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índex català   mayo - junio  2003  n° 36

-original en inglés

FaceLos comienzos de la pena
Adam Haslett      
Traducción de Eduardo Hojman

 

Un año después del suicidio de mi madre rompí la promesa que me había hecho a mí mismo de no cargar a mi padre con mis propias preocupaciones. Le conté lo infeliz que era en el colegio, lo solo que me sentía. Desde el sillón de orejas donde se acurrucaba por las noches, me preguntó: "¿Qué puedo hacer yo?" La tarde siguiente, por el camino de vuelta a casa desde el trabajo, se saltó un stop. Un camión lleno de hojas de cristal que iba a sesenta y cinco kilómetros por hora chocó contra el lado del conductor del Taurus. Según el policía que llamó a la puerta principal llorando, mi padre murió con el primer impacto, que hizo trizas el vehículo. Una tía de Little Rock se quedó conmigo una semana y me preparó guisos y pastas danesas. Me dijo que podría ir a vivir con ella a Arkansas. Le respondí que no quería. Como sólo me faltaba un año y medio para terminar la secundaria, decidimos que podía acabarla donde estaba, y ella lo arregló todo para que yo viviera con una vecina.
      La señora Polk tenía sesenta años, y su madre, ochenta y cinco. Entre las dos tenían un armario con catorce vestidos azules floreados que la asistenta lavaba los martes. Veían una considerable cantidad de televisión pública y hablaban en voz baja sobre sus parientes de Pittsburgh. Me dieron el estudio del finado señor Polk, en el que pusieron un catre. Las damas no prestaban atención alguna a mis idas y venidas, y yo pasaba el menor tiempo posible en esa casa.
      Ese otoño, en clase de tecnología, el señor Raffello nos dio a elegir entre distintos proyectos: una librería, un especiero o un arcón del tamaño de un ataúd de niño. Elegí este último, y como teníamos que pagar la madera, usé pino. Tomé las medidas exactas y lijé cada tabla con tres tipos de papel de lija. Todas las herramientas estaban en el taller: martillos y tornos, clavos para la terminación y cola de pegar, lijadoras y serruchos de mesa. Las máquinas tenían relucientes cubiertas protectoras de metal y causaban un estrépito ensordecedor. Si me lo hubieran permitido, me habría quedado todo el día.
      Pero la clase me cautivaba por otra razón: por la oportunidad de estar cerca de Gramm Slater, un chico antipático, de rostro de querubín, que llevaba botas con punta de acero y una gorra de béisbol encajada hasta las cejas. Era una cabeza más alto que los demás, y tenía un cuerpo que ya era casi tan grande como el de mi padre, y los antebrazos cubiertos de una capa de vello dorado. Sus labios se curvaban con facilidad en una mueca de desprecio y sus ojos estaban llenos de burla. Cuando me descubría mirándolo, lanzaba una desdeñosa sonrisa de entendimiento, como un ángel. Nuestros hombros se habían rozado dos veces en la cola de la cafetería.
      Un viernes por la tarde, unas semanas después de que mi padre muriera, el señor Raffello comenzó a explicar cómo usar los tornillos de banco. Los termos de ginebra con los que había hecho bajar mi bocadillo durante el almuerzo convertían la concentración en un desafío, pero como un buen estudiante me aferré a mi banco y me mantuve erguido. Se me ocurrió que nuestro profesor podría ser un habitante de algún reino de la Tierra Media, con su desvencijada contextura y esa nariz que asomaba por encima de la boca como un acantilado sobre la entrada de una caverna. Su voz sonaba como las notas graves de un órgano.
      —El instrumento está aquí, en vuestras manos. Habéis lijado la madera. Habéis aplicado la cola. El momento del tornillo de banco ha llegado.
      Los ojos de la clase revolotearon y se cerraron cuando sus manos huesudas comenzaron a girar la palanca. El acero chilló en la rosca. Imaginé que ese sonido era el crujido del remo de un bote en su agarradero y que nos alejábamos de la orilla.
      Mientras me inclinaba en dirección al ruido, observé a Gramm, que estaba en su taburete, a mi lado. Estaba encorvado. A través de su vieja camiseta de algodón tracé el arco perfecto de su columna vertebral. Quería que me mirara. Quería que me tocara. No me importaba cómo.
      Extendí un pie y lo golpeé suavemente en la espinilla.
      —¿Qué cojones...? —susurró, mientras su sonrisa de desdén cobraba vida.
      Supongo que el incidente podría haber finalizado ahí, pero la expresión de su cara, la manera en que sus ojos se angostaron y su labio superior se separó de sus dientes delanteros me pareció tan hermosa que no pude soportar ver cómo se desvanecía. Volví a mover el pie y se lo clavé con fuerza en la pantorrilla. Eso hizo que sus mejillas se pintaran de un hermoso color.
      —¡Deja de joder! —exclamó en un susurro más fuerte, consiguiendo que se giraran las cabezas de los carpinteros que nos rodeaban.
      El sonido se había trasladado hasta la parte delantera del aula de tecnología, desde donde el señor Raffello dirigió hacia nosotros sus ojos ancianos y dijo:
      —Si no aprendéis a usar el tornillo de banco, jamás aprenderéis a construir.
      Repetí el movimiento y acerté a Gramm en el tobillo. Él se bajó del taburete de un salto y yo pensé que me pegaría en ese mismo momento, pero en cambio se detuvo. El roce de las sillas de los otros estudiantes llenó la sala. Si había una pelea los dos sabíamos que ganaría él. Percibí su propio asombro por lo que estaba a punto de hacer, el placer puro de una excusa para la furia. Y entonces por fin llegó su puño, que se clavó justo debajo de mi corazón como un ariete contra los portones de un castillo. El aire se escapó de mis pulmones y caí de espaldas contra un banco bajo. Levanté la mirada y lo vi acercándose a mí. Mis músculos se aflojaron. Aguardé el ataque.
      Pero el señor Raffello ya había alcanzado a Gramm y se puso en medio de nosotros.
       
