En lo alto para siempre
por David Foster Wallace
traducción de Javier Calvo
Feliz cumpleaños. Tu decimotercer cumpleaños es importante. Tal
vez sea tu primer día realmente público. Tu decimotercer cumpleaños es la ocasión para
que la gente se dé cuenta de que te están pasando cosas importantes.
Te han estado pasando cosas durante el último medio
año. Ahora tienes siete pelos en tu axila izquierda. Doce en la derecha. Espirales duras
y amenazadoras de pelo negro y encrespado. Un pelo crujiente, animal. Alrededor de tus
partes íntimas te han salido más pelos duros y rizados de los que puedes contar sin
perderte. Y otras cosas. Tu voz es llena y rasposa y se mueve entre octavas sin previo
aviso. Tu cara empieza a brillar cuando no te la lavas. Y dos semanas de dolor profundo y
temible la pasada primavera hicieron que algo se te descolgara desde dentro: tu saco se ha
llenado y se ha vuelto vulnerable, un articulo de lujo que tienes que proteger. Levantado
y amarrado por unos suspensorios prietos que te dejan rayas rojas en las nalgas. Te ha
brotado una nueva fragilidad.
Y sueños. Durante meses has tenido sueños que no se
parecían a nada que hubieras visto antes: húmedos, trepidantes y distantes, llenos de
curvas cimbreantes, de pistones frenéticos, de calor y de un vértigo tremendo. Y te has
despertado con los párpados convulsos al ritmo de una descarga, un borbotón y un espasmo
que te ha sacudido desde el cuero cabelludo hasta los dedos de los pies procedente de una
zona en las profundidades de tu interior que nunca imaginabas que tuvieras,
estremecimientos producidos por un dolor profundo y dulce, las farolas del otro lado de
las persianas de tus ventanas proyectando estrellas brillantes en el techo negro del
dormitorio, y una gelatina blanca y densa rezumándote entre las piernas, goteando y
pegándose, enfriándose sobre ti, endureciéndose y aclarándose hasta que no queda nada
más que nudos retorcidos de pelo animal duro y pálido en la ducha matinal y en esa
maraña húmeda persiste un olor dulce y limpio que no puedes creer que proceda de nada
que tú hayas creado en tu interior.Más que a ninguna otra cosa, el olor se parece a
esta piscina: una sal dulce mezclada con lejía, una flor de pétalos químicos. La
piscina tiene un fuerte olor azul claro, aunque ya se sabe que el olor nunca es tan fuerte
como cuando uno está dentro del azul, como tú ahora, recién salido del agua,
descansando en la parte menos profunda de la piscina, con el agua a la altura de las
caderas lamiéndote esa zona que te ha cambiado.
La terraza de esta vieja piscina pública situada en
el extremo occidental de Tucson está rodeada por una verja Cyclone del color del peltre,
decorada con un enredo brillante de bicicletas sujetas con cadenas. Detrás de la verja
hay un aparcamiento negro y caluroso lleno de líneas blancas y coches resplandecientes.
Un prado indistinto de hierba seca y matojos duros, cabezas aterciopeladas de viejos
dientes de león que estallan y flotan como copos de nieve en el viento que se levanta. Y
más allá de todo esto, doradas por un redondo y lento sol de septiembre, están las
montañas, dentadas, con los ángulos agudos de sus picos recortándose contra una luz
cansina de color rojo intenso. Sobre el fondo rojo sus picos afilados y conectados trazan
una línea serrada, el electrocardiograma del día que agoniza.
Las nubes se tiñen de color en el borde del cielo.
Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, a esa temperatura cálida propia de las
cinco de la tarde, y el olor de la piscina, igual que el otro olor, conecta con una niebla
química que hay dentro de ti, una penumbra interior que desvía la luz hacia los bordes y
difumina la distinción entre lo que termina y lo que empieza.
