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índex català              marzo - abril  n° 41

-original en inglés

Desnuda entre muchachos
por G. K. Wuori
Traducción de Juan Gabriel López Guix

 


Cuando la furgoneta hizo una parada se les comunicó a todos que dentro había duchas y que en los Estados Unidos había una ley según la cual había que ducharse todos los días. El conductor dijo que no la había estado cumpliendo y que lo lamentaba, lamentaba haberlos obligado al incumplimiento de las leyes cuando ni siquiera conocían las leyes.
      —Lo que pasa es que es una de esas cosas tan naturales —prosiguió— que no piensas en la ley.
      Lo dijo con su gran bigote temblando, y pareció que a su lado el que se llamaba Rata le daba codazos en las costillas.
      Alguien del grupo dijo que se alegraba de oír que había una ley sobre eso, porque sabía que esas gentes, los norteamericanos, se preocupaban muchísimo de su limpieza. Era reconfortante saber que no estaban sencillamente locos y se obsesionaban con los piojos, la caspa y una mancha o dos en el cuello, que sólo hacían lo que Dios, por medio su mandato escrito de dura ley, había dicho que era necesario.
      Su-Tea decidió que la única dificultad que veía era la que tenía la verdad tal como aparecía por debajo de ese bigote tembloroso, la misma verdad que cuando el conductor se le acercó en el lugar lleno de maleza donde habían estado estirando las piernas y comiendo algo frío y le dijo que había una ley según la cual tenía que pedirle una muestra de orina.
      —¿Qué ley? —había preguntado ella—. Si ni siquiera hemos entrado en este país cumpliendo la ley.
      A pesar de todo, se había acuclillado y orinado bajo su imperiosa mirada y su tembloroso bigote, perfectamente consciente de que no había pedido que hiciera lo mismo a ninguno de los hombres, por lo que el conductor sólo era lo que sus testículos le pedían que fuera: maleducado y quizá un punto degenerado. Y más tarde, puede que unos mil quinientos kilómetros después, también se dio cuenta de que no había utilizado ni taza ni vaso, ni había recogido ninguna muestra de su orina, sólo había mirado, de modo que lo catalogó entonces como un hombre que podría ofrecerle bombones de chocolate o café caliente a cambio de ella se ocupara de ciertas cosas personales procedentes de lo profundo de su cabeza y sus músculos. Semejantes hombres solían ser diversos en sus deseos.
      Su-Tea resolvió que consideraría sus palabras como se considera la Salsa de Un Millón de Hogueras, por más que en ese momento le estuviera diciendo que tenía que quedarse con los demás para la ducha, que no podía correr el riesgo de perder a la única mujer de la remesa, así que bien podía ducharse con los hombres, maldita sea.
      —Nadie va a hacer ninguna tontería —añadió—, porque voy a estar ahí para vigilar.
      A Su-Tea no le sorprendió eso, que quisiera verla o hacer que se duchara con los muchachos. A los cuarenta años, y aún atractiva según siempre le habían dicho, conocía todos los tamborileos que resonaban dentro de los hombres vacíos. Lo que en realidad le sorprendió fue que no dijera abiertamente lo que quería, que no se mostrara claro con ella, de manera que pudieran tomarse decisiones y, de ser necesario, llegarse a diversos intercambios. A Su-Tea ya no le preocupaba mucho la verdad –ni siquiera llevaba tres días en el país; era demasiado pronto para saber qué era verdad— y sólo le importaba que las historias, las mentiras en caso de que lo fueran, estuvieran cosidas de modo coherente, que las puntadas dibujaran una línea recta aun cuando la prenda resultara algo sin sentido.
      Eran las tres de la madrugada, de modo que en la sala de duchas no había nadie salvo Su-Tea y el resto de los ocupantes de la furgoneta U-Haul alquilada, la mayoría de los cuales eran poco más que muchachos, muchachos fuertes capaces de soportar un viaje que a veces duraba ocho o diez semanas, que podían vomitar en el mar, helarse en las montañas, sudar auténticos granos de sal en el desierto y a pesar de eso seguir hablando del trabajo que les esperaba y de cómo enviarían a casa aspirinas, servilletas de papel y vaqueros Levis 505™.