Gramm comenzó a llamarme mariquita y a faltarme al respeto delante de mis compañeros, que estaban horrorizados porque pudiera hacerle algo así a alguien que, como todo el mundo sabía, había perdido a sus dos padres en un año. La mayoría de las personas pensaban que el silencio era más amable. Pero cada vez que él y yo nos tropezábamos en nuestra calle o en el supermercado mientras yo guardaba en bolsas la comida, él exhibía una hosca clase de interés por mí.
      Un sábado de principios de marzo entró en la tienda para comprar zumo de naranja y me preguntó qué iba a hacer esa noche. Le dije que nada y se rió. Replicó que si no quería ser un perdedor toda la vida debía ir a su casa, donde planeaba emborracharse.
      Llegué alrededor de las diez esperando encontrarme con una fiesta. Resultó que Gramm estaba solo. Tenía los ojos inyectados en sangre y olía a marihuana. Me ofreció un vodka con naranja apenas entramos en la cocina.
      —¿Dónde está tu madre? —le pregunté.
      —Se ha ido de compras a no sé dónde durante el fin de semana.
      La señora Slater se había divorciado tres veces, y como resultado era muy rica. Había seis dormitorios en la casa, que había sido construida al estilo de una antigua mansión sureña. Pequeñas pantallas de ordenador incrustadas en las paredes controlaban los electrodomésticos y la luz.
      —Bonito lugar —dije.
      —Está bien.
      Sobre el mármol de la cocina, un gato atigrado mordisqueaba un montoncito de salmón ahumado. Gramm puso en otro plato una cucharada de una pasta negra y azulada formada por huevos minúsculos y lo empujó bajo el hocico del animal. El gato olfateó el nuevo menú y regresó al pescado.
      —Tenía una serpiente —comentó Gramm—. Murió por alguna enfermedad de la piel. El veterinario nos dijo que la metiéramos en un cubo de basura lleno de rocas y agua fría, pero se murió de todas maneras. Yo creo que el veterinario estaba equivocado. Yo creo que el veterinario es un idiota de mierda.
      —Eso parece.
      —¿Quieres colocarte?
      —Claro —asentí, saboreando el húmedo roce de las puntas de sus dedos cuando me pasó el porro.
      —¿Por qué has venido? —me preguntó.
      —Tú me has invitado.
      Él se rió, como si ésa no fuera una razón.
      Me bebí mi copa de golpe y me serví más vodka.
      —¿Por qué me diste con el pie en la clase de Raffello?
      —Sólo era una broma.
      —Mentira.
      —¿Va a venir alguien más?
      —¿Por qué? ¿Tienes miedo?
      Sabía que debía contraatacar con algo como "¿Miedo de qué?", que ésa sería la actitud correcta, masculina. Sin embargo, parecía que los dos conocíamos la inutilidad de un gesto de esa clase y yo no tenía ánimo de fingir.
      Gramm se acurrucó en una silla entre el fregadero y yo. Cuando pasé a su lado para poner mi vaso sobre la mesa, extendió el pie y me hizo tropezar. Golpeé el suelo de baldosas con el hombro; el vaso cayó de mi mano y se hizo añicos junto a la puerta de la nevera. Rodé para quedar boca arriba y en la cara de Gramm vi la misma expresión de vértigo que me había mostrado momentáneamente la primera vez que llamé su atención. El corazón me latía contra la caja torácica como una pelota que rebota de cerca contra el pavimento.
      —¿No vas a levantarte? —me preguntó sarcásticamente, entendiendo que no lo haría, que él tendría que izarme del suelo. Me dio la impresión de que eso lo enfureció. Echó la pierna hacia atrás y me pateó en el muslo. Dejé escapar un gemido de alivio cuando el dolor se disparó por mi columna vertebral—. Ahí tienes, soplapollas. ¿Qué te ha parecido?
      Se llevó el vaso a la boca, la parte inferior de la camiseta se salió de la cinturilla de sus pantalones y pude ver el vello disperso de color castaño claro que tenía alrededor del ombligo. Deseé pasar la lengua por esa zona. Más que cualquier otra cosa en el mundo.
      Él dio un paso adelante y apretó ligeramente la suela del zapato contra una de mis mejillas.
      —Podría aplastarte como un insecto —dijo.
      De los chicos que había conocido, no era el que mejor se expresaba. Simplemente era aquél cuyo dolor se me antojaba más hermoso. Extendí la mano y le agarré el tobillo, pero de inmediato él apartó la pierna y me propinó una fuerte patada en el estómago, empujándome contra la puerta de un armario. El aire se escapó de mis pulmones y caí boca abajo sobre el linóleo. De pronto me sentí muy cansado. Me pateó varias veces más, pero los golpes parecían proceder de más lejos.
      Cuando me sacó a rastras de la cocina, abrí los ojos y me esforcé para levantar la cabeza, pero mi visión se hizo borrosa y sólo pude distinguir su silueta.
      En el dormitorio dejó las luces apagadas, y si yo emitía cualquier clase de sonido, me golpeaba la mejilla con la palma de la mano. Cuando me estiré para acariciarle el pecho desnudo, me dio un golpe tan potente en el hombro que creí que me había roto el hueso. Aprendí rápidamente cómo funcionaría aquello.
       
