índex marzo- abril 2002 num 29 |
Un viaje por el alma eslava El viaje de Sergio Pitol (Editorial Anagrama, Barcelona, 2001) "De todas las maneras en que se puede dividir a la gente, una de las más importantes es aquélla que se establece entre los que conocen Rusia y los que no la conocen, pues no tienen la misma actitud, secreta, poco definible, frente a la vida. Ese conocimiento de Rusia puede no ser consciente: es sorprendente ver cómo la atmósfera de un país puede penetrar en el alma de un niño", escribe el premio Nobel lituano Czeslaw Milosz. Sergio Pitol estaría dentro de esta segunda categoría, unido a Rusia y a su mundo desde que en su infancia decidiera identificarse profundamente con Iván, niño ruso", quien cierra a modo de epílogo su último libro, El Viaje. El libro tiene su punto de partida en un corto pero intenso viaje a la antigua URSS que realizó Pitol en 1986, invitado por la Unión de Escritores de Georgia, cuando desempeñaba en Praga funciones de diplomático. El viaje real, pasando por Moscú y la antigua Leningrado hasta llegar a Tbilisi, da paso a múltiples viajes interiores que sumergen al autor en reflexiones sobre la situación política del país poco antes de la caída del muro de Berlín; en la pasión a la que le llevan las lecturas de los grandes escritores rusos; en recuerdos de su infancia mexicana; en un mundo onírico que se entremezcla en ocasiones con la realidad para mostrar la fragilidad humana y en apuntes de futuros proyectos literarios. La mezcla de todo esto da lugar a una cautivante narración que se resiste a la etiqueta de un género: entre las páginas del diario, pertinentemente encabezadas por la fecha correspondiente, aparecen fragmentos de textos de escritores rusos como Nabokov y Pilniak o se reproduce una dura carta escrita por el director teatral Meyerhold en la que describe la brutalidad física a la que le someten los oficiales rusos después de su arresto en 1939. Esta ausencia de género permite a Pitol reflexionar con toda libertad intercalando sus pensamientos con los de los compañeros que reencuentra en su viaje y los de los nuevos conocidos. Se superponen, de esta manera, dos planos distintos: el del viajero que se forma su propia visión del mundo que visita y el de la realidad de los habitantes del país. Esta dualidad se mantiene a lo largo de todo el libro en diferentes ámbitos. Frente a la impasibilidad y desidia de los burócratas moscovitas se halla el entusiasmo cultural y político de las jóvenes generaciones de escritores georgianos, que auguran cambios inminentes en la estructura de la URSS. Frente a la resistencia a los cambios políticos, que anuncian las reformas iniciadas por Gorbachov, se pone de manifiesto el entusiasmo de los estudiantes universitarios. A la vitalidad y a la hospitalidad de los rusos, se contrapone la eterna desilusión de los habitantes de Praga. Este continuo contraste entre dos mundos afecta de pleno a la figura de la escritora rusa Marina Tsvietáieva, a quien Pitol muestra su admiración dedicándole varias páginas de su libro. Los elogios de Tsvietáieva a la vieja Rusia se enfrentan a la admiración que siente por Boris Pasternak y por Maiakovski y chocan de pleno con las ideas políticas de su marido y de su hija, cada vez más cercanos al comunismo. La misma distancia la va separando poco a poco de su hijo hasta sumirla en una profunda desesperación que la lleva al suicidio en 1941. Sorprendentemente, gracias al esfuerzo sobrehumano de Ariadna Efrón (la hija de Marina Tsvietáieva) por reunir y recuperar la obra literaria de su madre después de su muerte podemos disfrutar hoy de unas de las mejores escritoras rusas de este siglo. Sergio Pitol se aproxima a Rusia con la mirada de un niño ávido de curiosidad, deseoso de dejarse sorprender por una sociedad que le es familiar, pero que se encuentra sumida en pleno proceso de cambios. Su encuentro con los intelectuales georgianos pone de manifiesto las fisuras culturales de un sistema que se esfuerza por ofrecer una imagen de unidad, monolítica. Comparte con ellos el entusiasmo del viajero que emprende un camino nuevo y desconocido. El Viaje es