The Barcelona Review

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PATRICIO PRON

EN TRÁNSITO


 


A

Aveces piensa que todos los buenos aeropuertos se parecen entre sí mientras que los malos lo son de formas muy diferentes. Una noche cualquiera bajo la lluvia, sin embargo, el aeropuerto de Madrid le parece de los malos sin ser diferente a otros sino, tal vez, sólo a sí mismo en otras ocasiones. Mientras enciende un cigarrillo piensa en Madrid y en las veces que ha estado antes aquí y luego piensa en ella. A continuación mira su reloj y se dice que aún tiene tiempo hasta el siguiente vuelo y piensa por un momento en la situación de estar en tránsito, que es como una versión miniaturizada de la propia vida, y luego piensa de forma general en la vida y vuelve a pensar en ella y se da cuenta de que ya no va a poder pensar en otra cosa. Entonces comienza a recordar cómo se conocieron y lo que hacían cuando él volaba periódicamente desde Ámsterdam para estar con ella y ella lo llevaba a ver la ciudad, que siempre era la misma y, al mismo tiempo, era diferente, del mismo modo en que también sus encuentros eran diferentes al tiempo que exactamente iguales los unos de los otros, como si las mínimas variaciones que se producían de visita en visita fueran necesarias para convencerles de que no habían sido atrapados por la rutina pero, a su vez, no debieran ser lo suficientemente importantes como para producirles la impresión de que su relación se abría a la variación y a lo inesperado; es decir, como si las cosas fueran siempre iguales al tiempo que ligeramente distintas y de ese modo pudieran ser exactamente como ellos las imaginaban cuando estaban separados y hablaban por teléfono, todas largas llamadas entre Ámsterdam y Madrid cuando ambos estaban ya en la cama y más se echaban de menos, y que no servían para mucho más que para escuchar la voz del otro, que sonaba al otro lado de la línea con claridad o a través de la estática pero siempre de tal manera que lo que esa voz decía acerca del trabajo o de un nuevo restaurante o de lo que fuera resultase menos importante que su propio sonido, una simple voluta de humo elevándose al cielo encapotado y llegando a través de las tormentas europeas para que ella pudiera acordarse de él al colgar y él pudiera quedarse pensando en ella, que tenía los ojos marrones y el cabello negro y tenía los labios estrechos como dos líneas delgadas que se estiraban en una mueca cuando mordía una manzana o sonreía.

 

 

B

Ella y él tenían listas para todo: las mejores canciones que habían escuchado en su vida, las peores, los libros más coñazo que habían leído, los nombres más ridículos para un perro, los mejores sitios para comer sushi en Madrid. A veces ella lo llamaba a su casa en horarios en que sabía que él no estaría allí y le contaba los sueños que había tenido la noche anterior y en los que la mayor parte de las veces aparecían recuerdos de su infancia pero a veces también olas enormes que arrastraban todo lo que encontraban a su paso. Él también tenía sueños, pero en ellos aparecían carreteras y mujeres desconocidas y hombres conocidos que lo desafiaban a competiciones absurdas en las que él participaba pero cuyo resultado nunca conocía porque siempre acababa despertándose antes de que la competencia llegara a su fin.

 

 

C

Una noche ella estaba tomando una copa con unas amigas y un hombre se acercó y le dijo: Tienes algo, y ella sonrió y le preguntó qué era ese algo, y el promotor respondió que era lo que tenían las grandes modelos cuando comenzaron, una cosa que no se podía explicar pero que era más o menos como si ellas fueran en ese momento un borrador de algo que permanecerá en el tiempo y podrás poner junto a las obras de Michelangelo o de Rembrandt y sacudirá las conciencias de los hombres y les convencerá de que en el mundo hay dolor pero también belleza. Tú eres el dibujo hecho a borrador, apresuradamente; pero yo puedo entintarlo y agregarle los colores y convertirlo en otra cosa. ¿Quieres ser el borrador o el dibujo acabado?, le preguntó el hombre. Esa noche ella se lo contó todo a él, apresuradamente, mientras su voz se torcía entre Madrid y Ámsterdam y en ella sonaban los truenos y los relámpagos, si es que los relámpagos suenan.

