Los Sellos
Cheryl Y. Brundage
Para el pueblo
de Riobaixo, como en muchos pueblos gallegos, los años cincuenta eran tiempos oscuros. Se
decía que durante los inviernos hacía más frío, que no paraba de llover en todo el
año, que muchos hombres jóvenes no poseían más que una camisa y un par de pantalones,
que estarían bien gastados si hubiera trabajo. Pero como no había, emigraban, a veces
impulsados por nada más que un amigo que subía al barco y el sol brillante que se
reflejaba en las olas.
Benxamín Rios Touxo fue uno de muchos. Contaba veinticinco años, tres de ellos casados,
y tenía ya dos chiquillos. "Lo hice por ti, mi amor, por los nenos", afirmó en
una carta que escribió a su mujer y que llegó unas semanas después.
Nuria, en cambio, leyó sus propósitos detalladamente, con aire de resignación y una
leve sonrisa. "Quiero hacer algo por ti, por mis peques, que tienen los ojos más
bonitos del mundo, que salen chispas igual que los tuyos. Merecéis mucho más que la
choza fría y húmeda de tu padre, pero en el pueblo no tuve oportunidad para daros más.
En Nueva York se puede hacer cualquier cosa---escribir, hacer música, vender
"
Nuria sonrió, y tuvo que hacer un esfuerzo para seguir leyendo. Ya había oído muchas de
estas ilusiones de él, que en España parecían que nunca iban a convertirse en realidad.
Le gustó mucho más la descripción de Nueva York. "Cuando vengas, voy a llevarte al
Empire State Building. Es como si estuvieras ya en el cielo, encima del mundo, con todas
las luces y los humanos abajo. Un día, o mejor una noche con todo iluminado, lo verás.
En la próxima carta te enviaré una tarjeta postal, y si Dios quiere, algo de
dinero."
Ya veremos, pensó Nuria. Para Nuria, la pobreza se había convertido en un huésped
grosero que no se marchaba. Bueno, la realidad es que muy pocos del pueblo conocían otra
cosa, aunque era triste caer en el viejo refrán de "mal de muchos, consuelos de
tontos."
Al leer las cartas de Benxamín, sentía tristeza. Sí, ella quería ver Nueva York.
Quería ver cualquier lugar fuera del pueblo, con o sin Benxamín. Antes de conocerle a
él, su vida carecía de sentido. Nunca le había hecho ilusión estar en casa, ayudando a
su madre y a su tía, fregando la casa, limpiando la baba a los bebés, colgando ropa. No
sabía cómo lo iba a lograr, pero de alguna forma, de joven imaginaba que se alejaría de
todo lo común y corriente.
Todo cambió cuando los ojos oscuros de Benxamín encontraron los luminosos de ella, el
único rasgo atractivo que ella poseía, bajo unos cabellos lisos, castaños, sin forma y
brillos, todo dentro de un cuerpo que ella veía como muy torpe. También a ella le
gustaba la voz de Benxamín, viva y llena de risas, y le gustaba más todavía que no
siempre fuera chistosa. Como cuando él hablaba en serio y parecía que sus palabras daban
forma a sus ideas vagas de libertad.
Cuánto había cambiado todo, pensó Nuria. O tal vez, nada cambiaría, a pesar de la
distancia. Hacía un año, aproximadamente, que ella casi siempre estaba enfadada con él.
Si pudiera escribirle, le diría: "No es porque te fuiste. Ni siquiera es por el
dinero que te llevaste. Es sobre todo porque no me llevaste contigo." Antes de
casarse, ella creía que juntos, podrían vencerlo todo. Pero después llegaron los niños
y era como si ella se convirtiese en una carga agobiante, juzgando por el aburrimiento de
él y su estado casi continuo de mal humor.
Pero Nuria no le pudo escribir a Benxamín. Él había dicho que cambiaría pronto de
casa, que pronto le enviaría la nueva dirección y algo de dinero. Que sea así,
pensó.
Pasaron años. Muchos años. Llegó la democracia. Riobaixo, poco a poco, dejó las
sombras del aislamiento. Las carreteras salían como venas, trayendo a viajantes,
comerciantes, y maestros al pueblo. Llevaron a los hijos de Nuria, primero a la
universidad, y luego a puestos de trabajo en el extranjero. Durante la década de los
ochenta, también llegaban muchos emigrantes gallegos de vuelta. Algunos venían con una
fortuna, o por lo menos con lo suficiente para comprar una casa de aldea. Otros volvían
más pobres que cuando habían salido.
