The Barcelona Review

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Marita tenía razón


      


      

 

Marita tenía razón. Aunque parezca mentira, y contra todo pronóstico, Marita no se había equivocado. A Fantuzzi se le veía mejor, muchísimo mejor.
       Sucedió una semana después de aquella tarde en la que nos cruzamos con Fantuzzi. Ese día, al viejo se le veía… como decirlo… así como zombi. Caminaba arrastrando los pies, llevaba la mirada clavada al piso y el pucho le colgaba de los labios de una manera fatal. Puta, que este viejo se va a morir, le dije a Marita. Pero ella como si nada. Que no, hombre, lo que sucede es que está triste, me dijo. Es más, ésta semana hemos pensado llevarlo a la playa. ¿A la playa?, pregunté. Sí, respondió, la idea se nos ocurrió en el barrio, una especie de reconocimiento al pobre viejo.
       A Fantuzzi, en el barrio, lo conocían hasta los zancudos. Lo llamábamos de mil maneras, desde “el siempre listo”, porque no había cachuelo que rechazara, hasta “el bidente”, así con “b” grandota, porque solo tenía dos dientes. Yo, por ejemplo, que ya bordeo los cuarenta, recuerdo haberlo visto desde que tuve uso de razón. Y como sería de viejo este Fantuzzi que ya para entonces me parecía un anciano. Largo como un fideo, encorvado, y con una gorrita descolorida, caminaba, de un lado para otro, como si estuviera preocupado o alguna fatalidad lo acechara a la vuelta de la esquina. En resumen, Fantuzzi era una especie de propiedad sombría del barrio, algo así como el viejo cementerio o la mansión abandonada de la plaza central. Sin embargo, y a pesar de todo, siempre había estado ahí, pendiente de nosotros, y siempre, además, dispuesto a ayudar. Bastaría recordar cuando a los trece años me salvó de Satanás, el perro de los Belmonte. Yo, la verdad, hubiera preferida que me atacara el verdadero Satanás, o sea el del tridente y cachos, que el perro jijuna ese, especialista en asustarme cuando caminaba distraído frente a su casa. Lo cierto es que esa tarde, por qué razones sería, Satanás se escapó. Y bastó que el desgraciado me viera para cobrar venganza de tanto esputo recibido. Así que se prendió de mi pierna con todos sus dientes, unos dos mil por lo menos, para empezar a zarandearme como muñeca de trapo. Hasta acá llegué, pensé, y hasta ahí hubiera llegado de no ser por la repentina presencia de Fantuzzi. No sé como lo consiguió, pero apareció con una olla de agua hirviendo y así, sin pensarlo dos veces, la vertió completita sobre Satanás. Casi le beso la verruga al viejo de puro agradecido. Y es que la bestia salió disparada como cualquier rata que recibe un escobazo. Fantuzzi, por su parte, me levantó y me llevó cargado hasta la posta. Pucha, me pusieron más puntos que los que les faltaron a la selección para ir al mundial. Pero, eso sí, si no hubiera sido por Fantuzzi, Satanás se hubiera hecho un picnic con mi peroné.
       Y así como esas, ufff… mil historias más. Fantuzzi había ayudado al Pepe Lucho cuando se torció el tobillo, a la flaca Marisol cuando un borrachín pretendió cepillársela en plena calle y hasta a Nicanor, cuando el marido de la Chabuquita se enteró de sus visitas diurnas y quiso informarle, revolver en mano, que su pretendida ya tenía marido.
       Así que, de alguna manera, todos teníamos una deuda con Fantuzzi. Y aunque lo veíamos a diario, caminando de un lado a otro, nunca nadie se había preocupado por él. Solo lo veíamos pasar, cada día más viejo, eso sí, hasta llegar al día en que le advertí a Marita que lo mejor era dejarlo tranquilo. Pero no. Marita dale que dale, que lo llevamos a la playa, lo invitamos a comer y hasta le hacemos correr olas. No pueden hacer eso, le dije, está muy viejo. ¿Y si el calor lo reseca o la brisa marina le revienta un pulmón? Pero Marita era terca. El viejo está fuerte, más de lo que crees; lo único que necesita es un poco de alegría, saber que lo queremos; además ya no insistas porque, digas lo que digas, lo vamos a llevar.
       Así que ni modo. Ese domingo, y a pesar de mis advertencias, se lo llevaron a la playa. Yo, más por curioso que por agradecido, me uní también al grupo. Y la verdad que buen chasco me llevé. Desde que subimos al bus, Fantuzzi me sorprendió. Conversaba con todos, sonreía con sus dos dientes y hasta se contó un par de chistes colorados. La verdad que me dio gusto verlo tan animado. Y si ya en el bus era feliz, en la playa toda esa alegría se duplicó. Coqueteaba con las chicas, tarareaba canciones de moda y se empujó, entre broma y broma, una porción completa de chicharrones. Tan bien se sentía que no dudó, ante el asombro general, en meterse un chapuzón. Y vieran la emoción de los muchachos. Hasta aplaudieron los muy jijunas. Y así, mientras Fantuzzi chapoteaba entre las olas, todos se reían y se burlaban de mis absurdas predicciones. Estábamos en eso de la chacota cuando de pronto un silencio nos invadió… ¿Fantuzzi? ¿Dónde está Fantuzzi? Preocupados, todos miramos hacia el mar. Nada. Fantuzzi había desaparecido.
       Tres días después volví a saber de Fantuzzi. Fue cuando la policía me pidió que me dirigiera a la playa. Hemos encontrado un cuerpo con las características del señor Mario Fantuzzi, me dijeron. Subí al patrullero y en menos de una hora llegamos a la costa. En el camino, no hice si no lamentar la torpe decisión de Marita. Minutos después, sin embargo, me vi obligado a cambiar de opinión. Cuando el oficial de policía descubrió el rostro de Fantuzzi, descubrí que ella tenía razón. Aunque parezca mentira, y contra todo pronóstico, Marita no se había equivocado. Fantuzzi lucía una sonrisa de oreja a oreja.
       La verdad es que, para qué negarlo, se le veía mejor, muchísimo mejor...


© Juan Enrique Vásquez 2011


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Juan Enrique Vásquez  (Lima, Perú) Ha publicado las novelas El narrador y la mujer más feliz del mundo (Ed. San Marcos, 2003), De atardeceres perros y veranos sin ti (Ed. San Marcos, 2004), Un poquito feliz (Editorial Norma-2008) y publicado en diversas revistas Mnemósine, Minotauro o Letralia. Asimismo ha sido finalista y ganador de diversos concursos literarios, entre ellos el de “El cuento de las 1000 palabras” de la prestigiosa revista Caretas, año 2008, con el cuento “Desde la terraza”. En TBR publicó anteriormente el relato: “Como te quiero, manito”.