Tiene que llover un poco
por Michel Faber
traducción de Celia Filipetto
Frances Strathairn llegó a su casa y se encontró con que su
compañero le había preparado la cena.
Es tu primer día en el nuevo trabajo le
dijo. Pensé que vendrías agotada.
«Mi relación con este hombre está en crisis
se recordó Frances, besándolo en los labios. No hay ninguna duda.»
Pero por supuesto, sí había dudas. Agotada, se dejó
caer en el sofá y tomó la cena, que estaba exquisita. Su propia receta, seguida al pie
de la letra.
¿Qué tal están los niños? preguntó
él.
La pregunta no se refería a los niños de él o de
ella, no eran ese tipo de pareja. Le preguntaba por los alumnos de la Escuela Primaria de
Rotherey.
Es demasiado pronto para saberlo
respondió Frances.
En primer lugar les mandó que ordenaran. Las botas de goma en filas rectas. Los abrigos
en los colgadores. Los libros de cuentos colocados de mayor a menor. Todos los lápices
afilados.
El orden no era para ella una obsesión; como
profesional, simplemente sabía que era lo que los niños pedían a gritos. Era la nueva
maestra y les había sido impuesta con poca antelación, era preciso llegar a un acuerdo.
Ellos necesitaban demostrarle su bondad, su utilidad; necesitaban que ella les demostrara
su autoridad.
Sobre todo, necesitaban que la vida continuara con el
máximo de alboroto posible.
Vamos a ver, ¿tenéis todos una goma?
preguntó Frances.
Al ser vaciados, una decena de estuches produjeron
crujidos y chasquidos.
Los que tengáis una goma más pequeña que
ésta, recibiréis una así sonrió, sosteniendo en alto una que sacó de la bolsa
de gomas Faber-Castells gigantes y nuevecitas que siempre llevaba para las clases nuevas.
Asombro generalizado cuando los niños cayeron en la
cuenta de que tenían derecho a uno de esos magníficos regalos.
Con el rabillo del ojo, Frances vio que una de las
otras maestras de la escuela la observaba desde la entrada del aula contigua
preguntándose, sin duda, si Frances merecía realmente ganar tres veces más que una
maestra normal.
Y ahora, quiero que repaséis vuestros cuadernos
y elijáis una página en la que os parezca que habéis hecho vuestra mejor letra. Cuando
la hayáis elegido, quiero que pongáis vuestros cuadernos abiertos en esa página, todos
juntos en el suelo, justo aquí... Uno encima del otro, no... que se vean bien todos.
Colocadlos borde con borde, como ladrillos en una pared. Pero con poco espacio entre
medio. Así es... Dejad sitio a vuestros compañeros. Así... muy bien...
Frances se puso en cuclillas, insinuando a los niños
que era capaz de jugar con ellos a su nivel, al tiempo que con su corpulencia y el halo
desplegado de su falda les recordaba que, en el fondo, no era como ellos. Pese a que a
esas alturas la letra de sus alumnos le importaba poco, notó que ninguno de ellos era
abiertamente incompetente; Jenny MacShane, la que hasta la semana anterior había sido la
maestra, no debía de ser demasiado mala.
La mañana del segundo día, se presentaron los dos niños que habían faltado el primer
día. Era una buena señal, tal vez se debía al boca a boca entre las madres.
Frances leyó las notas justificativas: dolor de
barriga en el caso de la pequeña Amy, revisión médica en el del pequeño Sam. Con toda
probabilidad, la causa de sus ausencias había sido el miedo, que se habría vuelto
incontrolable si se les hubiera permitido faltar más tiempo. Recibió a Amy y a Sam de
vuelta en la escuela y les entregó sus gomas. Tardaron más que los otros en instalarse,
de modo que Frances decidió, entre otras cosas, que dejaría las redacciones para el día
siguiente.
Por su parte, Frances tardó en instalarse en su nueva casa de la colina que dominaba el
pueblo de Rotherey.
Su último alojamiento había sido un apartamento
destartalado: la decoración era un disparate de muebles reunidos de prisa y corriendo. A
ella le gustaba; había sido el ala de terapia ocupacional de un manicomio, antes de que
la Oficina de Asistencia a la Comunidad desalojara a los internos. Conservaba aún ciertas
características fascinantes: la extraña marca en la pared, unos raros chismes de
plástico que tapaban todos los enchufes, una cesta de mimbre para la ropa sucia tejida
con mano temblorosa.