Tu fiesta es esta noche. Esta tarde, la tarde de tu
cumpleaños, has pedido permiso para venir a la piscina. Querías venir solo, pero un
cumpleaños es un día familiar, tu familia quiere estar contigo. Es amable por parte de
ellos, no sabes explicar por qué querías venir solo, y la verdad es que tal vez no
quisieras estar realmente solo, de manera que han venido. Están tomando el sol. Tu padre
y tu madre toman el sol. Sus hamacas han estado señalando la hora toda la tarde,
siguiendo la curva del sol a través de un cielo despejado y tan recalentado que ha
adquirido la textura de una película gelatinosa. Tu hermana juega a Marco Polo cerca de
ti en la parte menos profunda con un grupo de niñas flacas de su curso. Le toca a ella
quedar, dice «Marco» y ha de perseguir a ciegas a quienes le replican chillando
«Polo». Tiene los ojos cerrados y va dando vueltas al compás de un coro de gritos,
girando en el centro de una rueda de niñas chillonas con gorros de baño. De su gorro
sobresalen flores de goma. Los pétalos de color rosa viejos y flácidos tiemblan cada vez
que ella se abalanza en dirección a los ruidos invisibles.
En el otro extremo de la piscina están el «tanque»,
la zona destinada a saltos, y la torre elevada del trampolín. En la terraza de detrás
está la CAF TERÍA, y a ambos lados de la misma, atornillados sobre las entradas de
cemento de las duchas oscuras y húmedas y los vestuarios, están los megáfonos de metal
gris que emiten el hilo musical de la piscina, ese ruidito metálico y mortecino.
Caes bien a tu familia. Eres inteligente y callado,
respetuoso con los mayores, aunque no te faltan agallas. Te portas bien en general.
Vigilas a tu hermana pequeña. Eres su aliado. Tenías seis años cuando ella tenía cero
y estabas enfermo de paperas cuando la trajeron a casa envuelta en una manta amarilla muy
suave; le diste un beso de bienvenida en los pies por miedo a contagiarle las paperas. Tus
padres dijeron que aquello era un buen augurio. Que marcaba la tónica. Ahora creen que
tenían razón. Están orgullosos de ti y satisfechos en todos los sentidos y se han
retirado a esa distancia afable en la que se mueven el orgullo y la satisfacción. Os
lleváis bien.
Feliz cumpleaños. Es un gran día, tan grande como la bóveda del cielo del suroeste.
Lo has estado cavilando. Ahí arriba está el trampolín. Pronto querrán marcharse.
Súbete y hazlo.
Te sacudes de encima la limpieza azul. Estás lleno de
cloro, suave y resbaladizo, reblandecido, con las yemas de los dedos arrugadas. La niebla
de olor demasiado limpio de la piscina se te ha metido en los ojos; descompone la luz en
colores suaves. Te golpeas la cabeza con la base de la mano. En un lado de la cabeza suena
un eco fofo. Inclinas la cabeza hacia ese lado y das un saltito, un calor repentino en tu
oído, delicioso, mientras el agua calentada en tu cerebro se enfría en el nautilo
exterior de tu oreja. Ahora oyes la música más nítida y metálica, los gritos más
cercanos, mucho movimiento en mucha agua.
La piscina está llena para ser tan tarde. Hay chicos
flacos, hombres peludos como animales. Chicos desproporcionados, todo cuello, piernas y
articulaciones huesudas, estrechos de pecho y vagamente parecidos a pájaros. Como tú.
Hay ancianos que se mueven a tientas por la parte menos profunda con las piernas rígidas
como patas de palo, palpando el agua con las manos, fuera de todos los elementos a la vez.
Y niñas-mujeres, mujeres, curvilíneas como
instrumentos o como frutas, con la piel barnizada de color castaño oscuro, la parte
superior de sus bañadores sostenida por frágiles nudos de cordón de colores delicados
que aguantan el peso de cargas misteriosas, la parte inferior encabalgada sobre las suaves
prominencias de unas caderas totalmente distintas a las tuyas, hinchazones desmedidas y
giratorias que se funden bajo la luz con un espacio circundante que sostiene y acomoda sus
curvas suaves como si fueran objetos preciosos. Casi lo puedes entender.
