Rodgers Cemetery
por
Fernando Daniel Olszanski
A Patricia Langer
Alguna gente piensa que Indiana es un estado sin gracia, creo
que dicen eso porque no lo conocen. Sus campos sembrados de maíz y soja dan un matiz
seductor y enigmático. Todos lo acusan de aburrido, visto desde una carretera.
Seguramente no han pasado por sus parques, o sus bosques. Creo que el verde hoosie es
diferente, con una tonalidad peculiar, sobresaliente del resto de los verdes. Tuve la
suerte de conocer esta región por Janus, mi esposo. Es oriundo de aquí, específicamente
de una pequeña villa llamada Dune Acres, frente al lago Michigan. El barrio forma parte
del Parque Nacional Lake Shore y sus casas parecen crecidas de entre los árboles, como
flora autóctona.
Extrañamente conocí a Janus en una mágica mole de
cemento como es Buenos Aires. Yo estaba aprendiendo español y él trabajaba como
representante de una empresa de computadoras. Nos casamos, y decidimos vivir allí un par
de años. Teníamos buenos trabajos, él en lo suyo y yo enseñando inglés. En nuestras
primeras vacaciones fuimos a los estados a conocer nuestras familias, una presentación
oficial. Después de las formalidades quisimos pasar unos días de camping. Elegimos para
acampar el lago Yellow Wood, pero no en las parcelas habilitadas sino en un espacio frente
al lago. Los colores en ese lugar eran increíbles. Las flores parecían sacadas de un
cuadro de Van Gogh. Como el lugar era un vértice del lago, la vista dominaba todo el
contorno. Los pinos se estiraban para tocar el agua. En las orillas que no había
árboles, los camalotes ocupaban el espacio en una combinación de verdes, con flores
blancas y amarillas. Pájaros de variados colores desafiaban al ojo a examinar si todo el
espectro del arco iris estaba instalado en esa pequeña porción de paraíso. En medio de
ese mutismo cerrado con candados oxidados, Janus intentaba preparar una barbacoa. Juntaba
leña por el bosque, pero como había llovido la noche anterior todo permanecía húmedo.
Me conformaba con un sandwich de mortadela, tenía todo para un día perfecto. Él
conmigo, un cielo espléndido. Un lugar soberbio, tocado por la mano de Dios. Quería
disfrutarlo a pleno. Retener en la pupila todos los pliegues de las colinas. Introducirme
en los recovecos ocultos para observar la tierra precipitarse en el lago. Las colinas de
Brown county son las únicas que hay en Indiana, no son altas pero si compactas, adustas,
alfombradas de pinos y sol. Quería saciarme de naturaleza, empachar los sentidos. Todo
indicaba un brindis con la vida. Recordé que había vino tinto en la heladera, después
de dos copas podría pasar cualquier cosa, pero eso sería después. Me dispuse a caminar,
tener otros puntos de vista del lago. La comida estaría lista en más de una hora, el
fuego se negaba a arder, Janus aún provocaba su adrenalina buscando leña. "Vuelvo
dentro de un rato", lo saludé con la mano y sonrió enviándome un beso.
Seguí un camino bordeando el lago. El sendero se
desviaba debido a la maleza y conectó con la vía principal del parque, una calle de
ripio en excelente estado. El sendero volvió a aparecer a la izquierda a los escasos
minutos de haber desaparecido. Desde el final del camino, el reflejo manso del lago
llegaba formidable. Faltaban para llegar al espejo de agua unos cincuenta metros. Antes de
terminar ese tramo, me sorprendió una emergente cruz de piedra de casi dos metros de
altura. Sus ejes principales estaban sostenidos en una base formada de cemento y piedra.
Pretendía estar blanca pero los musgos, la humedad y el tiempo se habían encargado de
deteriorarla. El eje menor de la cruz tenía escrito en relieve un apellido. Rodgers. A
pocos metros estaba la escalera de acceso semioculta por los pastos crecidos. Al principio
no me gustó la idea de un cementerio en un parque visitado por mucha gente, pero a decir
verdad los que tuvieron la idea de enterrar a sus muertos en este lugar acertaron con la
decisión. Era un homenaje a la naturaleza, al descanso eterno. Antiguamente era común
enterrar a los suyos en la misma propiedad. A lo mejor esta tierra había pertenecido a la
familia Rodgers y luego se convirtió en Parque Estatal, con la condición de preservar
los restos de aquellos que dejaron su historia en esos parajes. Me gustaría pensar así.
