Tarde morada
por Juan Abreu
1.
Cuando entran al expressway
la tarde es morada. Cae, aferrándose a los techos. Aunque un grupo de nubes, apelotonado
en el horizonte, es gris. Plomo. La resina de la tarde chorrea sobre el southwest
de Miami. Los aislados árboles salpicando la basta extensión de techos planos, de la que
emergen las torres de las iglesias como acerados punzones.
El morado sobrevolaba las luces de los faros de los
vehículos y se diluía en sus superficies pulidas. Desplazándose por la calle también
morada, deslizando la mirada por las fachadas moradas por sobre los rostros morados de los
transeúntes y por entre las moradas hojas de los laureles, Juan tuvo la impresión de
estar viajando por un río tibio en el que toda vitalidad se equilibraba en el ritmo del
atardecer, produciendo un sosiego adormecedor.
Siempre deslumbrantes, los atardeceres de la ciudad.
Comenzaban con un estremecimiento, con unos charcos azules que se instalaban en la lámina
casi blanca del cielo. Luego los charcos se iban extendiendo y enrojeciendo, ganando
terreno, y empezaban a desplegarse los colores entre murmullos y cuchicheos por el
horizonte. El tiempo se detenía durante la ceremonia del hundimiento del sol. Todo
quedaba entonces a merced de lo morado.
El pequeño Toyota rojo, destartalado, se estremeció
mientras trepaba la rampa de acceso a la I-95. El escozor de lo morado se apaciguó un
poco pues ahora avanzaban en dirección contraria al atardecer.
¿Viste que bello está el cielo?
La mujer lo miró: los ojos dos líneas también
moradas. Se pasó la mano por el pelo antes de responder.
Sí dijo. Estuvo un momento callada y
luego añadió. Odio esta ciudad....
Corrían sobre los barrios negros. La pobreza
ascendía como un vaho desde las calles solitarias. Los automóviles volaban, excediendo
el límite de velocidad, por las otras carrileras. Todo el mundo parecía tener una prisa
enorme. Siempre. Pero más en estos días pues el fin de año se acercaba y la ciudad
entera se volcaba enfebrecida en las grandes tiendas, en los monstruosos malls,
luego de recibir las instrucciones desde las páginas de los periódicos, o desde las
pantallas de los televisores. Como una manada obediente circulaban ansiosos, apurados, en
medio del pataleo y los estertores del día que se preparaba para morir.
2.
Tuvieron que tocar durante varios minutos antes
que una mujer diminuta abriera la puerta.
Perdonen dijo, con una voz agrietada, de
guajira pero estamos en el cuarto... con él... y con el ruido del oxígeno no se
oye nada.
La vieja, como un insecto molesto por la luz giró
ocultando el rostro carmelita y ríspido que a Juan siempre le recordaba el lomo de una
cucaracha. No medía mucho más de un metro y era tan compacta y sus extremidades tan
cortas que parecía un muñeco de fango, de movimientos crujientes y desarticulados.
Marcia la alcanzó y la besó en la mejilla inclinándose, pero su marido hizo un gesto
vago a modo de saludo para evitar el contacto.
Pucha los condujo hasta la pequeña sala amueblada con
tres sillas, un sillón y una mesita cubierta de fotografías. Juan se sentó en el
sillón, mientras su mujer seguía al insecto fangoso en dirección al cuarto. La puerta
de éste era muy estrecha y cabía solo una persona a la vez. Clavado en el marco colgaba
un cartel escrito a mano que decía:
OGCIGENO
EN EL CUARTO
NO FUMAR
Se entretuvo mirando un cuadro situado en la pared
frente a él. Representaba, de manera burda, un barco con las velas desplegadas. El fondo
del cuadro era negro, de terciopelo, y las velas del navío ostentaban un color ocre
verdoso que parecía vómito. Las velas se desplegaban en el vacío pues al artista,
evidentemente, se le había olvidado pintar los mástiles. Aquellas manchas vulgares de
las velas sobre el negro, entre unas imbéciles nubes amarillas producían una sensación
de mal gusto infinito, de ineptitud sin límites, que daban náuseas. Sintió como en su
interior comenzaban a crecer unos sonidos guturales y blandos. Algo caliente y agrio
trepó por su pecho buscando la garganta. Apenas tuvo tiempo de llegar al jardín. Echó
una nata gorda, un pus espumoso y ácido en el que alcanzó a distinguir restos vegetales.