Esta casa de Rotherey era de protección oficial,
acogedora y sin ningún rasgo destacable; en ella habían vivido un policía y su mujer,
que habían respetado todas las características de la construcción original. Ni siquiera
habían puesto en el baño un cartel de «Se busca».
El anonimato de esta casa me pone de los nervios
le dijo a Nick, su compañero.
Vaya... ¿Quieres que te cambie algo? se
ofreció. Tengo tiempo libre.
Disfrutaba de un año sabático mientras esperaba que
le evaluasen la tesis doctoral y, efectivamente, disponía de tiempo libre, pero Frances
no lograba imaginar nada que pudiera hacerle a la casa para que cambiara. Más bien
quería que fuera él quien cambiara.
Vamos a acostarnos suspiró ella.
Sin embargo, a la noche siguiente, se quedó
levantada.
¿Cuánto calculas que vas a tardar? le
preguntó él, para aclarar cómo iban a dormir.
Lo que haga falta le contestó.
Como le ocurría con todo, a él no le importaba
dormir solo; respetuoso hasta la saciedad. Frances deseó que la levantara en vilo, la
subiera al dormitorio y la follara. Desde luego, sería desconsiderado e inconveniente,
esta noche no tenía tiempo de hacer el amor, tenía que revisar las redacciones de los
niños, once respuestas que debía mantener bien claras en la cabeza, once planes de
acción que debía pergeñar para el día siguiente, además de la necesidad de dormir,
claro. Pese a todo, ansiaba que la desviara de su rumbo, o que al menos se atreviera a
intentarlo.
En su regazo estaban las redacciones de los niños:
«Mi colegio, mi maestra y yo». Con un clip había sujetado a cada una la mejor foto
carnet que había logrado seleccionar entre los montajes fotográficos de veladas de
entregas de premios, equipos deportivos y conciertos navideños.
La primera redacción que tenía a mano era la de
Fiona Perry, la rubia de las orejas pequeñas y las camisetas enormes.
Nuestra escuela se llama Escuela Primaria de Rotherey. Tiene tres aulas grandes, los
niños más mayores están en 6º y 7º y yo estoy en esa aula. Nosotros hacemos cosas
difíciles. El año que viene voy a ir a la Academia de Moss Bank. Nuestra maestra dice
que aí es donde empieza la dibersión. Nuestra maestra ya no está en la escuela. El
último día que la vi se tubo que ir a su casa porque estaba llorando. Al día siguiente
fue cuando falté porque me intocsiqué (el pescado estaba en malas condiciones). Pero
Raquel mi mejor amiga dice que ese día nuestra maestra perdió la cabeza y ahora ya no va
a volber. Ahora tenemos una nueva maestra que es usted, señora Strathiarn, que está
leyendo esta redacción.
Frances dio vuelta la página para ver si había escrito algo más, pero aquello era
cuanto Fiona tenía que decir, de manera que colocó la hoja a su lado, boca abajo, sobre
el sofá. «El pescado estaba en malas condiciones», Frances sonrió con tristeza. Un
pescado en malas condiciones era la causa de que un niño no fuera a clase justamente el
día que podía haber cambiado su vida para siempre. Fiona Perry había faltado aquel
miércoles probablemente bastante al azar; sin embargo, aquella misma tarde, sus padres,
junto con los padres de todos sus compañeros habían recibido una llamada telefónica con
la que se les comunicaba la noticia de que todos los niños podían quedarse en casa hasta
que encontraran una sustituta para la señora MacShane. En su redacción, la pequeña
Fiona no perdía comba y aprovechaba para ponerse zalamera con la recién llegada; la
señora MacShane simplemente había desaparecido de su joven vida como si la hubieran
borrado con esa bonita goma nueva.
Mi escuela se llama Escuela Primaria de Rotherey escribió Martin
Duffy. Yo estoy en 6º el curso de los mayores. Cuando era pequeño bibía en
Bolton. Mi mamá dice que lo que pasó con la señora Macshane no tiene nada que ver
conmigo y que debería olvidarme. Mucha gente me ha preguntado como 1.000 veces y algunas
veces se lo cuento y otras no se lo cuento. Pero todas las veces que lo cuento me olvido
cada vez más, porque la verdad es que en cuanto la señora Macshane se puso a llorar a mi
me dio verguenza y me tapé los ojos y no vi demasiado. Y esa es mi historia.
