índex català enero - febrero n° 46 |
SECOS
Salitre y caolín. Salmuera. Eran días secos para todos, unos más, otros no tanto, pero a la hora del té a todos nos tocaba tasar la saliva, sentir la garganta como si acabáramos de almorzar un sancocho de cemento, una volquetada de arena, tres platos de estofado de yeso. Salazón, sequeral, resolana, secos y con sed. Abríamos la llave del lavamanos para escuchar el eco imaginario de un esbelto chorro que hacía años había dejado de gotear. Y cuando el sol armaba su bravata de destellos de dorado serial, nos sentíamos desfallecer, piff, piff, piff, pues la frente, las axilas, las palmas de las manos, se nos amelcochaban en barro, en arcilla, en un pastoso mazacote que pronto se volvía polvo nerítico, tierra arrasada. La piel se nos quebraba en nervaduras amarillas como el cadáver de una hoja. Los labios partidos, la lengua resquebrajada, tiesa. No había limonada, no encontrábamos nunca un jugo de mora, pasábamos horas tratando de recordar a qué sabía el batido de curuba, la cerveza helada en un vaso escarchado. Hasta esos peces gordos que vivían en la ladera norte sufrían la vergüenza de la inutilidad de su dinero frente a la dureza del Estatuto Orgánico de la Sequía. Y en eso, al menos, nos sentíamos todavía unidos, una nación democrática. La misma sed para todos. El estado actual de las cosas, la debacle de estos días áridos, no fue producto repentino de los caprichos de la naturaleza, o consecuencia de las rápidas jugadas de algún funcionario público. Más bien tendríamos que reconocer que fue culpa de la sociedad en plenaria, el conjunto unitario que formábamos nosotros en intersección con nuestra abulia, pues supimos lo que estaba ocurriendo y no quisimos intervenir, no quisimos torpedear el destino que nos habían recetado los tambores del sintoísmo (para utilizar un giro diplomático y no manchar las batas blancas de los funcionarios de Planeación Nacional, sintoístas todos ellos). Sólo ahora, cuando de verdad las posibilidades de acción son microscópicas, una pura pelusa, sólo ahora se han logrado organizar focos de resistencia más simbólicos que reales. Grupos de dos o tres muchachos que financian de su propio bolsillo volantes para que a los demás, por cuenta de la sed, no se nos olvide la historia reciente. Los vemos parados en las esquinas, aburridos, resignados a esta labor de docencia que se auto-impusieron para purgar las culpas de sus padres. No sonríen, no hay por qué, no dan las gracias a aquél que recibe su volante, no abren la boca, no protestan ni siquiera cuando los Comandos B-Free los detienen por alterar la circulación peatonal. En bovina mansedumbre se dejan conducir al camión antimotines. Reaparecen una semana después igual de pálidos, hieráticos, desgarbados, con las manos untadas de tinta, ceremoniosos a su estilo funerario, y nos pasan un volante en cualquier esquina. Con dibujos animados nos refrescan la memoria, nos cuentan de nuevo los días de la Reelección, cuando se filtraron los rumores acerca de un posible armisticio de comercio que abriría a la República las puertas de una época de luz sin cuartel. Por doquier se escuchaban entonces lemas optimistas: "Cambio de Raíz", "Modernismo Social Para Todos", "Sinergia en Pro de la Vida", "Pan, Electricidad y Neón en cada hogar". Otros refrescan la premonición del "El Otoño del Zinc", cuando se vaticinó que un día se llevarían el mar. Otros, más directos, se limitan a dibujar un cuadro sinóptico donde un gordo monumental con camiseta del Banco Mundial se baña con las pequeñas gotas de agua que nos simbolizan a nosotros mismos. Y eso es todo cuanto nos queda a modo de resistencia: los muchachos desvanecidos, su carne traslúcida, sus volantes manchados. Bueno, y también el saboteo semanal al poliducto por donde fluye el agua para la Federación de Naciones. Bueno, y también las mafias que con motobomba y carrotanques