un libro imprescindible que tan pronto nos pasea por la mejor literatura rusa del siglo XX, como nos acerca a través de encuentros y conversaciones a ese "alma eslava" conmovedora y hospitalaria con la que Pitol se identifica profundamente. De la misma forma que Pitol al abandonar la Rusia de 1986, también el lector, al cerrar la última página de este libro, se siente un "huérfano universal", consciente además de que la historia truncó en cierto modo las esperanzas de muchos de aquellos ciudadanos rusos. Ana Carretero Jiménez Una buena razón para apagar a Zidane De los tranvías de José Ángel Cilleruelo (Editorial Plaza & Janés, Barcelona, 2002) Ocurre que ya no existen equipos, existen jugadores. De vez en cuando, detrás de la niebla espesa del partido, aparece un tipo que acaricia el balón y lo convierte en protagonista, dotándolo de vida, faro reluciente entre la mediocridad. Ocurre que ya no existen libros, existen escritores tan pagados de si mismos que se olvidan de escribir. Pero hay una estirpe, unos pocos depravados, que todavía disfrutan haciendo lo que mejor saben. Esos excluidos, esos valientes que rara vez figuran en las listas de los más vendidos, hacen posible que leer un buen libro no resulte tarea imposible en estos tiempos. José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) pertenece a esa secta integrada por grandes escritores. Su labor poética le ha convertido, sin proponérselo, en una de las voces de referencia en el actual entramado lírico. Sin duda, El don impuro (1989) ha influido de manera decisiva en buena parte de la poesía más joven, que ha seguido con atención sus dos magníficos libros posteriores, Maleza (1995) y Salobre (1999) Basta leer cualquiera de los versos que forman su último poemario para entender que estamos ante un autor importante. Complementando esta labor, en los último años Cilleruelo ha ido formando un universo narrativo que ha desembocado en la publicación de dos libros de relatos, Ciudades y mentiras (1998) y Cielo y sombras (2000) y una novela El visir de Abisinia (2001). Ahora aparece De los tranvías, un nuevo libro de relatos que bien pudiera ser un resumen de todos los logros que su escritura ha alcanzado hasta la fecha. Rehuyendo la estridencia gratuita, Cilleruelo tiene la capacidad de conmovernos de un modo tan sutil que engancha. Su prosa, como su poesía, es directa y no da concesión a la frivolidad ni al recurso fácil. El lector que se enfrente a estos doce relatos se dará cuenta, cuando cierre el libro, que ha recibido un lavado de alma casi gratuito (edición de bolsillo) El tranvía aparece como nexo común para todas las historias, pero es la ciudad, con su extensa galería de personajes que la pueblan, la verdadera protagonista. No importa si el relato transcurre en un pasado inmediato o en la actualidad, la ciudad siempre aparece como la gran madre que moldea pasiones, que se alimenta de sus hijos, una ciudad que conserva, como los hombres, las ruinas. Ritos de iniciación, las caras más obsesivas del amor, la soledad, la incomunicación son algunas de las enfermedades que sufren estos urbanitas que traza Cilleruelo. Pero hay algo que late a través de todas las páginas de este maravilloso libro y que hace que brote la luz y se derrame por las aceras, se cuele por las grietas de los edificios e inunde las alcobas infectadas de tristeza: la búsqueda desesperada de la felicidad. En De los tranvías, Cilleruelo ha
retratado, de modo magistral, unos corazones que laten en un mundo que está mal hecho,
unos seres que se parecen demasiado a nosotros y que nos invitan a apagar el televisor,
olvidar la última jugada de Zidane y, después de mucho tiempo, volver a sentir placer
