
Emilio Chapí Verdú
El cuervo dispara primero
Una gaviota cruzó el cielo para posarse en la cúspide de uno de los arcos dorados, con ella traía el olor a mar, a salitre y a arena, a sol y a brisa. Pero en aquel aparcamiento, frente al McDonald’s, la presencia de la gaviota era el único indicador de que seguía existiendo la naturaleza más allá del asfalto y los coches y los humos de los tubos de escape y los edificios bajos de ladrillo de los restaurantes de comida rápida. La gaviota miró en dirección al aparcamiento, y al vehículo que acababa de detener el motor. De ese vehículo descendió Joe el Cuervo, y cuando cerró de un portazo, el chasquido, mas parecido a un disparo, hizo que la gaviota levantase el vuelo y se alejase perezosa, de esa forma en que se desplazan las gaviotas, sin esfuerzo, arrastradas por el viento. Y en el aparcamiento ya no quedó ni rastro de la naturaleza, ni siquiera en el interior del pecho de Joe El Cuervo, donde se supone que aún habita un recuerdo de los tiempos en los que corríamos por los bosques y los montes.
El Cuervo hurgó en el bolsillo de su abrigo negro hasta que consiguió pescar un cigarrillo. Lo extrajo sujetándolo con dos dedos por el filtro y se lo llevó a los labios con un solo movimiento. En el interior del restaurante un hombre terminaba sus patatas fritas, acompañándolas con sorbos de refresco de cola. El hombre en cuestión era de talla medía, pero de hombros anchos. Sus facciones tenían algo de romano, algo de emperador, más bien de general, con su nariz corta y ancha, y el pelo y la barba pegadas al cráneo como un casquete. A su lado descansaba un bastón. Allí estaba Roberto Marciano, el hombre al que había venido a matar.
Mientras esperaba a que Roberto terminase, El Cuervo recordó la visita a casa de su padre, de ello hacía menos de un mes, pero para Joe un mes era mucho tiempo, era toda una vida. Recordó la sensación de miseria que le había asaltado nada más abrir el portal. El hedor que le picaba en la nariz mientras ascendía las escaleras que conducían a la tercera y última planta, donde los quejosos huesos de su padre habían ido a parar después del divorcio. A esto se había visto reducido el viejo, y a Joe no le importaba en absoluto salvo por haberse visto en la obligación de ir a visitarle al pasar cerca de la ciudad.
Tocó el timbre y Lauren abrió la puerta con una sonrisa. Nunca había visto a la nueva pareja de su padre y le sorprendió encontrarse con una mujer que apenas pasaba la cincuentena y que conservaba gran parte del atractivo que hacía unos años debía haberla hecho estallar como una granada de mano. Y Joe el Cuervo estaba convencido de que había estallado y que los efectos se notaban en la gastada piel y en las ojeras profundas y malvas que solo una juventud disipada puede dejar bajo los ojos. Su oscuro iris era mate, sin brillo, casi glauco; y al sonreír la dentadura era más amarilla que blanca. Lo mismo ocurría con su cabello, largo y oscuro, pero sin lustre.
–Tu debes de ser Joe, ¡pasa, pasa! –Lauren colocó una mano en el hombro de El Cuervo–. Tenía muchas ganas de verte, tu padre no hace más que hablar de ti. Nos hemos tomado la molestia de prepararte una habitación.
La mano de Lauren, que empujaba a Joe, descendió para detenerse a escasos centímetros del inicio del pantalón, allí donde la espalda se curva. El piso por el que le conducía había conseguido meter tres habitaciones en apenas cincuenta metros cuadrados. Pasó frente a un diminuto cuarto de baño y ante una puerta abierta que daba a una cocina fina y alargada donde se acumulaban los olores a comida y a la basura que seguramente se ocultaba bajo el fregadero y que comenzaba a descomponerse por los rigores del verano. El final del recorrido dio a un abigarrado salón en el que su padre descansaba como una pieza de decoración más, es decir, con el mismo mal gusto que el resto de los objetos, como la lámpara con base de porcelana o el aparador de madera innoble y mal disimulada.
