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índex català   mayo - junio  2003  n° 36

RESEÑAS

36

Los príncipes nubios de Juan Bonilla
Ciudad veintisiete de Jonathan Frazen
El año que rompí contigo de Jorge Eduardo Benavides
El palacio del pavo real de Wilson Harris
El mal de Montano de Enrique Vila-Matas
El paraíso en la otra esquina de Mario Vargas Llosa

El NIHILISMO DE LA CIRCUNSTANCIA

Juan Bonilla, Los príncipes nubios, Seix Barral, Barcelona, Premio Biblioteca Breve 2003

En las páginas finales de esta tercera novela de Juan Bonilla el curioso lector habrá de encontrar una aproximación, polemista y sin duda defensiva, al problema de qué o quién es un héroe en nuestros días y cómo lo justifica. El pasaje en cuestión incluye una paráfrasis ampliada de un poema anterior, "El superhombre", publicado en el segundo y aún reciente poemario del autor jerezano, El Belvedere. El superhombre según Bonilla rema el fango de las rutinas, domicilia su nómina, se atasca en la Escila de la letra del coche o arriba a la Ítaca del fin de mes. A falta de épica, se impone el heroísmo del día a día. En una lectura poco atenta esta idea pudiera confundirse con un himno a la estética de la experiencia cotidiana y a la grandeza de los donnadies, que tan insípidos frutos viene dando en la poesía española de la línea va-venga-no-nos-las-demos-de-intelectuales-y-escribamos-para-el-
honesto-peatón-de-la-calle-lírica
. Pero resulta que este autor sí sabe que el honesto peatón no compra poemarios y –por eso es interesante revisar el poema a la luz de las últimas páginas de la novela– que la postulación del superhombre cotidiano tiene mucho de autohipnosis y excusa. Pues hay una segunda dimensión de este nitzscheanismo práctico, que el poema en cuestión sólo puede apuntar y la presente novela sí desarrolla con detalle: la del nihilismo entendido no como actitud moral sino como asunción pasiva de las circunstancias. Si aquel texto nos da la entrada para el aspecto ético de la novela, hay en el mismo libro un segundo poema, "El arrepentimiento del Don Juan", que ya adelanta, con su secuencia narrativa, lo que quizá sea la virtud principal de Los príncipes nubios: el siniestro uso de la voz narradora, su deriva entre el horror y la redención y, sobre todo, el uso del tono confesional como manipulación del lector –primera y primordial de una larga serie de manipulaciones.

Manipulación sexual y picaresca hi-tech se conjugan en esta novela, en que la figura del cazador de cuerpos sirve al intento de plasmar la conciencia moral y cotidiana del mal. La tarea del cazador tiene nombres diversos: es un "coordinador de coños", como decía Bret Easton Ellis, un instrumento del colonialismo sexual y un infame más o menos afortunado: recluta a los más bellos de entre los desposeídos y los entrega al Club Olimpo, una corporación multinacional de trata de blancas, donde se oficia su transformación de desheredados en máquinas libidinales. A la idea de la banalidad del mal, postulada por Hannah Arendt, se añade aquí la de la instrumentalidad del malvado, cuya catadura moral aparece –se le aparece a su agente- difuminada en una niebla de relativismos y externalidades: al fin y al cabo, el infame salva a sus víctimas de depredadores peores que él mismo, sólo obedece órdenes, y lo hace sin sacar partido personal de su posición de poder; es más práctico que los artistas sin fronteras, más consecuente que los izquierdistas de champaña, no tan corrupto como los policías y funcionarios de inmigración que son sus cómplices. Así, la narración en primera persona se pone al servicio de un examen de prioridades y una gestión de la autoindulgencia (del narrador, que no del autor), en la que colabora también la descripción de la neurosis de la madre, del cinismo del hermano y de la mayor o menor capacidad para la depredación de Roberto Gallardo –el Caronte del narrador en la primera parte de su descenso- y La Doctora, que gestiona la sección barcelonesa del Club. La escala social se dibuja así, de manera rigurosamente picaresca: de mayor a menor talento para la tergiversación y el fraude.

