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B. J. Novak

Julie y el señor de la guerra

 
Traducción colectiva dirigida por
Juan Gabriel López Guix 
Véase el original  

 
       
      —Bueno —rio Julie al cabo de tres sofisticados cócteles—. Y ahora le toca a usted...
      —Sí.
      —Te toca... A ver... Estoy... Bueno. Tengo la sensación de que sólo hemos hablado de mí. Y no sé nada sobre ti. Aparte de que eres muy, eeh, simpático y, sí, muy guapo, la verdad. ¡Oye, que no se te suba a la cabeza! No te lo tendría que haber dicho.
      —Gracias.
      —Pero me parece... bueno, si me toca pre... Bueno. A ver, ¿y tú qué haces?
      —¿Que qué hago? Quieres decir ¿a qué me dedico?
      —Lo siento, yo tampoco soporto esa pregunta. Es como, bueno, pero ¿esto qué es? ¿Una cita o una entrevista?
      Él terminó su bocado de broccolini mojado en salsa y respondió, pero ella no lo oyó bien.
      —¿Mmmmmmmmm? Sólo he entendido «señor».
      —Sí.
      —¡Aah! Bueno, esto se pone divertido.  ¿Eres un señor... has dicho algo de rentas? ¿Vives de las rentas de tus casas? Porque nunca me he llevado bien con los caseros. Mi primer apartamento...
      —No soy un casero.
      —¿Eres un... señor de la droga? —dijo Julie acariciándole la mejilla con un dedo—. Porque eso podría ser un problema.
      —No.
      —No serás... el Señor, ¿verdad? Porque no he pisado la sinagoga desde mi bat mitzvá. Ja, ja. ¡No se lo digas a mi abuela!
      Él rio educadamente. Ella se dio cuenta de que sólo se reía por ser amable, y eso le gustó más que si se hubiera reído porque la encontrara graciosa. Un tipo amable: eso sí que sería un verdadero cambio en su vida.
      —Entonces, ¿qué clase de señor eres? Bueno, si se puede saber... —preguntó con un ligero tono de contrariedad. 
      Vaya, estaba un poco achispada, ¿no?
      —Soy un señor de la guerra.
      —¡Ah! ¡Qué interesante! No sé lo que es eso exactamente. Pero me interesa aprender. Dime, ¿qué es... exactamente... un señor de la guerra? —preguntó Julie, colocando juguetonamente la barbilla entre las manos—. Ilústrame, por favor.
      —De acuerdo. ¿Sabes situar el Congo en el mapa?
      —Más o menos —respondió, exagerando.
      —Esto es África —dijo él, señalando un mapa imaginario en el espacio entre ambos–. Esto, el océano Índico. Esto, la República Democrática del Congo. Esto, el Congo normal.
      —Espera. Un momento...
      —Ya sé... pero es así. Los nombres no son míos —rio el señor de la guerra—. El caso es que... ¿Ves esto? ¿Todo esto de aquí? Es lo que controlo.
      —Así que eres una especie de... ¿gobernador?
      —No. Hay zonas del mundo que, según el mapa, pertenecen a un país. Pero, en la práctica, los gobiernos no controlan de ninguna manera efectiva esas regiones. No pueden recaudar impuestos. No pueden hacer cumplir las leyes. ¿Me sigues?
      —Sí —asintió Julie.
      —Quienes se encargan de eso son los señores de la guerra. Se dedican... nos dedicamos a sobornar, secuestrar, adoctrinar, torturar y... se me olvida algo. ¿Qué era lo quinto? ¡Ah, sí! Matar... Ja, qué curioso que se me olvidara justo eso... Matar a la población de cualquier región que se encuentre por encima de cierto umbral de recursos naturales pero por debajo de cierto umbral de protección estatal. No es exactamente tan sencillo, Julie, pero, a grandes rasgos eso es lo que decide dónde actúo. Cuando las condiciones cumplen esos requisitos, mi equipo y yo aparecemos y sembramos el terror en la zona hasta que la población entera acaba muerta, sometida o, lo ideal, integrada en nuestro ejército. Lo ideal de verdad, el escenario ideal. Un niño soldado.