por la lectura. Alberto Tesán Alondra de Dezsö Kosztolányi Traducción de Judit Xantús, introducción de Péter Esterházy (Ediciones B, Barcelona, 2002) Si echamos una mirada sobre el siglo que acaba de terminar en su conjunto, no podemos dejar de considerar sus años iniciales prolongados y vivificados en el agitado y enriquecedor período de entreguerras: de 1918 a 1939 como la etapa donde se iban a gestar gran parte de los planteamientos y preocupaciones de lo que sería la estética rupturista del siglo XX. Y hemos de reconocer que ese espacio tan indefinido como heterogéneo que se conoce como Mitteleuropa (Viena, Berlín, Praga, Budapest) fue el lugar donde surgió gran parte de la élite de las artes y de las letras del primer tercio de siglo. No sólo escritores, músicos y pintores, también cineastas el arte por excelencia propio del siglo surgirían en este caldo de cultivo. De Robert Walser a Fritz Lang, de Kafka a Lubitsch, de Thomas Mann a Billy Wilder serían tocados por la herencia de la cultura germánica de la Europa pre-bélica de los primeros años del siglo. El libro de memorias de Walter Benjamin, Infancia en Berlín hacia 1900, puede ser un excelente ejemplo del clima de un "fin de Imperio" que unía o mantenía suficientemente unidos a pueblos y tradiciones diversos entre sí. La ciudad de Budapest y el idioma húngaro también conocen durante ese primer tercio de siglo una edad de oro cultural previa al desmoronamiento europeo. La fiebre de las redacciones de las revistas, las relaciones amplias entre los géneros más variados, el cosmopolitismo abierto a occidente Nyugat (Occidente) es como se llama la publicación literaria más importante de la Hungría del momento impregnan la efervescencia de quienes se reclaman herederos del París romántico y simbolista y no son tan ajenos al convulso Berlín de las vanguardias. Las tentadoras quimeras de la vida metropolitana parecen tomar cuerpo en la capital magiar a orillas del Danubio y Dezsö Kosztolányi (1885-1936) figura a la cabeza de esta renovación civilizadora. Su poesía se caracteriza por el colorido y la musicalidad, por la influencia del simbolismo francés y del esteticismo de "lart pour lart". Su labor ensayística y periodística bascula también hacia el territorio de la perfección estilística del homo aestheticus baudeleriano; como señala Péter Esterházy, si el dandi es el último brote de heroísmo en esa etapa finisecular, Kosztolányi es un dandi clásico, estricto y severo. No es casual que tradujera al húngaro a Shakespeare, Wilde, Valéry o la Alicia de Carroll. La novela Alondra (1924) refiere una muy leve anécdota. Un matrimonio casi en la sesentena, los Vajkay, despiden en la estación de tren de una pequeña y remota ciudad de provincias (el único lugar que los comunica con un universo en transformación, estamos en el otoño de 1899) a su única hija, una fea solterona solitaria en la agonía de su juventud, que visitará durante una semana a unos familiares en el campo. Este breve paréntesis dibuja a modo de intermedio la trágica nadería presuntuosa que supone la vida de la localidad y de sus fuerzas vivas (alcanzando su cumbre durante la representación de una japonesería de opereta en el teatro de la ciudad: "¡Estar en Japón, sin salir de Sárszeg!"). Una dolorida embriaguez del ánimo permite revivir épocas pasadas y tiempos felices ya idos. Pero el embotamiento y el deterioro de los cuerpos y de las almas también de los vestidos y de los muebles de la anciana pareja, cuya vida gira alrededor de una treintañera que es también otra fracasada, regresan a la vuelta de la hija, y el retorno del orden familiar habitual echa el telón sobre el marasmo de soledad y sinrazón que acompaña en su tristeza la cotidianidad nimia y cruel de un lugar apartado del mundo. La sombra de Chéjov la desolación y el pesar latentes de un pequeño enclave humano afligido en sus postrimerías se adivina en esta sutil historia que es una acerada carga de profundidad donde la pincelada modernista agita el simbolismo exacto de una mirada inteligente, triste, irónica sin estridencias y sobre todo ferviente de amor de un amor escéptico por sus perdidos personajes. Valga una imagen para comprimir esta novela lunar: "La luna apareció de pronto entre las nubes, como accionada por un interruptor secreto, y su luz, tan intensa como desalentadora, cubrió la ciudad dormida." Ángel Rodríguez Abad Como En Familia de Laura Hird Traducción de Alejandro Palomas (Editorial Siruela, Madrid, 2001) El crítico literario estaba tenso. Su mujer le dominaba parcialmente, bebía y utilizaba bolas