La otra realidad no es prodigiosa: es.
Octavio Paz
El señor Rutilio Aké Pech vende hamacas artesanas en el zócalo de la ciudad de Mérida desde hace más de veinte años. Sabemos que se casó a los diecisiete y trabajó desde de los siete en el campo, en el pueblito de Tixkoklán. Pasó los primeros años de su vida entre las duras faenas agrícolas de su Yucatán natal. Después siguió trabajando como albañil y también reparando tejados. Cuando se hizo demasiado mayor para esas cosas se dedicó a vender hamacas artesanas de cáñamo en la ciudad. Su constitución delata tanta actividad física y vital. Robusto, de poca estatura, como toda su raza. Vestido sencillamente, con vaqueros muy nuevos, camiseta gris y sandalias hechas a mano, su rostro va señalado con un bigote imperceptible, apenas unos pelos ralos que no brotan uniformes de su labio superior, pero que confieren a su gesto una profundidad inusitada. La barba le crece de forma extraña bajo el mentón, mesada a menudo por unos dedos largos y rollizos, en sus escasas y despreocupadas hebras. A su expresión meditabunda contribuye no poco el brillo húmedo de un ojo de cristal, ligeramente más pequeño que el globo derecho, que parpadea ávidamente. Mientras observa la actividad del zócalo, va recorriendo con las yemas de los dedos los gustosos nudos de su hamaca de cáñamo, que vende por 350 pesos en una oferta especial. El señor Rutilio pasea su mirada casi líquida entre el gentío que se le cruza por delante, los ocasionales autobuses de turistas, los novios que se sientan en los bancos del parque y los pájaros que se arremolinan ruidosamente en los árboles tras la tormenta fugaz.
Tiene el señor Rutilio Aké Pech tres hijos en edad de estudiar, según dice, e insiste en el número tres con los dedos grandes y descompensados de su mano derecha, en los que destacan, como condecoraciones, sus enormes callos, herencia del trabajo manual. Uno entre el pulgar y el índice. Otro en el borde de la palma, sobre la base del meñique. Cuenta con expresión amorosa el número de hijos que le dio Dios y sus edades, haciendo igualmente señas con los dedos. Son de 17, 19 y 21. Pese a su matrimonio temprano, fue padre tardío, casi bíblico, y luego enviudó. El mayor estudia ingeniería química en el Politécnico de Mérida. Es una carrera de 9 años y el joven está aflojando. Por ello, dice el señor Rutilio, hay que regañarle cada tanto. Piensa que debe labrarse un buen porvenir, pues hemos de saber que un día el señor Rutilio llevó a este hijo suyo y a otro que estudia aún bachillerato a trabajar con él a una obra, por la mañana, porque las tardes las pasa, como esta tarde del último día de mayo, encharcada por el reciente aguacero, en el zócalo de Mérida. Muy de mañana. Para que supieran lo que era bueno.
La mejor herencia del señor Rutilio es su orgullo de persona humilde y trabajadora y aunque a duras penas sabe leer, se complace en enseñar a sus clientes en la plaza un folleto de la cooperativa de fabricantes de hamacas de la que forma parte como un feligrés de una parroquia. Sigue con el dedo las líneas escritas en el folleto azulado y ondulado por la humedad y entonces lee o recita de memoria: “Artesanos únicos unidos de Tixkoklán: cómo se elabora la hamaca en el Yucatán. Representante Ldo. Genaro P. González, presidente del consejo de administración”. Desliza el dedo un poco más abajo, “socio nº 13: Rutilio Aké Pech”, y aquí su número coincide con el asiento de un autobús que le llevó, el día en que quedó viudo de su esposa, desde Mérida a una explotación turística en Quintana Roo. Notamos que su dedo tiembla ligeramente, de emoción o acaso vanidad, al recorrer y tapar gradualmente con la yema del dedo las letras que componen su antiguo nombre. Es de saber que la mercancía del señor Rutilio es su joya más preciada y, cuando se envuelve en sus hamacas como un romano togado, su gallarda y pequeña figura de hombre de la tierra, avejentado prematuramente por el trabajo, se crece en la plaza del zócalo, entre las palmeras y los flamboyanes. Ni siquiera el mimo con el rostro embadurnado de betún, ni los ruidosos turistas americanos en ropas deportivas amarillas que recorren la vieja plaza pueden eclipsar su titánica figura de vendedor yucateca. Tampoco el piar ensordecedor de los pájaros locales, que celebran con escandalosos graznidos el rayo de sol le resta al señor Rutilio la más mínima atención de su actividad vendedora. Sólo a veces se ensombrece su semblante, cuando piensa que sus hijos nunca podrían superar la dureza de la vida en la aldea, que sus frágiles manos no podrían engendrar condecoraciones como las suyas. Recuerda la sangre que brotó de las manos de sus hijos cuando empuñaron brevemente una pala, mientras otea en la lejanía desde el banco que le sirve de atalaya en la plaza, en busca de nuevos autobuses de turistas que depositen su carga de ropajes coloridos.
