Andrés Mauricio Muñoz
UNA CARRERA ESPECIAL
I
Patricia mira su reloj. Se queda pensativa. Faltan veinticinco minutos para las dos de la tarde. Se detiene frente a las escaleras eléctricas. Vacila un poco. Quizá, si lo hace rápido, alcance a averiguar por el bucito naranja cuello de tortuga que tanto le gusta; no, se dice de inmediato, no es día para correr riesgos. Hoy es martes y los martes su jefe siempre llega temprano de almorzar. Aunque puede decirle que la cita médica se retrasó, que demoraron en atenderla, que esa clínica es el colmo, le parece mejor jugar esa carta un día en que de verdad valga la pena; tal vez un día en que León esté de ánimo y, después de un almuerzo rico, le diga que quiere llevarla a su apartamento a hacer… cositas. Entonces comienza a bajar y se dirige en busca de la salida de los taxis. Antes de salir del centro comercial alcanza a percatarse de que hay un poco de fila. Mueve su cabeza hacia un costado y cuenta. Son ocho personas esperando. Levanta la mano izquierda y se restriega la boca. Mira hacia la calle. No hay mucho tráfico y alcanza a ver algunos taxis circulando. Lo medita durante algunos segundos; sin embargo, decide caminar en dirección de la fila.
Poco antes de llegar, una señora, con dos paquetes en la mano, se ubica delante de ella. Le resulta evidente que la mujer, cuando la vio venir, aceleró el paso. Ahora está de décima. Mira su reloj. Espera. Recuerda que tiene que buscar trabajo; algo bueno, no uno como el que tiene ahora, donde aparte de pagarle mal se tiene que aguantar a un jefe asfixiante. Ya terminó el diplomado; esto, quizá, le abra mejores perspectivas. También piensa que tiene que hablar con León. Hay muchos asuntos que aclarar. La fila avanza poco a poco; Patricia, entre tanto, piensa en la forma de ordenar su vida. A veces mueve la cabeza como diciendo que sí con mucha sutileza; otras, en cambio, la deja quieta y deja que su mirada se pierda en el interior del centro comercial. Unos minutos después, llega su turno. Recibe el tiquete en la caseta y entonces camina en dirección a su taxi; sin embargo, un hombre mayor, algo corpulento, bajo de estatura, calvo y de aspecto bonachón, se le adelanta. No ha hecho la fila. El tipo abre la puerta del taxi y pretende subirse. Patricia balbucea algo confuso y mira en dirección de la caseta. La niña de los tiquetes asoma su cabeza y le indica al hombre calvo que debe hacer la fila. Entonces el tipo lo entiende; discúlpeme, le dice a Patricia, no me había dado cuenta. Deja su mano en la puerta y espera a que ella suba; después, con mucha caballerosidad, cierra la puerta. Patricia le entrega al conductor el tiquete y entonces se percata de que este, frunciendo el ceño tanto como puede, la mira indignado.
II
Dionisio aprovecha el cambio de luz en el semáforo y cuenta un fajo de billetes que tenía debajo del asiento. Ochenta mil pesos. Estamos crudos, se dice; después, observa alrededor en busca de una mano levantada. Descubre algunas, pero hay varios taxis más próximos a ellas que, con seguridad, le ganarán la carrera. Aumenta un poco el volumen del radio; qué maravilla, se dice, acaba de escuchar la voz del locutor anunciando un bolero de Felipe Pirela. Reconoce la canción. Sabe que es del álbum Canciones de ayer y hoy donde a Pirela lo acompañan Joe Urdaneta y Cheo García. Sigue la canción, entonando, con su propia voz, algunas estrofas que se sabe de memoria. Recuerda entonces que, treinta años atrás, a Gloria le declaró su amor con un bolero de Pirela que se escuchaba al fondo. Siente como si estuviera allí de nuevo. Fue en el Bali, ese bello restaurante que, unos años después de haber sido heredado por el hijo de Leonidas, se convirtió en Restaurante Bar, luego en discoteca y con el tiempo desapareció. Qué vaina tan tenaz, se dice, pues recuerda que así pasó con casi todo lo que valía la pena en Neiva. Recuerda entonces la chocolatera de doña Lisbania o el mismísimo bar La Pola Rosa de donde tantas noches había salido embriagado. Pirela continúa esmerado en el bolero mientras Dionisio tamborilea con los dedos sobre el volante; le parece ver a Gloria