Al viejo lo encontró, eso, más viejo, más cansado. Le costó levantarse del butacón en el que dormitaba. Joe lo miró unos instantes, el tiempo que tardó el corpachón de pecho peludo en salvar el metro y medio que los separaba para estrecharlo entre sus brazos. Durante ese breve instante, El Cuervo calculó que su padre debía frisar la setentena o, tal vez, aún se encontraba en unos placidos sesenta y cinco años. En cualquier caso, no era excusa para la lentitud de sus movimientos ni para el dolor achacoso con el que sus articulaciones parecían rotar, más como engranajes oxidados o cojinetes aplastados.
–Te veo bien, hijo. Estás en forma. ¡Vaya! Ven dame un abrazo.
Joe no acertó a decir nada, y Lauren salió a su auxilio sin saber que lo estaba haciendo. Posó una mano en el hombro de cada uno y, sonriendo, dijo:
–Esto hay que celebrarlo, ¿Por qué no abrimos una buena botella? He preparado carne asada para cenar.
–Ya verás, la carne de Lauren es la mejor –dijo su padre con un guiño que parecía indicar que no solo hablaba del asado.
–Si no os importa, preferiría darme una ducha antes.
–Claro, faltaría más. Mi casa es tu casa, hijo, ya lo sabes.
Se mordió la lengua mientras Lauren le acompañaba hasta su habitación. ¡Claro que era su casa! había estado pagando la hipoteca de su padre desde que este perdió el trabajo. Cuando llegaron a la habitación Lauren le señaló la cama como si él no hubiese visto ninguna en su vida. Se demoró unos instantes en el marco de la puerta, con los ojos fijos en Joe y los amarillos dientes atrapando un carnoso labio. Joe se quitó la chaqueta y la dejó en el respaldo de una silla. Comenzó a desabrocharse los botones de las mangas y, poco a poco, hizo lo propio con los de la camisa. Lauren seguía en la puerta, inclinada, apoyándose en el marco. Joe El Cuervo la miró.
–En el baño tienes de todo, ya sabes donde esta, es lo bueno de las casas pequeñas –dijo con un graznido que intentaba pasar por risa–. Mejor me voy a terminar de preparar la cena, ¡esa botella de vino no va a abrirse sola!
El Cuervo asintió en silencio y esperó a que se hubiese alejado unos pasos para cerrar la puerta y colocar la maleta encima de la cama. Corrió la cremallera. Tenía la costumbre de doblar pulcramente la ropa y organizar su equipaje de manera metódica. Viajaba mucho, y una maleta ordenada era una mente ordenada. Revisó el contenido: tres camisas, dos pantalones, cinco juegos de ropa interior, una toalla, un sobre con documentación en la que figuraban cinco nombres y apellidos distintos y un fajo de billetes, una pesada pistola Desert Eagel Mark XIX de .44 de color negro y una caja de munición. Extrajo ropa limpia del interior y la colocó con cuidado al lado de la maleta antes de cerrarla. Dudó unos instantes para, finalmente, deslizar el equipaje bajo la cama. Terminó de desvestirse. Se rodeó las caderas con la toalla y cruzó el pasillo hasta el baño.
Algo más refrescado y con un traje nuevo volvió al salón. Le sorprendió ver la botella de vino mediada y la copa frente a Lauren tintada de rojo. Su padre seguía en el sillón, con la vista clavada en las imágenes sin sonido de un partido de fútbol, los parpados velando unos ojos somnolientos, la boca ligeramente abierta y la respiración pesada de sueño.
–Huele muy bien, Lauren, me refiero al asado.
–Gracias, Joe. Es una receta familiar. No me la pidas, porque prometí que me la llevaría a la tumba –dijo Lauren levantándose de la mesa con esfuerzo.
–Aunque me la dieses sería incapaz de hacerlo tan bien como tú.
Lauren dio dos pasos en su dirección y colocó una mano en su hombro. Buscó el contacto con su cuerpo, que sus pechos rozasen su brazo, que su pelo acariciase la parte inferior de la nariz. Se había aplicado colonia con generosidad. Joe El Cuervo sintió cierta urgencia en Lauren a través de la tela que los separaba.