Las primeras y pocas notas que metí por las rendijas de su taquilla la semana siguiente no obtuvieron respuesta. En los pasillos, Gramm, en vez de acosarme, no me prestaba atención. Me lanzaba una mirada nerviosa cuando pasaba cerca de él y de su círculo de amigos, que fumaban cigarrillos en el patio. Los moratones que me había hecho estaban ocultos bajo mi camisa; yo me tocaba las zonas inflamadas y pensaba en él. A veces me emborrachaba tanto durante el almuerzo que transcurría una hora hasta que me daba cuenta de que lo único que había hecho era quedarme de pie al otro lado del pasillo, frente a su aula, contemplándole la nuca, imaginando que mis dedos cepillaban sus suaves cabellos.
      Yo ya no asistía muy seguido a mis propias clases. El señor Farb, el psicólogo del colegio, me encontraba en la cafetería y me llevaba hasta su despacho, donde hablaba con sinceridad sobre las cinco etapas de la pena. Era un hombre barbudo y de corta estatura que llevaba chaquetas de punto con rombos y una gruesa alianza. Cuando se echaba hacia atrás en su silla reclinable, los pies se le quedaban colgando, como los de un niño.
      —¿Qué tal va la búsqueda de universidad? —me preguntó una vez.
      —¿La búsqueda de universidad? De maravilla. Voy a pedir plaza en Princeton.
      —¿En serio?
      —Sí, y en Harvard también.
      —Impresionante.
      —Y en la Universidad de Pekín.
      —Oh —dijo él—. Eso es... ambicioso. Y el ambiente de tu nueva casa, ¿es acogedor?
      —La asistenta me da crucifijos.
      Giró la alianza alrededor de su peludo dedo, me preguntó si había alguien "especial" en ese momento, y yo decidí que él no estaba preparado para enterarse de cómo era mi vida. Cuando me preguntó cómo me sentía, dije que bien. Eso pareció aliviarlo y escribió notas para justificar todas mis ausencias.
      Por fin apareció un papelito arrugado en el fondo de mi taquilla que decía que Gramm estaría solo en su casa un viernes por la tarde. Ese día me marché temprano del colegio y caminé los tres kilómetros y medio que había hasta donde él vivía. Llamé al timbre, pero no hubo respuesta y esperé sentado durante una hora en el césped que había delante de la casa hasta que vi que Gramm subía por la colina. Él me divisó desde unos cien metros y disminuyó el paso. Cuando llegó hasta la entrada para coches hizo un gesto con la cabeza y luego se quedó en silencio durante uno o dos minutos, mirando de reojo desde el pavimento hasta la casa y luego a mí. Estaba cansado y nervioso. Cuando se dirigió a la puerta trasera, lo seguí hacia dentro.
      Una vez en la cocina, Gramm vaciló junto al fregadero, y por cómo se inclinó, pensé que tal vez estuviera a punto de vomitar.
      —¿Qué pasa? —inquirí.
      —¿Por qué has venido? —No había sarcasmo en su voz. La pregunta lo atormentaba.
      —He recibido tu nota —contesté en voz baja, con tono de comprensión, como yo imaginaba que un amante hablaba de esas cosas.
      Él inclinó la cabeza, avergonzado por el recuerdo, y cuando vi que se le enrojecían las mejillas sentí por él una compasión tan abrumadora que los ojos se me llenaron de lágrimas. Atravesé la cocina y le coloqué con suavidad una mano en el hombro. Su cuerpo se convulsionó como si mis dedos fueran los extremos pelados de un cable eléctrico. Él se apartó con un tirón y echó la mano hacia atrás para pegarme en el brazo. Di otro paso más y puse una mano sobre su pecho.
      —¡No me toques! —gritó.
      Pasé mis dedos por su cabello dorado.
