Los comienzos
de la pena
Adam Haslett
Traducción de Eduardo Hojman
Un año después del suicidio de mi madre rompí la promesa que
me había hecho a mí mismo de no cargar a mi padre con mis propias preocupaciones. Le
conté lo infeliz que era en el colegio, lo solo que me sentía. Desde el sillón de
orejas donde se acurrucaba por las noches, me preguntó: "¿Qué puedo hacer
yo?" La tarde siguiente, por el camino de vuelta a casa desde el trabajo, se saltó
un stop. Un camión lleno de hojas de cristal que iba a sesenta y cinco kilómetros por
hora chocó contra el lado del conductor del Taurus. Según el policía que llamó a la
puerta principal llorando, mi padre murió con el primer impacto, que hizo trizas el
vehículo. Una tía de Little Rock se quedó conmigo una semana y me preparó guisos y
pastas danesas. Me dijo que podría ir a vivir con ella a Arkansas. Le respondí que no
quería. Como sólo me faltaba un año y medio para terminar la secundaria, decidimos que
podía acabarla donde estaba, y ella lo arregló todo para que yo viviera con una vecina.
La señora Polk tenía sesenta años, y su madre,
ochenta y cinco. Entre las dos tenían un armario con catorce vestidos azules floreados
que la asistenta lavaba los martes. Veían una considerable cantidad de televisión
pública y hablaban en voz baja sobre sus parientes de Pittsburgh. Me dieron el estudio
del finado señor Polk, en el que pusieron un catre. Las damas no prestaban atención
alguna a mis idas y venidas, y yo pasaba el menor tiempo posible en esa casa.
Ese otoño, en clase de tecnología, el señor
Raffello nos dio a elegir entre distintos proyectos: una librería, un especiero o un
arcón del tamaño de un ataúd de niño. Elegí este último, y como teníamos que pagar
la madera, usé pino. Tomé las medidas exactas y lijé cada tabla con tres tipos de papel
de lija. Todas las herramientas estaban en el taller: martillos y tornos, clavos para la
terminación y cola de pegar, lijadoras y serruchos de mesa. Las máquinas tenían
relucientes cubiertas protectoras de metal y causaban un estrépito ensordecedor. Si me lo
hubieran permitido, me habría quedado todo el día.
Pero la clase me cautivaba por otra razón: por la
oportunidad de estar cerca de Gramm Slater, un chico antipático, de rostro de querubín,
que llevaba botas con punta de acero y una gorra de béisbol encajada hasta las cejas. Era
una cabeza más alto que los demás, y tenía un cuerpo que ya era casi tan grande como el
de mi padre, y los antebrazos cubiertos de una capa de vello dorado. Sus labios se
curvaban con facilidad en una mueca de desprecio y sus ojos estaban llenos de burla.
Cuando me descubría mirándolo, lanzaba una desdeñosa sonrisa de entendimiento, como un
ángel. Nuestros hombros se habían rozado dos veces en la cola de la cafetería.
Un viernes por la tarde, unas semanas después de que
mi padre muriera, el señor Raffello comenzó a explicar cómo usar los tornillos de
banco. Los termos de ginebra con los que había hecho bajar mi bocadillo durante el
almuerzo convertían la concentración en un desafío, pero como un buen estudiante me
aferré a mi banco y me mantuve erguido. Se me ocurrió que nuestro profesor podría ser
un habitante de algún reino de la Tierra Media, con su desvencijada contextura y esa
nariz que asomaba por encima de la boca como un acantilado sobre la entrada de una
caverna. Su voz sonaba como las notas graves de un órgano.
El instrumento está aquí, en vuestras manos.
Habéis lijado la madera. Habéis aplicado la cola. El momento del tornillo de banco ha
llegado.
Los ojos de la clase revolotearon y se cerraron cuando
sus manos huesudas comenzaron a girar la palanca. El acero chilló en la rosca. Imaginé
que ese sonido era el crujido del remo de un bote en su agarradero y que nos alejábamos
de la orilla.