Como para ponerle punto final, se oyó la cisterna del water. Nick, que se había
levantado a hacer el último pis antes de dormirse.
«¡No te das cuenta de que nuestra relación está en
crisis!», tuvo ganas de gritarle, un impulso tan absurdo que rió en voz alta. Él oyó
su risa y se le acercó, con las muñecas aún húmedas tras habérselas secado a toda
prisa con la toalla.
¿Qué te ha hecho gracia? quiso saber. El
sentido del humor era el mejor rasgo de Nick, bueno, uno de sus mejores rasgos. Estaba de
pie, desnudo de cintura para arriba, con el tórax cubierto de gotitas de agua
relucientes, sus curvas envueltas en el fulgor proyectado por la lámpara. Se le cortó la
respiración de dolor al pensar que muy pronto Nick ya no estaría con ella, porque lo
echaría de su lado, se aseguraría de que jamás volviera.
Ven aquí murmuró Frances. Él obedeció.
Podían hacer el amor deprisa, en el sofá, y luego
seguiría trabajando. Mientras se desvestía, hizo conjeturas sobre lo que Martin Duffy
había alcanzado a ver realmente a través de sus diez deditos, manchados con la crema de
extracto de levadura Marmite que había tomado para desayunar. Cubrirse los ojos era un
gesto social, un mensaje enviado a tus iguales pidiéndoles que te confirmen la naturaleza
transgresora de un hecho... Movió el trasero hasta el borde del sofá para que Nick la
penetrara desde donde estaba arrodillado. Entonces, ¿sería cierto que Martin Duffy no
había visto demasiado? Lo dudaba. Probablemente tendría que trabajar con él, si
existían pruebas de que su aparente fortaleza era un mecanismo de defensa. El hecho de
ser un recién llegado al pueblo lo hacía vulnerable de entrada, aunque por otra parte
eso mismo habría impedido que se encariñara demasiado con Jenny MacShane... En ese
momento Frances tuvo que reconocer que su clítoris no recibía la fricción suficiente,
sobre todo por culpa del maldito preservativo, y de la cremallera metálica de uno de los
cojines que se le clavaba repetidas veces en la espalda.
Vayamos arriba dijo Frances.
Tras el orgasmo, ebria de endorfinas, se quedó
dormida, acurrucada contra la espalda de Nick.
La escuela está bien y mi antigua maestra está bien. Ese era todo
el texto de la redacción de Greg Barre. ¿Cuál de ellos sería? No lograba acordarse de
su cara, pese a la ayuda de la foto; había que reconocer que se trataba de una foto
desenfocada tomada durante una representación navideña: una imagen borrosa de barbas de
algodón y alas de cartón.
¿Qué te sugiere este niño?
Le entregó la foto a Nick desde su extremo de la mesa
donde desayunaban. Él se miró los dedos para comprobar si estaban manchados de margarina
y cogió por los bordes el pequeño cuadrado de cartón.
Es tímido sentenció al cabo de un
momento.
¿Por qué?
En las obras de Navidad, el papel de pastor que
no dice ni una sola frase se lo dan siempre a los tímidos. Está claro que la niña de
enfrente es la que dice, «Hemos seguido una estrella», o lo que sea. Este chico se
limita a seguirla, puede incluso que le hagan entregar un regalo.
Frances sonrió cuando Nick le devolvió la foto y sus
miradas se encontraron; aquel era el gesto más íntimo que habían intercambiado desde
hacía varios días. Era perspicaz, de acuerdo. Cuando se trataba de extraños.
Serías un buen padre susurró ella,
todavía consciente del hormigueo de satisfacción e insomnio que recorría su piel.
No empecemos de nuevo la previno él,
lacónico.
Algo pasó como un relámpago ante sus ojos,
desconcertándola. Era la foto del pequeño Greg. Todavía no la había cogido, y Nick, de
repente, se mostró irritado, y se puso a agitar la imagen ante su cara como si ella ya le
hubiera encasquetado el hijo que no deseaba.
Desde la casa se podía ir andando a la escuela; en cierto modo era una pena. Un largo
viaje en el asiento del pasajero del coche de alguien le habría ofrecido una oportunidad
única de leer las demás redacciones. ¿Cómo había podido quedarse dormida la noche
anterior? Era como esos hombres inútiles de los que siempre se quejan las mujeres en los
consultorios sentimentales de las revistas.
¡Buenos días, señora Strathairn!
corearon los niños en cuanto entró.
