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biografía | versión en inglés

Contra la puerta
por Margarita SaonaBUG

 

 

De pronto lo ves, pero retrocedes de inmediato, instintivamente, para dejar de verlo, o para que él no te vea a ti, no lo sé. Pero como no puede ser, no puede ser que lo estés viendo, vuelves a asomarte y sí, compruebas que está allí. A contraluz, su figura recortándose contra la puerta, tras la sala de estar, al fondo del pasadizo. Allí está. Y te mira. O no te mira, porque no tiene ojos, o si los tiene tú no los ves, pero tú sí que lo miras. Desde el patio de losetas rojas que al pasar el umbral de la sala de estar se transforman en un tablero negro y blanco, te vuelves a asomar una y otra vez sólo para comprobar que sigue allí, que no te lo has imaginado. Piensas que tal vez si miras más abajo o más arriba o un poco más a la izquierda, desaparecerá, como un holograma, aunque tú no sepas todavía de hologramas, piensas que podría desaparecer como desaparecen las telarañas o las motitas de polvo si abandonas esa posición única que te las descubre. Pero no desaparece. No ha sido una ilusión. El cuco está allí, contra la puerta, y no se parece a Godzilla ni a King Kong, ni a ningún otro monstruo conocido. Apenas un montón de piedras vivas, rojas y negras, apiladas como una montaña que se recorta contra la poca luz que el vidrio catedral de la puerta deja pasar. Ni brazos, ni piernas, ni ojos, ni cara, sólo piedras rojas y negras, como una montaña viva contra la puerta. Desvías la mirada una vez más. Quieres volver a los soldaditos de plástico verde que no se enfrentan sobre las losetas rojas, que se organizan en filas y batallones, en un juego perpetuo en el que la guerra nunca llega, soldaditos diminutos ante esa figura que se recorta contra la puerta. Quieres volver a tu juego, pero no puedes. El cuco está allí.

         Está allí, contra la puerta, y sabes que de nada sirve llamar a mamá, porque mamá no está, salió esta vez sin llevarte, aunque tú hubieras querido que te llevara, sentarte a comer un alfajor y una cocacola en la Granja Azul de la Avenida Larco mientras ella le hace los pedidos al carnicero, y esperar a que acabe de hacer las compras relamiéndote el azúcar en polvo que se te pega en los labios, y no estar mirando al cuco recortado contra la puerta, tal vez mirándote... pero esta vez no te ha llevado, y de nada te sirve llamar, porque tampoco tus hermanos están, ni Javier, ni Marta, ni Pelusa, porque son grandes y están en el colegio, y Papá, claro, trabajando, y Anita está ocupada en la cocina y si llamas te contestará con un grito desde allí, así que de nada sirve llamar, pero sobre todo no sirve llamar porque sabes que el cuco está allí sólo y exclusivamente para que tú lo veas. Miras otra vez y sí, allí está y algo dentro de ti tiembla, pero no es temor, o sí, esa emoción que te recorre. Y tú sabes que no es un juego, que esta vez no es un juego de esos que inventas porque a papá y a mamá les divierte que seas una niña tan imaginativa, y que digas que ves sirenas cada vez que el auto cruza el puente de Miraflores, para entonces seguirte el juego y contar contigo esas sirenas inexistentes desde el puente que gracias a ti es ahora el puente de las sirenitas en ese juego que también tus hermanos desde el asiento de atrás estimulan o toleran, según el humor del día, porque tú eres la hermanita chiquita y puedes decir que ves sirenas, aunque tú sepas que no hay sirenas, que ni papá, ni mamá, ni tus hermanos las pueden ver, porque tú tampoco las ves, sólo juegas a que las ves, sentada entre papá y mamá que también juegan. Pero esta vez es diferente. Tú no estás entre papá y mamá, el cuco está allí y no es un juego.

         Un sonido de llaves te hace parpadear y en la luz que entra por la puerta que se abre la imagen del cuco se desvanece. ¡Mamá!