mirándolo a la cara mientras él le pinta maravillas sobre su futuro. Vamos para Bogotá, vámonos amor, le insistía; ella, confundida, se llevaba las manos a la cara. Eres un loquito, contestaba; eres un loquito, repetía, diciendo que no con la cabeza. Unos meses después se fueron. Y ahí están. Ella, en la casa, frente a una máquina de coser confeccionando vestiditos que siempre se han vendido bien; él, como único comandante de la nave que les permitió sacar a sus tres hijos adelante. Su refugio. Su bastión. Una suerte de vitrola ambulante donde siempre sucumbe al hechizo de la música. En ocasiones, algún pasajero discute en forma inoportuna por el celular y en algo estropea su rutina; sin embargo, por lo general logra entregarse a la placidez de un pacto silencioso y se limita a conducir, embriagado por las voces que se suceden una tras otra hasta el final del día. Ahora está escuchando Recordando el ayer, de la emisora Candela Estéreo. La voz de William Vinasco anuncia sin vacilaciones el fin del programa y promete una nueva entrega dedicada a la música de los baladistas de los setentas. Dionisio Sonríe y abre los ojos como un niño a quien acaban de sorprender con un regalo. Sus labios, con mucha sutileza, comienzan a moverse; está repasando una lista de nombres que, por algún motivo, se le antoja espléndida: Leonardo Favio, Palito Ortega, Ramón Ayala, José José, Leo Dan y Ornella Vanoni. En ese momento descubre la entrada al centro comercial. No hay mucha fila. Intuye que, con algo de suerte, pueda resultar una buena carrerita. Da un timonzazo algo brusco y se dirige hacia la entrada, haciendo oídos sordos a un estrépito de pitos que se desgaja a sus espaldas. Se ubica en la fila. Espera. Le impacienta un poco tantos comerciales en el radio. Piensa que a lo mejor sea buena idea apagarlo y poner el último CD que su hijo le quemó. Le agrada que él, el menor, que ni siquiera llega a los veinte años, sea quien comprenda de mejor manera su fervor por la música; aún así, le resulta evidente, esta comprensión no da como para sentarse juntos a repasar la colección de acetatos que sólo él visita en el estudio de su casa. El primero de los discos, lo recuerda bien, se lo regaló su tía Irma; una mujer que siempre le resultó torpe para todo menos para lo único que sabía hacer bien en la vida: querer. Y a él, su sobrino preferido, lo quería como si fuese el hijo que nunca tuvo. Un leve pito le indica que ha llegado su turno. Observa al hombre que se dispone a abordarlo. En ese momento enarca las cejas sorprendido y sus ojos se abren con cierta desmesura. Estira la mano para abrir la puerta. Cuando el tipo está a punto de subir, una mujer que se aproxima parece protestar por algo. Dionisio se apresura con la puerta para que el hombre suba; pero entonces el tipo, caballeroso, se hace a un costado y le cede el turno. Dionisio mira incrédulo a la señorita, que para entonces ya estira su mano y le entrega el tiquete.
—Voy para la calle ciento treinta y siete con avenida Suba, por favor.
—…
— Pasa algo —Patricia nota algo, en el semblante del conductor, que la atemoriza un poco.
—El señor iba a subirse —contesta Dionisio, algo turbado, sin comprender aún lo que ha pasado. Después observa por el retrovisor que el tipo, que luce algo fatigado, camina y se ubica de último en la fila.
—No había hecho la fila. Estaba confundido. —Patricia, desprevenida, revisa su bolso en busca de la billetera; algo le dice que no tiene dinero y que tendrá que pedirle al señor que se detenga en un cajero.
—Es un hombre mayor — dice Dionisio mientras observa cómo el tipo ha comenzado a conversar con la señora que le sigue en la fila. El hombre sonríe y mueve la cabeza, asintiendo.
—¡Bah! Para nada. Sólo un poco. Además parecía bastante alentadito. Igual, tiene que hacer la fila. —Cierra la cartera. Encontró en el fondo un billete de diez mil pesos.
—Era Leo Dan.
—¿Perdón?
—El señor que iba a subirse era Leo Dan. Con lo que me fascina Leo Dan.
—No sabía. Igual, tiene que hacer la fila
—Patricia se da vuelta y lo busca con la mirada. De cualquier manera su fisonomía no le resulta familiar.