La piscina es un sistema de movimientos. Aquí y ahora
se ven: chapoteos, combates de salpicaduras, zambullidas, acorralamientos en las esquinas,
Tiburones y Sardinas, caídas desde lo alto, Marco Polo (tu hermana todavía Lo es, medio
llorosa, hace demasiado rato que Lo es, el juego rayano en la crueldad, pero no te compete
defenderla ni avergonzarla). Dos chicos de color blanco brillante con toallas de algodón
atadas como si fueran capas corren por el borde de la piscina hasta que el socorrista les
hace detenerse en seco gritando por el megáfono. El socorrista es de color castaño como
un árbol, el vello rubio le forma una línea vertical sobre el estómago, lleva un
sombrero de explorador de la selva y su nariz es un triángulo blanco de crema. Una niña
rodea con el brazo una de las patas de su torreta. Está aburrido.
Ahora sales y pasas junto a tus padres, que están
tomando el sol y leyendo y no te miran. Olvídate de tu toalla. Detenerse a recoger la
toalla significa hablar y hablar requiere pensar. Has decidido que el miedo lo causa
básicamente el hecho de pensar. Sigue adelante, hacia el tanque que hay en el extremo
hondo de la piscina. Al borde de tanque hay una torre enorme de hierro de color blanco
sucio. Un trampolín sobresale de la alto de la torre como una lengua. La terraza de
cemento de la piscina es áspera y está caliente al tacto de tus pies llenos de cloro.
Cada una de las huellas que dejas es más fina y tenue. Va menguando detrás de ti sobre
la piedra caliente hasta desaparecer.
Flotan hileras de salchichas de plástico alrededor del tanque, que es un mundo en sí
mismo, ajeno al ballet convulsivo de cabezas y brazos del resto de la piscina. El tanque
es azul como la energía, pequeño y profundo y perfectamente cuadrado, flanqueado por las
calles de la piscina y por la CAF TERÍA y la terraza áspera y caliente y la sombra
inclinada bajo la luz del atardecer de la torre y el trampolín. El tanque está
silencioso y tranquilo y quieto en el lapso entre dos zambullidas.
Tiene un ritmo propio. Como la respiración. Como una
máquina. La cola de quienes esperan para subir al trampolín forma una curva que
retrocede desde la escalera de la torre. La cola se tuerce gradualmente y se endereza al
acercarse a la torre. Uno por uno, van llegando a la escalera y suben. Uno por uno,
separados por un latido del corazón, alcanzan la lengua del trampolín que hay en lo
alto. Y una vez en el trampolín, hacen una pausa, siempre exactamente la misma pausa que
se prolonga durante un latido del corazón. Sus piernas los llevan hasta el extremo, donde
todos dan el mismo bote para impulsarse y trazan una curva con los brazos como si
estuvieran dibujando algo circular y total. Pisan con fuerza el extremo de la tabla y
hacen que esta los lance hacia arriba y afuera.
Es una máquina de descensos en picado, de líneas de
movimiento discontinuas a través de la dulce neblina de cloro del atardecer. Uno puede
contemplar desde la terraza cómo golpean la superficie fría y azul del tanque. Cada
zambullida crea un penacho blanco que se eleva, se desploma sobre sí mismo, se extiende y
se deshace en forma de espuma. Luego aparece un azul puro en medio de la mancha blanca y
crece como un pudín, hasta limpiarlo todo de nuevo. El tanque se cura a sí mismo. Tres
veces mientras tú recorres el camino.