      Uno de los muchachos dijo que formaría parte del equipo olímpico —un muchacho corredor, pensó Su-Tea (un adjetivo que, en cierto sentido, los describía a todos), un hijo del aguante y de unos sueños a los que no podía llegar con la suficiente rapidez— para dar sus habilidades al rojo, blanco y...
      —¿Cuál es el otro color?
      Y fue entonces cuando el conductor, que estaba cerca, se aproximó a él y le pegó, le dio con el dorso de la mano un golpe en la nariz que lo hizo llorar. Fue la única vez que ese contratista se había mostrado violento con ellos.
      —Os dejamos vivir aquí, ¿vale? —dijo el conductor—. No os creais que vais a conseguir que os pongan la foto en una caja de cereales.
      Ninguno de ellos entendió lo que quería decir.
      Su-Tea sabía que uno de los muchachos quería hacerse marine si así conseguía todos sus papeles siendo todavía bastante joven, aunque (prudentemente, según pensó Su-Tea) no dijo nada en ese momento. El episodio fue más que nada embarazoso, y Su-Tea estaba convencida de que el hombre no era tan malo como quería parecer. Decidió que sólo era un hombre práctico que no tenía tiempo que perder con esperanzas de extraños.
      Cuando entraron la habitación que estaba antes de las duchas, Su-Tea dijo en voz alta:
      —El señor Yol —era lo mejor que podía pronunciar U-Haul— piensa que así podréis considerarme mejor como vuestra madre. ¿Quién me va a lavar la espalda?
      Era, desde luego, lo bastante mayor para ser la madre de la mayoría de ellos, y su maternidad se revelaba en los oscuros pezones y en ese vientre del que el Distinguido Abastecedor de Distancias había dicho que la alimentaría bien en noches impenetrables en que los demás se dedicaban a comer la cera de oídos ajenos. Sus hijos, aunque no ocupaban a menudo sus pensamientos, un chico y una chica, habían sido atrapados con estampillas religiosas en algún momento durante el Centésimo Quinto Delicioso Alzamiento, y les habían partido la crisma.
      Nadie imaginó que Su-Tea sobreviviera a eso. Se castigó el cuerpo con bastonazos y recitó oraciones al revés. Comió carbón, y un día intentó mutilarse los genitales en una tienda donde vendían utensilios de cocina. La sabiduría antigua colmó su desesperación, e invocó a los viejos espíritus para que dejaran de ensañarse con los lastimosos despojos de su persona. Al final llamaron a un médico, e hicieron que durmiera durante un mes seguido. Cuando se despertó, los recuerdos seguían en su mente y su corazón, pero el cuerpo ya no lloraba ni intentaba retorcerse se acuerdo con las múltiples formas de la desesperación. El tiempo acabó colocando a sus hijos en un lugar más sereno, de manera que ella pudo pensar en otra vida.
      Su-Tea era, pues, maternal sin ser madre, y su marido se había limitado a decir: «Vete si quieres», después de robarle el dinero para el viaje. Le dijo que tardarían unas dos semanas en relacionarlo con el robo y que por entonces estaría chupando tetas de yak en una yurta en alguno de esos países asiáticos acabados en -stán.
      Ambos sabían que nunca más volverían a verse. También sabían que Su-Tea se había esforzado por respetar a su marido y que muy a menudo no lo había logrado. Él era persona corriente, le dijo a ella, y siempre lo sería, un marcador del promedio humano sin ninguna facilidad para las lenguas (Su-Tea se desenvolvía en seis), sin su ojo para los colores, ni su paciencia con los niños. Se dedicaba a arreglar motores pequeños de gasolina y disfrutaba haciéndolo; y, aunque no creía que hubiera muchos motorores pequeños de gasolina en aquellas estepas, sabía que dondequiera que hubiera vida humana habría siempre acero, caucho, cables, tuercas y tornillos. También dijo que nunca se divorciaría de ella, pero que, si ella deseaba casara otra vez en América, no le importaría, lo entendería.
      Desaparecida por fin su angustia-dolor, Su-Tea seguía entristecida por todo ello, por una vida que había sido sencilla, enriquecida únicamente por el trabajo bien hecho, el crecimiento de los hijos y las cosas que una mente llena de vida podía hacer a medida que envejecía.
