índex marzo- abril 2002 num 29 |
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La
decepción infinita: una aproximación a la narrativa de Fernando Vallejo por Ernesto Escobar Ulloa A Juan y Quique El presente ensayo pretende arrojar luz acerca de La virgen de los sicarios (Alfaguara, Madrid 1994) y El desbarrancadero (Alfaguara, Madrid 2001) en su relación con la realidad y la literatura actuales. Resulta problemático considerar a Fernando Vallejo emblema de la nueva narrativa hispanoamericana, como proclaman algunos medios ante la intempestiva celebridad del escritor, fruto de la adaptación al cine por Barbet Schroeder de su libro La virgen de los sicarios. Es evidente que en el dispendio de sensualismo, intimismo, nihilismo, decadentismo, cultura de la droga y, sobre todo, en el manejo magistral del lenguaje vulgar, Vallejo comparte un ancho denominador común con la nueva generación (Bayly, Fuguet, Díaz); pero también parece evidente su deuda con el mundo clásico. Por otra parte, a esto hay que sumar el empeño del propio autor en entrometerse y reclamar una interpretación de su obra en la que sea ineludible no implicarlo éticamente. Envite a la crítica (aquí aceptado) que eleva al cubo un problema ya presente en La Virgen de los sicarios y El desbarrancadero (su última novela): las correspondencias entre vida y literatura, y cuya resolución no sólo pasa por llamar la atención acerca de la influencia de la tradición literaria y cultural española, sino por esclarecer las relaciones de los contenidos con la realidad. La situación actual colombiana, es sin duda el leitmotiv principal; la llaga por la que fluye la excrecencia temática del infierno vallejiano: muerte, violencia, misoginia, racismo, anticristianismo (iba a decir anticlericalismo pero no, va más allá), todo procedente de este mismo germen. En un país donde las fuerzas enemigas se dividen en FARC, ELN, EPL, grupos disidentes del M-19 (cerca de veinte mil guerrilleros en total), fuerzas armadas del Estado, grupos de Autodefensas Unidas de Colombia (eufemismo para designar a los «paramilitares» o «paras»), fuerzas del narcotráfico, bandas organizadas de delincuencia común, polvorín producto de una longeva tradición de guerras civiles entre liberales y conservadores; un país cuyas cifras horrorizan a cualquiera: más de mil denuncias de secuestros al año, una inflación del 18%, millón y medio de desplazados internos por la violencia, 19% de la población por debajo del límite de la pobreza, y que, para acabar, es, por supuesto, uno de los más peligrosos del mundo; en un país así: ¿qué literatura puede publicarse con la frente en alto? (A fecha en que escribo estas páginas, el presidente de Colombia, Andrés Pastrana, anuncia el fin del proceso de paz y el inicio de la operación Thanatos, que obliga a la guerrilla a abandonar la zona de distensión, creada por la política de Paz Integral y Diálogo Útil del gobierno de Ernesto Samper en 1996.) El realismo mágico no sólo ha sucumbido, sino que su ánimo de protesta, edulcorado con el embrujo de lo maravilloso, a día de hoy resulta pueril y hasta irresponsable. ¿De qué han servido la denuncia y el compromiso intelectual? Hispanoamérica en conjunto no tiene un pelo ni de mágica ni de maravillosa, y lo que le quedaba de pintoresco es ahora un híbrido de mal gusto y miseria. Tal es la gravedad de la crisis que La Virgen de los sicarios y El desbarrancadero -y he aquí su relación más firme con la nueva narrativa- no pretenden revertir el estado de las cosas; en ambas novelas únicamente el exilio o la muerte ponen remedio a la hecatombe. La actitud personal del autor legitima la primera opción: se halla exiliado en México. La segunda, la legitiman sus declaraciones: «yo en cambio insulto a Colombia, la mía, porque la quiero. Y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más». (El País, Babelia, 5/1/02: 3). Este deseo de aniquilación lo materializa y acelera Alexis, el Ángel Exterminador en La Virgen de los sicarios, convirtiendo Medellín, «la capital del odio», en un Apocalipsis donde a fin de curar ese «mal de la existencia que aquí tanto nos aqueja», reparte muerte a diestro y siniestro con su «espada de fuego». En El desbarrancadero el tópico castellano de la «muerte liberadora» manido hasta la saciedad en ambas novelas lo encarnan el sida y el cáncer; males bíblicos del nuevo mundo que acaban por llevarse a los seres más queridos. Dada su eventualidad y el firme convencimiento de que los usos y costumbres sociales poco tiene qué ver con el amor -de ahí que éste se viva como un milagro-, a su madre real el autor la llama «la Loca» en El desbarrancadero («En mi libro le puse el calificativo que más le cuadraba pues resolví nunca más pronunciar su nombre»; Semana, Argentina: 18/2/02), y a su hermano menor «el Gran Güevón». Su abuela no le corresponde y «qué carajos, el amor es así: desbalanceado, desajustado, desequilibrado, cojo» (El