Estás en la cola. Mira a tu alrededor. Tienes que
parecer aburrido. En la cola casi nadie habla. Todos parecen ensimismados. La mayoría
miran la escalera y parecen aburridos. Casi todos tenéis los brazos cruzados y estáis
congelados por un viento vespertino que se está levantando y que golpea las
constelaciones de partículas de cloro azul puro que cubren vuestras espaldas y vuestros
hombros. Parece imposible que todo el mundo pueda estar tan aburrido. A tu lado tienes el
extremo de la sombra de la
torre, la lengua negra inclinada que es el reflejo del
trampolín. La sombra es un sistema enorme, largo, escorado a un lado y unido a la base de
la torre formando un ángulo oblicuo y agudo.
Casi todos los que están en la cola del trampolín
miran la escalera. Los chicos mayores miran el trasero a las chicas mayores que suben. Los
traseros están enfundados en una tela suave y fina, en nilón ajustado y elástico. Los
buenos traseros ascienden por la escalera como péndulos sumergidos en líquido, siguiendo
un código lento e indescifrable. Las piernas de las chicas te hacen pensar en ciervos.
Tienes que parecer aburrido.
Mira más allá. Mira al otro lado. Puedes ver
perfectamente. Tú madre está en su hamaca, leyendo, con los ojos entornados, con la cara
inclinada hacia arriba para recibir la luz del sol en las mejillas. No ha mirado para ver
dónde estás. Da un sorbo de alguna bebida dulzona de una lata. Tu padre está tumbado
sobre su enorme panza, su espalda parece una cresta en el lomo de una ballena, los hombros
cubiertos de rizos de pelo animal, la piel untada de aceite y de color castaño oscuro por
culpa del exceso de sol. Tu toalla está colgando de la silla y ahora se mueve una punta
de la tela: tu madre la ha golpeado al espantar a una abeja a la que parece gustarle lo
que ella tiene en la lata. La abeja vuelve enseguida y parece flotar inmóvil sobre la
lata trazando un suave borrón. Tu toalla tiene una cara enorme del oso Yogi.
En algún momento ha tenido que haber más gente en la
cola detrás de ti que delante. Ahora no hay nadie por delante excepto tres personas que
suben por la estrecha escalerilla. La mujer que hay delante de ti está en los travesaños
de abajo, mirando hacia arriba. Lleva un bañador ajustado de nilón negro de una sola
pieza. Asciende. Desde lo alto llega un retumbo, luego una caída tremenda, un penacho y
el tanque se cura a sí mismo. Ahora quedan dos personas en la escalera. Las normas de la
piscina dicen que solamente puede haber una persona en la escalera, pero el socorrista
nunca grita a los que suben. El socorrista es quien dicta las verdaderas normas gritando o
dejando de gritar.
La mujer que hay por encima de ti no tendría que
llevar un bañador tan ajustado. Es tan mayor como tu madre e igual de corpulenta. Es
demasiado corpulenta y está demasiado blanca. Su bañador rebosa. La parte posterior de
sus muslos queda constreñida por el bañador y tiene un aspecto parecido al queso. Sus
piernas están marcadas con los garabatos pequeños y abruptos de las venas varicosas y
azules que circulan por debajo de la piel blanca, como si sus piernas tuvieran algo roto o
herido. Parece que sus piernas tendrían que doler si uno las apretara, de tan llenas como
están de garabatos árabes retorcidos de un azul roto y frío. Sus piernas hacen que te
duelan las tuyas.
Los travesaños son muy delgados. No te lo esperabas. Cilindros delgados de hierro
envueltos en fieltro de seguridad mojado y resbaladizo. El olor del hierro mojado a la
sombra te hace sentir un sabor metálico. Cada travesaño se te clava en las plantas de
los pies y te deja una marca. Las marcas se clavan hondo y duelen. Te sientes pesado.
Cómo debe de sentirse la mujer corpulenta que tienes por encima. Los pasamanos a los
lados de la escalera también son muy delgados. Parece que no puedan sostenerte. Confías
en que la mujer también se coja bien. Y, por supuesto, desde lejos parecía que hubiera
menos travesaños. No eres estúpido.