Mientras me inclinaba en dirección al ruido, observé
a Gramm, que estaba en su taburete, a mi lado. Estaba encorvado. A través de su vieja
camiseta de algodón tracé el arco perfecto de su columna vertebral. Quería que me
mirara. Quería que me tocara. No me importaba cómo.
Extendí un pie y lo golpeé suavemente en la
espinilla.
¿Qué cojones...? susurró, mientras su
sonrisa de desdén cobraba vida.
Supongo que el incidente podría haber finalizado
ahí, pero la expresión de su cara, la manera en que sus ojos se angostaron y su labio
superior se separó de sus dientes delanteros me pareció tan hermosa que no pude soportar
ver cómo se desvanecía. Volví a mover el pie y se lo clavé con fuerza en la
pantorrilla. Eso hizo que sus mejillas se pintaran de un hermoso color.
¡Deja de joder! exclamó en un susurro
más fuerte, consiguiendo que se giraran las cabezas de los carpinteros que nos rodeaban.
El sonido se había trasladado hasta la parte
delantera del aula de tecnología, desde donde el señor Raffello dirigió hacia nosotros
sus ojos ancianos y dijo:
Si no aprendéis a usar el tornillo de banco,
jamás aprenderéis a construir.
Repetí el movimiento y acerté a Gramm en el tobillo.
Él se bajó del taburete de un salto y yo pensé que me pegaría en ese mismo momento,
pero en cambio se detuvo. El roce de las sillas de los otros estudiantes llenó la sala.
Si había una pelea los dos sabíamos que ganaría él. Percibí su propio asombro por lo
que estaba a punto de hacer, el placer puro de una excusa para la furia. Y entonces por
fin llegó su puño, que se clavó justo debajo de mi corazón como un ariete contra los
portones de un castillo. El aire se escapó de mis pulmones y caí de espaldas contra un
banco bajo. Levanté la mirada y lo vi acercándose a mí. Mis músculos se aflojaron.
Aguardé el ataque.
Pero el señor Raffello ya había alcanzado a Gramm y
se puso en medio de nosotros.
Gramm comenzó a llamarme mariquita y a faltarme al respeto delante de mis compañeros,
que estaban horrorizados porque pudiera hacerle algo así a alguien que, como todo el
mundo sabía, había perdido a sus dos padres en un año. La mayoría de las personas
pensaban que el silencio era más amable. Pero cada vez que él y yo nos tropezábamos en
nuestra calle o en el supermercado mientras yo guardaba en bolsas la comida, él exhibía
una hosca clase de interés por mí.
Un sábado de principios de marzo entró en la tienda
para comprar zumo de naranja y me preguntó qué iba a hacer esa noche. Le dije que nada y
se rió. Replicó que si no quería ser un perdedor toda la vida debía ir a su casa,
donde planeaba emborracharse.
Llegué alrededor de las diez esperando encontrarme
con una fiesta. Resultó que Gramm estaba solo. Tenía los ojos inyectados en sangre y
olía a marihuana. Me ofreció un vodka con naranja apenas entramos en la cocina.
¿Dónde está tu madre? le pregunté.
Se ha ido de compras a no sé dónde durante el
fin de semana.
La señora Slater se había divorciado tres veces, y
como resultado era muy rica. Había seis dormitorios en la casa, que había sido
construida al estilo de una antigua mansión sureña. Pequeñas pantallas de ordenador
incrustadas en las paredes controlaban los electrodomésticos y la luz.
Bonito lugar dije.
Está bien.
Sobre el mármol de la cocina, un gato atigrado
mordisqueaba un montoncito de salmón ahumado. Gramm puso en otro plato una cucharada de
una pasta negra y azulada formada por huevos minúsculos y lo empujó bajo el hocico del
animal. El gato olfateó el nuevo menú y regresó al pescado.
Tenía una serpiente comentó Gramm.