El rojo rutilante de un ají centelleó. Arriba el cielo Juan lo miró como a una
persona tenía el color exacto de ese traje que se pone el Papa cuando se desliza
impoluto y bien alimentado entre las multitudes hambrientas.
Parado allí entre los diminutos canteros, notó que
la casa despedía un olor baboso por puertas y ventanas. Al regresar dentro, comprobó
que, efectivamente, la casa estaba inundada por un extraño olor, que no sabía a ciencia
cierta de dónde procedía. Un olor a piel vieja, a palidez, a fango. Aquel fango de la
zanja en el que abrían huecos en busca de lombrices. Corrió afuera y vomitó otra
vez. Cuando terminó, sintió sobre él la pesadez del cielo que se oscurecía. Alzó la
cabeza y vio flotar en el espacio unas nubes ralas y amarillas, iguales a las del cuadro.
3.
Marcia se asomó por la puerta del cuarto del
enfermo y le hizo señas. Para que se acercara. La habitación, pequeña, estaba pintada
de un verde pastel. A lo largo de la pared opuesta a la puerta, en una cama de hospital,
se hallaba el hombre. Junto a la cabeza bufaban los balones de oxígeno. La cabeza del
viejo se había hinchado bastante desde la semana pasada. También la coloración era
diferente. Morada, casi negra. Con unas manchas como de esputos, como de semen reseco.
Juan pensó que todo estaba conectado. La cabeza y la
tarde, la saliva y el cielo, el semen y el vómito. Las nubes y el cuadro. Pero la agonía
del hombre postrado lo dominaba todo. La agonía que se engurruñaba en su interior
dejando escapar un murmullo monótono por la boca cuarteada y entreabierta. Que el viejo
pareciera ahora cielo o cuadro, o fango o trozo de lombriz de su infancia o expressway
reluciente transformado por la proximidad de la noche, carecía de importancia.
Alguien desataba dentro del enfermo unos sudores
gruesos como sogas, que obligaban a cambiar la ropa de cama con frecuencia. Solo la mitad
del cuerpo estaba inflamada. En el pecho, los hombros, los brazos, el estómago, la piel
se estiraba hasta dar la impresión de estar a punto de partirse. Pero de la cintura hacia
abajo una delgadez extrema bordeaba los huesos pegándolos contra la piel quebradiza y
polvorienta. Bajo la sábana azul pálido las piernas, dos palos secos ceñidos por la
tela, temblaban.
El hombre tosió y las dos mujeres, Pucha y otra, más
joven pero también marchita, de ojos apagados, corrieron junto a la cama. Una le limpió
la flema con un pedazo de papel y lo depositó en un cubo, casi lleno, que se hallaba
sobre una silla junto a los balones de oxígeno. Marcia permaneció sentada en un catre
colocado a la izquierda, que servía a las dos mujeres, la esposa y la hija del viejo
agonizante, para pasar la noche.
Junto a la puerta había un altar con varias imágenes
de yeso. Un San Lázaro con sus perros lamiéndole las heridas. Una Virgen de la Caridad
del Cobre entre unas olas pintadas de azul prusia. También en el altar estaban colocadas
estampas de santos y santas que Juan no reconoció y una oración escrita en letras
góticas que terminaba proclamando: ¡En Dios confío!
Le llamó la atención una foto pegada en la pared,
encima del catre. En ella se veía una hilera de calderas descomunales. Una junto a otra.