perforan de vez en cuando el tubo para apropiarse de nimios litros que luego cambian por sexo, por whizz, por libros aromáticos. Ah, y también El Salumbre y sus payasos y sus mítines de campaña presidencial. No es mucho, bien mirado, pero tampoco es poco, si pensamos que lo demás es sólo sed y sobaquina, un frasco de formol, treinta años de Reelecciones sin fisuras. De El Salumbre se acuñaban muchas frases todos los días: "Es una tilapia con smoking blanco", "Fue presentador del Show de las Estrellas", "Es el anciano Jorge Barón con su sempiterno smoking blanco y la Cruz de Boyacá en el pecho". "Fue una rémora que pedía entusiasmo a sus públicos de tierra caliente". Igual, ya no hay tierra caliente; si no hay agua, ¿cómo podría? De hecho pocos memoriosos conservan todavía una imagen desteñida de los montajes que hizo en los noventas y el primer decenio del dos mil, esas concentraciones multitudinarias para presentar a Los Diablitos, El Rey del Despecho, El Charrito Negro, Las Hermanitas Calle, Vicky, y así. Lo cierto es que El Salumbre se eclipsó de repente; se cubrió de oscuridad, nunca volvió su caravana de la alegría, se deshizo su retrato en la memoria de la gente en un fugaz y vistoso puntilleo de lucecitas neonadas. Desde luego quedan algunos arqueólogos que presumen de saber en dónde se refugió durante estos veinte años y a qué se dedicó con tanto sigilo de ácaro. Dicen que empezó por ovillarse en la pregunta de si él mismo no sería el dios del que escuchaba hablar todos los días, esa divinidad que representaban en algunas iglesias con la forma de una mano, ese mismo que en otros templos preferían no representar sino solamente adorar en cánticos y alharaquientas orgías de sanación, imposición de manos, lavatorio de lepras, treponemas y culpas. A tono con los maestros, se dejó crecer la barba dicen, vistió harapos, hedía su cuerpo a humanidad compacta tras meses sin baño, pasaba el arrume de los días y las calles como un replicante con el circuito veintidós averiado. Hasta que una tarde, bajo un sol neblinoso, se sentó a la orilla de la estatua de Francisco de Paula Santander en el parque que lleva su nombre. Aseguran que esa tarde trascendió en su tercer ojo. Y de súbito, una caravana de gurús en forma de escarabajos le gritó su verdadero nombre: El Barón del Salumbre, El Salumbre a secas. Con el primer rayo del nuevo sol, emprendió una dura travesía al desierto de la Tatacoa. En cada parada de su camino, en Melgar, en El Espinal, en Aipe, en Villavieja, iba recogiendo provisiones y niños de once a quince años que sorprendía distraídos chupando una barra de caña helada o jugando con réplicas en paja y caucho de llanta de Scum Raider, Pix Valerio y Max Still. Y aquí se acababan las noticias. Desfilaron rápido otros días, y El Salumbre volvió a hacerse público en el Chorro de Quevedo, antes de que se consumara la cuarta Reelección. Venía escoltado por cuatro cordones de seguridad que formaban cincuenta niños enfundados en sayos de vinipel amarillo cromo. El resto del tumulto lo conformaba una cohorte de doscientos payasos, tres docenas de enanos, unas cuantas contorsionistas barbadas y una banda sinfónica de mutilados. Barahúnda. Cohetes arroceros. Matas de marihuana. Bombas de primera comunión. Festones. Granadas. Morteros. Fusiles. Bikinis de lentejuelas. Almojábanas. Gallina criolla. Tamales. Envueltos. Chanfaina. Aguardiente. Cerveza. Chicha. ¡Balita pa mi gente! gritaba por un megáfono El Salumbre, y disparaba una ráfaga hacia los cielos ¡Eeeentusiasmoooo! ¡Presidenciable! ¡Elecciones! ¡Acuáticooooo! Llenura estomacal, eructos, indicios de beodez. Y la multitud se acercaba con recelo, inseguros del escándalo y el colorido, temerosos de que en cualquier momento irrumpieron las fuerzas de seguridad para disolver la manifestación. Baile. Vómito. Trifulcas. Machete. Ratataataata. Pero las Reelecciones se sucedieron en seguidilla