      Su puño se aplastó contra mi estómago y yo le agarré el antebrazo con las dos manos, pero él se sacudió hasta liberarse y me empujó hacia el suelo. Giré hasta ponerme boca abajo y me quedé en silencio, mientras mi erección latía contra las duras baldosas.
      Con los ojos cerrados, lo imaginé como un gladiador, vistiendo el peto de la armadura y el escudo, con el sol calentando sus anchos hombros y una multitud que lo azuzaba. Con un gesto de la cabeza, el emperador le dice a su campeón que le dé a la gente lo que quiere. Huelo la piel bronceada de su tobillo, escucho el rugido de la masa.
      A mis espaldas, el armario se abrió y oí el ruido de sus labios contra la boca de una botella.
      —Levántate —me dijo.
      No emití respuesta, y él repitió la orden con un grito ("¡Levántate!") y me pateó en un costado. Pero yo me mantuve firme.
      Dos veces más la fuerza de su zapato casi me hizo despegarme del suelo, desnudando mi mente de todo excepto de ese lúcido dolor. Su voz llenó el vacío.
      —Basura —susurró—. Eres una basura.
      Se agachó sobre mí y usando ambas manos tironeó de mis pantalones y los separó de la cintura. De pie, apretó con la punta de su zapato entre mis piernas.
      —Mi padre dice que las personas como tú estáis enfermas. Tienes alguna especie de enfermedad moral. Quieres ser una mujer, pero no eres más que un debilucho, una mierda de tío, y todo lo que tu mente enferma desea es sucio.
      Quitó el zapato de entre mis nalgas y me pateó ahí, haciendo que mis ojos se llenaran de lágrimas. Pero yo no emití sonido alguno.
      —¡Háblame, hijo de puta! —gritó.
      Algo pesado y afilado me golpeó la espalda y no pude evitar lanzar un gemido. Desde el otro lado del suelo de la cocina, el gato atigrado me contempló.
      Oí que Gramm volvía a coger la botella y salía de la habitación.
      Durante un rato me quedé tumbado en silencio. Me dolía un costado y sentía que manaba sangre de la herida. El sonido de la televisión resonaba en otro cuarto. Me levanté, me quité los arrugados pantalones y entré semidesnudo en la salita. En la pantalla del televisor, unos policías sujetaban contra el suelo a un hombre latino que estaba gritando algo mientras un grupo de niños chillaban en una curva de una autopista. El estremecimiento de las hélices de un helicóptero amortiguó las voces. Delante del aparato había una gigantesca mecedora. Cuando me acerqué vi la parte superior de la cabeza de Gramm en el respaldo, con las piernas estiradas sobre el reposapiés. Se llevó la botella a la boca y bebió.
      Di la vuelta para situarme entre él y el televisor. La boca se le quedó ligeramente abierta cuando contempló mi cuerpo, desnudo de cintura para abajo.
      —Tú debes de querer morir —dijo.
      Se levantó de la silla. Yo cerré los ojos. Eso debió de suponer un nuevo insulto para él, puesto que apenas me alcanzó me pegó una bofetada en la cara. Una vez que llegó el primer golpe, el resto lo siguió en una andanada: nudillos contra mis sienes y mejillas, una rodilla contra mi pecho... Caí de lado, derrumbándome sobre la alfombra. Mi mente se distrajo cuando oí que se bajaba los pantalones, y a continuación sentí su carne caliente contra mi espalda cuando se arrastró sobre mí y me separó las piernas con las rodillas. El entusiasmo de los niños se elevó por encima del tableteo de las alas del helicóptero y el rugido de la muchedumbre en mi cabeza. Con furia, él me apuñaló, una y otra vez.
       