 

 

D

A veces ella le mandaba por correo electrónico las fotografías que le habían tomado y él le enviaba un correo rápido dándole su opinión o esperaba hasta la noche para llamarla y comentar juntos sus poses y el maquillaje y la iluminación, que no le concernían directamente pero por los que ella se preocupaba mucho, con la misma obsesión impaciente con la que lo organizaba todo cuando él la visitaba y ambos se esforzaban porque la visita fuese ligeramente distinta a la anterior pero exactamente igual a todas las demás: a veces ella lo recogía en el aeropuerto y a veces no, en ocasiones atravesaban la ciudad para hacer el amor en el piso de ella y a veces decidían no esperar y alquilaban una habitación en algún hotel del aeropuerto y sólo después iban a su piso; siempre cambiaba la muestra de arte contemporáneo que iban a ver juntos y también cambiaba el restaurante donde cenaban y la ropa que ella llevaba esa noche, pero todo lo demás permanecía igual porque era la garantía de que las cosas seguirían de la misma forma y no habría sorpresas durante las siguientes dos o tres semanas en que estuvieran separados, él esperando que la empresa para la que trabajaba volviera a enviarlo a Madrid durante unos días y ella participando de desfiles y de sesiones de fotografía en las que enfocaba su mirada no en los fotógrafos sino en algo que parecía encontrarse más allá, un país más triste que Sudán o Etiopía para el que él no tenía visado ni quería tenerlo y al que, en realidad, era mejor que ella no se dirigiera nunca.

 


E

A la siguiente ocasión en que se encontraron, mientras atravesaba las puertas de cristal que lo separaban de la multitud que esperaba a los otros pasajeros del vuelo de KLM, a él le costó reconocerla: ella tenía ahora el cabello rubio y los ojos azules y unos labios que eran anchos y parecían no caberle en el rostro, que lo observaba expectante y a la espera de una aprobación que él no pudo darle. Ese día discutieron y luego hicieron el amor y después fueron a un restaurante y se entretuvieron llevando una estadística de lo que hacían los ocupantes de las mesas vecinas, cosas como desabrocharse el pantalón después de comer —uno de cada seis—, escarbarse los dientes —uno de cada tres— y pasarse la comida masticada mediante un beso, muy posiblemente con la finalidad de que el otro también la probara librándolo de la molestia de tener que masticarla e impregnarla de saliva. Ambos se marcharon del restaurante con el estómago revuelto y esa noche tuvieron pesadillas.

 

 

F

En las fiestas primero la miraban a ella y luego lo miraban a él y luego volvían a mirarla a ella y después lo miraban a él, con una expresión de incredulidad ansiosa. Una vez él la acompañó a una sesión de fotos con animales y un perro lo mordió y otro le cagó en los zapatos.

 

 

G

Luego ella comenzó a bajar de peso. Sin razón aparente, sólo porque no tenía hambre o estaba demasiado atareada para comer o no podía dormir. Después comenzó a llorar por cualquier cosa: un día, durante los Sanfermines, vio en la televisión como mataban al toro y lloró toda una tarde. Cuando lo llamó esa noche, le dijo, como disculpa: No fue porque lo mataran; fue porque no había ninguna necesidad de hacerlo. Un día ella le confesó que había comenzado a tomar unas pastillas para dormir, y en su siguiente encuentro en Madrid él pudo comprobar que cuando las tomaba, caía en un estado en el que parecía muerta; en aquella visita suya a Madrid él se pasó las noches echado a su lado sin poder dormir, observándola y preguntándose dónde estaba ella en realidad, y diciéndose que averiguar eso era tan difícil como encontrar a Wally, un tío con gafas y suéter de rayas que siente predilección por las multitudes.

 

H

Él la abrazaba por las noches cuando estaba en Madrid y pensaba que quería hacer algo por ella y no sabía qué: quería llevarla al campo, llevarla a vivir entre cerdos que hicieran «oinc» y se convirtieran en chorizos y tuvieran cerditos que nadie matara jamás. Quería que sembraran juntos y cosecharan y ella volviera a ser morena y a tener los ojos marrones y los labios delgados y a estudiar filología inglesa como cuando la había conocido. A veces pensaba que ella aún tenía esperanza, pero también pensaba que, muy probablemente, a la esperanza hubiera que representarla todas las veces con las manos vacías.

 

 

I

Un día ella compró una bolsa de veinte kilos de puré de patata deshidratado; esa noche le dijo que era más fácil de cocinar, que así ahorraba tiempo. Ella comía puré de patata y él pensaba que él era el coyote y ella el correcaminos y que ella se alejaba en el horizonte dejando detrás de sí una nube de polvo y a él con un palmo de narices. Ya no iban a restaurantes porque a ella le daba asco ver comer a otras personas y porque en los restaurantes no sirven puré de patata deshidratado, y tampoco iban a fiestas y ya casi no hacían el amor. A veces ella lo llamaba por las noches y no decía ni una palabra, sólo lloraba y él lloraba con ella y cambiaba rápidamente los canales de televisión sin llegar a ver realmente nada.