chinas. Claro, él se sentía macho-mal. Su hija quería no ser virgen, pero adoraba las hagiografías de los santos del pop. Su hijo sólo veneraba a los apóstoles del balompié y a los exegetas del microsoft. Ante tal entramado, y viéndose en la necesidad de escribir una columna mínimamente intensa, optó por la bebida. Tras la celebración se sintió muy solo, tanto que hubiera preferido ser conductor de autobús en Edimburgo, como el protagonista de la novela que estaba reseñando. Pensó en la penuria económica que le acechaba si no cambiaba de profesión y le entró pánico. Él sólo pretendía llevar una vida calmada de crítico- conductor y que nadie le impacientase. Ni siquiera su mujer que, a sus años, de buen ver y sin dentadura postiza, encontró un día un amante-bandido. Una tarde se le estropeó el sillón cuando escribía; la vida se le tornó miserable y decidió no luchar más. Dilucidó que peor hubiera sido atropellar a alguien que romperse él sólo la crisma. Vio entonces que el autobusero y él ya eran uno. Volvió al excusado y esta vez no pudo acabar la faena. Le podía su ansia por terminar su última reseña. Se acordó de Bukowski, de Kerouak, de Cocker y de su juventud. Pero había invitado, para olvidar, a cenar a Joni, Vic, Jake y Angie, los personajes de la novela que leía, y no podía demorarse. Pensó que valía la pena preparar una buena cena y olvidar el realismo sucio imperante. ¿Pero cómo hacerlo si la última vez que les convidó le regalaron Trainspotting? Encima, seguro que Joni va a decir cosas como: "Pienso en la cabeza abierta del todo con los sesos colgando, sobre todo cuando hablo con mamá". Y Vic, dirá: "Mi noche libre es la de los viernes. Me puedo tomar unas cervezas a solas y dar una vueltecita. O quizá pueda pillar a alguien y organizar un partido de fulbito. Todavía tengo por estrenar la camiseta del Newcastle. Jake añadirá enfadada: "Las viejas son unas zorras lloronas y unas alborotadoras. Deberían terminar con las mujeres a los dieciocho. Después de esa edad se vuelven raras." Y Angie pondrá la rúbrica sentenciando: "Sugiero ir por otra copa antes de que se acabe el vino. Me muero porque fulanito me folle. Libero suavemente su polla de los calzoncillos azules y deformados y empiezo a chuparle la punta". La familia llegó, cenaron, fumaron, fumaron porros, bebieron, rieron, intentaron una orgía telefónica, vomitaron, dijeron exactamente lo previsto y , antes de irse, le regalaron la primera novela de Laura Hird titulada Como en familia. Le dijeron que la autora era una escocesa de Edimburgo que abandonó sus estudios a los dieciséis años, que se puso a trabajar en lo que pudo, que un cuento suyo llegó a una editorial que la descubrió, que etc., etc., etc... Él ya lo sabía, porque, claro, estaba dentro de esa obra cruda, dura, realista, irreverente, atrevida, no muy innovadora, rupturista a medias, muy atractiva para reflexionar sobre nuestro devenir cotidiano y tan abierta como los esfínteres de sus protagonistas-comensales. Pedro Lara Erotismo sin pretensiones Dos chicos enamorados de Lawrence Schimel Traducción de Cristina Palés (Editorial Laertes, Barcelona, 2001) Los siete relatos que componen el último libro publicado en castellano del neoyorquino Lawrence Schimel alternan grandes dosis de romanticismo con escenas de sexo puro y duro a partes, más o menos, iguales. Si bien la ambición literaria de todos los relatos en general es más bien discreta., lo cierto es que el autor logra, de todas todas, cumplir los objetivos que se marca en la sección de los agradecimientos del libro: divertir e inspirar al lector. Tres son los relatos que hacen gala de una ternura y un romanticismo poco corrientes en buena parte de las obras de temática gay que se publican habitualmente, características que se anuncian desde el título mismo de los relatos: El libro del amor, un entrañable paseo por el ambiente que se respira en Barcelona el día de Sant Jordi, (con encuentro con apuesto desconocido incluido), Camino hacia el amor, la anticipación y el entusiasmo que siente el protagonista al inciciar una nueva historia de amor, y Príncipe Azul, original e ingenioso cuento de hadas con la presencia estelar de un travestido Hado Madrino. Acaso para compensar un posible exceso de sentimentalismo dulzón, también son tres los relatos que rezuman sexo por los cuatro costados, como pudieron comprobar los lectores de TBR que leyeron el cuento Taxi acuático en el número pasado. Felices fiestas narra los "encuentros" sexuales de dos vecinos que no se conocen, separados por los cristales de las ventanas de sus respectivos apartamentos, todo durante la época de las fiestas navideñas, como indica el título. La historia de Eau es un sugerente relato con una alta carga erótica que hará las delicias de los aficionados a los baños de espuma, aunque puede que no por las razones a las que están acostumbrados. Por último, el cuento que cierra esta selección se abre de nuevo con un título relacionado con el agua: El río del tiempo. Se trata, en mi opinión, del mejor relato del libro, no sólo por la historia un tanto extraña del protagonista que llora la muerte de un amigo enfermo de sida (que en lugar de sucumbir a la enfermedad, sufre una muerte, como todas, ridícula: muere al resbalar en la bañera) ni por la forma de narrarla, sino por la reflexión harto metafísica sobre la vida y la muerte, no exenta de ese gramo de esperanza que nos invita a seguir viviendo y, por ende, a seguir enamorándonos, igual que los dos chicos enamorados que resumen en el título de la selección el espíritu y el contenido de este agradable libro. A.A. La mano desdoblada El asesino ciego de Margaret Atwood Traducción de Dolors Udina (Barcelona, Ediciones B, 2001) En El asesino ciego, novela que es el libro número treinta y ocho de Margaret Atwood, galardonada con el prestigioso Booker 2000, la compleja estructura es uno de los primeros rasgos destacables. Cuatro novelas en una, «conjunto de cajas chinas», «collage» de registros, según la propia autora (véase la entrevista concedida a Xavier Moret, El País, Babelia, 15/XII/2001), la mano de Margaret Atwood se desdobla primero en la de Iris Chase, narradora en primera persona de una de las tramas argumentales: una mujer de ochenta y tres años, consciente de la proximidad de la muerte, se decide a contar, a airear, la historia de su familia brindando a la vez un vibrante repaso de la primera mitad del siglo pasado, con el propósito de que su nieta Sabrina, de la que por razones al principio desconocidas fue separada, llegue a conocer algún día unas cuantas verdades celosamente ocultadas durante unos cuarenta años. Es magnífico el trabajo de recreación histórica y, principalmente, el esfuerzo estilístico encaminado a transmitir esta tardía anamnesis de Iris, la anciana que, empuñando el bolígrafo como gesto último, se retrata, y al hacerlo relata su entorno y su historia, con todos los defectos y ventajas de la edad avanzada y sus achaques. Iris se detiene en detalles aparentemente nimios que, no obstante, son la savia del relato; olvida palabras o su significado («La palabra era "escarpa" ... "Escarpa, escarpa", repetía ... pero no se me apareció imagen alguna. ¿Era un objeto, una actividad, un estado mental, un defecto corporal?»); rescata otras (angarillas, chiffon, armonio); escribe al ritmo de una memoria que por momentos le falla y en otros le permite soltar auténticos latigazos de crudeza, mordacidad, lucidez. Lucha contra un final cercano e inexorable, esta especie de diario crepuscular se desdobla a su vez otra mano en una novela dentro de la novela: El asesino ciego propiamente dicho, un libro de publicación póstuma firmado por Laura Chase, hermana menor de Iris, fallecida en no aclarado accidente apenas terminada la Segunda Guerra Mundial; una novela con toques de ciencia-ficción, ambientada en un planeta situado «en otra dimensión del espacio», que en su día dada a la imprenta por Iris armó no pequeño revuelo. Todo ello puntuado por una recopilación de recortes de periódicos que proporcionan al lector información sobre los sucesos que marcaron momentos de la vida de los personajes. «Estoy sentada a la mesa de madera del porche
trasero de mi casa, al refugio del alero, contemplando el jardín largo tiempo abandonado.
