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índex català     enero - febrero  n° 46

Epílogo
Teresa Álvarez

 

Comenzó a pasear por la orilla del río. Estaba nervioso, no sabía si Lucía vendría.

No se habían visto desde hacía cinco años. Después de una noche de pesadillas, una llamada telefónica en la madrugada, una voz suave, largos momentos de silencio ¿Sabes quién soy? Imágenes, recuerdos...una habitación con las ventanas abiertas y cortinas blancas flotando hacia la noche. – Sí, un suspiro... ¿Cómo estás? ¿Te acuerdas todavía?, todavía...

Todo había acabado tan rápido, un sollozo en el teléfono, unas breves palabras de disculpa y después nada. No había tenido el coraje de mirarla a los ojos, pensó que era más fácil así. Lucía lloraba en la distancia. El corazón, de repente, una piedra pesada en el pecho, las manos temblando, la vida que se escapaba de pronto.

Lucía se acordaba de los edificios que tenían ojos, de las paredes que palpitaban y de él, que la cogía de la mano mientras parecían caminar en un sueño. Días y noches mezclados. El tiempo que se estiraba y se ensanchaba, sin límites en cada instante. Y después toda esa lasitud, esa terrible linealidad opaca. Esa insoportable losa en la espalda.

Recordaba también su primera despedida. No podía parar de llorar mientras sentía sus besos mojados en la cara – No llores, no llores, chica linda, nos vamos a volver a ver, no va a ser tan difícil. Lo oía en la lejanía como un murmullo que repetía una fórmula ritual o un encantamiento. En las escaleras aún se oía el ruido de la fiesta en la que habían estado hacía unos minutos, acababa de amanecer, recordaba que el sol entraba a chorros por la ventana del salón y que todo había sido mágico. Había estado sentada con él durante horas, hablando y riendo mientras bebían cerveza. Lucía sentía las lágrimas calientes que se renovaban. Tenía que regresar a su país y de repente aquella atmósfera especial se convertía en algo ya perdido, inalcanzable, que aún en el presente reciente pasaba a formar parte del pasado. Aquella escena acababa de quedar fijada detrás de esas escaleras, intocable. Mientras ella lloraba apoyada en los buzones de la entrada, la fiesta que continuaba a escasos metros formaba ya parte del recuerdo. Él también recordaba cómo la había abrazado y le decía – venga, mi chica, hay que ser valiente-, cómo la cogió de la mano y cómo la madrugada fresca de junio penetró en sus mentes creando una agradable sensación de vacío.

Atardecía detrás de la cúpula de la Grève. Las nubes se enganchaban en el cobre verdoso y se iban volviendo rojas. El sol ya se había ido y estaba solo. Pensó que se había arrepentido sin duda, sintió una extraña amargura y una tristeza desconocida, le hubiera gustado tanto poder volver a ver su mirada de adolescente conmovida, comprobar si todavía su espíritu seguía desprendiendo esa energía cálida y reconfortante que tanto bien le hizo en el pasado... Se levantó y enfiló por la orilla de la Garonne de vuelta a casa. Todo había sido un espejismo, ella nunca querría volver a verlo. Sin embargo no dejaba de sentir que la historia todavía no había terminado.

Comenzó a caminar en la calma perfecta de la noche, al entrar en su calle y oír sus pasos desnudos en la acera tuvo un mal presagio. Comenzaba a dolerle la cabeza y se sentía un poco mareado. Levantó la mirada y le pareció ver una sombra en su portal, se asustó. La sombra permanecía medio iluminada por la farola de la esquina. Se paró en seco y la figura salió a la luz. –Hola- le dijo- ¿ya no me esperabas, no?

Sintió una sacudida, era Lucía sin duda, pero a la vez no lo era, estaba irreconocible. Llevaba unas botas altas de tacón, una falda de vuelo negra y una especie de camiseta de gasa que dejaba ver sus hombros. Sonreía y parecía satisfecha, pero le despertaba una sensación de ahogo. Ella avanzó unos pasos marcando sus pisadas con los tacones. – Bienvenido a tu casa- murmuró con voz ambigua.