 

 

J

Un día él llamó a la empresa en la que trabajaba y dijo que se marchaba y cogió un vuelo a Madrid; el vuelo fue igual a todos los otros vuelos entre Ámsterdam y Madrid que había hecho en los últimos meses, pero él pensó que era el último y eso lo hizo sentir bien y pensar que ese vuelo sí era diferente a los anteriores aunque fuera igual a todos ellos; también le parecieron diferentes las calles de Madrid y la conversación del taxista que lo llevaba a través de ellas, todas unas calles rectas y anchas con nombres de reyes y de militares que él no conocía pero que se prometió conocer algún día, cuando él viviera allí y ella viviera con él y esa fuera su ciudad y no fuera necesario que ella se la mostrara todas las veces como si él fuera un turista senil y desmemoriado o la ciudad hubiera cambiado por completo desde su última visita. Al levantar la vista en un semáforo, él la vio en ropa interior en una tela enorme que colgaba frente a un edificio y después volvió a verla en un par de ocasiones cogiendo un móvil y cargando a un niño que no se parecía a ella.

 

 

 

K

Le dijo: Quiero largarme de Ámsterdam y venir a vivir contigo. Ella lo miró como si no lo entendiera. Quiero vivir aquí, tener un gato llamado Mao Tse Tung, quiero tener la idea de que podríamos tener un hijo y quizás descartarla o simplemente tener el hijo, quiero comentar los precios con las vecinas e imitar la cara de los rodaballos en las pescaderías. Ella se limpió los labios con la servilleta y dejó en ella una mancha roja que ya nadie iba a poder quitar. Quiero casarme contigo para que cuando llegue la mujer de mi vida yo pueda decirle: Lo siento, estoy casado. No me importa si no hay trabajo para mí aquí. Voy a barrer todas las calles de esta ciudad si es necesario para estar contigo. Ella depositó la servilleta sobre la mesa y se llevó el rostro a las manos y no dijo nada y él se levantó de la mesa.

 

 

L

Él regresó a Ámsterdam esa misma noche y allí se acabó todo; al mirar su reloj, ve que ya es la hora de montarse en el siguiente avión. Antes de que lo dejaran, recuerda, él le hizo una fotografía: fue la única fotografía que se hicieron juntos, y sucedió de manera involuntaria. Estaban peinándola antes de un desfile y ella lo miró entre todas las personas que trabajaban a su alrededor y él disparó la cámara y sólo después, al revelar la fotografía, descubrió que él también aparecía en ella, reflejado en el espejo, con el rostro cubierto por el aparato. Él mira aún la fotografía a veces, y una vez pensó que ella era como una polaroid y que se había desdibujado con el tiempo y se había vuelto pálida y había acabado perdiendo los contornos como sucede con las polaroids, y que eso mismo le había sucedido a su relación. A sus pies hay un montón de colillas apagadas, suyas y de todos los que han fumado antes allí, a las puertas del aeropuerto, en tránsito de ninguna parte a otra que es igual pero es diferente. A veces él aún sueña con ella: ella ya no toma pastillas y vuelve a ser morena y nadie le dice que tiene algo ni le dice que ese algo es como el borrador de una obra maestra. Él piensa en esos sueños y después los anota y los guarda en un cuaderno y se quedan allí, como fotografías de cumpleaños de cuando uno tenía siete años y se reía con una risa en la que faltaban dos o tres dientes y esa ausencia era la constatación de una falta pero también la promesa de un futuro mejor para todos.

 

 

M

A veces él todavía piensa en ella y se dice que quisiera saber cómo está pero que no va a llamarla y que le gustaría que las colillas, que están apagadas y frías y sucias en el suelo, se encendieran todas de repente como las luces a los costados de una pista de aterrizaje desquiciada al comienzo de un vuelo nocturno para que de esa forma él encontrara otra vez su camino hacia ella y ella su camino de regreso al mundo y ambos lo hicieran iluminados por las antorchas banales de todos esos cigarrillos.

 


© Patricio Pron 2011


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Patricio Pron (1975) es autor de los volúmenes de relatos Hombres infames (1999), El vuelo magnífico de la noche (2001) y El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010) y de las novelas Formas de morir (1998), Nadadores muertos (2001), Una puta mierda (2007) y El comienzo de la primavera (2008), ganadora del Premio Jaén de Novela y distinguida por la Fundación José Manuel Lara como una de las cinco mejores obras publicadas en España ese año. Su trabajo ha sido premiado en numerosas ocasiones, entre otros con el premio Juan Rulfo de Relato de 2004, y antologado en Argentina, España, Alemania, Estados Unidos, Colombia y Cuba. Recientemente la revista inglesa Granta lo ha escogido como uno de los veintidós mejores escritores jóvenes en español del momento. Pron es doctor en filología románica por la Universidad Georg-August de Göttingen (Alemania); en la actualidad vive en Madrid, donde trabaja como traductor y crítico. A mediados de mayo de 2011, Mondadori publicará su nueva novela, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia.