San Francisco
por José Ángel Cilleruelo
Sentí inmediatamente cómo el chorro de aire polar me
horadaba el pecho. Me llevé una mano a la garganta por tratar de darle una pizca de calor
a mis frágiles amígdalas. Con la otra intenté desviar el viento gélido, pero encontré
la rendija por donde salía tercamente inmóvil. Al verme manipular el aparato de aire
acondicionado, el taxista, un indio con pinta de haber sido concebido sólo por
generaciones de semen precolombino, pronunció una frase incomprensible y sonrió; luego
extendió el brazo y apretó un botón que arreció aún más la fuerza con la que el
ventilador del coche lanzaba aquel aire helado contra mis pulmones y mi garganta.
Desistí. Me abroché los botones del polo hasta el último, apreté ambos brazos contra
el pecho y traté de que así comprendiera mi suplicio, él, que llevaba una simple
camiseta de tirantes de los Lakers sobre la que recibía, con agrado al parecer, el mismo
azote de aire mortal.
Descendió con agilidad, sorteando bien el atasco, y
cuando alcanzó la avenida que le había indicado detuvo el taxi en una esquina. Se me
quedó mirando con una sonrisa disparatadamente ingenua. El taxímetro marcaba 8 dólares.
Se los podía haber dado sueltos, sin duda, entre billetes de dólar y monedas, pero abrí
la cartera y elegí uno de 10. Me arrepentí de no haber tomado el tranvía, como todo el
mundo; no por los 8 dólares, que un cómodo y rápido viaje al centro los valía, sino
por la angustia que el indio me había hecho pasar con el aire acondicionado. Sonrió
abiertamente cuando se dio cuenta de mi maniobra y vio relucir el cero en una esquina del
billete. Creía estar ante un cliente generoso tal como yo había previsto pasar un rato
estupendo viendo por la ventanilla gente, tiendas y sudorosos pasajeros en los tranvías,
rostros que desde el taxi me gustaba imaginar desfigurándose al ser aplastados contra los
cristales.
Habían sido 8 dólares desperdiciados, pero ni uno
más. El taxista tomó el billete con calma. Lo desplegó. Le estiró las puntas. Sacó
del bolsillo del pantalón un fajo de billetes de 10 atado con una goma. Yo pensaba en la
neumonía que seguramente me había provocado y aguanté allí sentado, con la vista fija
en el ascua apagada de sus ojos. Incorporó el billete que le había dado al montoncito de
los que ya tenía, los ató con una goma y los devolvió al bolsillo. En ese movimiento ya
se había borrado cualquier sombra de ingenuidad en su expresión, aunque conservara una
levísima sonrisa, casi una mueca. Con idéntica lentitud se metió la mano en el otro
bolsillo del pantalón y sacó un voluminoso fajo de billetes de dólar. Este lo llevaba
sin atar. Extrajo uno, despacio, y me lo acercó sin decidirse a estirar del todo el
brazo. Lo tomé al vuelo. Lo apreté con el puño. Seguí desafiándole con la mirada.
Repitió el gesto y cuando pillé el segundo dólar le di la espalda, abrí la portezuela
y abandoné el taxi lo más rápido que pude.
Había cometido, sin embargo, un pequeño error:
mientras le arrebataba de los dedos el segundo billete había mantenido mis ojos fijos en
los suyos. Fue sólo un instante, pero bastó para que viera perfectamente cómo su
mirada, negrísima, se tensaba alcanzando una rigidez insoportable que desde entonces no
he dudado nunca en calificar como un maleficio.
En la acera de la avenida, donde me había dejado, me
sentí un ladrón con los dos dólares aún apretados en el puño. Hice el amago de salir
corriendo tras el taxi y de hecho llegué a saltar a la calzada. La maraña del tránsito
a una hora como aquélla confundió al auténtico dueño de los dos dólares con los
muchos vehículos iguales que pasaban. Me despertó del aturdimiento el súbito estruendo
de un tranvía que pasó a escasos centímetros de mi cuerpo, de tal modo que durante unos
segundos no supe si realmente estaba fuera o si viajaba en su interior y la historia del
hechicero azteca no era más que el delirio de un pasajero agobiado por los apretones y el
calor.
Anduve varias travesías como un idiota, apesadumbrado
por la excesiva gravedad de los dos billetes que llevaba prisioneros, secuestrados, en un
puño. Todos los planes que había trazado para mi tarde libre en el centro se habían
pulverizado. Dejé los dos dólares ajenos sobre el mostrador de un chiringuito y señalé
con el dedo hacia las bolsas de cacahuetes. "Te sobra un pavo, amigo", me dijo
el tendero con una clara sonrisa mientras dejaba caer los billetes en un cajón que
mantenía abierto a la altura de su vientre. "¿Te apetece un refresco de limón? Lo
hago yo mismo con una receta secreta que procede directamente de Moctezuma. Quiso
comprármela la Coca-Cola, pero dime tú, amigo, ¿qué habría sido de mí podrido de
millones? Ni de mi padre, que en paz descanse, podría fiarme y ¿qué es la vida sin el
cariño de la gente? Dime tú, amigo." "No, gracias, otra de cacahuetes, por
favor." El tendero me alargó la segunda bolsa sin siquiera mirarme, dirigiendo su
sonrisa y su cantinela a un tipo bajito que lucía un buen traje y se había acodado en el
otro extremo del mostrador: "Qué, amigo, ¿te sirvo un refresco de limón? Es una
receta secreta. Se la compré a un chino por 35 centavos hace veinte años. Ha sido el
mayor acierto de mi vida, mejor que si hubiera invertido un dólar en acciones de la
Coca-Cola. ¿Qué te parece?"
Poco después me vi reflejado en el escaparate de una
librería con dos bolsas de cacahuetes en las manos. Esa imagen fue todo lo que conseguí
de mí mismo. Nada hay mejor que los cacahuetes para desactivar los excesos de realidad.
La tarea de romper la cáscara con la punta de los dedos, extraer los frutos, frotarlos y
llevárselos a la boca absorbe de tal modo la conciencia que ésta olvida sus propósitos
de civilización y se remonta a la pura fruición del simio primigenio. Así estuve ni sé
el tiempo tratando de menguar, o al menos eso creía, la sobrecarga de realidad que me
había lanzado encima el Caupolicán disfrazado de taxista.
El mínimo raciocinio que empecé a recuperar, tras la
suspensión de actividades mentales que supone la ingestión acelerada y obsesiva de
cacahuetes, se lo dediqué a estos. Me pareció un signo de los tiempos que recordara
cómo los cacahuetes de mi infancia liberaban al romperse un gran número de semillas,
nunca menos de cuatro; a veces una ristra múltiple de pequeñas pero muy sabrosas
bolitas. Constaté consternado que los cacahuetes de mi madurez portaban dos únicas
piezas. Una y dos; llevaba un buen rato comprobándolo. Más gruesas y alargadas, más
harinosas también, pero sólo dos. De niño me gustaba abrir un cacahuete y repartirlo
entre la gente, mis padres y mis hermanas y hermanos, o mis compañeros en la escuela o en
los duros entrenamientos de béisbol. Entonces siempre me veía a mí mismo rodeado por
personas para las que era importante. En aquella época, en Omaha, Nebraska, no se me
hubiera ocurrido detener un taxi para ir al centro porque iba siempre acompañado de
tantos amigos que no hubiéramos entrado, ni siquiera unos encima de otros. Nunca el hecho
de comer cacahuetes hubiera abierto en mis entrañas, como ahora, una sensación tan
intensa de ser prescindible, incluso para las estadísticas.
Una risueña y sensual sonrisa se plantó delante para
desacreditar mi tristeza. Era una jovencita oriental de piel muy blanca, cara ancha y una
dulzura inexplicable en la mínima hendidura de sus ojos. Intensificó su sonrisa cuando
abrí frente a ella un cacahuete y le ofrecí uno de los dos áureos frutos. Lo tomó y se
lo llevó a la boca. "Gracias", dijo con la palabra a medias moldeada en unos
labios grandes de un color rosa desvaído. Supe que me había enamorado con la
clarividencia que asiste a quienes disfrutan de un milagro o de una victoria deportiva.
"¿De China?" --le pregunté a la muchacha, y sonriendo me corrigió:
"Taiwan". "Como los ordenadores", estuve a punto de decir y menos mal
que me contuve. Ella aprovechó ese instante de indecisión para ofrecerme su mercancía:
una bandeja llena de baratijas. Eligió para mí la figurita metálica de un cupido echado
hacia adelante, en postura de estar orinando, accionó una palanquita que tenía en el
trasero y salió por la pichita del niño la llama de un mechero. Solté una carcajada que
nació en la espontaneidad de la pasión que ya me exaltaba. Ella mantuvo su perpetua
sonrisa, cuya sensualidad se hizo más evidente frente al fuego mingente del cupido.
"Es Amor", dije. "Amor, sí, amor", repitió con los sonidos a medio
cuajar, "sólo 8 dólares", añadió diluyéndose en la miel de su gesto.
"¿Cómo es Taiwan? ¿Vive mucha gente? ¿Hay tranvías?" --le pregunté
desesperadamente. Ella sonreía y apretaba una y otra vez la palanquita del mechero.
"Sí, ya sé, 8 dólares", mascullé. "Amor, sí, amor", repetía la
muchacha mientras inflamaba mi corazón con su suavidad. Podría haber buscado suelto en
el monedero, pero saqué la cartera y extraje el segundo y último billete de 10 que
guardaba. Se lo dejé en la bandeja y lo hizo desaparecer como por arte de magia. "No
cambio", dijo al tiempo que señalaba una esquina de la bandeja donde había unos
cuantos centavos que juntos no sumaban medio dólar. Su sonrisa alcanzó en este momento
su máximo esplendor. Puso en mi mano la figurita metálica y la dejó ahí con una
levísima caricia que me estremeció. Quise aprovechar el encuentro de las manos para
darle un contenido mayor: "¿Cuánto hace que estás en América? ¿Qué haces esta
noche cuando acabes de trabajar?" Gracias: Es lo único que pronunció en
varias ocasiones, sonriendo, sin acertar en ninguna con los sonidos adecuados.
"¿Puedo darte un beso? ¿Quieres casarte conmigo?" Ya no sabía qué
preguntarle. La muchacha oriental despareció tal como había llegado. Apreté la palanca
del cupido y éste me meó encima su llamita azulada.
En el tranvía, cuando regresaba a casa al atardecer,
pues no me quedaban ganas ni dinero para repetir la experiencia del taxi, sentí desde el
fondo de la nebulosa de mi tristeza que alguien me estiraba el polo por la espalda.
"¿Tú no eres Kenneth, el hermano de Sue, en Omaha, Nebraska?" Sue era, en
efecto, mi hermana, que se había ido con los demás a la costa este, un lugar que siempre
me había parecido demasiado frío para vivir. Reconocí inmediatamente a una de sus
amigas, aunque en aquel momento no recordé el nombre. Sin mediar palabra saqué la
figurita metálica del bolsillo y le di a la palanca. Se rió con tantas ganas y con tanta
franqueza que logró desbaratar el maleficio del príncipe taxista. Una tarde, dos años
después, mientras esperábamos juntos en la parada, le pedí que se casara conmigo porque
desde el día aquel en que nos habíamos encontrado por casualidad no había vuelto a
sentirme desgraciado. Éste es mi caso, mi poema de amor a los tranvías. |