Él avanzó despacio sintiendo como se le tensaban los músculos de la espalda. – He venido a matarte- dijo ella sin perder la sonrisa, apoyando la mano en el hombro de su oponente. Él no la pudo creer, sintió que se caía y esbozó una sonrisa desconcertada. Tenía ganas de salir corriendo pero ella no le dejó. Con su mirada lo atrapó, lo incitó a seguirla. Él alargó la mano y acarició su cuello y su rostro, intentando atraerla hacia sí, murmurando su nombre. Creyó que Lucía le sonreía con ese brillo infantil que recordaba en su mirada, pero enseguida descubrió una expresión felina. Le rozó los labios con las yemas de los dedos deseándola con fuerza. Ella abrió la boca y le hizo sentir una humedad caliente e intensa. Intentó retroceder, pero sus pies no le obedecieron, se aproximó más hasta sentir la energía hiriente que desprendía su cuerpo. – Llévame arriba- le susurró al oído. Él saco las llaves y abrió el portal.- Harías bien en despedirte- dijo ella mientras miraba hacia la calle. Pero no la escuchó e intentó desabrocharle el botón de la falda. Cuando la puerta se cerró, la empujo contra la pared y le levantó la falda hasta la cintura, ciñéndose a su cuerpo con urgencia. – Espera- lo detuvo- mejor arriba. Obedeció al instante y la dejó pasar escaleras arriba. –Dame la llave- le ordenó-. Le cedió el manojo y ella abrió la puerta sin dificultad.

–Adelante- le dijo con aire solemne. Al atravesar la puerta, sintió otra vez el miedo que le pinchaba el corazón. Entró al piso y se sintió perdido. Lucía se quitó el sujetador y se acercó con mirada decidida. Al tocar su piel, lo acechó un peligro inminente, pero el deseo lo dominó, y la siguió hasta la cama. Lo desnudó quitándole primero los pantalones y llevando su boca hacia su sexo excitado. Él sintió una sensación húmeda y caliente mientras su cabeza parecía viajar a un mundo mejor. Al cabo de un momento ella paró y se desnudó ceremoniosamente. Se quitó la falda y la couloutte y lució una blancura resplandeciente ante aquellos ojos perdidos. Se sentó sobre su sexo y se dejó penetrar con una convulsión. De pronto él sintió la suavidad elástica de sus medias rodeándole el cuello, se sorprendió pero no pudo parar ni desprenderse. Ella empezó a apretar alrededor de su cuello mientras su amante se sofocaba y perdía la respiración. No podía hablar. Lucía vio cómo se le escapaban las lágrimas mientras intentaba suplicarle perdón. Su mirada se dulcificó y por un instante dejó de apretar. Ya no respiraba, la presión de su cuerpo había cedido casi por completo. Se levantó, recogió sus cosas, se vistió rápidamente y descendió las escaleras. Al salir a la calle Lucía sintió la brisa nocturna refrescándole la cara, sonrió y comenzó a caminar con calma hacia la Garonne dejando que el aire de la noche la invadiese y vaciara su cabeza.
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© Teresa Álvarez 2005
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AlvarezBIO: Teresa Álvarez nació en Zaragoza en 1974, es licenciada en Filología Hispánica y Francesa, y actualmente está preparando un DEA sobre relatos orales africanos. Ha trabajado como profesora de español en el Lycée Montaigne en París y actualmente vive en Zaragoza donde es profesora de Francés en un centro de enseñanzas medias. Ha publicado algunos relatos en revistas universitarias y escrito varios artículos de opinión en revistas locales relacionadas con temas de solidaridad. Ha viajado a África y a Cuba como cooperante y es voluntaria en la Comisión de Solidaridad de un distrito zaragozano

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enero - febrero  n° 46

Narrativa

Alejandro Tellería: Ana y los diez
Alex Ariel Acevedo: Secos
Teresa Álvarez: Epílogo

Palabras del Oficio

Concha García: Poesía en la Patagonia

Poesía

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