El señor de la guerra
Miguel Esquirol Ríos
El Señor de
la Guerra estaba enfermo, su vientre hinchado como el de un animal salvaje lo había
dejado recluido en su propia cama, cuyas sábanas, aunque eran cambiadas varias veces al
día, siempre despedían un maloliente vaho. Detrás de las puertas del palacio del
cacique, una explanada infértil reflejaba los rayos del sol. Sobre la tierra seca y
cuarteada, cuerpos humanos del último enfrentamiento se iban desecando poco a poco. La
sequedad del desierto y el calor no permitían que los cuerpos de pudrieran, y sólo
algunos, si los peligrosos policías dejaban a la familia acercarse, serían enterrados en
tierra santa. Cien metros después de la explanada comenzaba el primero de innumerables
barrios construidos con materiales de desecho, en ellos la gente se arrastraba sin nada
que hacer, sólo intentando huir del calor, del agotamiento, de la desesperanza. Los
niños nacían con hambre, las mujeres de pechos desinflados casi ya no recordaban a sus
maridos, que habían sido reclutados para las infinitas batallas.
Pero el Señor de la Guerra ya no pensaba en batallas, ni en su pueblo, ni siquiera en sus
riquezas. El tumor que empezaba a devorarlo por dentro le arrancaba tantos gritos de
agonía que ni la morfina ni otros sedantes podían tranquilizarlo. Su energía poco a
poco fue menguando. Su sucesor, desde la puerta de la habitación, meditaba en silencio.
Había vivido a la sombra de aquel hombre demasiados años, temiéndolo y en el fondo
admirándolo, y ahora no era otra cosa que el débil cuerpo maloliente de un moribundo,
por primera vez el Señor de la Guerra era inofensivo. Cerró la puerta detrás de sí y
se dirigió al despacho principal para empezar a organizar el funeral, mientras revisaba
sus nuevas posesiones.
Cuando abrió los ojos cansados el Señor de la Guerra se encontró en una barcaza de
madera pútrida, avanzando por las aguas espesas de un riachuelo. Al otro lado de la
barcaza, un anciano remaba en silencio, concentrado quizás en los recuerdos de otras
épocas sin tantas guerras.
¿Donde me encuentro? preguntó, acostumbrado a que la gente temblara al
oír su voz. El anciano rió con una voz de cuervo, una risa hecha de toses y de
corrientes frías de aire.
¿No reconoces el lugar?
No respondió, molesto por la familiaridad con la que lo trataba. Estaba
sobre un río dentro de una oscura caverna, el agua bajo la lancha se elevaba en
espumarajos rabiosos. El anciano volvió a reírse.
Estás muerto
¿Qué? No puede ser. Le ordeno que me regrese de dónde me recogió.
Donde lo recogí sólo hay un cuerpo que ya empieza a apestar.
¿Dónde vamos?
¿No lo sabe? Hace unas semanas el Señor de la Guerra había ofrecido a los
dioses un importante sacrificio. Los sacerdotes, seres viciosos y corruptos, cada vez
pedían más para mantener al pueblo tranquilo con promesas de vida eterna. ¿Al
cielo? La respuesta fue primero una carcajada que terminó convertida en un ataque
de tos, después el anciano se giró para mirar al Señor de la Guerra. Al ver que le
hablaba en serio quitó el semblante irónico del rostro y se alzó de hombros.
Cada uno cree en lo que quiere. Ya llegamos a nuestro destino.
Se encontraban en la parte más profunda de la cueva. Habían atracado en un banco de
arena, la oscuridad no permitía ver nada más allá. El anciano le entregó una antorcha
que encendió con una yesca humeante y le indicó que siguiera su camino.
¿Adónde me dirijo?
Ya lo sabrá.
El Señor de la Guerra, resignado, tomó la antorcha y descubrió un pasaje que subía.
Caminó largo tiempo sin saber si iba bien. Sus piernas empezaban a resentirse y se
sentía cansado, como si saliera de una larga enfermedad. Un soplo de viento apagó la
antorcha pero vio luz al final del pasadizo.
Cuando descorrió la puerta que bloqueaba la salida se encontró saliendo por otra puerta
angosta. Afuera hacía un calor endemoniado, seres que parecían humanos se arrastraban
por el suelo o se refugiaban con las manos sobre el rostro. Altas figuras armadas de
trinches los empujaban, los golpeaban. El suelo era una capa de barro maloliente y todo
tenía un aire de pesadilla. Empezó a caminar entre aquella gente lamentándose de su
suerte cuando se puso delante suyo uno de aquellos vigilantes. Era alto y tenía la piel
brillante de sudor. Un gesto de odio y repugnancia cruzaba su rostro. Con el reverso del
trinche golpeó al Señor de la Guerra en el vientre, en el mismo lugar donde antes había
tenido el tumor, tirándolo al suelo. Una voz profunda, como surgida de las tinieblas
salió de la boca de aquel ser.
Levántese, que llegarán tarde al funeral del Señor de la Guerra.
Una multitud de cuerpos famélicos se encontraban frente al palacio. Una carroza negra con
un cuerpo que ya empezaba a apestar pasó a su costado. Esa noche volvió al poblado con
hambre y sed.
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