Un trato justo. Los diez escalones para acceder al terraplén que albergaba al cementerio,
estaban firmes se podían pisar sin problemas. Al llegar al tope una mueca de desilusión
se instaló en mi cara.
Pensé en volver, pero los humanos tenemos una
extraña fascinación por la muerte. Algo morboso que nos obliga a preguntar en caso de
algún accidente, si hubo fallecidos. Si alguno de nuestros conocidos se convierte en
difunto, interrogamos sobre la forma en que murió. Como si hubiera una manera especial de
morir. Nos gusta saber detalles, escuchar puntillosas descripciones sobre sus últimos
instantes de vida. Si oímos algo como "le falló el corazón", ya no estamos
interesados en saber más. El caminar por los cementerios debería ser tan solo un ensayo
frágil, de lo efímero de nuestros ruidos y de lo largos que serán los silencios.
La desilusión me vino porque algunas de las lápidas
estaban destruidas. Demasiado musgosas para mi gusto. Las dos primeras estaban muy juntas,
me vino a la mente la idea de un matrimonio. Estaban claros los apellidos, Rodgers y el
año de defunción, 1863. En las siguientes lápidas las inscripciones estaban algo
erosionadas. La disposición de las tumbas era irregular, no respondían a patrón alguno.
Se enfrentaban entre sí y otras se daban la espalda. Leí esto como una postura en la
vida que seguía después de muertos. Sólo era una loca idea.
Llamó mi atención las fechas de la tumba de alguien
llamada Elizabeth, 1897-1900. Tan sólo tres años de edad. La próxima también era de un
niño, pero de seis años . La tensión de mi sonrisa fue disminuyendo a un gesto diluido.
La sorpresa mayor fue, que el resto de las lápidas pertenecían también a niños que no
superaban los nueve años de edad. Había tres fallecidos el mismo día en que nacieron.
Las manos cubrieron mi boca. Las piernas me temblaban como incapaces de soportar mi peso.
Creí que los pliegues de las rodillas se vencerían en cualquier momento dejándome
desplomada sobre el césped. Quedaban sólo dos epitafios por leer. Eran de dos niñas.
Una llamada Julia, fallecida al otro día que nació. La otra con el nombre de Eleonor
nacida el mismo día, quizás melliza de la primera pero muerta una semana mas tarde.
Giré sobre mi misma, estaba rodeada de niños muertos. De las veinte lápidas había
contado catorce niños y sólo dos adultos, el resto eran ilegibles. La familia Rodgers
tenía una extraña fatalidad sobre los niños o era algo habitual en la antigüedad el
fallecimiento prematuro.
Un murmullo me sobresaltó. Había sonado como la risa
de un chiquillo. Me asusté, quise irme pero no podía dejar de mirar alrededor. Nombres,
fechas, en un cementerio de niños. No podía recordar la orientación de las tumbas, pero
algunas me parecieron cambiadas, como si me miraran. Pero con ojos inocentes, con ojos de
niños. Un fuerte dolor en los ovarios hizo llevar mis manos hasta mi vientre. Esta vez mi
voluntad de abandonar el lugar prevaleció. Las lágrimas me asaltaron en el camino, al
llegar al umbral de la escalera de acceso me di vuelta. El pequeño cementerio estaba
allí. Volvió a ser un manojo de lápidas envueltas en el pastizal, alguien debería
limpiarlo. Los niños son traviesos por naturaleza, les gusta recibir un poco de
atención. Jugar con los adultos y con nuevos niños.
La sensación de tristeza desapareció con el último
escalón. Inconscientemente mis manos aún sostenían el dolor en los ovarios. No creo que
esté embarazada. Yo sé que no es tiempo. No sé, no creo. Pero si fuera varón me
gustaría que se llame Rodger. Tal vez debería hablarlo con Janus.
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