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índex català      marzo - abril 2006   n° 52
VERSOS Y RENGLONES
Teresa Domingo Català

Héctor Sanabria vivía en un motel llamado La Libélula desde que cumplió los veintidós años. Recién licenciado, pensando tomar el mundo por montera, inició sus pinitos como periodista en un periódico de tirada nacional. Allí se encargó de la página de esquelas y sepelios y poco a poco fue ascendiendo hasta llegar a redactar algunas noticias culturales. De la página de los muertos a la página de las ficciones transcurrieron unos diez años, años de trabajo mal pagado y sonadas borracheras, con las que se ganó el mote de "el Litrona" y el aplauso secreto del director del suplemento de cultura, que era otro borrachín.

Entre copa y copa Héctor y el director comentaban las novedades editoriales, los estrenos teatrales y cinematográficos, los nuevos talentos y los resultados de algunos concursos literarios, sobre todo los más prestigiosos y también los más apetecibles económicamente hablando, porque el dinero junto con el prestigio, y eso Héctor lo tenía muy claro, era el máximo aliciente a la hora de coger un bolígrafo, o a la hora de teclear en el ordenador.

Héctor escribía desde niño. A los siete u ocho años se esmeraba con las redacciones del colegio y los maestros solían corresponder a su tesón con puntuaciones de notable y sobresaliente. Más adelante, empezó a escribir poemas, imitando los romances de García Lorca y el estilo de Miguel Hernández, y un año ganó el primer premio en su instituto, en la modalidad de poesía. Su madre, una mujer casi analfabeta, celebraba los pequeños éxitos de su hijo como si cada vez que ganaba un premio u obtenía una calificación alta le hubieran concedido el mismísimo Nobel.

Cuando llegó el momento de elegir carrera universitaria —y sobre el hecho de estudiar una carrera Héctor no tuvo ninguna duda— dudó entre Ciencias de la Información y Filología Hispánica. La primera le podía abrir las puertas del mundo periodístico y la segunda le dotaba de herramientas importantes como futuro filólogo. Al final, quien decidió fue su madre. "Siendo periodista podrás conocer a los grandes escritores", le repetía sin cesar. Sin cesar y sin saber que los grandes escritores, o mejor dicho, los escritores reconocidos, no iban a perder el tiempo con un aspirante más o menos mediocre que ganaba premios en el instituto. Y no por soberbia o por humos más o menos cargados, sino porque, como es natural, cada uno se relaciona con los de su clase y condición, so pena de actuar de advenedizo o de literato trepa, que todo hay que decirlo, es una figura que abunda quizás demasiado. Pero la madre de Héctor, mujer con muchas cualidades, no podía conocer cómo funcionaba un mundo que le era totalmente ajeno.

Así Héctor pudo contarle años más tarde que ser periodista no llevaba directamente a la gloria, y que el hecho de conocer a tal escritor o a tal poeta, no confería directamente un billete al estrellato. Era cuestión de trabajar mucho, de escribir constantemente, de corregir, de pulir una y otra vez. Luego ya no dependía de uno, dependía de un jurado, de un veredicto, de unas personas que, sin conocerle de nada, iban a premiar su obra o, más probablemente, tirarla a la papelera.

Héctor llevaba unos cinco años en las páginas culturales. No era más que un oscuro escribiente que rellenaba reseñas y corregía las críticas de otros periodistas más afortunados y sólo olía a distancia el aroma del incienso de los gurús con más renombre.

Era poeta y novelista, pero ni sus poemarios ni sus novelas recibían ningún tipo de reconocimiento, y eso que era muy prolífico y enviaba constantemente a distintos premios, sin conseguir nunca ganar ninguno, ni siquiera quedar como finalista.