         Te gusta despertarte en las mañanas y meterte en la cama de mamá. Te gusta ver cómo papá le da un beso de despedida y entonces tú te acurrucas a su lado, mamá huele a vainilla y a pan, a cosas suaves y tibias, y Anita trae el desayuno para mamá, y ella te convida una parte de su tostada que sabe como ninguna otra tostada, y al olor de mamá se suma el del café y el de la toronja, que es linda pero amarga. En cambio por las noches, duérmete niña, duérmete ya, si tú no te duermes el cuco... pero no, no es el cuco lo que te asusta, el cuco no vendrá, tú sabes que está allá, paradito contra la puerta, esperándote para que lo veas mirándote paradito contra la puerta. No, no es el cuco lo que temes. Son las voces que escuchas pero no entiendes, voces que llegan con la rayita de luz que se cuela bajo la puerta de ese cuarto oscurecido para que te duermas, que si no te duermes... Voces, la voz de papá, la voz de mamá, pero algo duro y áspero hace que no parezcan sus voces, y quieres y no quieres dormirte, y si no te duermes, y escondes la cara contra la pared, como si no mirar pudiera también ser dejar de oír, que si no te duermes...

         La hora de la siesta. La puerta del cuarto de papá y mamá está cerrada y a ti te crece ese enorme aburrimiento de la hora de la siesta. Te dicen que no hagas bulla, que te vayas a jugar al patio de al fondo. Javier y Marta leen cada uno tirado en su cama y Pelusa te ofrece jugar contigo, pero siempre acabas mal en los juegos con Pelusa, así que decides hacer caso e irte al patio del fondo, aunque el olor del maracuyá haga más denso el calor de la tarde de verano y las orugas rojas y negras amenacen con caer de la enredadera y aplastarse, puaj. Anita percibe tu tedio y tal vez por compasión y tal vez para que no la empieces a fastidiar a ella, te da un pedazo de tomate. "Anda, dale esto a Coco, que debe estar con hambre", y tú, feliz con tu importante tarea te vas al patio del fondo a buscar a Coco, aunque no es fácil, su caparazón se confunde con la tierra, bajo los geranios, pero la encuentras, por suerte bastante lejos del maracuyá, y la tortuga se acerca con toda su pachocha a esa media luna roja y jugosa que le ofreces. Coco, cuco, no, el cuco no tiene la cara de Coco, porque no tiene cara, y Coco sí, una cara chistosa, con esa boca que parece el pico de un pájaro, esa lengua gorda, esos ojitos como de sueño. Parece contenta, Coco, comiendo el tomate, y a medida que lo muerde el tomate te parece más y más lindo, más rojo, más jugoso, Coco mastica lentamente y de pronto sientes ganas de ser Coco comiendo el tomate, ganas de morder ese tomate rojo y jugoso, y aunque nadie te ha dicho que no te comas el tomate de Coco sabes que papá se horrorizaría, si hay que lavarse las manos dos veces con jabón después de jugar con los animales, como se les va a ocurrir que tú de pronto quieras comer de ese tomate mordido por Coco, Coco mordiendo y masticando como si no hubiera nada más en el mundo, y sientes por dentro unas cosquillas, como las que sientes cuando lo ves, al cuco, no a Coco, mirándote, paradito contra la puerta, y papá, y los microbios y las bacterias, "porque mi papi es doctor...y el mío también", como en ese estúpido comercial de la televisión que pretende vender un producto con autoridad, y no sólo los microbios y las bacterias, sino que además, cómo le vas a quitar su comida a Coco, que vuelve a morder como saboreando, pero sólo un poquito, es un pedazo muy grande para una tortuga tan chiquita, y no te lo vas a comer todo, un mordisco tú y uno ella, y luego otro para ti, y después otro para ella, y ningún tomate supo antes como éste, como ninguna otra tostada sabe como las tostadas de mamá, un mordisquito más, como un pedazo de sol fresco en la boca...