La llamaban «señora». Todos sus alumnos la llamaban
siempre «señora», por decisión profesional. Tenía la impresión de que los niños
confiaban más en ella si creían que era una esposa y madre convencional, como si esto la
convirtiera en emisaria de ese mundo de cuento en el que las ecuaciones familiares no son
negociables. Poco convencional y fríamente feminista entre sus iguales, Frances era capaz
de transigir al instante y con entusiasmo en cuanto lo consideraba necesario. Tal vez era
esta cualidad más que ninguna otra la que hacía que la eligieran a ella antes que a sus
colegas de su especialidad, al menos en situaciones endemoniadamente delicadas como ésta.
Había detectado casi de inmediato cuáles de los
niños eran los más cariñosos y abiertos, y se ganó su confianza para utilizarlos como
cebo y conseguir la de los demás. Tenía talento para transmitir seguridad y restablecer
el orden. Era un don con el que ya contaba mucho antes de los años de práctica.
Los niños ya se apretujaban contra ella, le
murmuraban cosas al oído por el puro gusto de reclinarse contra su mullido hombro. Los
que más la preocupaban no eran éstos, pero se empeñó a fondo en cautivarlos de todos
modos, la ayudarían a romper el hielo con los otros.
¿Rachel? Me han dicho que sabes usar la
fotocopiadora del despacho. ¿Te importaría hacerme diez copias de este documento muy
importante?
Rachel (Hay muchos chicos con los que no juego
para nada me gusta más hacer deberes) se alejó a toda prisa hacia la sagrada
máquina, rebosante de orgullo por la confianza depositada en ella, mientras se preparaba
para entrar en una zona prohibida y dominar los misterios de la tecnología.
Frances le había tomado el pulso al grupo en su
conjunto, conocía sus tensiones y sus válvulas de escape, sus arrebatos explosivos, sus
dulces miradas emolientes. El impacto producido por el último día que los niños habían
pasado con la señora MacShane se abría paso en sus cabecitas a distintas velocidades;
Frances intuía que Jacqui Cox o Tommy Munro serían los primeros en hundirse, cuando
surgiera algún incidente espectacular que, en apariencia, no guardaría relación alguna
con su antigua maestra. Jacqui (la clásica flor de invernadero, muy escrupulosa a la hora
de exigir a sus compañeros que escribieran su nombre «como es debido») había escrito
en su redacción:
A mí me gusta mucho mi maestra y no querría a ninguna otra, al menos no para
siempre. Guarda todos mis deberes anteriores y fue ella la que escribió mis boletines de
calificaciones y es la que sabe por qué escribió lo que escribió. Así que cuando
vuelva conseguirá que vaya por el buen camino.
Tommy Munro, un niño desmañado y nervioso, con unas pestañas asombrosamente largas y
una cabeza prematura, dentro de sus limitaciones, escribió lo mejor que pudo más o menos
la misma redacción: Mi antigua maestra esta bien y todo lo demas tambien.
Pero su antigua maestra distaba mucho de estar bien, y
Tommy luchaba con los desafíos increíblemente injustos que suponían para él trazar
márgenes rectos y encolar dos hojas de cartón, mientras las emociones quedaban
enterradas en lo hondo de su pecho estrecho y saliente.
Milagrosamente, al cuarto día no ocurrió nada fuera
de lo habitual, por lo menos nada para lo que no le pagaran a un maestro normal. Sólo una
discusión acalorada sobre a quién le tocaba entrar las sillas plegables ahora que había
empezado a llover; la guapa de la clase, Cathy Cotterill, se sintió abrumada por la
responsabilidad. La cara colorada, los labios llenos y sensuales fruncidos en una mueca
que no tardaría en convertirse en amplia sonrisa, era una de esas personas que,
instintivamente, siempre salen a flote en la vida. En su redacción dedicaba dos frases de
lo más prosaicas a las circunstancias que rodearon la partida de la señora MacShane y
luego continuaba rellenando toda una página con comentarios del estilo No juego mucho
al futbol prefiero jugar a la rayuela. Los lunes tengo ginnasia no se me da bien la
ginnasia. Su rabia tenía una fugacidad innata y un alcance limitado: avivando el
fuego de las emociones era una calamidad.