–¡No me habías contado que tu hijo era todo un donjuán! –dijo con una carcajada–. En cinco minutos va a estar la cena. Espero que tengas hambre, Joe. Seguro que sí, un hombre tan grande y sano como tú tiene que comer.
La esposa de su padre dio dos pasos en dirección a la cocina y luego regreso a la mesa para llenar la copa como si necesitase que le hiciese compañía. Murmuró algo sobre sacar otra botella.
Joe salió a la terraza y se recostó en la barandilla, a su lado había una silla de mimbre, el polvo se acumulaba entre los haces. Encendió un cigarrillo. Su padre roló los ojos en su dirección.
–¿No crees que Lauren bebe demasiado?
–¿Qué tal el trabajo? –dijo el viejo apagando el televisor, aún así sus ojos no perdieron el contacto con la imagen, ahora negra.
–Ya sabes, viajo mucho, apenas paso más de dos semanas en la misma ciudad, pero el sueldo es bueno, sobretodo si pesco algún pez gordo.
El viejo soltó una risita, lo miró un instante para apartar los ojos enseguida. ¿Qué era aquello que había detectado en el fondo de la pupila? Decepción, vergüenza. No. Era miedo. Terror. Por él, por El Cuervo, por aquello en lo que se había convertido su hijo. Pero ¿cómo podía saberlo? De la cocina les llegó el estruendo de un cristal estallando en mil pedazos, cubriendo con pequeñas esquirlas el suelo de linóleo. La risa de Lauren tardó unos instantes en brotar.
–¡Una menos que fregar luego! –Lauren volvió a reír en la cocina– Espero que estéis preparados porque allá vamos el asado y yo.
El Cuervo arrojó la colilla por detrás de su hombro y dejó que se fundiese con la noche. Lauren avanzaba inclinada por el pasillo, haciendo equilibrio con la bandeja del asado, una nueva botella de vino y una copa que se balanceaba bocabajo, apenas sostenida por dos dedos. Joe fue a ayudarla. Tomó la bandeja del asado. Lauren se rellenó la copa.
–¡Esto si que es un hombre! Tu hijo es todo un caballero, siempre dispuesto a ayudar a una damisela en apuros. Había pensado que Joe ocupase la cabecera, es nuestro invitado de honor –volvió a reír.
Lauren lo condujo a su asiento apoyando las dos manos sobre sus hombros. Una vez sentado se inclinó sobre él. Su abundante cabello desparramándose sobre el plato y los cubiertos, los pechos aplastándose contra su espalda. Joe notaba el aliento dulzón de vino contra la oreja, y el abandono con el que sus frases se enhebraban.
–¿De joven eras igual de guapo que tu hijo?
–No lo sé, supongo. No lo recuerdo.
–Dime, Joe, ¿tienes pareja? Seguro que hay una chica coladita por ti allá en casa. ¿Cómo es? ¿Es guapa? Apuesto a que sí. Por lo menos dime que no es más atractiva que yo. Aunque sea una mentira.
Joe se limitó a negar con la cabeza.
–Este chico es incapaz de comprometerse con nadie, míralo.
Cuando Lauren descorchó la tercera botella de vino, Joe se sentía lleno, harto de comer y de beber, harto de la conversación y de las opresivas paredes del reducido salón, que parecían a punto de desmoronarse sobre ellos. Aceptó la copa a regañadientes y salió a la terraza a fumar. Lauren dudó unos instantes con los vidriosos ojos clavados en la copa antes de inclinar la botella para beber directamente del cuello un largo trago. Una roja gota rodó desde la comisura de los labios y descendió por su garganta.
–No hace falta que me engañes, Joe.
–¿De qué hablas, viejo?
Desde la cocina llegaba el ruido del agua y el trajín de los cacharros. Lauren cantaba a pleno pulmón una rumba subida de tono que hablaba de una serpiente que no era una serpiente, si no otra cosa.