Murió por alguna enfermedad de la piel. El veterinario nos dijo que la metiéramos en un
cubo de basura lleno de rocas y agua fría, pero se murió de todas maneras. Yo creo que
el veterinario estaba equivocado. Yo creo que el veterinario es un idiota de mierda.
Eso parece.
¿Quieres colocarte?
Claro asentí, saboreando el húmedo roce
de las puntas de sus dedos cuando me pasó el porro.
¿Por qué has venido? me preguntó.
Tú me has invitado.
Él se rió, como si ésa no fuera una razón.
Me bebí mi copa de golpe y me serví más vodka.
¿Por qué me diste con el pie en la clase de
Raffello?
Sólo era una broma.
Mentira.
¿Va a venir alguien más?
¿Por qué? ¿Tienes miedo?
Sabía que debía contraatacar con algo como
"¿Miedo de qué?", que ésa sería la actitud correcta, masculina. Sin embargo,
parecía que los dos conocíamos la inutilidad de un gesto de esa clase y yo no tenía
ánimo de fingir.
Gramm se acurrucó en una silla entre el fregadero y
yo. Cuando pasé a su lado para poner mi vaso sobre la mesa, extendió el pie y me hizo
tropezar. Golpeé el suelo de baldosas con el hombro; el vaso cayó de mi mano y se hizo
añicos junto a la puerta de la nevera. Rodé para quedar boca arriba y en la cara de
Gramm vi la misma expresión de vértigo que me había mostrado momentáneamente la
primera vez que llamé su atención. El corazón me latía contra la caja torácica como
una pelota que rebota de cerca contra el pavimento.
¿No vas a levantarte? me preguntó
sarcásticamente, entendiendo que no lo haría, que él tendría que izarme del suelo. Me
dio la impresión de que eso lo enfureció. Echó la pierna hacia atrás y me pateó en el
muslo. Dejé escapar un gemido de alivio cuando el dolor se disparó por mi columna
vertebral. Ahí tienes, soplapollas. ¿Qué te ha parecido?
Se llevó el vaso a la boca, la parte inferior de la
camiseta se salió de la cinturilla de sus pantalones y pude ver el vello disperso de
color castaño claro que tenía alrededor del ombligo. Deseé pasar la lengua por esa
zona. Más que cualquier otra cosa en el mundo.
Él dio un paso adelante y apretó ligeramente la
suela del zapato contra una de mis mejillas.
Podría aplastarte como un insecto dijo.
De los chicos que había conocido, no era el que mejor
se expresaba. Simplemente era aquél cuyo dolor se me antojaba más hermoso. Extendí la
mano y le agarré el tobillo, pero de inmediato él apartó la pierna y me propinó una
fuerte patada en el estómago, empujándome contra la puerta de un armario. El aire se
escapó de mis pulmones y caí boca abajo sobre el linóleo. De pronto me sentí muy
cansado. Me pateó varias veces más, pero los golpes parecían proceder de más lejos.
Cuando me sacó a rastras de la cocina, abrí los ojos
y me esforcé para levantar la cabeza, pero mi visión se hizo borrosa y sólo pude
distinguir su silueta.
En el dormitorio dejó las luces apagadas, y si yo
emitía cualquier clase de sonido, me golpeaba la mejilla con la palma de la mano. Cuando
me estiré para acariciarle el pecho desnudo, me dio un golpe tan potente en el hombro que
creí que me había roto el hueso. Aprendí rápidamente cómo funcionaría aquello.
Las primeras y pocas notas que metí por las rendijas de su taquilla la semana siguiente
no obtuvieron respuesta. En los pasillos, Gramm, en vez de acosarme, no me prestaba
atención. Me lanzaba una mirada nerviosa cuando pasaba cerca de él y de su círculo de
amigos, que fumaban cigarrillos en el patio. Los moratones que me había hecho estaban
ocultos bajo mi camisa; yo me tocaba las zonas inflamadas y pensaba en él. A veces me
emborrachaba tanto durante el almuerzo que transcurría una hora hasta que me daba cuenta
de que lo único que había hecho era quedarme de pie al otro lado del pasillo, frente a
su aula, contemplándole la nuca, imaginando que mis dedos cepillaban sus suaves cabellos.