Ejerciendo su autoridad como si de una habilidad
física se tratara, Frances tomó la maraña de la discusión y la deshizo tranquilamente
con un solo dedo. Todos dejaron de gritar, la amenaza de caos desapareció sin dejar
rastro y, al cabo de diez minutos, consiguió tener a todos los alumnos sentados a sus
pies, embelesados, mientras parafraseaba el texto y les mostraba las fotos de un libro
sobre albinismo. Frances disponía de muchos libros de este tipo, lo bastante raros como
para prometer a los niños el escalofrío de lo extraño, lo bastante informativos como
para llenarles la cabeza con hechos sustanciosos, lo bastante intrascendentes como para no
resultar amenazadores. Ver aborígenes blancos con ojos de color rosa bastó para dejar
mudo de asombro hasta a Tommy, mientras que los más listos fruncían el entrecejo ante
los puntos más sutiles de la genética.
Cuando la lluvia oscureció los cielos y la luz del
fluorescente lo iluminó todo, los niños mismos parecieron un tanto albinos, fenómeno
que Frances les hizo notar y que fue recibido con gritos reprimidos de estremecido
deleite.
A lo mejor es contagioso les dijo en
broma.
A la salida del colegio llovía tanto que incluso a los niños que vivían a poca
distancia de la escuela los fueron a buscar en coche sus parientes o vecinos. A todos
menos a Harriet Fishlock y su hermanito Spike, del curso de los pequeños. (A Frances le
costaba creer que su nombre pudiera ser realmente Spike, pero así era como lo llamaba
todo el mundo.)
No sé cómo voy a llevar a Spike a casa
suspiró Harriet, preocupada, mientras ayudaba a su hermano, pequeño como un
cachorrito, a ponerse la trenca grasienta, sin que se cale hasta los huesos.
Harriet vivía en las afueras del pueblo, en un parque
de caravanas de mala muerte, con su madre alcohólica y un padrastro capaz de conseguirte
recambios de coches si era preciso. Se rumoreaba que abusaba sexualmente de ella, y el
expediente de la asistencia social ocupaba decenas de páginas.
Yo tengo paraguas dijo Frances. Un
paraguas grande como una casa. Puedo acompañaros hasta la gasolinera.
Observó la cara de la niña y advirtió cómo
cambiaba de expresión mientras hacía sus cálculos: sí, desde la gasolinera no se
veían las espantosas caravanas, sí, la respuesta era que sí.
Juntos recorrieron las calles de Rotherey; la lluvia
torrencial les impedía ver bien las tiendas y las casas, como si estuvieran parapetadas
tras cristales esmerilados. Un gris indefinido y luminoso lo envolvía todo, ancho mar
sobre cuyas olas rielaba el pueblo, espejismo surcado por los faros de los coches, que
pasaban lentos como naves lejanas. Para guarecerse mejor debajo del paraguas, Spike y
Harriet iban uno a cada lado de Frances; más o menos al cabo de diez minutos, Frances se
llevó una sorpresa y una alegría al notar que Harriet buscaba su mano y la aferraba.
Cerca de las afueras del pueblo, una luz roja titilaba
desvaídamente en la oscuridad, era del coche patrulla aparcado delante de la casa de los
MacShane. La policía se presentaba allí todos los días, en apariencia, con la esperanza
de conseguir, a esas alturas, algo que resultaba difícil de imaginar. A lo mejor creían
que David MacShane volvería para recoger la correspondencia o darle de comer al perro.
La lluvia azotaba de un modo absurdo, como enfurecida,
produciendo un ruido casi ensordecedor al golpear contra la tela del paraguas. Por suerte
no soplaba el viento, de ese modo, Frances podía sujetar con fuerza el dosel protector
del paraguas mientras a su alrededor el agua caía a chorros por los bordes.
¡Es horrible! gritó Harriet.
¡Qué va! le contestó Frances.
¡Aquí debajo no nos mojamos y la lluvia no durará mucho!
Dejaron atrás la gasolinera; Frances no dijo nada.
Comprendió que cruzaba un Rubicón de confianza y pronto divisaría la orilla más
alejada del país de las caravanas.
Aquí es donde vivimos dijo Harriet cuando
alcanzó a ver el parque.
La lluvia, más apaciguada ya, brillaba como la
estática de los televisores sobre el lúgubre depósito de chatarra donde las casas
rodantes habían quedado atascadas para siempre. Frances sabía que acompañar a los
niños un paso más sería arriesgarse demasiado.
Sin embargo, cuando Harriet y su hermano se disponían
a abandonar el dosel del paraguas de su nueva maestra, la niña soltó un pequeño
discurso atropelladamente, como si se le escapara bajo presión.
A veces la señora MacShane venía aquí
después del colegio. A ver a un hombre que ahora se ha mudado. Se pasaban horas en la
caravana de él y hacían mucho ruido, después ella volvía a su casa del pueblo. Se
acostaban juntos... todo el mundo lo sabe. Por eso el señor MacShane se puso como una
furia. Parece que se enteró.
Tras haber desvelado por fin el secreto, Harriet
cogió a su hermano de la mano y con un cauteloso salto se plantó en la mugre pantanosa
de su territorio familiar.
En la casa de Frances, o mejor dicho, en la casa en la que viviría mientras durara ese
encargo, no todo iba bien.
El tiempo de locos (la mayor cantidad de lluvia caída
en un solo día desde 1937, le habría contado la radio si ella hubiera sabido cómo
sintonizar la emisora local) había derribado las defensas del tejado y el agua goteaba
por todas partes.
Frances recorrió las habitaciones de la planta de
arriba, mirando con los ojos entrecerrados los techos humedecidos. Daba la impresión de
que sudaban a causa del miedo o el esfuerzo. Sobre todo en el dormitorio, la alfombra
suspiraba bajo la presión de los pies y la cama estaba empapada; Nick había puesto los
cubos demasiado tarde. Al bajar las escaleras, Frances estuvo a punto de partirse la
crisma en la piel resbaladiza de los peldaños alfombrados; en contra de toda lógica,
aquello contribuyó en cierto modo a atenuar el desprecio que sentía por la casa y, al
mismo tiempo, a asustarla de mala manera.
Comprobé que todas las ventanas estuvieran
cerradas cuando empezó el chaparrón le dijo Nick, un tanto a la defensiva.
Pero no esperaba que se hicieran tantas goteras, es todo.
Los dos levantaron la vista y vieron juntarse las
gotitas de agua de lluvia en el ombligo de la luz del techo. De un momento a otro se
produciría un cortocircuito.
Quiero tener un hijo tuyo, Nick dijo
Frances y oyó su propia voz como a través del fragor de un temporal, aunque lo peor ya
había pasado dejando atrás las últimas secuelas que continuaban causando daños.
Nick la miró con estupor, como si su comentario
estuviera en clave y, una vez descodificado, hiciera referencia a cubos y lavanderías.
Ya hemos hablado del tema le dijo, a
manera de advertencia.
Yo quiero un hijo.
Quería que la llevara al dormitorio, la tirara sobre
las sábanas empapadas y creara en ella una pequeña vida que creciera hasta llegar a
andar un día a su lado, debajo de un paraguas.
Ya te lo he dicho le recordó. Tal
vez podrías adoptar uno como madre soltera y ya vería entonces qué tal me siento. No te
garantizo nada.
Compartir la responsabilidad no es lo que me
preocupa , cabrón le dijo ella. Quiero un hijo nuestro. Desde el principio.
Que no haya nada en la hoja en blanco más que nuestra genética. Quiero empezar de cero.
Los niños adoptados ya vienen con sus problemas desde el nacimiento, desde el día en que
abandonan el vientre de sus madres. Ya desde la cuna se les pegan las cagadas de sus
padres.
¡Muy bien, de acuerdo! exclamó Nick,
gesticulando con agresividad. ¡Es una lástima que la puta raza humana tenga que
seguir trayendo hijos al mundo en lugar de dejárselo a expertas como tú!
Hechizada por su reacción violenta, siguió el
movimiento de sus manos grandes, ansiando que la golpeara, que le pegara hasta dejarla
tirada en el suelo. Pero incluso enfadado resultaba tan inofensivo que la sacaba de
quicio.
¡En eso no te equivocas! le gritó ella,
sintiendo la aflicción del triunfo.
¿Sabes lo que eres? la acusó, al tiempo
que acercaba la cara a la de ella para que viera sus labios pronunciando las palabras con
exagerada claridad. Una obsesa del control.
Cuando terminaron de discutir, deshicieron la cama, encendieron la calefacción central y
se fueron al único restaurante de Rotherey, una mezcla de hotel y de billares, donde
también servían comida india.
Como era de esperar, la madre de uno de los niños de
la clase de Jenny MacShane estaba allí, comprando comida para llevar, y se acercó en
directo, dando traspiés, a la mesa de Frances y Nick.