Subes hasta la mitad, a la vista de todos, la mujer
corpulenta por delante de ti, un hombre robusto, calvo y musculoso bajo tus pies. El
trampolín todavía está lejos en lo alto y es invisible desde aquí. La tabla retumba y
hace un ruido batiente, y un chico al que puedes ver a lo largo de unos cuantos pies a
través de los finos travesaños de la escalera cae trazando una línea resplandeciente,
con una rodilla abrazada contra el pecho, y se zambulle al estilo bomba. Un enorme signo
de exclamación de espuma aparece en tu campo visual, se disgrega y se desmorona sobre el
enorme borbotón. Luego, el murmullo del tanque curando de nuevo su superficie azul.
Más travesaños delgados. Agárrate fuerte. La radio
se oye más alta aquí, uno de los altavoces colocado sobre una de las entradas de cemento
de los vestuarios te queda a la altura de los oídos. Un tufillo húmedo y frío sale del
interior del vestuario. Te agarras fuerte a las barras de hierro, te doblas, miras hacia
abajo y a tu espalda y puedes ver a la gente comprando chucherías y refrescos allí
abajo. Puedes verlo todo desde arriba: la cima blanca y limpia de la gorra del vendedor,
los envases de helado, las neveras de latón humeantes, los tanques de sirope, las
serpientes de las mangueras de soda, las cajas abultadas de palomitas saladas recalentadas
por el sol. Ahora que estás en lo alto puedes verlo todo.
Hace viento. Cuanto más alto llegas más viento hace.
El viento es fino; cuando sopla a la sombra te enfría la piel mojada. Con el fondo de la
escalera y a la sombra tu piel se ve muy blanca. El viento te produce un silbido agudo en
los oídos. Faltan cuatro travesaños para el final de la escalera. Los travesaños te
hacen daño en los pies. Son delgados y te demuestran cuánto pesas. En la escalera pesas
mucho. El suelo te quiere de vuelta.
Por fin puedes ver lo que hay por encima de la
escalera. Ves el trampolín. La mujer está ahí. Tiene dos caballones de callos rojos y
de aspecto doloroso en la parte posterior de los tobillos. Está de pie al principio del
trampolín y le miras los tobillos. Ahora estás por encima de la sombra de la torre. El
hombre corpulento que hay debajo de ti está mirando por entre los travesaños de la
escalera el espacio que la mujer tiene que atravesar.
Ella se detiene durante el instante que dura un latido
del corazón. No hay ni rastro de lentitud. Te quedas helado. En un abrir y cerrar de ojos
llega al final del trampolín, toma impulso hacia arriba, luego hacia abajo, el trampolín
se comba hacia abajo como si no la quisiera. Luego asiente, rebota y la arroja
violentamente hacia arriba y hacia fuera. Sus brazos se abren para trazar el círculo y de
pronto desaparece. Se esfuma en un parpadeo oscuro. Y pasa tiempo antes de que oigas el
impacto allí abajo.
Escucha. No parece apropiado, esa manera de
desaparecer durante el tiempo que transcurre hasta que se oye el ruido. Como cuando tiras
una piedra en un pozo. Pero te da la impresión de que ella no piensa lo mismo. Ella era
parte de un ritmo que excluye el pensamiento. Y ahora tú también te has convertido en
parte de él. El ritmo parece ciego. Como las hormigas. Como una máquina.
Decides que es necesario pensar en esto. Después de
todo, puede ser apropiado hacer algo temible sin pensarlo, pero no cuando lo temible es el
propio hecho de no pensar, Ion cuando resulta que el penar es inapropiado. En algún
momento los detalles inapropiados se han amontonado hasta cegarte; el aburrimiento
fingido, el peso, los travesaños finos, el dolor en los pies, el espacio segmentado por
la escalera en encuadres unidos solamente mediante una desaparición en el tiempo. El
viento en la escalera que nadie hubiera esperado. La manera en que el trampolín sobresale
de la sombra para entrar en la luz y no puedes ver más allá de su extremo. Cuando todo
resulta distinto a lo esperado uno tendría que ponerse a pensar. Es lo que habría que
hacer.