Nuria, mayor de cincuenta años y jubilada de los negocios familiares que había llevado,
al principio con timidez y después con éxito, empezó a salir también del pueblo.
Viajó a Francia y a Italia a ver a sus hijos y nietos. Y un día decidió ir más lejos.
Un día se marchó a Nueva York.
No puede haber una ciudad en el mundo diferente más diferente a Riobaixo que Nueva
York, pensó Nuria al llegar. Al principio, el sinfín de calles le daba miedo, y se
sentía empequeñecida en las sombras de los rascacielos. Es increíble que los hombres
hayan borrado todo rasgo de la naturaleza por tantos kilómetros. Parece mentira que una
vez existieran árboles, flores, algo verde que no fuera cemento o cristal.
¿Pero vine en parte por eso, no es cierto? El viaje había empezado con una limpieza
de casa, con el descubrimiento de una tarjeta postal del Empire State Building que le
había enviado Benxamín. A pesar de estar arrugada y amarillenta con los años, con las
letras de él y las formas de los sellos apenas perceptibles, algo en la tarjeta le
transportó a otro tiempo, a unas ilusiones tan olvidadas que ya no parecían suyas. Su
decepción cuando llegaban una semana, dos, luego seis semanas sin llegarle una carta. Su
rabia cuando dejaron ya de llegar. El deseo de salir de su pueblo, al que sentía haber
sido sacrificado por culpa de él. Y más que nada, las ganas que tenía de subir a lo
más alto del mundo y tocar las estrellas.
Y por eso se encontraba dentro del laberinto de Nueva York. Tuvo una semana para visitar
la isla famosa de Ellis, la Estatua de la Libertad y unos museos. Tanto lo peor como lo
mejor dejaba para el final. Buscar activamente a su marido le parecía lo peor, ya que con
el paso de los días, estaba menos dispuesta a dedicar su tiempo limitado en Nueva York a
su búsqueda. Total, ¿para qué? Sí, tenía curiosidad por saber que había sido de él,
como los años habían alterado su cuerpo fuerte y dinámico, su pelo negro y abundante,
el ritmo de su risa, ya que ella no recordaba su sonido. Pero si lo encontrara, ¿qué le
diría? ¿Qué sentiría? Después de tanto tiempo, espero que absolutamente nada,
pensó Nuria.
En el avión ya había pensado como iba a buscarlo. Se imaginó andando por las calles de
Nueva York, un cartel grande con las palabras SE BUSCA BENXAMÍN RIOS TOUJO, y se rió.
Más discreto sería un collar que pensaba fabricar, con su foto pegada, ¿pero para qué?
No quería llamar la atención, aunque al llegar a las calles de Nueva York y fijarse en
la variedad de vestir y los estilos de pelo, desde las mujeres hindúes en vestidos
dorados, hasta los adolescentes que llevaban el pelo amontonado y afilado, como cuchillos
saliendo de la cabeza, concluyó que el collar no habría extrañado a nadie. Pensó en
acercarse al Consulado de España, pero no le agradó la idea de pasar su tiempo limitado
tratando con burro-craticos (como ella los llamaba), que podrían contestarle mal, dar
muchas vueltas al tema, y al final no proporcionarle la información que buscaba.
Finalmente, optó por buscar la dirección puesta en la carta, para ver la zona donde
había vivido él. Con suerte, se habrá marchado a otra parte. Cuanto más
lejos, mejor.
Con el paso de los días, Nuria se sentía a gusto con su exploración de la ciudad, con
las multitudes de gentes, los quioscos y esquinas con más recuerdos, ropa, joyas falsas y
otras baratijas que había visto en su vida. Le gustaba la energía del movimiento
constante de humanos, los sonidos de tantas palabras en idiomas desconocidos. Sabía que
no tenía nada que ver, pero le recordaba al sonido y de la corriente del río de su
pueblo. Tenía la sensación de estar flotando dentro de una burbuja segura y agradable.
Se olvidaba de Benxamín y de las circunstancias que le habían impulsado a hacer el
viaje. Hasta se compró un recuerdo, algo raro para ella: un bolso enorme con el Empire
State y Nueva York escritos encima. Tal vez por todo ello, casi saltó al darse cuenta de
que alguien le hablaba.