Quería darle las gracias por lo que está
haciendo le dijo a Frances, sonrojándose. Anoche, por primera vez desde...
bueno, ya sabe usted... desde el terrible asunto de la MacShane... nuestro Tommy durmió
toda la noche de un tirón sin tener pesadillas ni hacerse pis en la cama.
Me alegro mucho sonrió Frances.
Quiero decirle que no me importa cuánto le
paguen, lo vale hasta el último céntimo.
Gracias sonrió Frances. El afecto no le
salía con tanta naturalidad cuando quienes lo requerían eran otros maestros o los
padres.
Me preguntaba si... si hay alguna posibilidad de
que se quede como maestra definitiva de Tommy.
Me temo que no sonrió Frances.
El cordero con salsa korma, que no estaba demasiado
caliente cuando se lo sirvieron, había dejado de humear por completo. Ella sabía que
aquella mujer se marcharía y le contaría a las otras madres que Frances Strathairn no
quería rebajarse a trabajar por el sueldo de una maestra.
Aunque me encantaría suspiró, haciendo
un esfuerzo, los que mandan no me dejarían.
La madre se marchó entonces, con unos andares raros y
desgarbados y una postura que sugería un sentimiento de inferioridad congénito. Frances
clavó la vista en la puerta que acababa de cruzar mientras picaba del plato con
irritación. ¡Cómo se desagradaba por alegar impotencia cuando eso no tenía nada que
ver con el motivo que la impulsaba a seguir adelante! Aquel pretexto de ser la esclava
pasiva de la autoridad superior era una deplorable falta de dignidad, un acto de
prostitución.
Para colmo de males, iba a romper con su compañero.
Ya te he visto así en otras ocasiones
observó Nick en voz baja desde detrás de las velas. Siempre te pones así
justo antes de que tu trabajo acabe. ¿Te acuerdas de los niños que sobrevivieron al
accidente de autobús en Exeter? Unos días antes de que terminaras con ellos, tuvimos
más o menos la misma discusión lanzó una sonrisa afectada, más o menos en
el mismo restaurante. Y aquella vez en Belfast...
Ahórrame los detalles gimió ella, y
tiró el tenedor sobre el montón de arroz y tomó un buen trago de vino.
Pregúntale al dueño si tiene habitaciones libres para esta noche. Si es así, reserva
una.
Nick se puso en pie, luego vaciló.
¿Para cuántas personas?
Para dos, cabrón lo reprendió.
Al día siguiente, los niños comenzaron por fin a venirse abajo, más o menos como
Frances había previsto, con una o dos excepciones. Tommy Munro parecía haberse saltado
el proceso, se comportaba con una madurez y un aplomo poco habituales en un niño con
lesión cerebral; tal vez, como estaba tan acostumbrado a sentirse todo el tiempo
confundido y equivocado, había llegado a creer que el incidente con su antigua maestra
era producto de una de sus pesadillas.
Sin embargo, justo después del almuerzo, Greg Barre
se puso como una fiera; todo empezó con un malentendido sobre qué tablas de multiplicar
se suponía que tenía que haber estudiado y culminó con un ataque de gritos. En la
histeria que siguió, alguien pronunció el nombre de la señora MacShane, y varios niños
se echaron a llorar y comenzaron a acusarse entre sí de ser la causa de lo ocurrido o de
no haberlo impedido cuando debían. Martin Duffy proclamaba entre sollozos su inocencia
con los puños apretados contra el short fosforescente; Jacqui Cox proclamaba entre
sollozos su culpa cubriéndose la cabeza con los brazos. La maestra de la clase contigua
corrió a la puerta, temblando de miedo, la cara crispada en una sonrisa horrible, como
las que a veces se ven en un preso a punto de ser ejecutado.
Frances le indicó con la mano que ella se ocuparía
de la situación y asintiendo con la cabeza le dio permiso para cerrar la puerta.
Luego pasó a la acción y se hizo con el control de
la clase.
Al final del día, consiguió tenerlos a todos tranquilos, extasiados por su murmullo
tranquilizador y el suave tamborileo de la lluvia contra los cristales. Se sentó en medio
de los niños, en un taburete alto, y no cesó de contarles cuentos ni interrumpió el
murmullo de su voz, al tiempo que trataba de convencerse de que no tenía el trasero
entumecido a causa del peso del cuerpo de Jacqui, a quien había sentado en su regazo.