La escalera está atestada debajo de ti. La gente
está apilada, separados los unos de los otros por unos pocos travesaños. La escalera
está conectada a una nutrida cola que retrocede y traza una curva hasta la oscuridad de
la sombra escorada de la torre. La gente de la cola tiene los brazos cruzados. Los que
están al pie de la escalera están ansiosos y miran todos hacia arriba. Es una máquina
que solamente se mueve hacia delante.
Subes a la lengua de la torre. El trampolín resulta ser muy largo. Tan largo como el
tiempo que pasas en él. El tiempo se ralentiza. Se condensa a tu alrededor mientras tu
corazón late cada vez más veces por segundo y sus latidos abarcan todos los movimientos
del sistema de la piscina allí abajo.
El trampolín es largo. Desde donde estás parece
estrecharse hasta la nada. Te va a enviar a alguna parte que su propia longitud te impide
ver y parece inadecuado entregarse a esto sin pararse a pensar.
Mirado de otro modo, el mismo trampolín no es más
que una cosa larga, plana y delgada cubierta con una sustancia plástica blanca y áspera.
La superficie blanca es muy áspera y tiene motas y rayas de un color rojo pálido y
acuoso que sin embargo nunca deja de ser rojo para convertirse en rosa: viejas gotas de
agua de la piscina que atrapan la luz del sol vespertino sobre las montañas escarpadas.
La sustancia blanca y áspera del trampolín está mojada. Y fría. Los pies te duelen por
culpa de los travesaños delgados y tienen una sensibilidad exacerbada. Se resienten de tu
peso. Hay barandillas en el principio del trampolín. No son como las barras laterales de
la escalera. Son gruesas y están muy bajas, de modo que casi tienes que agacharte para
cogerte a ellas. Solamente son de adorno, nadie se coge a ellas.. Agarrarse lleva tiempo y
altera el ritmo de la máquina.
Es un trampolín largo, frío, áspero y blanco de
plástico o fibra tic vidrio, veteado del mismo color triste cercano al rosa que las
golosinas baratas.
Pero al final del trampolín blanco, en su extremo, en donde te apoyas con todo tu
peso para hacer que te arroje lejos, hay dos zonas de oscuridad. Dos sombras planas bajo
la luz del sol. Dos formas ovales difusas y negras. El final del trampolín tiene dos
manchas sucias.
Son de toda la gente que ha pasado antes que tú.
Mientras estás aquí de pie tus pies están reblandecidos y marcados, doloridos por la
superficie áspera y mojada, y ves que las dos manchas oscuras las ha hecho la piel de la
gente. Es piel erosionada de los pies por la violencia de la desaparición de gente
provista de un peso real. Más gente de la que podrías contar sin perderte. El peso y la
erosión causada por su desaparición deja trocitos de pies reblandecidos, migas, grumos y
tiras de una piel sucia, oscurecida y morena cuyos trocitos diminutos y deslavados se ven
a la luz del sol al final del trampolín. Se amontonan, se deslavan y se mezclan. Se
oscurecen formando dos círculos.
Fuera de ti el tiempo no transcurre en absoluto. Es asombroso. El ballet vespertino que
tiene lugar allí abajo se mueve a cámara lenta, con los movimientos pesados de mimos
sumergidos en jalea azul. Si quisieras podrías quedarte aquí encima para siempre,
vibrando tan deprisa por dentro que flotarías inmóvil en el tiempo, como una abeja
flotando sobre alguna sustancia dulce. Pero tendrían que limpiar el trampolín.
Cualquiera que lo piense un segundo se dará cuenta de que tendrían que limpiar del
extremo del trampolín toda esa piel de la gente, esas dos huellas negras de lo que queda
del pasado, esas manchas que desde aquí detrás parecen ojos, ojos ciegos y bizcos.
El sitio donde estás ahora es tranquilo y silencioso.