–Sé que no eres comercial, eres… otra cosa –Joe rio–. He visto la pistola, hijo, la he visto y sé que la has usado. ¿Cuántos han sido? No, no me lo digas. ¡Joder! Me falta el aire –el viejo se apoyó en la barandilla boqueando, al otro lado luces parpadeaban en la noche de la ciudad que se perfilaba más abajo, más hundida en el cieno.
–¿Qué te importa?
–Eres mi hijo, yo… No creo haberlo hecho tan mal. Quiero que lo dejes. Si no es por ti, hazlo por mi.
Joe soltó un bufido.
–Siempre has sido un cobarde, viejo. No te preocupaba a que me dedicaba cuando pagaba tus facturas, ni cuando financiaba tus borracheras, ni cuando costeé la boda con esa fulana a la que llamas esposa. No te importaba nada de donde salía el dinero, solo que siguiese llegando. Ahora has visto una pistola y algo se te ha removido dentro, ¿sabes lo que es? Estas lleno de mierda, eso es.
El padre de Joe enterró la cara en las manos y comenzó a llorar. El Cuervo notó como la ira se acumulaba en su interior, levantó el puño, pensó en lo fácil que sería partirle el cuello a aquel anciano.
–¿Qué tal va todo por aquí? –Gritó Lauren desde la puerta –Me he tomado la libertad de preparar gin tonics. ¿Te gustan, Joe? Espero que sí, a mi me encantan. No hay nada mejor para relajar el ambiente. Yo es que me tomo uno me desaparecen las inhibiciones. ¿Qué tal si ponemos algo de música?
–Yo no quiero –Aclaró el padre de Joe, pero en las manos de Lauren solo había dos copas, y estaba claro que ninguna era para él.
El equipo de música llenó el silencio con la percusión de ritmos caribeños. Lauren subió el volumen.
–Me voy a la cama –anunció el viejo.
–¡Ah! Eres un aburrido, lo estamos pasando tan bien –dijo Lauren dando un largo trago a su copa esférica–. Justo ahora que la cosa comenzaba a animarse.
–¡Estoy cansado, Lauren! Tengo derecho a dormir cuando me da la gana.
–¡Está bien, está bien! No hace falta que me grites –El viejo no se había alejado dos pasos cuando añadió entre dientes—: Mejor así, es un muermo. ¿Te gusta bailar? ¡No! Bueno, no pasa nada –Lauren soltó una carcajada–. Yo bailaré para ti, de acuerdo, no tienes que hacer nada.
Comenzó a contonearse en lo que intentaba ser una danza seductora, pero que el exceso de alcohol había convertido en algo cómico. O lo habría hecho si no fuese porque los dos sabían a donde conducían aquellos burdos movimientos de cadera, esa forma descarada de dejar caer la cinta de los hombros e inclinarse para que Joe viese más de sus pechos. Bandeaba con el cabello, entreabriendo los labios en un fingido éxtasis.
A la mañana siguiente Joe abandonó el apartamento de madrugada, antes de que ninguno de los dos despertase, e instantes antes de cerrar la puerta, se detuvo y escucho los ronquidos de Lauren, y la pausada respiración de su padre en la cama, acompañada de sollozos intermitentes.
Estaba pensando en ello cuando Roberto se levantó de su asiento, se puso la chaqueta y tomó el bastón que descansaba colgando del respaldo de una de la silla. Joe dejó caer el cigarrillo y se separó del coche. Roberto, caminaba despacio, ayudándose con el bastón, la mano derecha aferrándose a la empuñadura recta de marfil, los nudillos blancos por la fuerza. Joe se alisó el abrigo y tanteó en busca de la culata. Soltó el botón y quitó el seguro. El hombre con semblante romano empujó la puerta con la mano del bastón y se protegió de los rayos del sol haciendo visera con la otra. Joe, en un solo movimiento, sacó la pistola de su funda y enfiló el cañón al pecho de Roberto. Sonó un disparo. El bastón cayó al suelo con un repiqueteo. La mano de Roberto humeaba ligeramente. Joe se cogió las costillas allí donde había entrado la bala. Era el mismo orificio por el que ahora manaba la sangre, roja, espesa, propia
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Acerca del autor:
Nombre: Emilio Chapí Verdú.
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