      —¿Qué diablos has estado haciendo? —me preguntó la señora Polk cuando entré en la salita—. ¡Cuidado, vas a manchar de sangre la alfombra!
      Su madre apartó la mirada de la televisión y gritó:
      —¿Quién es éste?
      —¡El chico! —le contestó la señora Polk con un alarido—. ¡El chico! El que vive con nosotras.
      —¡Oh! —gritó la madre antes de subir el volumen.
      Una pareja con ropa de montar galopaba lentamente sobre la hierba de una casa de campo. Me apoyé en la puerta y me desmayé.
       
Natalia, la asistenta, me llevó a urgencias, donde me lavaron la sangre de la cara y los muslos. Una enfermera de alrededor de veinte años, que llevaba pendientes de plata en forma de rombo como los que llevaba mi madre cuando saqué su cabeza del horno y la apoyé en mi regazo, me hizo montones de preguntas sobre dónde había estado y qué había sucedido. Le dije que regresaba a casa desde el colegio cuando un tipo que iba en una camioneta llena de hojas de cristal se ofreció a llevarme; me condujo hasta un claro del bosque, le dije. Me hicieron radiografías y afirmaron que no había daños permanentes. La enfermera me dijo que debía volver a hablar con alguien del hospital, pero yo le contesté que ya tenía un psicólogo. Natalia me dio un crucifijo y me rogó que me lo pusiera alrededor del cuello.
      En el colegio la mayor parte de las personas tenían miedo de preguntarme qué había pasado, excepto la secretaria, que sollozó cuando le entregué la nota del médico. "Fue atacado en la ciudad", decía el papel.
      En las pocas ocasiones que veía a Gramm, él caminaba rápidamente en la dirección contraria. Dejó de ir a la clase del señor Raffello, que para mí era el único lugar que tenía algo de sentido.
      Lijé mi arcón de pino una vez más, con el papel más fino, alisando todas las esquinas y puntos filosos. Con un paño apliqué la primera capa de tintura, un castaño oscuro y ambarino que hizo que el grano de la manera se destacara con facilidad. Cuando se secó le puse otra capa, y sobre ésa una terminación de un reluciente poliuretano. Para terminar mi obra, escogí un cerrojo de bronce de entre las herramientas y lo fijé a la tapa.
      El señor Raffello se paseó por el aula examinando el trabajo de sus alumnos. Cuando llegó a mi banco, sus ojos recorrieron mi cara, descifrando las marcas y moratones como si fueran una historia que hubiese oído cien veces.
      —¿Quién te pegó? —me preguntó.
      Contemplé el dobladillo de su negra bata de trabajo y me imaginé que era la capa de un barquero. Tal vez él pensara que mi historia era poco notable, puesto que había oído tantas. Tal vez me escuchara en un silencio comprensivo mientras remaba para llevarme al otro lado.
      —Nadie —respondí.
      —¿Qué vas a hacer con el arcón?
      Me vi acurrucado en el interior.
      —No lo sé —dije.
      —Bueno, has hecho un buen trabajo —murmuró—. Ponle tu dirección. Te lo llevaré la próxima semana.
       