Es notorio, en este sentido, que la obra de Bonilla el tratamiento del tema del mal y los personajes más o menos fáusticos haya ido derivando desde la descripción local de un perturbado –en el personaje de Sapo de Nadie conoce a nadie- hasta una vertiginosa extensión multinacional del comercio como la forma más básica de las jerarquías. Si uno de los temas mayores de la narrativa contemporánea –o, si se quiere, de la era de la psicología social- es la fiscalización y mercantilización de las relaciones personales, Los príncipes nubios incide en esa materia con una cala de mucha consideración. Es, precisamente, una novela material, en que los elementos que remiten a la cultura –como la colección de libros intonsos de La Doctora–, al sentimentalismo–como la solidaridad del chapero argentino– o a la intimidad –como la relación con el padre, una trama cómica que tiene su explosión en las páginas finales– son descritos, bajo una cínica luz, como el resultado de una perversión fetichista o de una falta de información. Cabe destacar, por último, la inflexión en los códigos de la nueva novela negra, en que, en vez de buscar la identificación del lector contando con detalle la rutina del sicario –el sicario como currito, como tú y yo–, se prefiere centrar la narración en los vaivenes cotidianos de su conciencia, apelando así a una forma más compleja y arriesgada de complicidad –el sicario como pequeño sofista del deber moral: como tú (yo soy bueno, lector). Sólo habrá que desear que esta novela, con su demorada descripción de los usos y abusos de las políticas de inmigración, no caiga en manos de un responsable del Programa Erasmus con exceso de tiempo libre: nunca se sabe –y es una de las consecuencias del nihilismo– qué extrañas derivaciones sociales puedan tener las buenas ideas. Eloy Fernández Porta

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CIUDAD SIN DIOS

Jonathan Franzen, Ciudad Veintisiete. Traducción de Luis Murillo Fort, Alfaguara, Madrid, 2003.

Jonathan Franzen nació en Western Springs, Illinois en 1959. Creció en Webster Groves, Missouri, un suburbio de Saint Louis, ciudad donde transcurre su primera novela. Tras graduarse en 1981 en Swarthmore College, estudió en Berlín con una beca Fullbright y más tarde trabajó en el laboratorio de sismología de la Universidad de Harvard. Actualmente reside en Nueva York, y sus relatos se publican a menudo en revistas como The New Yorker y Harper's.

Ciudad veintisiete, publicada en inglés en 1988, es una novela ambiciosa, demasiado quizá para un autor tan joven. En sus casi 600 páginas Franzen desarrolla un argumento en el que demuestra una gran dosis de imaginación y humor, extravagante y por momentos verdaderamente surrealista, una mezcla que en conjunto resulta poco creíble. Por la novela desfila un sinfín de personajes, como si de Agatha Christie se tratara; algunos apenas están esbozados, otros se tratan en más profundidad, pero sin lograr que alcancen una verdadera identidad. A medida que transcurre la acción, los personajes van cambiando de actitudes y demostrando que no son lo que parecen ser, pero estos cambios se producen sin motivos o sin explicaciones, chirrían, son incoherentes y provocan desconcierto en el lector. Los diálogos, muy abundantes, son contundentes y ágiles. Ciudad veintisiete es la historia de una conspiración india para apoderarse del control de una ciudad, Saint Louis. Según el autor, la acción puede situarse hacia 1984 en una ciudad en decadencia en medio de un condado rico y pujante. A la ciudad llega la nueva jefa de policía Susan Jammu, una mujer de sólo 35 años, que ha desempeñado el mismo cargo en Bombay, India, donde ha cosechado importantes éxitos en su trabajo. Nadie sabe muy bien cómo ni quién la ha nombrado, pero Jammu lleva a cabo un trabajo impecable, logra que descienda el alto grado de criminalidad de la ciudad, gana popularidad y la gente la adora. Sin embargo, Jammu quiere el poder y conspira para conseguirlo, junto con sus compatriotas secuaces, (entre ellos Singh, quizás el personaje más logrado de toda la novela). Jammu recurre al chantaje, la corrupción, el asesinato y hasta a los atentados terroristas, de los que no se sabe qué objetivos ocultan. Una especulación inmobiliaria soterrada se apodera de la ciudad. El principal oponente de Jammu es Martin Probst, un hombre de negocios de reputación intachable, ejemplo de honestidad y rectitud, que al final cae rendido ante las artes de seducción de la jefa de policía. La conspiración impregna todas las acciones de la novela, si bien nadie se da por enterado, salvo un coronel retirado al que nadie, ni siquiera Martín, hace caso, a pesar de las pruebas irrefutables que presenta. Todos los modernos arquetipos de la sociedad americana desfilan por Ciudad veintisiete, una historia con espías, detectives, especuladores, que de un modo sostenido apunta a desmenuzar el núcleo de la vida económica contemporánea, cuyo signo principal se verifica en el desencanto de las sociedades de la abundancia, las sociedades "sin Dios". En resumen, una novela demasiado larga, con demasiados personajes apenas esbozados, algunos momentos brillantes y unos diálogos excelentes, pero que no alcanzan para conformar la gran novela que, quizá, Franzen pretendía. A pesar de ello, la novela anticipa la aparición de un escritor joven de talento, tal como parece confirmar la repercusión y los premios obtenidos por el autor con Las correcciones. Noemí Lareo.

