The Barcelona Review

Facebook


                    
                    

twitter


      
      

Fredy Torres

Trencadís

  
Julián bajó por las escaleras del piso comunitario en el que vivía de okupa, se cubrió la cabeza con la capucha del buzo, saludó a sus amigos africanos y caminó por los oscuros callejones de El Raval rumbo a las veredas luminosas de El Ensanche, que es como ir de lo antiguo a lo moderno.
       La estela de un avión comercial que llegaba o partía de El Prat atravesaba un cielo sin nubes.  Los negocios estaban cerrados y la ciudad se movía con la pereza propia del Mediterráneo.
       Julián hablaba solo, entre dientes, como contándole a un amigo imaginario las peripecias de un porteño que termina bailando el tango a la gorra.
       “¡Estado de sitio las pelotas!” escupía un año atrás, con los ojos enrojecidos por el gas, mientras la montada lo corría por todo Plaza de Mayo.
       Julián atravesó las ruinas de la antigua muralla y poco después llegó a las cuatro naves en forma de cruz griega que forman el mercado de San Antonio.
       Los puestos de la feria dominical estaban distribuidos sobre las veredas del entorno, bajo unas galerías de chapas dispuestas contra el muro y las verjas perimetrales del Mercat.
       La gente rebuscaba entre postales, monedas y libros antiguos. Julián tuvo la sensación que el aire a su alrededor se oxidaba.
       Un músico callejero que tocaba un organillo de manivela lo miró como diciendo: “Este no es tu lugar”.
       Julián se quedó rondando hasta que algo lo llevó al puesto de un viejo de piel curtida. No parecía una de las paradas fijas, más bien algo improvisado.
       El viejo estaba sentado en una silla plegable y había dejado el bastón apoyado contra la pared.
       Sus libros estaban sobre una manta, en el piso, como si alguien los hubiese amontonado al descuido. Había un gato negro echado sobre aquel embrollo.
       El viejo miró a Julián de reojo, mientras echaba en su pipa tres pellizcos de tabaco extremeño…
       —Revuelva —le dijo—, lo están esperando.
       Julián aceptó por cortesía y al acercarse a la manta el gato se apartó con desgano.
       En la superficie destacaban las novelitas de bolsillo, esas que se vendían hace tiempo en los kioscos de revistas. Por debajo había un rejunte amarillento…
       Julián apartó un Astérix y rescató del fondo a uno de sus autores favoritos, Bioy Casares. La novela se llamaba Irse y contaba la historia de un hombre común que se encierra en un altillo a fabricar una máquina extraordinaria.
       El libro tenía no menos de cuarenta años y estaba salpicado con manchas de moho y café. La pulpa se desgranaba al tacto. Julián se entretuvo leyendo alguno de sus párrafos.
       —Nunca había visto este libro… —dijo con desconcierto.
       —Todos los libros están escritos —respondió el viejo mientras encendía el tabaco y daba la primera pitada—. Todas las combinaciones son posibles —agregó como reflexionando en voz alta.
       Julián, que desconfiaba de los viejos, dejó el libro y saludó con gesto indolente. Ya de espaldas escuchó la voz del librero que decía:
       —En esta combinación usted llega al mercado, en otra nunca se fue de Argentina…
       —Que pelotudez —respondió Julián con fastidio.
       El viejo lo miró desilusionado.
       —Disculpe, lo confundí con otra persona… Adéu —saludó mientras desaparecía entre volutas de humo acre.
       El gato volvió a acomodarse entre los libros y Julián se alejó con la miserable sensación de haberse comportado como un imbécil.
       Por los alrededores grupos de niños se reunían en las ochavas para intercambiar figuritas.
       Esa misma noche Julián comprobó que Bioy nunca terminó aquella novela. Se trata de un proyecto interrumpido, unas cuantas hojas manuscritas con una Pelikan soñadora que se fueron marchitando en el fondo de algún cajón.
       Pasó la semana imaginando ese universo paralelo insinuado por el viejo; era como en esos libro-juegos de su infancia con finales alternativos en donde cada uno podía modificar el transcurrir de la historia. “Recuerda que tú decides la aventura, tú eres el héroe de esta aventura”, decía el lema de la colección.
       Al mismo tiempo Julián se separó de su compañera de baile y exilio, que lo dejó sin culpa para bailar en boliches de Ibiza. Así fue como abandonó el tango y empezó a trabajar de bachero en Las Ramblas.
       Al domingo siguiente volvió a San Antonio. Hacía frío, llovía y los puesteros vaciaban los carros de madera en los que llevaban sus libros.
       Buscó, pero ya no estaba el viejo, ni el gato; tampoco el músico callejero. Preguntó, pero nadie sabía de ellos, jamás los habían visto por ahí.
       Nadie sabía que Bioy nunca terminó de escribir su novela. Julián no pudo recordar qué tipo de máquina era la que fabricaba el personaje de Irse.
       Decidió esperar bajo el techo de la galería a que pasara la tormenta. Una de las paredes estaba decorada con un trencadís modernista. Julián se quedó observando como encastraban esos fragmentos desechables de vidrio, azulejo y cerámica…
       “Todas las combinaciones son posibles” había dicho el viejo, y recordó que un final de los libro-juegos, el que más le gustaba, lo hacía volver al principio de la historia.
       Mientras pensaba en todo eso parpadeó el sol entre las nubes y dejó de llover.

________________________

© Fredy Torres

    Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review.
     Rogamos lean las condiciones de uso

       Fredy Torres (Argentina, 1971)
       Es Bachiller especializado en Letras.
       Estudió Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires.
       Se perfeccionó en guion y dirección con varios maestros nacionales.
       En 2006 fue becado por el programa País del Festival de Cine de Mar del Plata.
       Trabajó tanto en cine como en televisión, alternando entre el documental y la ficción.
       Entre sus múltiples trabajos como autor se destacan:
       El cortometraje para Historias Breves 2 «Líneas de Teléfonos» (1996), ganador de numerosos premios internacionales, el documental «El Nuremberg Argentino» (2004), nominado al Cóndor de Plata a mejor guion; y la miniserie "Evita, un mito argentino" (2005), ganadora del premio Martín Fierro a mejor documental.
       En 2010 dirige su Opera Prima «La Campana», calificada de Interés Especial por el Instituto de Cine argentino.
       Como guionista free lance destaca la adaptación de la novela «La plegaria del vidente» (2012), nominada al Cóndor de Plata por mejor guion adaptado. 
       En 2020 escribe su primer libro de relatos «Cuentos para hacer películas». En 2021 un cuento suyo resulta finalista del concurso «Yo te cuento Buenos Aires», por la legislatura porteña, y otro acaba de ser publicado por la revista de cultura alemana Lado Berlín.

 

 

 

 

 


      


 

arriba