Cristian Alcaraz Hernández
Ideas para cambiar el mundo (Segunda entrega)
Primera entrega de
“Ideas para cambiar el mundo”
en TBR 73 74
Ideas para cambiar el mundo IV
¡Tener el sentido común en Michigan!
Se trata de un hombre con un alto sentido de la responsabilidad. No es que no tenga deseos o impulsos de llevar su vida por el mal camino. Los tiene. De hecho, es atacado a diario por una inagotable fuente de peticiones internas.
Pero su catarata de deseos salvajes es frenada casi siempre por una voz dentro de su cabeza: la voz de la responsabilidad interior. Las frases que la voz de su conciencia utiliza para manifestarse son, invariablemente, “no lo hagas, amigo, es mejor que no lo hagas”. O bien “hazlo, amigo, es lo correcto”.
Ha construido una vida equilibrada, honrada y discreta apoyándose con frecuencia en la voz de la responsabilidad.
Es un hombre satisfecho y se acaba de casar.
El hombre con un alto sentido de la responsabilidad y su esposa hacen su viaje de luna de miel a los EEUU. El plan es recorrer el país de punta a punta durmiendo en los moteles que encuentren por el camino. El plan es de su mujer y es un poco alocado pero pueden permitírselo. La voz en su conciencia está de acuerdo. En la segunda noche del viaje, el hombre con un alto sentido de la responsabilidad conduce distraído consultando un mapa. Su esposa duerme a su lado. La voz en su consciencia no está de acuerdo con esa actitud pero el hombre ha empezado a hacerle algo menos de caso desde que llegó a los EEUU. Dice “sí, ya sé”, y dice “será sólo un momento”, como respuesta a la demanda de la voz de deponer su actitud. El hombre que siempre se distinguió por hacer caso a la voz de la consciencia confunde la felicidad que le proporciona su reciente matrimonio con alguna forma de invulnerabilidad, una fuerza a lomos de la cual hacer cosas arriesgadas.
Su esposa resulta mortalmente herida cuando una furgoneta a la que no ve llegar por culpa del mapa desplegado les embiste en un cruce por el lado del copiloto. El hombre consigue rescatarla aún viva de entre un amasijo de hierro y plástico retorcido, pero nada puede hacer por ella. La pobre está hecha un rebullo. Muere trepando por entre los brazos de su marido, tratando de evadir su horizontalidad definitiva de mujer agonizando en cuneta, repitiendo en voz baja una única palabra: “duele”.
El hombre se plantea el suicidio ante cada binomio de faros que se acerca en la noche. La voz interior repite con insistencia “no lo hagas, amigo, no lo hagas”. El hombre con un alto sentido de la responsabilidad se come un Mars que ha encontrado intacto en la cuneta sentado en la hierba de una mediana intermedia. Poco después se queda dormido.
Dado el estado de sus ropas, la abominable expresión en su cara y su incapacidad para hablar inglés, dos trabajadores de una gasolinera próxima le confunden a la mañana siguiente con un paciente fugado de un conocido sanatorio mental de la zona.
Los médicos confirman a su llegada al sanatorio que se trata uno de sus pacientes y que no es la primera vez que se escapa. El hombre con un alto sentido de la responsabilidad sabe que se trata de un error pero no le importa. En realidad lo agradece. No se le ocurre nada mejor que hacer con su vida que arrastrar zapatillas por un pasillo de iluminación verdosa.
Un día, caminando por el pasillo de una planta del internado que no es la suya, cree estar de veras volviéndose loco. Oye la voz de la responsabilidad interior con una fuerza y una reverberación inauditas. La voz es casi una presencia viva. La escucha a la vez dentro y fuera de su cabeza.