Dionisio sale a la calle. Lo hace despacio. Sigue sin comprender cómo su destino le cambió en el último minuto. La tarde es gris y el cielo amenaza con desparramar sin clemencia un aguacero. De un momento a otro comienza a cantar. Pídeme la luna te la bajaré, pídeme una estrella hasta allá me iré… Mira por el espejo a la señorita, parece buscar en ella algún gesto aprobatorio. Cómo te extraño mi amor por qué será, me falta todo en la vida si no estás, ay amorrr, mi vida… Patricia intuye que el hombre quiere hacerla sentir mal; entonces mira por la ventana y piensa en León. Le resulta difícil creer que, después de siete años, le siga pareciendo un tipo oscuro e impredecible. Aún así es el hombre con el que quiere vivir el resto de su vida. El dolor es fuerte y lo soporto, porque sufro pensando en tu amor, quiero verte tenerte y besarte, y entregarte todo mi corazón. Entre fragmentos de canciones que aparecen de improviso y esperan con paciencia a que Dionisio los cante, las calles se suceden una a otra. El parabrisas deja ver algunas gotas. Las gentes caminan de prisa y comienzan a meterse en casas y oficinas. Dionisio, a la vez que canta, comienza a reproducir en su cabeza una conversación con Leo Dan que pudo haberse dado. Le cuenta lo mucho que ha querido conocer su Buenos Aires. Recrea para él la vez en que, tumbado en la cama de un hotel, lo escuchó sin descanso mientras buscaba la manera de terminar una aventura amorosa que lo consumía por dentro. Íbamos los dos, al anochecer, oscurecía y no podía ver. Yo manejaba, iba a más de cien, prendí las luces para leer. Esta no es de él, se dice; pero la versión que él cantó en alguna ocasión, le parece maravillosa.Dionisio recuerda que en su colección de acetatos tiene todos los de Leo Dan. Por la noche, de seguro, se encerrará hasta tarde a escucharlo. No le importa si al otro día le cueste trabajo levantarse. Cómo te extraño mi amor por qué será, me falta todo en la vida si no estás, ay amorrr, mi vida. Leo Dan, amable, le habría preguntado por Gloria y los hijos; entonces él se hubiese regado en detalles, le habría contado lo mucho que ha amado a esa mujer y, de paso, tendría que haberle referido una que otra anécdota que, quizá, hubiesen terminado inspirando una canción. Patricia se percata de que sólo faltan un par de cuadras para llegar; se estresa de sólo imaginar que su jefe pueda haber llegado y la sofoque con preguntas. A Dionisio, entre tanto, le parece verse frente a Gloria contándole lo que ocurrió aquella tarde. Sabe que ella lo escuchará muy atenta mientras se aplica sobre una cremallera, ajusta un encaje o mide un dobladillo; también, le parece escucharla, le preguntará que cuándo va a deshacerse de esa puerta delantera que abandonó destrozada en el patio. Unos segundos después, se detiene. Patricia pregunta cuánto es y sólo entonces Dionisio se da cuenta de que no prendió el taxímetro. Se rasca la cabeza. Entonces pide cinco mil pesos; es algo menos de lo que podría haber costado la carrera, pero no quiere arruinar el rato enfrascado en discusiones inútiles.
Patricia se baja y Dionisio suspira mientras ve cómo se aleja. Arranca. Avanza algunas cuadras moviendo la rodilla en forma acompasada. Una mano se levanta. Es otra mujer. Un poco mayor que la que acaba de bajarse. Dionisio se detiene. La mujer sube.
—Lléveme a Chapinero, por favor.
—¿Ha escuchado usted a Leo Dan?
—¿Disculpe?
—Leo Dan, el cantante.
—Por supuesto que sí. Muy bueno.
—Acabo de hacerle una carrera.
©Andrés Mauricio Muñoz.
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Bio: Escritor Colombiano (1974). Su libro de cuentos Desasosiegos menores (Casatomada, 2011), ganó en Colombia el Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS 2010; después, bajo el título Hombres sin epitafio (Ediciones Pluma de Mompox, 2011), fue considerado uno de los cinco mejores libros de ficción publicados ese año en Colombia. Cuentos suyos hacen parte de diferentes antologías; la última: El corazón habitado (Algaida, España, 2010)