Jacqui iba a crecer mucho, al menos físicamente. Emocionalmente, era demasiado pequeña
para vivir fuera del seno materno; se aferraba a la cintura de su maestra con la tenacidad
de un marsupial y apretaba la cara con fuerza contra el pecho de Frances. Llevaba horas
llorando con un quejido sostenible e infinito, nada que no se pudiera arreglar dedicando
media vida a tranquilizarla.
Greg Barre jugaba a los tejos con Harriet Fishlock y
Katie Rusek, contento como unas pascuas, con los pantalones de arpillera que había
utilizado para disfrazarse de pastor en la obra de Navidad. Los suyos estaban puestos a
secar en uno de los radiadores; los había ensuciado en el momento más álgido de su
crisis. Frances fue consciente de que no podía permitirse el lujo de abandonar al grupo
para atenderlo a él solo, y eligió a Katie para que lo acompañara a los lavabos y lo
ayudara a cambiarse; una elección arriesgada, en vista de las rígidas normas de
separación de sexos que imperaban en el pequeño mundo de Rotherey, pero Frances
consideró que era la adecuada: Katie era madura y segura de sí misma, Greg le tenía
miedo y, en el fondo de su corazón, estaba encaprichado con ella. Y lo más importante,
Katie era lo bastante lista como para darse cuenta de que la situación la mitad de
la clase lloraba o tenía un ataque de histeria, un niño con los pantalones llenos de
mierda escapaba al control de un solo adulto y aceptó la delegación de
responsabilidades como quien recibe una pelota de baloncesto. En su redacción había
escrito:
Me llamo Katie Rusek y estoy en séptimo grado de la Escuela Primaria de Rotherey. La
semana pasada aquí pasó algo muy gordo. Nuestra maestra la señora MacShane nos estaba
dando la clase de matemáticas cuando su marido entró en el aula con una escopeta.
Insultó a la señora MacShane y le pegó hasta dejarla tirada en el suelo. Ella no paraba
de pedirle por favor delante de los niños no pero él no le hizo ni caso. Entonces su
marido le dijo que se metiera la punta de la escopeta en la boca y que la chupara. Ella lo
hizo unos segundos y entonces él le voló la cabeza. Estábamos todos muy, pero muy
asustados pero él se fue y ahora lo busca la policía. Cada vez que me acuerdo de ese
día me pongo mala. Me pregunto si alguna vez conseguiré olvidarme.
Desde lo alto del taburete, Frances observaba a Katie Rusek, que a su vez observaba a Greg
Barre mientras éste se disponía a lanzar otro tejo. La desesperación por impresionar a
su ángel de la guarda lo volvió torpe de repente, un fallo de la confianza que tanto
Katie como Frances notaron de inmediato desde sus distintos ángulos.
¿Por qué no jugamos a otra cosa? le
susurró la niña al oído, incluso antes de que lanzara el tejo.
Frances continuó con su murmullo. Le habló a la
clase de su casa inundada, de su cama mojada, de cómo había pasado la noche en el Hotel
de Rotherey. Se inventó una historia sobre cómo ella y su marido habían intentado
dormir en casa pero el agua había llegado hasta el colchón y les había empapado el
pijama. Les explicó que ella y su marido habían colocado el colchón de lado, cerca de
la estufa, y se habían quedado mirando cómo soltaba vapor. Insistía en el tema de que,
en ese momento, su casa era un caos, pero que saldría adelante porque contaba con gente
que la ayudaría, y pronto todo volvería a la normalidad. Y todo el rato apretaba la
mejilla contra la rala cabellera de Jacqui Cox y la acariciaba con ternura cuando
pronunciaba frases clave.
Siguió hablando y hablando sin esfuerzo, las palabras
salían de un motor de confianza que marchaba al ralentí dentro de ella; sus palabras y
la lluvia mantenían su murmurante hechizo sobre los niños. La mayoría escuchaba en
silencio, algunos estaban entretenidos con sus juegos, hacían palabras cruzadas o
dibujos. Todavía no eran dibujos de escopetas ni cabezas destrozadas; tal vez Jacqui
hiciera uno así en algún momento de la semana próxima. En los días siguientes, con el
mayor tacto posible les hablaría de la nueva maestra y luego se marcharía sabe Dios
adónde.
Jacqui se retorció entre sus brazos; despertó
sobresaltada en cuanto se quedó dormida y acomodó la oreja en el hueco del pecho de
Frances, para volver a escuchar el latido de su corazón.
Todo se arreglará, cielo susurró
Frances. Todo se arreglará.
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