biografía del autor

postersUn problema de lavadoras

Gonzalo Maier

       




Babelio, además de una barba larga, tenía una extraña afición por el cine. Llegaba a la misma sala todas las mañanas cerca de las diez, le echaba un vistazo rápido a la cartelera y se metía, de inmediato, dentro de la pieza oscura. Eso sin importar el nombre de la película, del director o incluso si ya la había visto.

       Después de cincuenta años de vida, todas sus mañanas eran calcadas.

       Jimena tenía el pelo crespo y castaño. Por las tardes se echaba en un sillón rojo a ver televisión. A veces llegaban sus amigos, se drogaban y oían discos de PJ Harvey o Antony and The Johnsons. Vivía junto a otras dos ex compañeras del colegio en un departamento barato y pensaba que nacer en Chile fue lo peor que le pudo suceder.

       Babelio y Jimena se conocían.

       Pese a los años —casi veinticinco— que los separaban, todas las mañanas se encontraban en el último piso del centro comercial. Jimena del lado de la boletería y Babelio del lado del comprador.

       Algunas tardes, sobre el sillón de su casa, Jimena tomaba el control remoto y pensaba en el hombre barbudo que llegaba cada mañana a comprar boletos. Tenía dos respuestas. O era un miserable sin vida que se la pasaba deprimido frente a una pantalla o, por el contrario, era un crítico de cine, un hombre que recibía un cheque mensual por sentarse en una butaca roja para luego escribir sobre lo que veía. Y a ella esta última opción le gustaba, también quería criticar cine. O rock. O drogarse y criticar. O tal vez sólo drogarse.

       Babelio en cambio sabía algo más. No mucho, pero bastante más que la chica delgada de pelo crespo. Él, a veces, la imaginaba desnuda mientras veía la película de turno. Otras la imaginaba caminando junto a él por una playa húmeda y fría. Incluso, después de una de Bruce Willis, creyó que la podía seguir y con suerte mirarla desde una esquina y pasar por allí cada mañana hasta dar con ella por azar. Y se saludarían, pensaba, y la vida tomaría otro rumbo. Uno impensado.

       Si hay que buscar coincidencias, Jimena y Babelio eran sobre todo románticos. Se miraban en silencio cada mañana durante treinta o treinta y cinco segundos y luego cada uno seguía con su vida. O con una versión de esa vida. Porque la otra, la que de verdad daba vueltas en sus cabezas, tenía una cara pero no un nombre. 

       Así de romántico era.

       Lo peor sucedía después de las películas francesas. Babelio las veía echado en la batuca, con los pies cruzados y rascándose la barba. No podía evitar que la niña de las entradas paseara por su cabeza como si fuera una Catherine Deneuve en llamas. Y él miraba la pantalla y la seguía imaginando hasta que las luces amarillas se prendían, dejaba el cine y de reojo intentaba encontrarla a la salida.

       Pero para esa hora casi nunca estaba.

       Babelio, otra vez, tomaba un camino y ella otro.

       Una noche de enero, apoyada contra la pared de un bar y en medio de un concierto, le dijo a Susana, una de sus compañera de departamento, que le gustaban los hombres mayores. O que eso creía porque jamás había estado con uno. Después prendieron un pito y discutieron si intentaban o no comprar una lavadora usada en la feria del domingo. Esa fue la primera vez que Jimena creyó que su vida tomaría un rumbo extraño.

       La segunda y última ocurriría después de que junto a Babelio ganara por tercera vez el Oscar. Ése fue el día en que por primera vez sintió la seguridad de saberse en el lugar correcto. Era un presentimiento extraño —una revelación, más bien— que la llevaba a entender los años anteriores y las ideas que la ahogaban de vez en cuando. Era, en castellano, como haber encontrado la respuesta al puzzle que jamás intentó resolver. Ni más ni menos. Entonces recordó cuando una mañana cualquiera lo vio acercarse con su chaqueta gris hacia la boletería y tomó los nuevos talonarios para socios y le dijo, desde su lado del mesón, que lo llenara, que pusiera su nombre, su dirección y un teléfono, que le convenía como pocas cosas en este mundo. 35% de descuento si iba al cine más de tres veces por semana. 10% si iba al menos una.

       Años después y concentrada en un guión, no sabrá explicarse por qué le habló esa vez como si no lo conociera. O como si fuera sólo un cliente más. No lo supo después y mucho menos lo iba a saber cuando Babelio, aturdido por la violencia de lo imprevisto, tomó un lápiz azul y anotó sus datos con una letra minúscula e incomprensible que ella leyó escondida tras el mesón y mirando a ver si el barbudo de chaqueta azul había desaparecido.

       Jimena aprendió la dirección de memoria y, como si eso no le bastara, la anotó en cada boleta y pedazo de papel que encontró. Después de almuerzo prácticamente no quedaba un lugar en el que no hubiera anotado los datos —contando las palmas de sus manos, los bordes del uniforme que usaba para atender, su mochila, las hojas de un libro prestado de Quim Monzó— y ese día finalmente se volvió más agradable. Regresó a su departamento contenta. Se echó en el sillón de siempre, prendió la tele, abrió una cerveza y en algún momento que ella sería incapaz de precisar, llegó Susana con tres o cuatro amigos. Abrieron más cervezas, rieron, apagaron la tele y uno de ellos puso un disco de The Undertones que Jimena jamás había escuchado y que, si le preguntan, hubiera preferido no escuchar.

       No está muy segura de cómo pasó, pero antes de que se fueran tomó a Susana del brazo y la llevó al baño. Cerró la puerta y le dijo que ya sabía de quién estaba enamorada y de qué se trataba la vida.

       Del resto poco se acuerda. No quiso salir y se quedó sola en la casa mirando el techo o terminando de memorizar el número telefónico y la dirección de Babelio Cardona —porque así se llamaba— y ella ahora lo sabía. Su hombre de barba tenía un nombre y una dirección. Digamos que después fumó un pito, durmió y al despertar se encontró con una lavadora Mademsa en medio del living.

       La miró por un lado y por otro.

       Primero pensó que de ahora en adelante no tendría que lavar a mano, pero esa alegría le duró sólo un par de minutos porque antes de salir rumbo al cine, tuvo la genial idea de ver si había algo dentro de ella. Y eso hizo. Como era de las que se abren por arriba no le costó correr la tapa.

       No había nada.

       O casi. Sólo ese olor que le era tan familiar. Pensó por supuesto en lavar como no lo había hecho desde que dejó la casa de su mamá. Estuvo de pie frente a la lavadora por tres o cuatro minutos, pero cuando descubrió que necesitaba conectar un par de mangueras para echarla a andar, la molestia le pareció absurda. Esa mañana corrió rumbo al trabajo.

       Babelio apareció puntualmente y después de pagar siguió religiosamente rumbo a la sala oscura. Jimena, mientras lo veía perderse por el pasillo, repitió su nombre en voz baja —Babelio Cardona— y pensó que para el día siguiente lo mejor sería llegar con la ropa realmente limpia.


Biografía:

Gonzalo Maier Gonzalo Maier (Talcahuano, Chile, 1981): Estudió literatura en Chile y Bélgica. Ha escrito sobre cultura pop en varios medios y, desde hace un tiempo, lo hace regularmente en la revista chilena Qué Pasa. Hace muchos años —cuando tenía 18— publicó la novela El destello (Lom ediciones, 2000) y desde entonces que no publica nada, salvo artículos. Próximamente publicará en Hermano Cerdo el relato:  "Una mujer con barba".