      Y, sin embargo, ahí estaba, desnuda entre jóvenes. Se habían realizado promesas, concluido arreglos. Pronto esos niños estarían cavando la tierra, limpiando retretes o paseando perros estadounidenses. Serían repartidores de comida, sacrificadores de pollos o se pasarían los días sacando paletadas de basura de unos productos que ni siquiera se habían inventado cuando Su-Tea era pequeña. Uno de los muchachos era bueno con los números, y no había lugar en el mundo donde no se valorara semejante habilidad. Otro era capaz de tocar muchos instrumentos musicales, incluidos algunos de los eléctricos que introducen insectos permanentes en los oídos de los mayores, y esperaba que alguien se diera cuenta pronto de que ese otro, a su lado mismo, con lo que parecía una nariz rota por un amante amable , alguien se diera cuenta de que era un actor, que era divertidísimo imitando voces y personajes de acuerdo —y eso era lo más importante— con el gusto estadounidense. Era capaz de arrugar la cara y convertirse en Harrison Ford o mirar burlonamente como un sinzonte y ser Sean Penny.
      Y, sin embargo, ella, ¿qué podía decir de sí misma? Se encontraba con un estadounidense de los de aquí no se fía que le estaba lavando la espalda (cosa que no le importaba: sus manos eran suaves y en absoluto impertinentes) y que intentaba tramar algún modo de estar a solas con ella en alguna parte para solazarse con su sabiduría y empaparse en las balsámicas corrientes de su temperamento. Sus ideas, sus necesidades no eran en absoluto únicas, puesto que Su-Tea veía que seis, quizá ocho muchachos se movían bajo las duchas intentando lavarse y esconder una erección al mismo tiempo.
      Debo de ser increíble, pensó Su-Tea, mejor que las películas, aunque hemos hecho un camino tan largo y durante tanto tiempo que seguramente estos muchachos intentarían penetrar una amapola si no supieran que se les desharía encima. Se preguntó con sinceridad por los seductores secretos que su carne aún le escondía a ella misma, aunque lo que deseaba en ese momento era sencillamente sentir a alguien detrás de ella, sentir unos brazos rodeándola y apretándola tan fuerte que ella tuviera que inclinarse un poquito hacia adelante. Unas comodidades de lo más humildes.
      En una de esas veces, Su-Tea («como intelectual», pensó, sin que estuviera necesariamente sometida a intercambio la integridad de su condición de mujer) deseó que fuera aceptable que ella ofreciera sus entrañas a cambio de que la vida sonriera un poco más a esos muchachos, de que sus solitarios futuros no fueran ni la mitad de solitarios de lo que lo habrían sido en su tierrra, donde habrían tenido que enfrentarse a todas las preguntas del valor elevado y la valía feliz que les habrían dirigido las diversas hermanas. Se habrían convertido en mentirosos, mientras que en ese momento se encontraban inmersos en la verdad, la verdad humana, todas las verdades musculares de las nalgas y los genitales y las satisfacciones silenciosas.
      Su-Tea distinguió en un rincón a dos muchachos aliviándose mutuamente con las manos, sin duda el más solitario de todos los elogios posibles y, ahí, inclinado contra la pared, solo, estaba el hombre que había sido dueño de diez periódicos, mientras con la mano se limitaba a escribir la historia de su cuerpo, una historia contada utilizando palabras de distancia y todas las frases de los libros de fotos pornográficas que significaban: «Hola, ¿cómo estás? ¿Va todo bien?»
      Se apartó del hombre que la estaba lavando, el hombre que no se había desvestido, por lo que supuso que obedecía la ley en algún punto, y cuya mano con el anillo resbalaba a causa del jabón y hacía que sus nalgas se movieran. Entonces Su-Tea se puso a cantar, y su sedosa cadencia sonó como unas cuerdas de plata en el espeso vaho de la sala de duchas, una voz de dulzura e integridad que mitigaba el triste imperativo de toda esa satisfacción solitaria.
      Cantó canciones infantiles sobre animales traviesos y gigantes forzudos en cuyas mejillas brillaba polvo de oro. Los tritones y los pescadores se escabulleron por el resbaladizo suelo en unas letras que todos los muchachos conocían, unas armonías cristalinas oídas a sus madres. Su-Tea chilló como un guacamayo y silbó como un escabarajo del hielo. Logró que todo el mundo sonriera e incluso un camionero estadounidense, sorprendido al principio por el extraño grupo de la ducha, y en no menor medida por la presencia en él de una mujer, y que ni siquiera podía entender las palabras de Su-Tea, se echó a reír, al igual que los muchachos, cuya risa se hizo más valiosa en la medida en que los transportaba hasta lugares de sombras definidas o brillantes soles