A ambos lados de un pasillo de cemento. En el pasillo conversaban dos hombres. Sobre sus
cabezas se entrecruzaban decenas de tuberías humeantes. Se trataba de una foto en blanco
y negro. Antigua. Permitía distinguir claramente la calva incipiente de uno de ellos. El
otro tenía puesta una boina. El de la boina le pasaba el brazo sobre los hombros a su
compañero. Sonreían. La risa de la juventud. Supuso que uno de aquellos jóvenes era el
viejo, que ahora temblaba en la cama. Aunque ninguno de los dos hombres atrapados en la
imagen se parecía en nada a aquello que se estremecía al ritmo de los ronquidos de los
balones de oxígeno. A la derecha de la foto, una bandera cubana de papel, clavada a la
pared, reproducía los movimientos del cuerpo. Este los transmitía a la cama y de allí
trepaban arrastrándose por la pared hasta alcanzar la bandera. Una de esas banderas que
se llevan a los desfiles. Otras imágenes religiosas pendían, pegadas con scotch tape, de
la puerta del closet. Baratas, tan comerciales, que los santos parecían modelos de Calvin
Klein.
Recordó que Marcia le había dicho que el viejo
siempre quiso regresar a su país. Pero estaba allí retorciéndose y ya no podría. El
médico auguró, con cara de ocasión, que duraría otra semana. Pero no parecía que
fuera a llegar tan lejos. Una mosca comenzó a zumbar en la habitación. Pucha, con un
abanico de cartón que anunciaba una famosa cadena de supermercados, lanzó un golpe
tratando de alcanzarla. Falló, y el abanico, al dar contra uno de los balones de
oxígeno, produjo un sonido que flotó como un filo.
El viejo ya no tenía pelo y la cabeza le brillaba
mientras emitía una especie de chirrido. No dejaba de murmurar. A veces gritaba llamando
a personas muertas o conversaba con ellas como si estuvieran allí, a su lado. Movía las
piernas sin ton ni son, como al impulso de una melodía sin ritmo. Los ojos, dislocados,
se abrían esporádicamente y miraban muy fijo a una mujer o a la otra. En ocasiones se
tornaban claros y lúcidos como si pertenecieran a otra persona. Como diciendo: Lo veo
todo. Pero duraba poco esa impresión. Enseguida regresaba la mirada opaca y el temblor
incontrolable en todo el cuerpo.
Es el miedo dijo Juan para sí.
De vuelta en el sillón le llegó ese odio físico que
experimentaba siempre ante un cuerpo agonizante. Un odio puro que no tenía que ver con
alguien en específico, sino con la impotencia del cuerpo humano abandonado y humillado en
el final. Una sensación malsana, brumosa.
De uno de los cuartos del fondo emergió la figura del
nieto del enfermo. Un joven descomunal, de dieciocho años, que apenas hablaba ya
español. Se detuvo a unos pasos y le preguntó con una mueca rara en el rostro grasoso:
¿Crees que ganen los Dolphins hoy?
No sé le respondió pero si no lo
hacen están fuera de los playoffs...
El joven asintió y puso cara de disgusto.
¿Cómo van las cosas? preguntó Juan por
decir algo.
Bien...
¿La escuela?...
Bien...
¿El trabajo?...
Bien. No problem...
4.
Al regreso la noche casi se había posado. Cuando
arribaron al punto en que la carretera se elevaba, distinguieron aún una línea naranja
devorada por la inmensidad moribunda de la tarde, convulsionada por su último estertor. A
un costado, la armazón circular del Orange Bowl navegaba en el agua oscura que comenzaba
a circular por el cielo.
¡Mira, parecen colmillos! dijo Marcia
levantando el brazo para señalar la cóncava esfera que se apagaba en el horizonte. Los
últimos rayos del sol, filtrándose entre las abombadas nubes, semejaban largos,
envejecidos, manchados colmillos de algún animal feroz.
Juan asintió con un movimiento, y recordó el cuento
que le daba vueltas en la cabeza desde hacía una semana, y que aún no había escrito.
Describiría el día en que los cubanos muertos se levantaban de los cementerios de Miami
y echaban a andar en dirección a la isla. Comenzaría así: Todos estaban muertos, e
iban hacia Cuba...
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