho de las Espinillas
había dejado de hablar y, poco después, de comer. Abandonaron su cuerpo en un coche
aparcado en algún lugar de México. Fue la única pérdida que habían tenido, aunque les
dijeron que podían tener muchas, quizá todos ellos y que no había seguros en esa clase
de viaje. La única familia que el Distinguido Abastecedor de Distancias recordaba que
había pedido una devolución de los gastos (su hija, alegó la familia, había sido
abandonada para que muriera de hambre en una montaña que incluso los satélites tenían
aún que fotografiar), pues bien, esa familia había sido liquidada en el acto, así que
era mejor saber todo cuanto se jugaba en este juego de la libertad. Podía no ser lo que
uno creía.
Cuando se acabaron las duchas, el señor Yol y Buddy
les dieron ropas nuevas, aunque sólo eran camisetas de tamaño XXX-L, camisetas con un
divertido «Jordan manda» estampado en la parte de delante, eso y la cara de un negro.
La furgoneta estaba entonces en la parte de atrás del
edificio, y el señor Yol los sacó por una puerta trasera. Muy lejos sobre el llano, un
pedazo de alba había sido colocado encima del horizonte, una simple rodaja de otro día
más.
Aunque el señor Yol le dijo a Su-Tea:
Tú no.
Y la agarró del brazo y se alejaron de la furgoneta
entre los oscuros valles de todos los camiones cuyos retumbantes motores daban protección
y sueño a los conductores.
Se detuvieron y Su-Tea esperó verse quitada la
camiseta nueva, examinada y olida, colocada en posición y penetrada, cosas que no serían
exactamente mal recibidas, porque ya era hora que en su caso todo el mundo girara y
gruñera y diera a luz un nuevo mundo donde todas las cosas viejas, pero especialmente la
Categoría de Ser Perfecta (como la entendían las mujeres de su tierra), se trastocaran y
diera lugar a la aparición de un cambio tan descorazonadoramente rápido que sabía
tendría que cambiar de nombre. Uno de sus maestros de cuando era
pequeña, un lector de muchas cosas extranjeras, había sugerido Tiffany, que sonaba un
poco perezoso y untuoso, en absoluto la clase de persona que Su-Tea pensaba que deseaba
ser. Sin embargo, su marido, que había comprado un listín telefónico de un lugar
llamado Fort Worth, dijo que le gustaba Ethel. Su-Tea pensó que lo soportaría, aunque
sólo fuera porque su marido también había dicho: «Si tuviera que ponerme a hablar de
ti como si estuvieras muerta, me sentiría cómodo con ese nombre».
Sin embargo, el señor Yol no le quitó la camiseta.
Cuando dirigió la mirada hacia él esperando que la besara o golpeara, se impresionó al
ver que por su cara corrían lágrimas, lágrimas de verdad y no lágrimas que podían ser
de la ducha. Sabía que los hombres estadounidenses no son aficionados a llorar, por lo
que concluyó que ella había hecho algo terrible, un error sobre la gran montaña del ser
de ese hombre. Se preguntó si debía decir a toda prisa que quería que la enterraran
como Ethel para que su marido pudiera recordar una verdad.
Sin embargo, el señor Yol no le pegó. No le quitó
la camiseta ni empezó a hacer preparativos para el uso viril. Le susurró (no había dado
cuenta de lo grave que era su voz, como si se hubiera metido corriendo en una cueva y
empezara a sentir miedo en la oscuridad) que era una mujer hermosa, que su hermosura
procedía de una clase de historia que él nunca había sido lo bastante listo para
estudiar huesos viejos, castillos y ruinas divididos por la guerra, que era como una
mujer del cine, una presencia deslumbrante del tamaño de toda la oscuridad circundante, y
que si quería casarse con él, ¿se casaría? No tenía que hacerlo, no era parte del
trato, pero si aceptaba, él haría cosas diferentes con su vida para que ella se sintiera
cómoda y orgullosa de él.
Su-Tea, descalza y con los pies doloridos por las
piedras del aparcamiento, y que en absoluto se engañaba respecto al encaprichamiento de
un hombre por una mujer que no tenía hogar, posesiones, dinero, apenas ropa, le dijo que
podía hacerlo si él necesitaba de verdad que ella lo hiciera, que su marido semanas y
semanas atrás le había dado permiso para inaugurar otra vida y ver qué permanecía y
que elegía salir volando con los halcones a la más mínima brisa. Sí, decidió, sería
mejor que limpiar cuartos de baño en un hotel, o ir a otra escuela para aprender a hacer
cosas que quizá ya no haría falta hacer cuando hubiera aprendido a hacerlas; pero no
estaba segura, le dijo por fin, de qué se suponía que tenía que hacer una mujer en ese
país, que tenía que ser complicado por lo que había oído.
Ni siquiera sé dijo mirándose la
camiseta qué es lo que manda Jordan.
Él se echó a reír y dijo:
Bueno, eso creo que lo sabes.
Su-Tea se alegró entonces por ella, una sensación
que le parecía que había alejado de sí un millar años atrás, e incluso se alegró de
poder ir ya sentada sobre cojines en la parte de delante de la furgoneta, entre el señor
Yol y el hombre llamado Rata.
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