Yo ya no asistía muy seguido a mis propias clases. El
señor Farb, el psicólogo del colegio, me encontraba en la cafetería y me llevaba hasta
su despacho, donde hablaba con sinceridad sobre las cinco etapas de la pena. Era un hombre
barbudo y de corta estatura que llevaba chaquetas de punto con rombos y una gruesa
alianza. Cuando se echaba hacia atrás en su silla reclinable, los pies se le quedaban
colgando, como los de un niño.
¿Qué tal va la búsqueda de universidad?
me preguntó una vez.
¿La búsqueda de universidad? De maravilla. Voy
a pedir plaza en Princeton.
¿En serio?
Sí, y en Harvard también.
Impresionante.
Y en la Universidad de Pekín.
Oh dijo él. Eso es... ambicioso. Y
el ambiente de tu nueva casa, ¿es acogedor?
La asistenta me da crucifijos.
Giró la alianza alrededor de su peludo dedo, me
preguntó si había alguien "especial" en ese momento, y yo decidí que él no
estaba preparado para enterarse de cómo era mi vida. Cuando me preguntó cómo me
sentía, dije que bien. Eso pareció aliviarlo y escribió notas para justificar todas mis
ausencias.
Por fin apareció un papelito arrugado en el fondo de
mi taquilla que decía que Gramm estaría solo en su casa un viernes por la tarde. Ese
día me marché temprano del colegio y caminé los tres kilómetros y medio que había
hasta donde él vivía. Llamé al timbre, pero no hubo respuesta y esperé sentado durante
una hora en el césped que había delante de la casa hasta que vi que Gramm subía por la
colina. Él me divisó desde unos cien metros y disminuyó el paso. Cuando llegó hasta la
entrada para coches hizo un gesto con la cabeza y luego se quedó en silencio durante uno
o dos minutos, mirando de reojo desde el pavimento hasta la casa y luego a mí. Estaba
cansado y nervioso. Cuando se dirigió a la puerta trasera, lo seguí hacia dentro.
Una vez en la cocina, Gramm vaciló junto al
fregadero, y por cómo se inclinó, pensé que tal vez estuviera a punto de vomitar.
¿Qué pasa? inquirí.
¿Por qué has venido? No había sarcasmo
en su voz. La pregunta lo atormentaba.
He recibido tu nota contesté en voz baja,
con tono de comprensión, como yo imaginaba que un amante hablaba de esas cosas.
Él inclinó la cabeza, avergonzado por el recuerdo, y
cuando vi que se le enrojecían las mejillas sentí por él una compasión tan abrumadora
que los ojos se me llenaron de lágrimas. Atravesé la cocina y le coloqué con suavidad
una mano en el hombro. Su cuerpo se convulsionó como si mis dedos fueran los extremos
pelados de un cable eléctrico. Él se apartó con un tirón y echó la mano hacia atrás
para pegarme en el brazo. Di otro paso más y puse una mano sobre su pecho.
¡No me toques! gritó.
Pasé mis dedos por su cabello dorado.
Su puño se aplastó contra mi estómago y yo le
agarré el antebrazo con las dos manos, pero él se sacudió hasta liberarse y me empujó
hacia el suelo. Giré hasta ponerme boca abajo y me quedé en silencio, mientras mi
erección latía contra las duras baldosas.
Con los ojos cerrados, lo imaginé como un gladiador,
vistiendo el peto de la armadura y el escudo, con el sol calentando sus anchos hombros y
una multitud que lo azuzaba. Con un gesto de la cabeza, el emperador le dice a su campeón
que le dé a la gente lo que quiere. Huelo la piel bronceada de su tobillo, escucho el
rugido de la masa.
A mis espaldas, el armario se abrió y oí el ruido de
sus labios contra la boca de una botella.
Levántate me dijo.
No emití respuesta, y él repitió la orden con un
grito ("¡Levántate!") y me pateó en un costado. Pero yo me mantuve firme.