La radio grita al viento y chapotea en otra parte. No hay tiempo ni más sonido real que
tu sangre chillándote en la cabeza.
Estar aquí en lo alto comporta visiones y olores. Los
olores son íntimos, recién blanqueados. Es ese peculiar aroma floral de la lejía, pero
de su interior emanan otras cosas hacia ti como una nieve sembrada de hierba. Notas un
olor intenso a palomitas amarillas. A un aceite dulce y tostado como el de los cocos
calientes. Deben de ser perritos calientes o maíz tostado. Un rastro diminuto y cruel de
Pepsi muy oscura en vasos de papel. Y ese olor especial a toneladas de agua emanando de
toneladas de piel, elevándose como el humo de un baño reciente. Calor animal. Desde lo
alto es más real que nada.
Míralo. Puedes verlo todo en toda su complejidad,
azul y blanco, marrón y blanco, bañado en un destello acuoso de color rojo cada vez más
intenso. Todo el mundo. Esto es lo que la gente llama una vista. Y sabías que desde abajo
no te podía parecer que estuvieras tan alto aquí arriba. Ahora ves qué alto te
encuentras. Sabías que desde abajo no se puede saber.
El tipo que tienes debajo te dice, con la vista
clavada en tus tobillos, el hombre calvo y corpulento: Eh, chico. Quieren saber. ¿Tienes
pensado pasarte todo el día aquí o qué te pasa exactamente? Eh, chico, ¿estás bien?
Todo este tiempo ha habido tiempo. No puedes matar al
tiempo con el corazón. Todo ocupa tiempo. Las abejas tienen que moverse muy deprisa para
permanecer quietas.
Eh, chico, te dice. Eh, chico, ¿estás bien?
Brotan flores metálicas en tu lengua. Ya no hay
tiempo para pensar. Ahora que hay tiempo no tienes tiempo.
Eh.
Lentamente ahora, atravesándolo todo, surge una
mirada que se extiende como las ondas que aparecen en el agua cuando lanzas algo. Mira
cómo se extiende desde la escalera. Tu hermana, a la que acabas de ver, y sus amigas
blancas y delgadas, señalándote. Tu madre mira hacia la parte menos profunda de la
piscina donde estabas antes y pone la mano en forma de visera. La ballena se agita y se
sacude. El socorrista levanta la vista, la niña que le agarra la pierna levanta la
mirada, echa mano al megáfono.
Debajo para siempre hay una terraza áspera,
chucherías, música tenue y metálica, ahí abajo donde solías estar. La cola está
abarrotada y no permite marcha atrás. Y el agua, por supuesto, solamente es blanda cuando
estás en su interior. Mira hacia abajo, Ahora se mueve bajo el sol, llena de monedas
duras de luz dotadas de un resplandor rojizo a medida que se alejan y se funden con una
niebla que es1a sal de tu propio sudor. Las monedas estallan formando lunas nuevas,
cascotes alargados procedentes de los corazones de estrellas tristes. El tanque cuadrado
es una sabana fría y azul. Lo frío es una modalidad de lo duro. Una modalidad de la
ceguera. Te han pillado desprevenido. Feliz cumpleaños. ¿Creías que ya había pasado?
Sí y no. Eh, chico.
Dos manchas negras, un momento de violencia y
desapareces en el pozo del tiempo. La altura no es el problema. Todo cambia cuando vuelves
abajo. Cuando impactas con todo tu peso.
Entonces, ¿cuál es la mentira? ¿Lo duro o lo
blando? ¿El silencio o el tiempo?
La mentira es que haya que elegir entre una cosa y
otra. Una abeja quieta y flotante se mueve demasiado deprisa para pensar. Desde lo alto la
dulzura la hace enloquecer.
El trampolín asentirá y tú saldrás despedido, y
los ojos de piel podrán cruzar a ciegas un cielo empañado de nubes, la luz horadada se
vaciará detrás de esa piedra afilada que es la eternidad. Que es la eternidad. Pisa la
piel y desaparece.
Hola.
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