Se sienta, tratando de recuperar la calma, frente a la puerta de una habitación. Es la puerta de la habitación donde reside uno de los internos más estimados por el personal médico del hospital. Se trata de un hombre que ingresó voluntariamente en el sanatorio, siendo aún adolescente, después de que toda su familia muriera en un accidente de coche volviendo de ver una película protagonizada por mejicanos. En algunos fragmentos de la película se hablaba en castellano, es todo lo que consiguieron arrancarle los doctores acerca de la tarde del accidente, la tarde que cambió para siempre su vida. Hace tiempo que los doctores le dan por un caso perdido. Apenas interacciona con nadie y hace gala de una forma de estar loco tan discreta que da ganas de abrazarle. Quizá por ello, tiene el permiso de los doctores para pasarse la mayor parte del día hablando por una radio. La radio la construyó él mismo y ni funciona ni se espera que lo haga. El hombre que perdió a toda su familia en un accidente a la salida del cine se pasa los días pegado al aparato de radio, repitiendo frente al falso micrófono las dos únicas frases que recuerda de aquella de película de mejicanos. Las dos únicas frases que sabe decir en castellano:
—No lo hagas, amigo, es mejor que no lo hagas.
—Hazlo, amigo, es lo correcto
Estas cosas pasan.
Ideas para cambiar el mundo V
Catarsis (lo que empieza como una canción de Springsteen mal acaba)
Por una mezcla de inercia, confusión y folclore, se casan en cuanto ella queda embarazada. Ninguno de los dos ha cumplido los veinte. Aguantan lo que pueden viviendo una vida que no es la suya—consiguiendo incluso convencerse, a épocas, de estar siendo felices—pero él acaba por irse, irse lejos, junto a otra mujer.
La desaparición del hombre deja en su esposa una mezcla de alivio e incertidumbre, y un coqueteo transitorio y abusivo—más la búsqueda de la seguridad de un rol definido que la expresión de una tristeza real—con actitudes del tipo luto-pero-por-dentro. La desaparición del hombre deja también deudas. El hijo de ambos tiene entonces cinco años.
La madre no le cuenta al niño nada de las deudas ni de la otra mujer, pero no hace tampoco un esfuerzo por construirle un historia-colchón que le suavice el golpe. Tu padre se ha ido y no volverá, nada más sabemos al respecto. El niño no entiende ahora las dimensiones de su propio dolor. Le parece imposible que esa sensación—un ardor múltiple y sostenido en las sienes y en el pecho—forme también parte del mundo en el que vive. El dolor que siente y su vida—lo que hasta ahora ha sido su vida—son dos cosas incompatibles. Una de las dos debe desaparecer.
La figura del padre se engrandece en la cabeza del niño por una mezcla de necesidad y ausencia. El padre alcanza en su imaginario las dimensiones de un héroe, una figura que sólo en parte pertenece a este mundo. La tristeza infinita y el dolor de la pérdida se transforman en una fuente de energía sin fin: si su padre es una cosa muy grande, demasiado grande como para quedarse a atender cotidianeidades tristes, algo de esa grandeza está también dentro de él. No puede ser de otra manera: es el hijo de un héroe.
Un entramado de ficción recubre de azúcar su cabeza, creando una autoconfianza difícil de ver en personas de su edad y estatura: es un niño especial, tocado por un algo mágico. Es distinto a los demás niños y la razón por la que lo es no es negativa. Se trata, en todo caso, de una bendición.
Convence día sí y día también a sus compañeros para pasar la hora del recreo jugando a un juego inventado por él. Uno de sus compañeros (sólo hay chicos) hace de princesa resplandeciente, que goza de la tranquilidad de la tarde en un hogar delimitado en la tierra arenosa del patio con la suela de las bambas. Esa tranquilidad es alterada por un hombre malo (representado, habitualmente contra su voluntad, por otro de sus compañeros) que viene a demostrar lo malo que es dando un beso en la mejilla a la princesa. Este hombre malo es ahuyentado por el príncipe-héroe, que está siempre atento, pues no es otra su función en la vida: estar atento, evitar que alguien bese a la princesa, proteger el hogar por si algún día regresa el rey.
El niño crece. La razón primera de su extraordinaria autoconfianza—es un ser tocado por algo mágico—es pronto olvidada, pero la confianza en sí mismo se mantiene, transformándose con los años en una fortaleza de carácter y una voluntad de riesgo poco frecuente incluso entre sus compañeros de profesión: es ahora agente de bolsa.
