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índex català      marzo - abril 2006   n° 52
Algo sobre una nota de papel
Luis Antonio Sotelo

Era una noche de invierno, una ola de viento polar había conseguido colarse, solo Dios sabe como, hasta la ciudad de México; hacía más frío que nunca.

Refugiados del frío bajo dos frazadas, se encontraban el señor y la señora Pérez, mirando desde el sillón una película en su televisor nuevo. El señor Pérez se levantó de su lugar y fue a la cocina, llenó un vaso con leche y sacó unas orejas de la bolsa de pan; fue de regreso al sillón y empezó a comer.

En otro sillón, estaba su hijo de diecisiete años, Esteban. Eran alrededor de las doce de la noche y la película estaba lenta. El señor Pérez dio unos tosidos despacio, luego se levantó y corrió a prender la luz, se apoyó en la pared intentando jalar aire por la boca, en seguida se puso morado, tanto que las venas de la cara se le saltaron todas. Esteban se levantó y corriendo fue en el auxilio, desesperado le pegaba en la espalda tratando de hacer que reaccionara, el señor Pérez cayó desplomado en el piso. Con todas sus fuerzas lo levantó, —si no estuviera tan gordo podría hacerle la maniobra de rescate 911—pensó Esteban, en un breve segundo. El Sr. Pérez ya estaba muerto.

La señora Pérez gritaba desesperada, y cómo no, si su hermana murió en un tiroteo, su mamá de cáncer y su hermano había sido asesinado recientemente en un asalto; demasiadas muertes para la señora Pérez. Lloraba y jadeaba, se tiraba de los pelos, pataleaba. Esteban fue con ella, —"tranquila mamá, tranquila"—, pero ella no hizo caso. Luego su corazón se aceleró a tal grado, que sintió una ráfaga eléctrica recorriendo toda su estructura ósea.

Fue así que en una noche de invierno, del año dos mil seis, alrededor de las doce de la noche; Esteban perdió a su padre y a su madre.

Se levantó con calma y fue hacia la cocina, se tiró un vaso de agua en la cara, luego se secó y fue al teléfono. De su agenda buscó el número de un amigo:

Para no despertar a su familia le marco a su celular, luego de cuatro tonos contestó:

— Qué pedo, guey, no mames, qué pinches horas de hablar, ya estaba yo bien jetón—
— Discúlpame, nada más te quiero hacer una pregunta…Cuando se muere alguien dentro de tu casa, ¿qué haces? ¿Llamar al hospital? No creo, para que si ya está muerto, a la policía pues tampoco, fue muerte natural, a la funeraria igual y ¿sino? ¿No tienes el número de una funeraria? Es que, chale, nunca se me había muerto nadie, bueno, nada más el Boxter pero pus era un perro, entonces no hubo que hablarle a nadie. Ya sé, le voy a hablar a…

—No chingues, guey— interrumpió Juan—. No estés jugando con eso, cómo me despiertas para decirme esas estupideces.
— No son estupideces, es en serio, se acaban de morir mis papás.
Luego de un momento en silencio Juan dijo: ¿…en serio? ...No inventes, Esteban… ¿cómo se murieron?
— Uno se atragantó y a la otra le dio un infarto.
— No… manches… Esteban, no te desesperes, le hablo a la policía y voy para tu casa.

Mientras esperaba a Juan, arrancó un pedazo de papel de una libreta, busco un lápiz y escribió algo que le vino a la mente. A los quince minutos se escuchó el ruido de la sirena de una ambulancia en toda la cuadra, Esteban fue a abrirles la puerta. Al entrar fueron a revisar los cuerpos, dos policías iban con ellos, se sorprendieron al ver a Esteban tranquilo en el sillón mirándolo todo, con una calma sepulcral. "Sí, éste está muerto, también ella está muerta." —dijeron los paramédicos.

A los cinco minutos llego Juan, acompañado de su hermana y sus padres, corrió y abrazó a Esteban
— ¿Cómo estas?
— Bien, tienen que hacer las averiguaciones, entonces, que me dan los cuerpos hasta mañana, les digo que yo no quiero los cuerpos, pero a fuerza me los tienen que dar, dicen que si no, van a dar a la fosa común, a mí no me importa, pero pues ya no sé, igual y mis tíos los quieren enterrar, yo prefiero quemarlos, para no gastar en lo del panteón y todas esas cosas.
— ¿Pero tú cómo estas?
— Me da hueva nomás de pensar en hablarle a mis tíos, ya ves como son de mamones, yo creo que ni les voy a hablar, total yo no los quiero, los querían mis papás pero pues ya están muertos, entonces para qué les hablo, o ¿tú qué dices?
— No, cómo crees, les tienes que avisar para que estén en el entierro, préstame la agenda y que mi mamá les hable.
— Está ahí a lado del teléfono.

Entonces la madre de Juan se puso a llamar a todos los números, preguntando si eran familiares; dando la noticia y el pésame…

En lo que transcurría esto, los cuerpos ya habían sido retirados de la casa y fueron llevados a la delegación para hacer las autopsias.

Luego de dar indicaciones a Esteban y a los padres de Juan, los policías se retiraron. Poco a poco fueron llegando familiares y amigos de los muertos a la casa. Todos entraban y corrían a abrazarlo, y lloraban en su hombro, y le decían cosas que él hacía todo lo posible por no escuchar. Luego se metieron las mujeres a la cocina a preparar café, y todos lloraban y hablaban, y preguntaban a Esteban cómo había sido, tuvo que contar la historia tantas veces que quedó harto. Cuando la casa estuvo llena le dijo a Juan:

— Oye, te pido un favor
— Claro, lo que quieras.
Vamos a tu casa, ya no soporto más a todos estos.

Se fueron a casa de Juan y durmieron los dos. A la mañana siguiente se dirigieron a la delegación. Como era de esperar, Esteban no tuvo ningún problema en comprobar que habían sido unas muertes naturales, así que los cuerpos fueron entregados a la familia, que se encargó de todos los gastos del velorio y el entierro.

El velorio fue la cosa más aburrida que había soportado. Le rezaron los nueve rosarios, él no creía en los rezos. Llevaron a un Sacerdote, odiaba a los sacerdotes. Cantaron, no le gustaba cantar. Sirvieron café y galletitas, ni siquiera el café le gustaba. No pudo salir ni para comer, todos sus tíos habían consentido en llevarle un pequeño almuerzo.

Se hizo el entierro y por fin pudo irse, no le dejaron ir a su casa, y la mejor opción fue la siempre puesta casa de Juan, en la que se quedó a dormir los siguientes dos días.

Al tercer día después del entierro, se dio la lectura del testamento, acudieron él y sus tíos, primero del padre y después de la madre. Esteban lo heredó todo, la casa de dos pisos, los dos carros, los ahorros de la vida de ambos, todos los bienes, los seguros de vida… heredó todo.

Tuvo que vivir tres meses en casa de su tío, el hermano mayor de su difunto padre. Era un verdadero imbécil, pensaba Esteban. Pero los tres meses pasaron rápido y con su mayoría de edad, pudo tomar posesión de la herencia, así que, a pesar de las suplicas e invitaciones de su tío por quedarse en la casa, el día de su cumpleaños se fue.

Vivía ahora Esteban con todo lujo, como jamás se había imaginado. Se ensimismó tanto, que no quería hablar ni ver a nadie, ni a Juan ni a sus tíos. Su vida se limitaba a estar encerrado en su casa, leyendo y viendo películas, era la vida que siempre había deseado.

En vísperas de navidad de nuevo le marco su tío, le marcaba incesantemente todas las semanas, también iban a tocar su puerta múltiples familiares, pero nunca atendía a ellos. Harto, fue al teléfono y contestó.

— ¡Diga!
— Esteban, hijo, ¿por qué no contestas? Todo mundo te está buscando, ¿te pasa algo?, ¿estás triste?, ¿qué pasa?...
— Pasa que me tienen harto.
Colgó el teléfono bruscamente y no volvió a contestar.

Buscó un abogado que le ayudo a vender todo, la casa, los carros, no guardó nada.

Se fue de viaje a recorrer el mundo, Europa, Asia, Sur y Centroamérica…
Cuando estuvo por acabarse el dinero, regresó a México y compró un pequeño departamento en un barrio de la colonia Naucalpan. Junto a él vivían dos mujeres estudiantes de universidad.

Se tiró al alcohol y a las prostitutas, no hacía nada más, ni tenía el más mínimo deseo de interacción humana (salvo las ya mencionadas). Las jóvenes de junto, interesadas en su "excentricidad", lo buscaban, le pasaban recados por debajo de la puerta, le dejaban comida, etc. Nunca les hizo caso.

Una mañana al ir por la calle, encontró tirado en la banqueta un gato recién nacido, la madre y hermanos yacían muertos, embarrados en el asfalto, un impulso lo llevó a cargar al gato y llevarlo a su departamento.

Poco a poco se encariñaron ambos, uno de otro, a pesar que no logró encontrarle un nombre, él parecía entenderle siempre.

Cuando se acabó el dinero por completo, tuvo que buscar trabajo, al poco tiempo encontró uno como acomodador en un supermercado, entraba a las siete y salía a las cinco, se iba directo a casa ansioso de jugar con su gato.

Un día, al abrir la puerta, encontró al gato en el piso, muerto, inexplicablemente muerto. No se había golpeado, ni atragantado, ni envenenado, tan solo estaba muerto.

Levantó al gato, lo puso en una caja de zapatos, fue a un llano y lo enterró, sobre del sepulcro colocó un montículo de piedras, con una flor amarilla y pequeña.

Al llegar a su casa, se vio decidido.

Tomó una cuerda y se colgó del tuvo del baño. Estuvo ahí por casi un mes, hasta que sus vecinas percibieron el olor y consiguieron abrir.

Un vagabundo pasaba por el llano y vio el montículo de piedras, sobre el cual estaba, escrito a lápiz en un pedazo de hoja de cuaderno:

"La vida es solamente un susurro en el viento."

Después de leerlo, dijo para sus adentros:

— ¿Quién perderá su tiempo escribiendo estas mamadas?

© Luis Antonio Sotelo Rodríguez de San Miguel 2006

Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
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Carné: Luis Antonio Sotelo Rodríguez de San Miguel. 20 años de edad cumplidos, estudiante de Antropología Social en la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa. Radica en México D.F.

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