Dos veces más la fuerza de su zapato casi me hizo
despegarme del suelo, desnudando mi mente de todo excepto de ese lúcido dolor. Su voz
llenó el vacío.
Basura susurró. Eres una basura.
Se agachó sobre mí y usando ambas manos tironeó de
mis pantalones y los separó de la cintura. De pie, apretó con la punta de su zapato
entre mis piernas.
Mi padre dice que las personas como tú estáis
enfermas. Tienes alguna especie de enfermedad moral. Quieres ser una mujer, pero no eres
más que un debilucho, una mierda de tío, y todo lo que tu mente enferma desea es sucio.
Quitó el zapato de entre mis nalgas y me pateó ahí,
haciendo que mis ojos se llenaran de lágrimas. Pero yo no emití sonido alguno.
¡Háblame, hijo de puta! gritó.
Algo pesado y afilado me golpeó la espalda y no pude
evitar lanzar un gemido. Desde el otro lado del suelo de la cocina, el gato atigrado me
contempló.
Oí que Gramm volvía a coger la botella y salía de
la habitación.
Durante un rato me quedé tumbado en silencio. Me
dolía un costado y sentía que manaba sangre de la herida. El sonido de la televisión
resonaba en otro cuarto. Me levanté, me quité los arrugados pantalones y entré
semidesnudo en la salita. En la pantalla del televisor, unos policías sujetaban contra el
suelo a un hombre latino que estaba gritando algo mientras un grupo de niños chillaban en
una curva de una autopista. El estremecimiento de las hélices de un helicóptero
amortiguó las voces. Delante del aparato había una gigantesca mecedora. Cuando me
acerqué vi la parte superior de la cabeza de Gramm en el respaldo, con las piernas
estiradas sobre el reposapiés. Se llevó la botella a la boca y bebió.
Di la vuelta para situarme entre él y el televisor.
La boca se le quedó ligeramente abierta cuando contempló mi cuerpo, desnudo de cintura
para abajo.
Tú debes de querer morir dijo.
Se levantó de la silla. Yo cerré los ojos. Eso
debió de suponer un nuevo insulto para él, puesto que apenas me alcanzó me pegó una
bofetada en la cara. Una vez que llegó el primer golpe, el resto lo siguió en una
andanada: nudillos contra mis sienes y mejillas, una rodilla contra mi pecho... Caí de
lado, derrumbándome sobre la alfombra. Mi mente se distrajo cuando oí que se bajaba los
pantalones, y a continuación sentí su carne caliente contra mi espalda cuando se
arrastró sobre mí y me separó las piernas con las rodillas. El entusiasmo de los niños
se elevó por encima del tableteo de las alas del helicóptero y el rugido de la
muchedumbre en mi cabeza. Con furia, él me apuñaló, una y otra vez.
¿Qué diablos has estado haciendo? me
preguntó la señora Polk cuando entré en la salita. ¡Cuidado, vas a manchar de
sangre la alfombra!
Su madre apartó la mirada de la televisión y gritó:
¿Quién es éste?
¡El chico! le contestó la señora Polk
con un alarido. ¡El chico! El que vive con nosotras.
¡Oh! gritó la madre antes de subir el
volumen.
Una pareja con ropa de montar galopaba lentamente
sobre la hierba de una casa de campo. Me apoyé en la puerta y me desmayé.
Natalia, la asistenta, me llevó a urgencias, donde me lavaron la sangre de la cara y los
muslos. Una enfermera de alrededor de veinte años, que llevaba pendientes de plata en
forma de rombo como los que llevaba mi madre cuando saqué su cabeza del horno y la apoyé
en mi regazo, me hizo montones de preguntas sobre dónde había estado y qué había
sucedido. Le dije que regresaba a casa desde el colegio cuando un tipo que iba en una
camioneta llena de hojas de cristal se ofreció a llevarme; me condujo hasta un claro del
bosque, le dije. Me hicieron radiografías y afirmaron que no había daños permanentes.