inatajable, como una hemorragia interna que se eleva al cuadrado en espirales sinuosas. Un solo presidente se había eternizado en el gesto de preocupación: la mano frotando la barbilla, la mirada triste rebuscando en unas distancias intergalácticas, anclada en el recuerdo de una tragedia de juventud; digamos un joven Werther de cuarenta y ocho años. Y en medio del aburrimiento homogéneo que nos tapizaba la piel, un cura de barrio se atrevió a sermonear que se había negociado el caudal del Atrato para exportación a la Federación de Naciones. De ser un secreto señoritero que todos conocíamos pasó a ser un puntiagudo asombro en alaridos: ¿Cómo? ¡Imposible! ¡Quién lo creyera! ¡No puede ser! ¡Hasta dónde estamos llegando!, ¡Es que por eso es que estamos como estamos, por gente así...! La verdad es que por esos tiempos ya estaban funcionando las hidrofactorías del Negro, el Vichada, el Orinoco y el Meta, y millones de litros por minuto se empacaban en enormes balones de poliuretano superexpandex con destino a Hangzhou, Tianjin, y Jinan. Muy pronto las selvas del Chocó se infestaron de técnicos orientales, chinos puntillosos de overol anaranjado, y en cosa de mes, mes y medio, soldaron las distintas secciones de la bocatoma del poliducto a Shangai. Para la inauguración se desternilló el primer saboteo de El Salumbre. ¡Nacional e internacional! se escuchó la voz nasal de El Salumbre a través de su megáfono cuadrafónico, y a la carrera los payasos coparon los puntos estratégicos, dejando en cada uno de ellos un paquete de totes. ¡Sensacional! Redoble de membráfonos, velas romanas, baile de enanos, muecas de las contorsionistas, y ¡PUM: el platillo fuerte del noticiero! "Esta tarde, en inmediaciones de la bocatoma del poliducto en la ensenada de Utría, se presentó una violenta explosión. Mientras se llevaban a cabo los actos de inauguración oficial de las obras, un tumulto circense que seguía las órdenes de El Salumbre encendió un castillo de volcanes y otros artificios pirotécnicos en una torre de soporte del poliducto, ocasionando el colapso inmediato de la estructura y la muerte instantánea de cuarenta y cinco obreros desprevenidos. Las fuerzas de seguridad iniciaron la investigación". Y después de la noticia, la captura de Tuerquita el encantador payaso que se preciaba de ser el brazo derecho de El Salumbre en un lupanar de Quibdó, bajo una luz roja casi naranja, un coro de botellas de cerveza y un penetrante olor a creolina. Fue levantado de las axilas mientras entonaba una cadena de alaridos desesperados, la misma desesperación del cerdo que sabe lo que le espera en la máquina de embutidos; manoteo, carreras, griterío, polvareda, puterío: ¡YO NO FUI! ¡YO NO FUI! ¡YO NO FUI! ¡YO NO SOY! ¡YO NO ERA! Vocinglería superflua que en nada torcía el fugaz accionar de los Comandos B-Free, mientras lo iban arrastrando de los pies a un cubículo de conciliación voluntaria. Sujeción en correas marrones, un par de sopapos, un caldo de raíz, y el místico payaso empezaría a reventar los misterios, a espolvorear la metafísica trascendental de El Salumbre a través del oráculo del embudo a presión: Agua de tilo y quinoquino por el recto, electrizante lavado intestinal salpimentado con impulsos de picana. Total que Tuerquita, dándoselas de Pablo de Tarso, aflojó hasta el esfínter de la dignidad intestinal: El Salumbre es el Ictiosaurio, el pez originario encarnado, el avatar que nos revive nuestro origen. Toma la forma de un atún milenario para abofetearnos con la verdad de nuestra ascendencia primaria. Tras cientos de millones de años, el Ictiosaurio usurpó un cuerpo humano para convidarnos de nuevo al océano y realizar cuanto antes la hidro-salvación, volver al origen, ser originales de verdad. Por eso, para poder aliviar sus branquias, El Salumbre permanece doce horas continuas en una tina, sumergido en la deliciosa compañía de un cardumen de neones y