       
Yo conservaba un juego de llaves de la casa de mi padre, y como la señora de la inmobiliaria todavía no había encontrado comprador, el lugar estaba vacío. Iba por las tardes a sentarme en mi habitación, donde todavía había un vaso de agua esperando en la mesilla y el radiodespertador seguía marcando el tiempo fielmente. Desde la ventana, por donde miraba por si aparecía Gramm, oía a mi padre, que pasaba las hojas de su periódico, y a mi madre, susurrando; los sonidos flotaban en el pasillo que estaba al otro lado de mi puerta. La casa estaba pudriéndose.
      Había dejado una sola nota en la taquilla de Gramm, en la que le decía que yo iba a esa casa después de clase y le pedía que me visitara. Durante varios días después de eso no lo vi. Alguien mencionó que estaba enfermo y que había faltado a las prácticas de fútbol. De todas maneras, yo iba a mi casa y aguardaba.
      Apareció un martes. La lluvia caía a través de las ramas desnudas de los árboles sobre una alfombra de follaje en descomposición. Gramm se detuvo frente a la casa, con las manos enterradas en los bolsillos y la capucha de la sudadera sobre la cabeza, protegiéndolo del clima. Se quedó allí de pie varios minutos, mirando hacia atrás, en la dirección de la que había llegado, y luego otra vez hacia las persianas grises y las ventanas con las cortinas echadas.
      Estaba estremeciéndose cuando abrí la puerta. Lo llevé a la cocina.
      —¿Estás enfermo? —le pregunté.
      Él se encogió de hombros. A la luz del techo de la cocina se le veía pálido, agotado, sin rastro de burla. Le ofrecí un trago, pero negó con la cabeza. Estaba disgustado. De todas maneras le serví un vodka y lo puse a su lado.
      —Escucha —dijo de pronto—. Lamento lo que les sucedió a tus padres. —Hablaba de prisa, como si hubiera estado conteniendo ese sentimiento durante varios días y necesitara librarse de él. Apreté con fuerza el borde afilado de la mesa hasta que no sentí nada más que dolor irradiando de la palma de la mano—. Creo que deberíamos olvidarnos de todo esto —añadió—. ¿Podemos hacerlo? ¿Podemos olvidarlo? —Yo no dije nada. Sus hombros temblaron—. ¿Por qué me pediste que viniera? —dijo con una voz que había perdido toda resolución.
      —Quería verte.
      —No digas eso.
      —Es cierto.
      Me acerqué adonde él estaba sentado, cogí su mano derecha con la mía, la llevé hasta la mesa y envolví el vaso con sus dedos húmedos. Él contuvo el aliento mientras yo lo tocaba.
      —Bebe —le ordené.
      Con mano temblorosa se llevó el vaso a los labios. Observé el bulto de su garganta que se elevaba y descendía mientras él tragaba. Cuando terminó, volví a llenar el vaso.
      —Sigue —le dije. Él sacudió la cabeza—. Sigue —repetí—. Quiero que lo hagas.
      Obedeció, y vació el vaso dos veces más mientras yo me quedaba de pie a su lado. Dejé la botella y me quité la camiseta, revelando los cardenales morados y amarillentos que me cubrían el pecho. Él se echó hacia atrás, cerrando los ojos. Con los pulgares se los apreté hasta que volvieron a abrirse. Cogí sus manos flojas y les di forma de puños. Él sollozó. Las lágrimas le surcaban las pálidas mejillas y goteaban por el mentón.
      —Por favor —susurró—, deja que me vaya.
      Deslicé los dedos por el interior de su muslo. A través de sus calzoncillos de algodón cubrí sus testículos suavemente con la mano. Sentí que su pene se hinchaba, que los músculos se tensaban. Él echó hacia atrás el puño que yo había hecho y me pegó en un ojo, llorando al mismo tiempo.
      —¿Estás contento ahora? —gritó.
      —No —respondí.
      Volvió a mover el brazo y me golpeó contra la puerta del horno. Por debajo de las lágrimas vi sangre en sus mejillas, el resplandor de ese chico al que había admirado durante años. Me levanté hasta quedar de rodillas y del cajón que había junto al fuego cogí el cuchillo que mi padre usaba para cortar tomates y cebollas las noches en que trataba de prepararme la cena, llorando mientras hervía agua en las ollas de mi madre. Le ofrecí el cuchillo a Gramm y como él no quería agarrarlo se lo puse en la mano y cerré sus dedos alrededor del mango. Me incliné hacia delante y le abracé las piernas, enterrando la cara en el calor de su estómago.
      Aguardando. Deseando.
       