Entonces el señor Rutilio Aké Pech aprieta la mandíbula decidido a que la regañina sea hoy más intensa. Y esto le cuesta, porque ama profundamente a sus hijos. En su infancia todo parecía más difícil y ese instinto natural de los padres ante sus propias penurias le obliga a mostrarse estricto para darle a ellos las oportunidades que él mismo no tuvo. Así, hace cuentas con sus nudosas manos, se mesa la escasa barba y el sol, que hasta ahora había brillado dubitante entre las ramas de los árboles de la plaza, vuelve a salir con todo su esplendor en la tarde de ese último domingo de mayo inmovilizando momentáneamente a los paseantes, las parejas, los turistas, los vendedores de hamacas, el mimo y los curiosos que se congregan a su alrededor e incluso a los pájaros que hace poco piaban al unísono. Es tan sólo un instante de recogimiento en la tarde bochornosa y húmeda, un paréntesis de luz y silencio que reverbera entre las amplias esquinas y palacios del zócalo creando un ordenamiento único, irrepetible y de efímera belleza. El señor Rutilio observa algo desconocido a lo lejos con una mirada incomprensible. No cabe duda de que el objeto de su atención, que por lo demás no se preocupa en identificar, se encuentra más allá de su propia experiencia vital. Finalmente, el mimo no puede contener un movimiento que alivia la tensión de sus gemelos y descansa. Entonces los pájaros cantan enloquecidos.
El señor Rutilio Aké Pech relaja en ese momento los músculos del cuello y experimenta una pasajera pero inconfundible sensación de ser totalmente feliz. Hay una confesión que, de hecho, suele hacerle a alguno de sus clientes que, casi convencidos, dudan sobre la comodidad de la hamaca: en sus veintiún años de casado, nunca hizo el amor en una cama. Guiña el pequeño ojo de cristal mientras pronuncia la palabra “nunca”. El turista finalmente convencido se seca de la frente el sudor leve de la humedad y se sienta a esperar el autobús al pie de un palacete de estilo francés en la esquina del zócalo, cargado con la hamaca y la historia sencilla del señor Rutilio Aké Pech.
© David Hernández de la Fuente 2008
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David Hernández de la Fuente es autor de libros como Las puertas del sueño(Madrid Kailas 2005, VIII Premio de Narrativa Joven de la Comunidad de Madrid) y Continental (Madrid, Kailas 2007). Sus cuentos han sido incluidos en varias antologías. En la actualidad prepara su tercera obra de narrativa. Además, ha publicado el ensayo-ficción Lovecraft. Una mitología (Madrid, ELR 2004) y libros sobre el mundo clásico como La mitología contada con sencillez (Madrid, Maeva 2005) y Oráculos griegos (Madrid, Alianza 2008).
Sobre el autor en The Barcelona Review véase los relatos: “Retratos de muertos” y “Brooklyn Bound train” (Tbr 36), “Instinto maternal” y “Angeles de quince años” (Tbr 42) y “A la hora del bocadillo” (Tbr 45)