La enfermera me dijo que debía volver a hablar con alguien del hospital, pero yo le
contesté que ya tenía un psicólogo. Natalia me dio un crucifijo y me rogó que me lo
pusiera alrededor del cuello.
En el colegio la mayor parte de las personas tenían
miedo de preguntarme qué había pasado, excepto la secretaria, que sollozó cuando le
entregué la nota del médico. "Fue atacado en la ciudad", decía el papel.
En las pocas ocasiones que veía a Gramm, él caminaba
rápidamente en la dirección contraria. Dejó de ir a la clase del señor Raffello, que
para mí era el único lugar que tenía algo de sentido.
Lijé mi arcón de pino una vez más, con el papel
más fino, alisando todas las esquinas y puntos filosos. Con un paño apliqué la primera
capa de tintura, un castaño oscuro y ambarino que hizo que el grano de la manera se
destacara con facilidad. Cuando se secó le puse otra capa, y sobre ésa una terminación
de un reluciente poliuretano. Para terminar mi obra, escogí un cerrojo de bronce de entre
las herramientas y lo fijé a la tapa.
El señor Raffello se paseó por el aula examinando el
trabajo de sus alumnos. Cuando llegó a mi banco, sus ojos recorrieron mi cara,
descifrando las marcas y moratones como si fueran una historia que hubiese oído cien
veces.
¿Quién te pegó? me preguntó.
Contemplé el dobladillo de su negra bata de trabajo y
me imaginé que era la capa de un barquero. Tal vez él pensara que mi historia era poco
notable, puesto que había oído tantas. Tal vez me escuchara en un silencio comprensivo
mientras remaba para llevarme al otro lado.
Nadie respondí.
¿Qué vas a hacer con el arcón?
Me vi acurrucado en el interior.
No lo sé dije.
Bueno, has hecho un buen trabajo
murmuró. Ponle tu dirección. Te lo llevaré la próxima semana.
Yo conservaba un juego de llaves de la casa de mi padre, y como la señora de la
inmobiliaria todavía no había encontrado comprador, el lugar estaba vacío. Iba por las
tardes a sentarme en mi habitación, donde todavía había un vaso de agua esperando en la
mesilla y el radiodespertador seguía marcando el tiempo fielmente. Desde la ventana, por
donde miraba por si aparecía Gramm, oía a mi padre, que pasaba las hojas de su
periódico, y a mi madre, susurrando; los sonidos flotaban en el pasillo que estaba al
otro lado de mi puerta. La casa estaba pudriéndose.
Había dejado una sola nota en la taquilla de Gramm,
en la que le decía que yo iba a esa casa después de clase y le pedía que me visitara.
Durante varios días después de eso no lo vi. Alguien mencionó que estaba enfermo y que
había faltado a las prácticas de fútbol. De todas maneras, yo iba a mi casa y
aguardaba.
Apareció un martes. La lluvia caía a través de las
ramas desnudas de los árboles sobre una alfombra de follaje en descomposición. Gramm se
detuvo frente a la casa, con las manos enterradas en los bolsillos y la capucha de la
sudadera sobre la cabeza, protegiéndolo del clima. Se quedó allí de pie varios minutos,
mirando hacia atrás, en la dirección de la que había llegado, y luego otra vez hacia
las persianas grises y las ventanas con las cortinas echadas.
Estaba estremeciéndose cuando abrí la puerta. Lo
llevé a la cocina.
¿Estás enfermo? le pregunté.
Él se encogió de hombros. A la luz del techo de la
cocina se le veía pálido, agotado, sin rastro de burla. Le ofrecí un trago, pero negó
con la cabeza. Estaba disgustado. De todas maneras le serví un vodka y lo puse a su lado.
Escucha dijo de pronto. Lamento lo
que les sucedió a tus padres. Hablaba de prisa, como si hubiera estado conteniendo
ese sentimiento durante varios días y necesitara librarse de él. Apreté con fuerza el
borde afilado de la mesa hasta que no sentí nada más que dolor irradiando de la palma de
la mano. Creo que deberíamos olvidarnos de todo esto añadió.