Nos quedamos tocándonos así varios minutos; el ascenso y el descenso de su vientre contra mi mejilla era el único movimiento. Su llanto se detuvo, y gradualmente su respiración se volvió profunda y constante. Dejó el cuchillo sobre el mármol por detrás de mi hombro y después, suavemente, se apartó.
      Parecía que había pasado mucho tiempo, como si hubiéramos recorrido una gran distancia y en ese momento estuviéramos cansados, agotada la fuerza que nos había llevado hasta allí, vacíos, a esa habitación. Sentí una vergüenza repentina a la vista de mi piel amoratada y me levanté para ponerme la camisa. Gramm se había sentado inmóvil a la mesa, y sus ojos, que no parpadeaban, finalmente se habían vuelto hacia su interior.
      Me acerqué a la ventana. Fuera la lluvia se había amortiguado y convertido en llovizna. La maleza del jardín de mi madre, inclinada por el aguacero anterior, se agitaba entonces bajo la brisa. Sobre las ramas del cerezo silvestre, unos cuervos sacudían sus negras plumas.
      Mientras observaba cómo escampaba, al otro lado de la calle una ranchera redujo la velocidad al acercarse a la casa de la señora Polk y entró en el camino para coches. El señor Raffello se acercó a la caja del vehículo y, después de retirar el plástico que la cubría, levantó entre los brazos mi arcón ámbar oscuro.
      Por primera vez en mucho tiempo, comencé a llorar.

© Adam Haslett
© Traducción de Eduardo Hojman

Este relato se publica por cortesía de Ediciones y Publicaciones Salamandra, que en breve sacará a la luz en castellano el volumen de Adam Haslett You're a Stranger Here, al que pertenece este relato.
   
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Adam Haslett ha publicado Your are not a stranger here (2002), obra en la que plasma la realidad de los desordenes mentales y que le mereció la mención de libro del mes en Today Show Book Club de NBC. Parte de su obra ha aparecido también en Zoetrope, The Yale Review o en la revista BOMB. Ha sido finalista, asimismo, del National Magazine Award y recibido un "fellowship" de la Provincetown Fine Arts Work Center y el Michener Copernicus Society en Estados Unidos. Actualmente estudia en la Yale Law School. Adam HaslettSuzanne Plunkett/AP

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