o al sibilante susurro de las gotas que se elevan de la superficie agitada de un lago. No eran las sonrisas habituales que habían esbozado durante semanas y semanas, las sonrisas ante la desgracia ajena, las dificultuades del señor Yol, las sonrisas por una gran tragedia que los estadounidenses había sufrido antes de que el grupo de Su-Tea tuviera tiempo de ensuciarse los pies con tierra norteamericana (había sido en algún puerto, en un lugar cálido que necesitaba negocios, un puerto limpio donde a Su-Tea le sorprendió que la mayoría de estibadores fueran mujeres). Habían sonreído en ese lugar no ante lo indecible recién cometido por esos muchachos árabes, sino porque por una vez se enteraban de un horror que no había golpeado a ninguno de ellos. Nada de entierros secretos, ninguna desaparición repentina de un tío, una hermana o un primo se convertiría, al respecto, en una historia silenciada. De modo que habían sonreído ante un dolor no visitado y esperaron que los estadounidenses supieran que la tristeza era un cachorro regordete que siempre se escabullía. Sin embargo, ninguna de todas aquellas sonrisas habían sido, como las de ahí y ese momento, canciones de una guardería, exquisiteces, pensó Su-Tea, para esos viajeros que tenían que abrir las latas de comida con los dientes y bajar de un barco con los ojos tapados con harapos como si fueran ciegos de tanto tiempo que habían pasado sin ver el sol.
      El muchacho actor se le acercó cuando empezaba la tercera canción y se unió a ella, la cara mojada, quizá de la ducha, aunque podían haber sido lágrimas. Sí, se convenció de que eran lágrimas, aunque oyó al señor Yol tras ella diciendo:
      —Diantre, ya estoy condenado.
      Su-Tea no creyó que lo estuviera. Tenía que ser tan implacable transgrediendo sus porpias leyes como lo eran otros hombres aplicándolas. Todos habían jugado a esa especie de juego, un juego muy serio, porque todos los jefes intentaban fingir que no jugaban a ningún juego. Había que tener contentos a los jefes, sobre eso no cabía discusión alguna.
      Lo había visto cuando el Muchacho de las Espinillas colocó mal algo en Guatemala, algo muy querido, un gato que había llevado escondido dentro de los pantalones. Uno de los Hombres Pagados lo vio sacar y volver a meterse el gato entre la ropa. Entonces el Hombre Pagado había golpeado el gato, lo había matado a golpes sin sacárselo de los pantalones, y el animal había provocado graves heridas en las partes íntimas del Muchacho de las Espinillas. Entonces el Muchacho de las Espinillas había dejado de hablar y, poco después, de comer. Abandonaron su cuerpo en un coche aparcado en algún lugar de México. Fue la única pérdida que habían tenido, aunque les dijeron que podían tener muchas, quizá todos ellos y que no había seguros en esa clase de viaje. La única familia que el Distinguido Abastecedor de Distancias recordaba que había pedido una devolución de los gastos (su hija, alegó la familia, había sido abandonada para que muriera de hambre en una montaña que incluso los satélites tenían aún que fotografiar), pues bien, esa familia había sido liquidada en el acto, así que era mejor saber todo cuanto se jugaba en este juego de la libertad. Podía no ser lo que uno creía.
      Cuando se acabaron las duchas, el señor Yol y Buddy les dieron ropas nuevas, aunque sólo eran camisetas de tamaño XXX-L, camisetas con un divertido «Jordan manda» estampado en la parte de delante, eso y la cara de un negro.
      La furgoneta estaba entonces en la parte de atrás del edificio, y el señor Yol los sacó por una puerta trasera. Muy lejos sobre el llano, un pedazo de alba había sido colocado encima del horizonte, una simple rodaja de otro día más.
      Aunque el señor Yol le dijo a Su-Tea:
      —Tú no.
      Y la agarró del brazo y se alejaron de la furgoneta entre los oscuros valles de todos los camiones cuyos retumbantes motores daban protección y sueño a los conductores.