"Maam? ¿Señora?"
Nuria miró al policía con aprehensión. Ni se había percatado de la presencia de él.
¿Con tanta libertad, había hecho algo malo?
"Perdón, señora. No se asuste." Habló con un acento raro, pero todos los que
hablaban el español en Nueva York tenían acentos raros.
"Se le cayó esta tarjeta," dijo, pasándole el papel gastado.
"Gracias," respondió Nuria. Iba a añadir "señor", pero el chico era
menor que su hijo. "Mira
es que quería saber donde queda esta calle. Sé que
está en este barrio, en Brooklyn."
El policía examinó el papel. "Wow. Que viejo está el papel. Pues
sí, conozco
esta calle. No queda muy lejos. Aunque no es exactamente una zona muy bonita para hacer
turismo, que digamos."
"No importa. Es por curiosidad más que otra cosa. Es de
de un familiar que
desapareció hace mucho tiempo. Es la última dirección que tenemos de él."
El policía miró el papel detalladamente. "¿Cómo se llama el señor? ¿Ben-ja-men,
con equis? ¿Cuál es el apellido?"
"Tiene dos. Rios Touxo."
"¿Touxo
escrito también con equis?"
"Así es
" contestó Nuria. Se le aceleraba el corazón. "¿Cómo lo
acertó?"
"Pues, es que viví en esta zona por unos años, en varios apartamentos diferentes,
hasta que me casé y fuimos a vivir en los suburbios. Pero en uno había un manager con
este nombre y apellido. Me llamó la atención ya que pocos apellidos llevan equis."
"Ah, pues
qué casualidad
"
"Creo que él sigue en el mismo sitio. Si quiere, yo le puedo acompañar allá. No
estoy trabajando ahorita."
"¿Está lejos?"
"Hay que ir por el subway, andar unas cuadras
será veinte minutos, por
ahí."
Nuria no sabía si realmente deseaba ver a Benxamín, pero tal coincidencia era demasiada
como para poder rechazarla. Aceptó.
"Sabía que él era español, pero nunca habló de su familia," comentó el
policía mientras viajaban en el subway.
"No tenía mucha," Nuria contestó. "Yo soy lo único que le
queda
o eso creo. Dígame
¿qué sabe usted de él?"
"Muy poco," respondió el policía. "Arregla cosas en el edificio y vive
allí. No tuve problema con él. Tampoco nos hemos tratado mucho."
Llegaron a unos apartamentos de varios pisos, grises, feos, y totalmente corrientes. El
policía le abrió la puerta de una oficina. En el cartel se leía "OPEN", pero
no se encontraba nadie. Encima del escritorio, figuraba un rótulo con las palabras: Mr.
Benjamin R. Touxo.
"Puede esperarlo acá," dijo el policía. "A lo mejor salió un ratito
nomás. Yo me tengo que ir."
"Muchísimas gracias por todo. Muy amable," dijo Nuria. Le vio marchar y sintió
ansiedad de quedarse sola, a pesar de todos los años que ya lo había estado. No podía
estar quieta. Anduvo por el salón como un animal enjaulado. Los sonidos estrepitosos,
despiadados del reloj le aceleraban más. Miró los papeles encima de la mesa. Estaban
todos en inglés. Tiró de un cajón y miró detalladamente el contenido. Entre los
materiales de oficina encontró un papelito viejito con el nombre y dirección de ella,
unas cartas recientes de muchas partes del mundo, todas con remitentes con nombres de
mujeres, y finalmente, un rollo gordo de sellos, cada uno luciendo la bandera americana.
Pensó en las cartas que escribió ella y de las que nunca recibió respuesta. Pensó
también en los años que había trabajado sin descansar. Del tiempo que había pasado
encerrada en su casa, cocinando, limpiando
. De los chiquillos que, durante quién
sabe cuántas lluvias, rabiaban contra todo y todos, menos contra el fantasma de su padre.
De mil ilusiones de su juventud, que ahora surgían y subían como una fiebre en ella,
todo gracias a la tarjeta postal desgastada que llevaba en el bolso.
Se quedó mirando los sellos. Tenía el deseo de destrozarlos. Después pensó en pegarlos
por todas las paredes. No
me quitaría tiempo. No quiero dedicar más tiempo a
esto. Este hombre ya me ha quitado muchos años. Y en este momento sabía lo que iba a
hacer.