Una inversión suicida por cuyas pérdidas está a punto de ir a la cárcel le convierte en un apestado entre los miembros de su propio gremio. Se retira a un lugar sin sonidos informáticos a darle vueltas al porqué de una decisión profesional tan estúpida. La intención no es tanto llevar a cabo una introspección como dejar que pase el tiempo, con la esperanza de que la gente olvide su error—nada se recuerda ya por mucho tiempo—y pueda entonces regresar con más fuerza.
En ausencia de ruido pronto le parece obvio que había un impulso oculto tras esa decisión profesional que por poco le lleva a la cárcel. Quería o bien arruinarse o bien destruirse, no otra podía ser la intención. Aquí se siente un poco perdido y hay puestas de sol y no se siente capaz de detener el proceso de introspección que él mismo ha puesto en marcha. Le esperan no pocos momentos de una vergüenza parecida a estar haciéndose pis en público.
No puede evitar reír al recordar cómo empezó en realidad la vaina. Se ve a sí mismo, roto y diminuto, llorar por la repentina ausencia del padre; se ve obligando a otros niños a evitar o recibir besos mientras él protege los alrededores de un castillo en el recreo.
Se da cuenta también de que la princesa de aquel juego infantil—la persona a la que en el juego quería proteger—era en realidad su madre. Siente entonces una pena enorme: no sabe nada de ella. En cuanto las primeras sumas importantes de dinero cayeron en sus manos—y de eso hace ya cerca de un lustro—dejó de mantener contacto con ella.
Aquí pasamos directamente a una escena de cotidianeidad entre la madre y el hijo, que están ahora cenando. Su madre se ha mudado a una pequeña población del sur pero no le ha costado excesivamente localizarla. Ella le pasa el pan y él se alegra cada vez que la mira de comprobar que sigue tan guapa—o casi tan guapa—como el recuerdo que tiene de ella. Después de todo, sigue siendo una mujer joven. Beben un poco más de vino de la cuenta y lloran, ahora uno ahora el otro, si bien lloran de felicidad.
Cuando finalmente le despiertan los ruidos en el piso de abajo y baja al comedor, encuentra a un hombre con una media en la cabeza y los pantalones bajados forzando analmente a su madre. El tipo la coge del pelo con una mano mientras se apoya con la otra—para mantener el equilibrio y darse impulso—en la puerta de madera del mueble bar. Ya sea por miedo o por incapacidad, su madre no está gritando.
Un segundo hombre con una media en la cabeza le coge a él del pelo y le obliga a sentarse en el sofá. Pasa un tiempo aún antes de que se de cuenta de que lo que tiene este segundo hombre entre las manos no es una linterna apagada si no un pene rechoncho y viscoso. El ungüento que recubre el pene produce brillos y breves efectos lumínicos cuando le da directamente la luz. Sabe lo que el hombre con el pene en la mano va pedirle. Lo sabe incluso antes de que se lo pida. No sabe porqué pero lo sabe. Sabe que no va a pedírselo por las buenas. Sabe también que pasará si no lo hace.
Y es así es como pasa el resto de la velada. Obligado a mirar como dos hombre con medias en la cabeza se turnan para violar a su madre.
Dinosaur Pop
Cuando despertó, Mario Vargas Llosa todavía estaba ahí
Ideas para cambiar el mundo VI
Chiste de invierno
Tiendes la ropa en la azotea una mañana de invierno. En el balcón del piso de abajo una chica almuerza un bocadillo envuelto en papel de plata. Dejas caer una pinza sobre la cabeza de la chica. Lo haces a propósito. La pinza rebota en su cabeza y sigue cayendo hasta la calle. Ella mira hacia arriba con un reclamo en la mirada.
Sonríes y le dices:
— Perdóname, guapa. Se me ha ido la pinza.
Primera entrega de “Ideas para cambiar el mundo” en TBR 73
© Cristian Alcaraz Hernández 2011
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Cristian Alcaraz Hernández (1978) es español. Como colaborador ha publicado ficción y reportajes para las revistas Rolling Stone, El viejo topo, Tiempos salvajes, Badosa, La bolsa de pipas, La Revista Oficial de la escuela de Letras de Madrid o Almiar. Ganó en 2010 el XII Certamen de Relato Corto Monegros con el cuento “El Sr. Smith y las cosas que caen y ya no se levantan”. Actualmente trabaja en su primera novela.