El director, que ignoraba la faceta literaria de Héctor, le llenaba la cabeza de idola tribu, como diría Bacon, y cada vez que se fallaba un concurso literario importante se explayaba sobre el dudoso valor del premiado, decía si había habido tongo, y expresaba sus sospechas de enchufismo y connivencia. A Héctor estas palabras le relajaban, escuchaba hablar al director como el melómano que escucha una melodía sublime. Por eso él no ganaba ningún concurso, porque era demasiado bueno. Era el jurado el que no llegaba a su obra, eran todos demasiado mediocres para reconocer la gran calidad de sus escritos.

Había un premio de poesía, de gran prestigio y con una dotación económica muy, muy sustanciosa, al que Héctor se presentaba todos los años. Todos los años, sí, y con una obra diferente. Casi podría afirmar que escribía once meses seguidos pensando ganar ese premio, y soñaba con el prestigio que de repente adquiriría entre sus compañeros y ante sus jefes. Podría codearse, entonces sí, con los poetas a los que hasta entonces sólo podía pedir que le dedicaran sus libros. Y siendo un poeta laureado, podría colocar las tres novelas que tenía en el cajón. Las editoriales más comerciales se pelearían por sus títulos y en dos años, quizás en tres, podría dedicarse exclusivamente a escribir versos y renglones, siendo un poeta prestigioso y un novelista con una nutrida cuenta corriente en el banco.

Estos sueños son comunes y corrientes en el mundillo de la literatura amateur, por llamarla de alguna manera. Son sueños legítimos, y sólo algunos llegan a verlos convertidos en realidad. Los elegidos de la gloria, de la fama, o del destino, quién sabe quién es el que dirige esta película sin final feliz que es toda vida humana.

Y el pobre Héctor no ganaba nunca el premio anual para el que escribía sin cesar, el premio poético de renta más elevada, que le podía dar todo lo que él quería de golpe, sin necesidad de llamar a ninguna puerta, entrando por la grande sin siquiera torear, con las dos orejas y el rabo.

Aquel día el director había estado muy borde con Héctor. Mírate, le dijo, tienes casi los cuarenta y ¿qué has hecho? No has escrito más que cuatro estupideces. Eres un fracasado, un borracho y un imbécil. Era curioso que el director tratara de borracho a otra persona, pero así suele funcionar el ser humano, no ve los propios defectos y se los atribuye, con verdad o sin ella, a los demás. Claro que también existen los seres muy escrupulosos que examinan sus actitudes y sus actos con verdadera intolerancia, pero de esas personas no estoy hablando en estos momentos.

Héctor sentía el fracaso en su misma carne, y más que en su carne, lo sentía en las uñas y en las yemas de los dedos. Cada vez tecleaba con más rabia, creando un universo tan lleno de odio que solía espantar a los jurados que leían sus versos y renglones.

Con casi cuarenta años, medio calvo, miope y un poco gordo, estaba condenado a no destacar en nada, a ser un periodista anodino de un periódico de tirada nacional, sin derecho de pernada, sin derecho a los laureles literarios.

Como decía, aquel día empezó con una bronca. Y aunque no pasó nada más hasta la noche, Héctor revivía una y otra vez la bilis del director del suplemento cultural. Inútil, majadero, cavernícola… hasta llegar a las palabras más hirientes, tanto, que su calibre incita a la censura. Así no diré nada más sobre los insultos del director.

Héctor llegó al motel muy disgustado, apenas saludó a la patrona y fue directamente a su habitación, sin cenar. Conectó su ordenador portátil a Internet y comprobó los ganadores de los premios literarios del día. El sueño de Héctor era ver un día escrito su nombre en la página web, aspiraba a la vanidad transitoria de la red y quizás a la más permanente del papel. Casi parece mentira tal actitud en un periodista, que sabe de la futilidad de lo aparecido en los diarios, muchas veces utilizados para limpiar cristales o contener basuras, pero era una de sus ilusiones y nadie es quién para juzgarle.