¿Podemos hacerlo? ¿Podemos olvidarlo? Yo no dije nada. Sus hombros
temblaron. ¿Por qué me pediste que viniera? dijo con una voz que había
perdido toda resolución.
Quería verte.
No digas eso.
Es cierto.
Me acerqué adonde él estaba sentado, cogí su mano
derecha con la mía, la llevé hasta la mesa y envolví el vaso con sus dedos húmedos.
Él contuvo el aliento mientras yo lo tocaba.
Bebe le ordené.
Con mano temblorosa se llevó el vaso a los labios.
Observé el bulto de su garganta que se elevaba y descendía mientras él tragaba. Cuando
terminó, volví a llenar el vaso.
Sigue le dije. Él sacudió la
cabeza. Sigue repetí. Quiero que lo hagas.
Obedeció, y vació el vaso dos veces más mientras yo
me quedaba de pie a su lado. Dejé la botella y me quité la camiseta, revelando los
cardenales morados y amarillentos que me cubrían el pecho. Él se echó hacia atrás,
cerrando los ojos. Con los pulgares se los apreté hasta que volvieron a abrirse. Cogí
sus manos flojas y les di forma de puños. Él sollozó. Las lágrimas le surcaban las
pálidas mejillas y goteaban por el mentón.
Por favor susurró, deja que me
vaya.
Deslicé los dedos por el interior de su muslo. A
través de sus calzoncillos de algodón cubrí sus testículos suavemente con la mano.
Sentí que su pene se hinchaba, que los músculos se tensaban. Él echó hacia atrás el
puño que yo había hecho y me pegó en un ojo, llorando al mismo tiempo.
¿Estás contento ahora? gritó.
No respondí.
Volvió a mover el brazo y me golpeó contra la puerta
del horno. Por debajo de las lágrimas vi sangre en sus mejillas, el resplandor de ese
chico al que había admirado durante años. Me levanté hasta quedar de rodillas y del
cajón que había junto al fuego cogí el cuchillo que mi padre usaba para cortar tomates
y cebollas las noches en que trataba de prepararme la cena, llorando mientras hervía agua
en las ollas de mi madre. Le ofrecí el cuchillo a Gramm y como él no quería agarrarlo
se lo puse en la mano y cerré sus dedos alrededor del mango. Me incliné hacia delante y
le abracé las piernas, enterrando la cara en el calor de su estómago.
Aguardando. Deseando.
Nos quedamos tocándonos así varios minutos; el ascenso y el descenso de su vientre
contra mi mejilla era el único movimiento. Su llanto se detuvo, y gradualmente su
respiración se volvió profunda y constante. Dejó el cuchillo sobre el mármol por
detrás de mi hombro y después, suavemente, se apartó.
Parecía que había pasado mucho tiempo, como si
hubiéramos recorrido una gran distancia y en ese momento estuviéramos cansados, agotada
la fuerza que nos había llevado hasta allí, vacíos, a esa habitación. Sentí una
vergüenza repentina a la vista de mi piel amoratada y me levanté para ponerme la camisa.
Gramm se había sentado inmóvil a la mesa, y sus ojos, que no parpadeaban, finalmente se
habían vuelto hacia su interior.
Me acerqué a la ventana. Fuera la lluvia se había
amortiguado y convertido en llovizna. La maleza del jardín de mi madre, inclinada por el
aguacero anterior, se agitaba entonces bajo la brisa. Sobre las ramas del cerezo
silvestre, unos cuervos sacudían sus negras plumas.
Mientras observaba cómo escampaba, al otro lado de la
calle una ranchera redujo la velocidad al acercarse a la casa de la señora Polk y entró
en el camino para coches. El señor Raffello se acercó a la caja del vehículo y,
después de retirar el plástico que la cubría, levantó entre los brazos mi arcón
ámbar oscuro.
Por primera vez en mucho tiempo, comencé a llorar.
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