bailarinas, acariciando la coraza de sus caracoles, flotando entre líquenes y lotos, extasiado en suprema meditación acuática. Por la autopista plateada que le traza su hipocampo, El Salumbre, es decir Nuestra Huella, Nuestro Horizonte, viaja interminable por las venas de Poseidón, nada con obstinación humilde, nada desinteresado. No nos queda otra alternativa que aceptar sus palabras, sus instrucciones, como quien degusta con lujuria una bocanada de aire para seguir disfrutando la continuidad de la vida. El Salumbre nos insufla la razón de ser. Sin El Salumbre todo se vuelve pesadumbre, rocío de engrudos sintéticos. ¡Viva el agua socialista! ¡Vida eterna para El Salumbre! Solamente que esto no marcaba ninguna pista de sus ambiciones presidenciales, esa gula que mostraba El Salumbre por ocupar el sillón del Reelecto. Y entonces los Comandos B-Free debían insistirle a Tuerquita el tratamiento rectal con el tilo y el quinoquino. Cantaba claro con los primeros chorros del lavado: La presidencia es incidental, sólo para retomar el control sobre las aguas. No más sequía, un baño digital para todos cada día. ¡Viva el agua! De manera que no tardó en duplicarse la vigilancia al poliducto y agravarse el racionamiento del agua, suerte de doctrina del Talión que la Federación de Naciones torció a su capricho: me cobraré por litro cada centímetro cúbico que me derrames. Nuestra sequía se afianzó, pues, en tanto que florecía el negocio de las mafias del carrotanque ilegal: una felatio con almíbar de albaricoque, diez mililitros; un sesenta y nueve de media hora: doce mililitros; un coito estándar con tres posiciones, quince mililitros; un cilindro de whizz, medio litro de agua; y en la punta del curubito, los libros aromáticos: "Mundo Sencillo" de Lu Yao, dos litros y medio, "Otoño de Disturbios" de Liu Yumin, tres mil doscientos mililitros. Cada día, como dejando las instrucciones para bailar una mazurca en honor del Reelecto, aparecía en las calles el cadáver de un seguidor de El Salumbre; en su frente, el sticker fosforescente con un código de barras y el mensaje institucional: "¡Por sapo! ¡Muerte al Salumbre!". No teníamos saliva para chasquear la lengua y decir: "¡Bah, fruslerías!". No había agua. Nos sofocábamos, en tanto que los seguidores de El Salumbre empezaron a hacerse etéreos, anónimos, nocturnos. Pululaban ahora como repitiendo la historia de los Decembristas, los nihilistas, los Bolcheviques. Por las noches se veían correr cubiertos por una sábana, a falta de capa, descalzos, saltando de andén a andén a toda carrera. Luego la explosión y el panfleto justificando la voladura de una caseta de vigilancia o de un armario de conmutadores: "Volvamos al mar. Recojamos nuestros pasos. Retomemos nuestro origen. Dejemos atrás la era de la comunicación celular y el aislamiento del ser en los cubículos de oficina abierta. Vivamos en armonía con el reino marino. No más latas de atún. No más bagre en salsa. No más róbalo a la plancha. Respetemos la fauna de los mares. No nos comamos a nosotros mismos. Acerquémonos al destello marino, El Salumbre nos ruega". Y la reacción, nuevas redadas de madrugada en los inquilinatos del Centro. Disparos, stickers, disparos. Detenido un centenar de sospechosos con aletas y snorkel. Más cadáveres de zapateros inocuos con advertencias institucionales en la frente: "Por sapo. ¡Muerte a El Salumbre!" Y así habría continuado la vida en esta desértica región del Sector Cuatro durante otros cincuenta años, círculo perfecto en eterno retorno, pero, luego de distintos análisis con matriz de desviación estándar, los cerebros en conserva de la Federación de Naciones desvertebraron el polinomio que jugaba El Salumbre con la fórmula que nunca falla: el amor, una gélida añagaza. En efecto, lo de El Salumbre y La Beluga fue un amorío puro, si los hay, que cumplió con todos los requisitos que exigen nuestros juglares modernos: instantáneo, profundo, genitalidad al quince por ciento en volumen, de trágico final por fallas de comunicación, caída de la red, palmaria incompatibilidad de caracteres, error cíclico de datos en el buffer. La emboscada se templó de las puntas cuando las autoridades trajeron a La Beluga para conmemorar otro aniversario de la incertidumbre: el cumpleaños número setecientos veintitrés de la fundación de esta ciudad. Instalaron una carpa gigantesca en la Plaza de Bolívar, crearon adentro un mar de los polos, neblinoso, bañado en luces de añil paramuno; montaron en la mitad de ese océano helado una cama king size de puro hielo para que se tendiera el pez. Después, tapizaron las paredes con carteles fosforescentes que ofrecían la novedad mediante el gancho promocional de dos niños con una boleta, y de seis de la mañana a doce de la noche no hubo más que romerías, una fila perpetua de curiosos y un asfixiante tropel de vendedores ambulantes: mazorca al carbón, pinchos de proteína ZB-356, boli-boli en polvo, la réplica de La Beluga en poliamida licrada. Poco a poco fue cuajando la fe de que La Beluga curaba el acné juvenil y aliviaba la dismenorrea, potenciaba los chances en el bingo, traía familiares perdidos, ahuyentaba los vecinos ruidosos, multiplicaba los pesos y dividía las penas. Gentío al cubo, pues, en la fila de acceso a la carpa. Turba bullanguera. Y entre la montonera sedienta, camuflados con batas de inyectores o soldadores, varias escuadras de agentes que aguardaban la visita de El Salumbre. Apostaban a que se presentaría aquí tarde o temprano para hacer otra de sus manifestaciones dicharacheras; las horas estaban contadas, sólo hacía falta permanecer con los ojos bien abiertos. El Salumbre, por su parte, cortando la hipotenusa ideológica de las cosas de la Federación de Naciones, también calculaba que lo estarían esperando miles de agentes adentro y afuera de la carpa del espectáculo. De manera que se resistía a hacerse presente en el lugar, y en simetría con la estrategia de los Comandos B-Free, enviaba a sus payasos enfundados en batas de inyectores y soldadores, con la intención de levantar un mapa de riesgos exacto y redondear así, en milímetros cuadrados, el modo más seguro de seguir los dictados de su corazón. Tira y afloje. Inteligencia y contrainteligencia. Rigor. Insomnio forzoso. Y así, hasta la quinta semana de arrollador éxito de taquilla, cuando El Salumbre aprovechó la hora de cierre de la carpa para ejecutar el acto clásico del medioevo: el rapto de la amada. Explosiones de totes en cada uno de los puntos cardinales. Payasos, la banda de mutilados tocando a pleno pulmón sus trombones, las cornetas, azotando con vigor los redoblantes, liberando en el aire los cohetes, repartiendo vasos de chicha a dos y tres manos; lo habitual. Y el retumbar apocalíptico de una grúa telescópica, operada por El Salumbre mismo, avanzando a toda velocidad por la Carrera Octava. ¡Y qué grúa! ¡Apoteósica! ¡Estridente! ¡Con un brazo oscilante que ni soñado para demolición! ¡Con una preciosa chimenea que llenaba de ACPM quemado una cuadra a la redonda! Franqueza a la carta, posiciones copadas, precisión, show de luces, cambio de luces, y el megáfono, omnipotente: ¡Colofón del corazón! ¡Enamoramiento terminaaaal! ¡Nacional e internacional! Levantó la carpa con una justa maniobra del brazo oscilante, y por medio de las fugaces intervenciones de las contorsionistas, arneses, cadenería en duraluminio, nudos ciegos y ganchos pistolock, en un santiamén levitaba la Beluga a lo largo de la Carrera Octava, ante los ojos desconcertados de los Comandos B-Free camuflados de obreros. Su desconcierto, desde luego, era fingido, parte de la treta en que se engarzaba más y más El Salumbre con una inocencia protuberantemente desagradable en alguien de sus años y su experiencia. Un par de disparos al aire para asustar a los cobardes. Sirenas de