      Se detuvieron y Su-Tea esperó verse quitada la camiseta nueva, examinada y olida, colocada en posición y penetrada, cosas que no serían exactamente mal recibidas, porque ya era hora que en su caso todo el mundo girara y gruñera y diera a luz un nuevo mundo donde todas las cosas viejas, pero especialmente la Categoría de Ser Perfecta (como la entendían las mujeres de su tierra), se trastocaran y diera lugar a la aparición de un cambio tan descorazonadoramente rápido que sabía tendría que cambiar de nombre. Uno de sus maestros de cuando era pequeña, un lector de muchas cosas extranjeras, había sugerido Tiffany, que sonaba un poco perezoso y untuoso, en absoluto la clase de persona que Su-Tea pensaba que deseaba ser. Sin embargo, su marido, que había comprado un listín telefónico de un lugar llamado Fort Worth, dijo que le gustaba Ethel. Su-Tea pensó que lo soportaría, aunque sólo fuera porque su marido también había dicho: «Si tuviera que ponerme a hablar de ti como si estuvieras muerta, me sentiría cómodo con ese nombre».
      Sin embargo, el señor Yol no le quitó la camiseta. Cuando dirigió la mirada hacia él esperando que la besara o golpeara, se impresionó al ver que por su cara corrían lágrimas, lágrimas de verdad y no lágrimas que podían ser de la ducha. Sabía que los hombres estadounidenses no son aficionados a llorar, por lo que concluyó que ella había hecho algo terrible, un error sobre la gran montaña del ser de ese hombre. Se preguntó si debía decir a toda prisa que quería que la enterraran como Ethel para que su marido pudiera recordar una verdad.
      Sin embargo, el señor Yol no le pegó. No le quitó la camiseta ni empezó a hacer preparativos para el uso viril. Le susurró (no había dado cuenta de lo grave que era su voz, como si se hubiera metido corriendo en una cueva y empezara a sentir miedo en la oscuridad) que era una mujer hermosa, que su hermosura procedía de una clase de historia que él nunca había sido lo bastante listo para estudiar —huesos viejos, castillos y ruinas divididos por la guerra, que era como una mujer del cine, una presencia deslumbrante del tamaño de toda la oscuridad circundante, y que si quería casarse con él, ¿se casaría? No tenía que hacerlo, no era parte del trato, pero si aceptaba, él haría cosas diferentes con su vida para que ella se sintiera cómoda y orgullosa de él.
      Su-Tea, descalza y con los pies doloridos por las piedras del aparcamiento, y que en absoluto se engañaba respecto al encaprichamiento de un hombre por una mujer que no tenía hogar, posesiones, dinero, apenas ropa, le dijo que podía hacerlo si él necesitaba de verdad que ella lo hiciera, que su marido semanas y semanas atrás le había dado permiso para inaugurar otra vida y ver qué permanecía y que elegía salir volando con los halcones a la más mínima brisa. Sí, decidió, sería mejor que limpiar cuartos de baño en un hotel, o ir a otra escuela para aprender a hacer cosas que quizá ya no haría falta hacer cuando hubiera aprendido a hacerlas; pero no estaba segura, le dijo por fin, de qué se suponía que tenía que hacer una mujer en ese país, que tenía que ser complicado por lo que había oído.
      —Ni siquiera sé —dijo mirándose la camiseta— qué es lo que manda Jordan.
      Él se echó a reír y dijo:
      —Bueno, eso creo que lo sabes.
      Su-Tea se alegró entonces por ella, una sensación que le parecía que había alejado de sí un millar años atrás, e incluso se alegró de poder ir ya sentada sobre cojines en la parte de delante de la furgoneta, entre el señor Yol y el hombre llamado Rata.

©  G. K. Wuori 2004
© de la traducción, Juan Gabriel López Guix.
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
BIO

gk wouriG. K. Wuori

Los cuentos y poemas de han aparecido en revistas como Prairie Schooner, The Gettysburg Review, Other Voices, The Missouri Review, New York Stories, Flaunt, Carve y The Barcelona Review (véase número 13). Ha ganado el premio Pushcart y publicado una colección de relatos, Nude in the Tub, y una novela, An American Outrage, ambas obras en la editorial Algonquin Books of Chapel Hill. Vive en Sycamore (Illinois), en una casa de ocho aguas.
Web: www.gkwuori.com
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BIO:
Juan Gabriel López Guix

Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés, francés y catalán. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Lewis Carroll, Douglas Coupland, Arnold I. Davidson, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Saunders, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 2003, 4ª ed.). gabriel.lopez@uab.es

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marzo - abril  n° 41

Narrativa

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