      —No es que suene muy legal —respondió Julie, tratando de ganar tiempo para poder plantear sus objeciones de forma adecuada e inteligente, cosa que iba a llevar un poco de tiempo, porque ya se había tomado un par de copas y no había previsto tener que debatir un asunto espinoso que pusiera a prueba su inteligencia, y mucho menos con alguien que se ganaba la vida de ese modo.
      —No, no es legal en absoluto, ¿no me has escuchado?
      Julie se sonrojó y movió adelante y atrás el tenedor sobre la servilleta para tener algo en lo que concentrarse y huir de su azoramiento.
      —Es una demostración de fuerza más allá de la capacidad de un gobierno para hacer cumplir sus leyes.
      Y siguió contando más y más cosas. Las palabras violación y miembros aparecieron más veces que en cualquier otra cita que ella recordara.
      —¿Y qué pasa con la comunidad internacional? —preguntó Julie, esperando que fuera una pregunta inteligente.
      Normalmente, era algo que se le daba bien en las citas, pero esa noche tenía más problemas que de costumbre. 
      —¿Nunca te presionan para que pares? ¿O... ‒añadió, pensando que podría haber algo más‒ o algo así?
      —Sí —dijo el señor de la guerra—. ¡Claro que sí! Por ejemplo, hace un tiempo apareció algo sobre mí en Twitter, ¿estás en Twitter?
      Ella dijo que sí, pero que no lo miraba mucho. 
      —¡Igual que yo! —rio él—. Tengo una cuenta, nunca sé si la uso mucho o no. El caso es que una vez fui trending topic. ¿Sabes lo que es?
      Lo sabía.
      —La verdad, me desconcertó muchísimo. Entré en una espiral en la que buscaba mi nombre cada dos segundos, y encontraba cuarenta y cinco menciones nuevas sobre mí. ¡Todas negativas!
      —No te puedes dejar caer por esa pendiente —dijo Julie.
       —Exacto. Pero, bueno, no duró mucho —dijo el señor de la guerra—.  Ya sabes cómo es Twitter... enseguida la gente pasa a otra cosa.
      —¿Y qué hay —preguntó Julie, dando el último sorbo de su cóctel mientras sentía la vuelta de una prematura oleada de seriedad— del aspecto ético del asunto? ¿Cómo te sientes? ¿No te incomoda?
      El señor de la guerra señaló a Julie con el tenedor.
      —¿La blusa que llevas? ¿Es de Anthropologie?
      —Es de H&M —respondió Julie—, pero gracias por pensarlo.
      —Más a mi favor —dijo el señor de la guerra—. ¿Conoces las condiciones de las fábricas que han hecho esa blusa? ¿Lo has pensado alguna vez?
      —Sí, bueno, no. No es... Buen intento. Sólo porque... No. Y sí, claro que sé que este teléfono, por ejemplo, que uso todos los días... pero no. ¡No! No puedes... No sirve de nada comparar... Mira —dijo Julie—, sé que no hay excusas. Pero eso tampoco significa...
      —Por si están pensando en el postre —dijo la camarera en voz baja, dejando dos rígidas hojas de papel artesanal frente a Julie y el señor de la guerra.
      —¿Te acuerdas de cuando primero te preguntaban si querías ver la carta de postres? —preguntó el señor de la guerra—. Ahora cualquiera te asalta con la carta de postres sin preguntar. ¿Desde cuándo lo hacen?
      —¡Es verdad! —dijo Julie—. ¡Además, todo el mundo lo empezó a hacer al mismo tiempo! ¿Cómo pasan esas cosas? Que, en todos los sitios, así —chasqueó los dedos—, cambien de política al mismo tiempo.
      —Es una pregunta digna de un sociólogo, de alguien como Malcom Gladwell —dijo el señor de la guerra.
      —Sí.
      Los dos examinaron la carta; los dos pares de ojos se centraron sin motivo alguno y sin que eso fuera de gran ayuda en la mitad de la lista de postres y luego dieron achispadamente vueltas y vueltas hasta asimilar la mayoría de las palabras importantes.