ambulancias ululando por las calles adyacentes. Llovizna. Conclusión silente, secos otra vez, caminando con la cabeza gacha bajo las luces de mercurio que nos caían desde los postes. En la clandestinidad de Flandes, Tolima, se enfebreció el romance de El Salumbre. Nunca se le vio tan emperifollado de mente, tan acucioso por cubrir de besos y caricias el lomo de la Beluga, por vendarle los ojos y recorrerle sus extensiones con una pluma de faisán o un cubito de hielo, como había visto que hacían una vez en una película erótica de Adrian Lyne. Delicuescía El Salumbre en una voracidad de deseos. Turgencia desde que despertaba hasta que conciliaba el sueño nuevamente, y aun en el sueño, nuevos embates concupiscentes, prolongadas faenas de sudor, gemidos, desfallecimientos. Su miembro no quería ceder. Día tras día, pues, lo terrible de unas espesas poluciones involuntarias; o según, voluntarias, inducidas a presión. Pero, en definitiva, El Salumbre no había podido consumar el acto con la difícil Beluga. En medio de sus temblores de frustración venérea, El Salumbre estaba ya casi dispuesto a jurar que era frígida, polar, seca de raíz. Llevado por el mal consejo del desgobierno seminal, esta noche quería incluso arriesgarse al uso de la fuerza: la brutalización con aceite de eneldo. Imposible más ceguera, más taponamiento, más nulidad, más cerrazón mental en El Salumbre, inconcebible además, pues su amada era simplemente un caballo de Troya diseñado en Hangzhou para sofocar de una buena vez la disputa de las aguas, el desorden pirotécnico y sus aspiraciones presidenciales. Así que, mientras El Salumbre se preparaba para el asalto carnal, frotando su miembro con gotas del oloroso aceite, uno a uno fueron saliendo de la Beluga los agentes de seguridad, y lo demás fue lo de menos, como rápido trámite del magnetismo de Mesmer. A la semana siguiente, gracias a los evanescentes muchachos de la volantería, atinamos a enterarnos del desenlace incierto. Por una cara, los papeles mostraban un plano cartesiano en que se describía la escurrida de El Salumbre por un sifón cercano antes de que los Comandos B-Free lograran echarle el guante; se hizo anguila de cañería, busca todavía el mar. Por el reverso, los volantes traían la captura de un falso Salumbre con el pudendo enhiesto; se dejó salar, es un bagre seco. Así que a veces, cuando nos da sed, cuando nos consume la sed, recordamos esta fábula y alcanzamos a estirar una sonrisa. Luego nos ponemos la chaqueta, decimos que ya volvemos y salimos a la calle en fila india. La verdad, en días erosionados como éstos, nos coge una pensadera caliente, nos da por pensar que estamos secos, que tenemos el cerebro como un coco marchito. Y seguimos así, biodiversos, caminando en fila india, silbando bajito, directo por este camino que nos lleva a un bar de mala muerte donde aprovechamos una oferta de dos por uno y el tercero gratis, y por si fuera poco, quinientos de mezcal superexpandex para matar las amibas. |
© Alex Ariel Acevedo
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BIO: Alex Ariel Acevedo (Bogotá, 1970). Estudió filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Asimismo pasó por las aulas del Taller de Escritores de la Universidad Central. Ha sido galardonado con el segundo Puesto en el Concurso Nacional de Cuento, Líbano (1993), por el relato "Julio El Coyote y los Delirios del Kas-Bop", con el Primer Puesto en el Concurso Nacional de Cuento, Cartagena (1994) por el relato "Perdiciones", y con la Mención de Honor en el Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá por el relato "Casa A La Deriva". Conserva inéditos tres libros de cuentos, Casa A La Deriva, La Feria del Cinabrio y Prensa de Sentimientos Globulares y la novela Roxana y Las Vibraciones del Sagrado Corazón. Esta es su primera presentación a nivel internacional. |
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