Abrió el bolso y empezó a moverse, rápida, con determinación. No tenía mucho tiempo
que perder, ya que mañana saldría para España y todavía no había ido al Empire
State.
De camino a casa, a Benxamín le llamó la atención una mujer que iba por el otro lado de
la calle. No la vio muy bien, pero algo de su vestir o en su forma de andar le recordó de
las mujeres mayores de su pueblo. Pero no podía ser. Esta mujer iba de prisa, casi como
una americana, y llevaba un gran bolso muy llamativo y cursi. Quién sabe, pensó. Será
fantasma, o una actriz saliendo de una obra de teatro. En Nueva York se
ve de todo.
Normalmente volvía Benxamín antes a la casa, pero los viernes llegaba después de
tomar algo con otros inmigrantes. Algunos de los inmigrantes eran españoles, pero ninguno
de su pueblo ni de los alrededores. Los pocos que habían llegado a la ciudad de su pueblo
ya se habían marchado hace muchos años, huyendo a los suburbios, a otras partes del
estado, o de Nueva Jersey. Hacía muchos años que perdió contacto con todos y todo de
Riobaixo. Ya no pensó en el pueblo. De vez en cuando, en medio de tanto cemento,
cristales, y ruido, echaba de menos los árboles y el susurro tranquilo del río, pero
apenas recordaba a su mujer y a sus hijos.
En cambio le gustaba escribir a sus amigas de correspondencia, cosa que solía hacer al
llegar a casa. Las tenía repartidas por todo el mundo. A él le daba gusto que ellas lo
imaginasen como a un caballero americano adinerado.
Él sabía que ya no era joven, pero tampoco se veía con los sesenta años que
aparentaba, con su pelo canoso y los pasos cada vez más pesados. Ya no sentía
culpabilidad ni remordimientos, como antes cuando había pensado que tal vez se hubiera
equivocado al subirse al barco. Con los años, los acontecimientos de su vida ya eran tan
inevitables como el viento, la nieve, la lluvia y el calor. Y como las estaciones, él,
que antes huía de las ataduras y de la rutina, ya tenía un horario y un rumbo bastante
regulares. De vicios y despistes contaba pocos, entre ellos la mala costumbre de olvidarse
con frecuencia de cambiar el cartel de la oficina de OPEN a CLOSED, y cerrarla con llave
al salir.
Llegó a su apartamento con ganas de pasar de la oficina a su dormitorio detrás y meterse
en cama de inmediato. Pero al encender la luz de la oficina, descubrió una cosa
rarísima. La superficie de su escritorio ya no contenía papeles. Asomaba un cajón que,
estaba seguro, había dejado cerrado. Corrió al escritorio, tiró del cajón y vio que
estaba sin papeles, lápices, bolís
todo, incluso los sellos que iba a pegar a las
cartas a las amadas habían desaparecido. Miró por el suelo, por el pasillo, por la
puerta. "¡Qué coño
!" fue lo único que se le ocurrió decir.
En la parte más alta del Empire State, notó Nuria que le dolían los pies. Estaba
cansada y se sentía torpe. No era tanto por la pesadez de su cuerpo, sino por el bolso
cargado de las posesiones de Benxamín. De repente le entró un gran disgusto. ¿Qué le
había pasado? ¿Por qué se había llevado todo eso? Debería volver. Para
disculparme, tal vez. Pero según lo pensaba, se le iba subiendo la furia a la
garganta, como un vómito. No. No lo quiero volver a ver. Tampoco puedo aguantar ya sus
pertenencias ni un segundo más.
Se acercó a una papelera. Abrió el bolso y tiró una por una cada cosa del escritorio de
Benxamín: los lápices, las gomas, los papeles, los peines, etc. Con cada movimiento se
iba sintiendo mejor. Al encontrar los sellos, los cogió con suavidad, tocando el lado
suave, el lado pegajoso, sus bordes ondulados y bruscos, pero al final los depositó
también en la basura, junto con la tarjeta y la carta que había traído desde Riobaixo.
Nuria respiró hondo. Hacía calor. Seguramente el aire está muy contaminado,
pensó. Pero no importa. Una brisa le acarició el pelo. Ella tenía la sensación
de no pesar nada, de estar flotando sobre una multitud de luces. De estar suspendida en el
tiempo, sin saber ni importarle donde estaba, ni dónde ni cómo había llegado.
|