desbarrancadero). De hecho, el odio actúa como motor de la vida; de ahí que el melómano «swing, ergo soy» de Cortázar en Rayuela, se convierta aquí en un interrogante, con su respuesta: «¿Odio, luego existo? No. El odio a mí me lo borra el amor" (El desbarrancadero). Amor del que son destinatarios privilegiados los animales por encima del prójimo. De hecho, en La virgen de los sicarios el único ser que Alexis y Fernando no desean matar es un perro agonizante. Pasaje similar tiene lugar en El desbarrancadero: «Yo con gusto empalo por el culo al Papa, ¿pero tocar un animalito de Dios?» Sumergido ya en el infierno de este mundo, menos artificioso y más real que el de la aquí descalificada religión católica, se inicia el recorrido de una Colombia asolada por la violencia y la corrupción; demoler a los culpables, que son todos "aquí nadie es inocente", con la verdad estética de la frase magistral y un humor negro despiadado es la prioridad:
He citado esta frase por su similitud con esta otra, pronunciada por el escritor en acto público:
Ahora bien, llegados a este punto y presentadas las pruebas, cabe destacar una obviedad: la de que todas las cuestiones referidas al género -en este caso, la novela- se explican por aspectos culturales. El exhibicionismo personal de la autobiografía tiene su origen en la práctica cristiana de la confesión. Perfeccionado en el tiempo, este «yo» confesor vallejiano rechaza su condición de personaje; y es «yo» en tanto que el autor repudia, en sus libros y en sus declaraciones, la omnisciencia de tercera persona: «¿Por qué se mató? Hombre, yo no sé, yo no estaba en ese instante, como Zola, leyéndole la cabeza» (El desbarrancadero); «Yo resolví hablar con nombre propio porque no me puedo meter en mentes ajenas» (Babelia: 5/1/02). Es más, Vallejo afirma que la ficción es mentira, y que si la novela es ficción entonces que cada quien se tome sus libros como le plazca, puesto que cuentan la verdad. ¿Por qué esta lucha quijotesca contra la ficción en la novela? ¿Qué mal pretende ahuyentar Vallejo con esta premeditada correspondencia entre su literatura y su vida? Respuesta: la doble moral. El daño hecho a la novela por el abuso de ciertos recursos y técnicas es tan grande como el efectuado por novelistas e intelectuales hipócritas a la literatura en general. La novela posmoderna podría aspirar, con Vallejo a la cabeza, a la identificación total del autor con la obra, a riesgo de negar lo evidente: su carácter ficticio. ¿La lectura será, pues, un acto llano, fluido y real? ¿Morirá la forma? Vallejo ha quedado atrapado en un laberinto kafkiano. Asumir con tanta vehemencia la carga del «yo» menoscaba la verosimilitud, y sin verosimilitud no hay literatura posible. Si como él mismo afirma, no es un «lector de pensamientos» ni camina «con una grabadora por los cafés», entonces tampoco se pueden explicar los diálogos de sus novelas, y menos sus personajes. Y si ellos no «son», ¿cómo explicar entonces el «yo» que les habla? Vallejo se engaña. En su obra hay tanta ficción como en la de sus repudiados Zola, Balzac y Flaubert, pero esto de ninguna manera significa dejar de contar verdades. Nadie cree la veracidad de los crímenes de Alexis en La Virgen de los sicarios, pero sí en la posibilidad de que crímenes así se perpetren impunemente en la Colombia de hoy. Para causar en el alma del lector esta decepción profunda con la realidad, no se precisa de veracidad, sino de verosimilitud. No obstante, esta decepción ha de tener lugar primero en el creador. El maestro Roland Barthes afirmaba que cuando el écrivain trabaja la forma, la literatura deja de ser un fin porque el mundo, objeto de su causa, se la devuelve como un medio. Sólo así el écrivain se reencuentra con la realidad, aunque ya nunca como una respuesta, sino como una pregunta; y sólo esta pregunta angustiante puede pretender aproximarnos a los hechos. Vallejo no necesita reafirmar la realidad ficticia: ésta le pervivirá y seguirá hablando de esa operación entre entorno y autor que tiene como resultado la ficción más auténtica y creíble; a esa suerte de canje, a esa operación de hechizo litúrgico que aviva el fuego literario y que Vallejo consagra, Barthes le llamó «la decepción infinita». ¿Por qué negarla? |
© Ernesto Escobar Ulloa 2002 Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
biografía: Ernesto Escobar Ulloa www.geocities.com/escobarulloa/net Nacido en Lima en 1971, abandonó su país y la carrera de Ciencias de la Comunicación y se trasladó a Zaragoza, ciudad en cuya universidad se licenció en Filología. Realizó más tarde un master en la Universidad de Alcalá. Anaya ha publicado su primer libro, El viaje sacrílego. Actualmente trabaja de profesor en Madrid y colabora con prestigiosas revistas lingüísticas y literarias. Su primera novela verá la luz en breve. |
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