Casi es de noche. El polemonio silvestre está en flor, o creo que es un polemonio; no lo
veo claramente.» Ésta es Iris en una de las últimas páginas, próxima ya la despedida,
en un epílogo que lleva el significativo epígrafe «La otra mano». Para este lenguaje,
este ritmo, estos «detalles», han de prepararse los que aborden la lectura de El asesino
ciego. Lectura nada fácil hay que leer hasta el final para atisbar esa verdad que
Iris se ha empeñado en desentrañar de un libro que encierra una crítica feroz a
las convenciones de la moral y sus consiguientes estragos, un libro que es también otra
incursión de la autora en los laberintos de la psique femenina y las relaciones entre
hermanas. Margaret Atwood compone su novela, por así decirlo, de mano en mano; y si, como
dice el antiguo proverbio citado en algún pasaje del libro, «un puño es más que la
suma de los dedos que lo componen», no nos olvidemos de la última mano, la de la
traductora, que ha sabido aquí transmitir el ritmo, el matiz, el temblor de las manos de
Laura, de Iris, de Atwood. D.N. Fragilidad, silencio y distancia Hammerklavier de Yasmina Reza Traducción de Joaquín Jordá (Editorial Anagrama, Barcelona, 2001) Actriz y dramaturga con un reciente éxito internacional, Arte, que se ha convertido ya en un clásico apenas ocho años después de su estreno, presenta en esta primera novela breve, que obtuvo el prestigioso Prix de la Nouvelle de l'Académie Française, una historia particularmente emotiva. Yasmina Reza nació en París de padre moscovita descendiente de una familia judía sefardí expulsada de España por la Inquisición y que se refugió en Uzbekistán, y madre violinista de una familia de judíos askenazíes húngaros. Este entorno autobiográfico es el que subyace en Hammerklavier. Compuesta de breves fragmentos en primera persona que minimalizan el relato y centran su preocupación estética esencial en abarcar mediante el lenguaje toda la infelicidad que engendra "la angustia del tiempo". Una infelicidad que no deja de ser vista con un distanciamiento, sin duda bien teatral y no exento, en este sentido, de cierta impudicia y exhibicionismo, lleno de ironía. Así lo muestra, por ejemplo, el capítulo-fragmento dedicado a Lúcete Mosès, en el que el encuentro casual, y quizás imaginario, de la autora-personaje con una amiga de la infancia completamente transformada de niña ridícula en mujer espléndida cantando en el coro de la Orquesta de París El Mesias de Haendel, en la transcripción de Mozart, bajo la dirección de Daniel Baremboim, le lleva al descubrimiento fundamental de que "el destino se altera....¿Que es el descubrimiento de El Mesías, en su versión mozartiana, comparado con el choque de esta evidencia milagrosa? ¡Es posible escapar al propio destino!" Yasmina Reza, sin embargo, nunca adopta una pose: conoce demasiado bien la precariedad de las cosas, la fragilidad y la soledad de los seres como para no mantener siempre un irónico desapego, una elegancia distante. Como sus personajes de teatro, de novela, de cine: náufragos, desgarrados melancólicos, enfrentados a un mundo que ya no comprenden, por ser demasiado brutal, demasiado moderno para ellos. Esto es lo que se desprende, por ejemplo, del capítulo "Treinta segundos de silencio", en el que narra un encuentro en Barcelona con el actor José María F. (Flotats, sin duda). El actor cuenta que durante una representación a la que asistió hace muchos años el público permaneció después de la obra medio minuto en silencio absoluto antes de empezar a aplaudir. Esto lleva a la autora a exclamar "¡Qué dicha haber conocido esa época bendita de la no participación! Una época en la que solo se trataba de recibir, simple y honestamente....una época en la que no se trataba de explicarse, de demostrar, de ser un ego ruidoso y aparente. Vayamos donde vayamos, actualmente...la gente aplaude encima de la última nota" Como en la música y como en el teatro que inundan esta espléndida narración lo fundamental para la autora parece engarzar en el texto los silencios. Son los acontecimientos, cualquier sonido, lo que impide el paso del tiempo. Lo que hacen que "el tiempo, mi íntimo enemigo, pase sin que lo vea pasar" El silencio, en cambio, lo muestra en toda su crueldad. Hábil estilista, la autora, maneja a la perfección la elipsis, las frases cinceladas en torno a lo esencial, simplicísimas en apariencia, pero a través de las cuales un gran intérprete puede sugerir abismos. A base de silencios justos, casi musicales y, sin duda, teatrales. F.H. |
© The Barcelona Review
2002 Estos textos no pueden reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
navegación: |
marzo - abril 2002 num 29 |
Narrativa |
J.A. Cilleruelo:San Francisco |
Poesía | |
Ensayo | Ernesto
Escobar Ulloa:La decepción infinita |
Quiz | Julio Cortázar (soluciones) |
Reseñas |
|
Secciones fijas |
Breves críticas (en inglés) Ediciones anteriores Envío de textos Audio Enlaces (Links) |
www.BarcelonaReview.com índice | inglés | catalan | francés | audio | e-m@il |