         No le has hablado a nadie del cuco, como no le has hablado a nadie de Coco y ese secreto que tiene contigo, ¿se habrá molestado Coco porque te comiste un poco de su tomate? No le has hablado a nadie del cuco, porque creerían que estás jugando, como con las sirenitas, y no es un juego, aunque también lo es, cuando te sientas sobre las losetas rojas y frías, con ese cosquilleo ya antes de mirar, y miras y allí está, contra la puerta, te asomas, te escondes, te vuelves a asomar, y ese miedo dulce te recorre, silencio, frío en las piernas, y esas cosquillas cada vez que compruebas que está allí. Te gusta sentarte a jugar en las losetas rojas, te gusta sentir el frío en las piernas con esos pantaloncitos que alguna vez fueron de Javier, como si pudieras ser un poco Javier, porque a veces te gustaría ser Javier, porque a él, claro, nadie le dice que las niñas no se trepan a los árboles, que no juegan al fútbol, que les toca jugar a la casita y a la mamá, le dirán otras cosas, seguro, pero no sabes cuáles, y a veces te parece que sería más divertido ser como Javier, de hecho todo el mundo dice que te le pareces tanto, y te gusta pensar qué haría Javier si él viera al cuco, contra la puerta, mirándolo. Pero otras veces también te gustaría ser como Marta, porque camina tan lindo, moviendo las caderas, y porque se pone perfume de una forma tan chistosa, unos toquecitos con los dedos detrás de las orejas, y bajo los brazos, los codos, las rodillas, te da risa verla repetir ese ritual todas las mañanas, y si viera al cuco seguro que le hablaría como a un viejo amigo, o lo dejaría estar, allí tranquilo, paradito contra la puerta. Como Pelusa no. Ella te dice que no la quieres y cuando dibujas perros te dice que en realidad parecen lobos, qué lindos tus lobos, te dice, pero tú no entiendes por qué Pelusa ve lobos si tú dibujaste perros, y además siempre te recuerda los favores que te hizo. ¿Qué haría Pelusa si viera al cuco? Tal vez gritaría o lo regañaría, y seguro que le diría a alguien que allí está. Te asomas, sigue allí, te da miedo verlo y te sientes tan pero tan bien...

         Te despiertas con los ojos pesados, saliendo de un sueño que no puedes recordar. Hace calor y las frazadas parecen más gruesas de lo que eran la noche anterior. Tus hermanos no están, pero claro, es tarde y deben estar en el colegio. No sabes cómo no los sentiste irse, si siempre eres quien se despierta más temprano. Hay un silencio grande en la casa. Corres al cuarto de papá y mamá. La puerta cerrada. ¡Mamá! ¡Mamá! No hay respuesta. Sólo la puerta cerrada. ¡Mamá! Anita sube corriendo las escaleras, te dice en un susurro que mamá tiene jaqueca, que la dejes descansar, que bajes con ella a tomar desayuno, pero tú no quieres, Anita te mira con pena, te agarra de la mano, te fuerza con suavidad a seguirla por las escaleras, pasan por la sala de estar y sabes que él no estará, porque está Anita, pero en su lugar, contra la puerta ves maletas, las maletas que papá y mamá siempre cuentan que compraron en Brasil, antes de que tú nacieras, y te gusta esa historia que te cuentan, que te contaban, cuando te decían que fuiste hecha en el Brasil, pero ya nadie cuenta esa historia, hecha en el Brasil, como esas maletas que están contra la puerta, porque ya no está él, ya no lo ves, y no es porque esté Anita, es porque sólo hay maletas contra la puerta. Anita te lleva a la cocina, pero apenas ella se descuida abriendo el refrigerador, corres al patio, te asomas desde esas losetas rojas que esta vez están ya tibias del sol, y no ves nada, sólo maletas, y no sientes cosquillas recorriéndote, sino un nudo que late y crece y te ocupa toda, y corres escaleras arriba, porque el cuco no está y en su lugar hay maletas, y buscas la puerta del cuarto de mamá, pero está cerrada, y en silencio, para no molestarla, te sientas a llorar contra la puerta.

 

© 1999 Margarita Saona

Esta historia no puede ser archivada ni distribuida sin el permiso expreso del autor. Rogamos lean las condiciones de uso.
biografíaMargarita

Margarita Saona (Lima, Perú, 1965). Licenciada en Lingüística y literatura hispánicas en la Universidad Católica antes mudarse a New York, allí vivió siete años, mientras estudiaba en la Universidad de Columbia donde obtuvo un Doctorado en Literatura Latinoamericana. Desde 1998 enseña literatura latinoamericana en la Universidad de Illinois en Chicago.

La dirección electrónica de la autora
es: saona@uic.edu

Hay dos cuentos más en los siguientes URLs:

Ciberayllu www.andes.missouri.edu/andes/literatura/

Contratiempo www.contratiempo.com/frames/Narrativa/narrativa.html

 

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