      —Nunca he entendido qué es esto de «Tarta de chocolate sin harina» —dijo al final el señor de la guerra—. ¿Tan mala es la harina? Digo, comparada con las demás cosas del pastel de chocolate.
      —¿Quieres que compartamos una? –preguntó Julie.
      —Al fin y al cabo, la harina es lo más sano una tarta de chocolate –prosiguió el señor de la guerra–. ¿De qué se trata? ¿De que la tarta sólo tenga huevos, azúcar y mantequilla? Y, además, ¿a quién le importa? Es una tarta de chocolate. Ya sabemos que no es comida sana. Uses los ingredientes que uses. Lo importante es que sepa bien. No nos hace falta saber cómo se hace... la haces y punto.
      —¿Quieres que compartamos? —repitió Julie.
      —Vamos a compartir la tarta de chocolate sin harina —dijo el señor de la guerra.
      —¡Genial! —dijo la camarera, y volvió a desaparecer.
      —¿Y tienes que viajar mucho? —preguntó Julie.
      —No tanto como me gustaría. De vez en cuando conseguimos algún cese de hostilidades, después de alguna matanza especialmente sangrienta, y las cosas se tranquilizan durante una temporada. Eso es lo que me ha permitido tomarme un tiempo libre, viajar, conocerte... cosas así. Ah, te lo quería decir: eres todavía más guapa en persona que en tu foto de perfil.
      —¡Oh! Gracias.
      —Sí, quería decírtelo. Una sorpresa agradable. Lo más frecuente es al revés.
      —Ja. Bueno, gracias. Mmm, tú lo mismo. Que no se te suba a la cabeza.
      —Gracias. El caso es que... he perdido el hilo.
      —¿Ceses de hostilidades?
      —¡Ah, sí! Ya sabes cómo son los ceses de hostilidades... nunca duran.
      —Sí, creo que vi algo sobre eso en el programa de Jon Stewart. Debe de ser frustrante.
      —¡Sí que lo es! Gracias, Julie. Ésa es justo la palabra —dijo el señor de la guerra—. ¡Es muy frustrante!
      —Tarta de chocolate sin harina— dijo la camarera.
      —Gracias —dijeron al mismo tiempo Julie y el señor de la guerra.
      —¿Puedo traerles algo más? ¿Otra bebida?
      —La verdad, no debería— dijo Julie—. Por cierto, ¿estás bien para conducir?
      —Tengo chófer —respondió el señor de la guerra.
      Julie pidió el cuarto y último cóctel.
        
      Pregunta para el debate
      ¿Crees que Julie debería follarse al señor de la guerra? ¿Por qué sí o por qué no?
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     © B.J Novak

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 Biografía del autor:
 B.J. Novak es escritor conocido por su trabajo en la serie The Office como actor, escritor, director y productor ejecutivo. También conocido por sus monólogos y papeles en películas como Malditos Bastardos, de Tarantino, y la producción de Disney, Al encuentro de Mr. Banks. Está titulado en Universidad de Harvard en Literatura Inglesa y Española.
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Traducción coordinada por Juan Gabriel López Guix en el marco de un taller de traducción en línea organizado por el Centro Internacional Antonio Machado en febrero de 2022. Se trató de un proyecto de traducción tricontinental, puesto que además un grupo de participantes conectados desde diferentes lugares de la península ibérica, otros lo hicieron desde Atenas, Shanghái, Oregón y Carolina del Norte. Los traductores fueron: Denise Fainberg, Isabel López Palomino, Joaquín López Toscano, Ángela Monio Muñoz, David Pardo, Mar Rodríguez, Laura Salas Rodríguez, Juan G. Sánchez Martínez y María Vargas Jiménez. La versión final fue amablemente revisada por Celia Filipetto.Véase el original