Aquel día se fallaba el premio al que se presentaba puntualmente, como las tormentas en septiembre o las lluvias del mes de abril. Y allí vio el nombre del ganador, en este caso, ganadora. Un nombre que aprendió de memoria: Nieves Torrente Sanchís. La ganadora tenía treinta y tres años, cuatro menos que Héctor, y había publicado ya tres o cuatro libros con editoriales de renombre en el mundillo de los versos. Mujer y más joven, ser consciente de eso fue como una explosión de ira en el pecho de Sanabria, una sensación de que el mundo era muy injusto, ya que no se reconocía el valor de una obra madura y exigente como la suya, mientras se premiaba a jovenzuelas que seguro que habían utilizado ardides no confesables para conseguir llegar a donde él quería llegar.

Sin dejar de utilizar Internet consiguió encontrar, en la guía telefónica, el número y la dirección de la ganadora del premio. ¿Para qué lo quería?, se preguntó, y sin poder dar una respuesta adecuada, apuntó febrilmente los datos en un bloc.

Al día siguiente, el director del suplemento cultural le anunció que Marta Fernández era la encargada de cubrir el acto de la entrega del premio a Nieves Torrente, y Héctor asintió, cabizbajo, y se sentó donde debía hacerlo, delante de su mesa.

Pasaron unos días, y Héctor todavía no sabía para qué quería la dirección y el teléfono de una mujer desconocida. Si la llamaba ¿qué iba a decirle? Si iba personalmente a verla, pues vivían en la misma gran ciudad, ¿qué le contaría a aquella mujer que era una nueva celebridad del mundo de las letras?

Pero no hay que engañarse, pues Héctor, allá en el fondo, allá en aquel rinconcito donde las mentiras que uno se dice a sí mismo quedan al descubierto, como una cuenta corriente de un despilfarrador, Héctor sí conocía sus propias intenciones. La culpable era ella, él no. Ella le había quitado su premio, obteniéndolo injustamente, utilizando maquinaciones y favores, quizá hasta de tipo sexual. Héctor no podía soportar su propia malevolencia, así que intentaba justificar sus sentimientos. Y éstos le llevaron a lo que ocurrió un mes, dos semanas y cuatro días después de la adjudicación del premio a Nieves Torrente.

Héctor se decidió una mañana de sábado. Lucía el sol, el cielo era convenientemente azul, las mamás llevaban a pasear a los bebés, algún papá se veía también con niño. Sanabria atravesó un parque y, tras media hora de paseo, llegó frente a la calle de la poeta laureada. Sabía que ella no estaba en casa, pues le había oído decir a Marta Fernández que ese sábado al mediodía Nieves Torrente había quedado con unas personalidades para comer y, por lo tanto, tenía vía libre para lo que quería hacer, si la escritora tenía criados, como él se figuraba.

Sanabria llamó al timbre y le abrió una mujer sudamericana. Qué quiere el señor, la señora no está, dijo la mujer, y el hombre, vestido con un chándal, le contestó que era de la empresa del gas y que venía a comprobar la instalación. La mujer le dejó pasar y le condujo a la cocina para que examinara la caldera. Después, Sanabria pidió revisar los radiadores. Mientras comprobaba —supuestamente— los aparatos, Sanabria buscó con ahínco el objeto que quería robar, pero no lo vio por ninguna parte. Así que le preguntó a la mujer si había visto todas las habitaciones. Ella se puso seria y le respondió que había una habitación, donde estaba la señorita, que no podía visitarse, pero él la convenció para que se la enseñara, pues era del gas y debía revisar todas las instalaciones. Al final consiguió que Clara, la empleada chilena, le enseñara la habitación de la señorita. Y allí, entre pequeños trofeos y algunas medallas, allí, en el mueble de color cereza, en el centro de los trofeos, estaba el más grande de todos ellos, y el más importante. Como sonó el teléfono, la empleada chilena fue a saber quién llamaba y Héctor Sanabria, alias el empleado del gas, cogió el trofeo ansiado y lo puso en el maletín que llevaba. Se giró de espaldas y la vio. Era una niña, de unos ocho o nueve años. Llevaba el pelo en una pequeña melena, rubio como el de un ángel que no fuera negro. Los ojos le brillaban de manera sospechosa, parecía a punto de echarse a llorar. Estaba sentada en una silla frente a una mesa, y Sanabria sólo podía verla de cintura para arriba. No grites, le dijo, no digas nada, esto lo ha ganado tu madre, pero yo me lo merezco más que ella, más que nadie. La niña le miraba fijamente, y no abrió la boca. Si gritas, le dijo el hombre, volveré otro día y le haré daño a tu mamá. La niña no gritó, en realidad no pronunció ninguna palabra, y siguió mirándole fijamente. Sanabria pensó que estaba perdido, si le buscaban le podrían encontrar, y no sólo tenía que matar a la sudamericana, sino también a la criatura. ¡Toda la culpa era de la tal Nieves y su injusto triunfo! ¿Qué estaba pensando, matar a dos personas por un trofeo, que además él no había ganado? ¿Matar a una niña pequeña y a una inmigrante, todo por amargarle la victoria a una desconocida? ¡No había premio que mereciera tan despilfarro de acciones y actitudes!

Los ojos de la pequeña no se separaban de él, eran como la voz de su conciencia. A medida que se adentraba en los ojos de la niña veía las cosas más claras, más diáfanas de lo que nunca las había visto. El trofeo era de la mujer, no de él; él no iba a amenazar a una niña, no podía matar a esas dos personas por un mísero trozo de metal. Antes de que Clara volviera, el hombre devolvió el trofeo a su lugar originario. ¡Qué fiebre le había poseído, qué barbaridad había estado a punto de cometer! ¿Por qué no hablas? Le dijo a la pequeña, ¿Te has mordido la lengua? ¿Tu madre te dice que no hables con desconocidos? ¿Acaso tienes miedo? La niña asintió con la cabeza. Sí, tenía miedo, era comprensible que lo tuviera. Inexplicablemente, Héctor Sanabria sintió la necesidad de que aquella niña le hablara, le dijera que él no era una mala persona, sólo que había andado algunas veces por caminos equivocados. Él no era un cerdo envidioso, sólo había perdido la cabeza. Aquella niña silenciosa, con los ojos fijos en él, parecía un juez tan cruel como el mismísimo Dios en el Juicio Final, o eso le parecía al periodista. No me mires más, le dijo a la niña, no me mires con esos ojos. La criatura miró el tapete de la mesa, blanco, a ganchillo, y con uno de los dedos fue siguiendo su dibujo. Entonces entró Clara, la mujer sudamericana, que acompañó a Héctor a la puerta de salida diciéndole: Ha conocido usted a Paulita, la hija de Nieves. Pobrecilla, nació así y no tiene arreglo. Podría ser muy guapa, como la madre, pero se irá afeando a cada año que pase. Nació así, sabe usted, no puede andar, ni siquiera habla y a veces una no sabe si la está escuchando o no. Parálisis cerebral, dicen que tiene.

© Teresa Domingo Català 2006

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DomingoCarné: Teresa Domingo Català (Tarragona, 1967). Licenciada en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Copropietaria de la librería Ómnibus, especializada en sexualidad, amor y erotismo. Ha sido premiada en varias ocasiones como poeta y dramaturga. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Iris de Sombras, Tarragona, 2003, Loliloquios, Silva Editorial, Tarragona 2004 y La nieve, los ángeles, en www.portaldepoesía.com (2005). Ha participado en varios libros colectivos. En febrero de 2005 realizó un recital de poesía en Gijón (Asturias) invitada por el grupo poético Poegia. En noviembre de 2005 participó como poeta en un recital en la FNAC de Diagonal Mar en Barcelona. En el Centro de Arte Moderno de Madrid recitó —junto con otros poetas— el día 1 de diciembre de 2005.

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