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CUANDO TODO SE ROMPE

Jorge Eduardo Benavides, El año que rompí contigo, Alfaguara, Madrid, 2003.

Todo se acaba o se rompe y de ello nos habla Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) en su segunda novela. Tras ser aplaudido por la crítica por su anterior obra, "Los años inútiles" (Alfaguara, 2002) se adentra en esta nueva entrega en la realidad peruana para hablarnos de rupturas, las de sus protagonistas entre sí y la de una joven democracia con el Perú, que desembocará en el saqueo del país por parte de Alberto Fujimori.

Esa época se encuentra en las postrimerías del gobierno de Alan García y las elecciones que finalmente darían el poder a Fujimori y nos relata las andanzas de unos veinteañeros de clase media obligados también a acabar de alguna manera con etapas de sus vidas, con sus amistades y con sus relaciones de forma inexorable bajo el telón omnipresente de "Lima, Lima, Lima. Putísima, horripilante, asquerosa Lima. Amada Lima".

La ciudad y el propio país se erigen en auténticos protagonistas de la novela pero ésta va más allá y nos habla también de desencanto y frustración, tanto en lo político como en lo personal, de sus personajes y en especial de Aníbal, joven que ve como a su alrededor todo se tambalea hasta llegar a un final tan trágico como incierto.

Estudiante de derecho y taxista en sus ratos libres, Aníbal representa el desconcierto ante el destino, su amor se acaba y la desilusión por la política y el futuro aumentan a medida que avanza la obra sumiendo al protagonista en la más honda impotencia. Su joven mujer, María Fajís, y sus compinches Mauricio, Elsa e Ivo, desgranan en sus conversaciones el desencanto por un país sin rumbo, con unas opciones políticas decepcionantes marcadas por la mentira, la avaricia y un total desinterés por la realidad social. Sus vidas, hasta el momento atrapadas en una efímera burbuja, se toparán de bruces con la realidad para entrar en el mundo adulto. Dos hechos propician esta situación, por un lado, la relación de Aníbal con Carmen, personaje completamente ajeno a su entorno, y por otro, las amenazas terroristas contra Mauricio, que suponen un punto de inflexión en la trama.

A través de la historia de Aníbal y María Fajís, asistimos al deterioro progresivo de la ilusión y el cariño. Todo se desvanece como la ceniza de un cigarrillo que se consume lentamente, porque como dice María "amores como los suyos no podían acabarse pero sí agotarse".

Paralelamente a esta historia de amor, el devenir del país sigue el mismo destino, aunque si en una se agota el amor aquí lo que llega a su fin es el sentido común y la cordura. La iniciación de los personajes abarca también la propia realidad del país, el envío de misivas a Mauricio por parte del MRTA, los atentados y el ambiente previo a las elecciones abren los ojos de los jóvenes respecto de la realidad sociopolítica. Los personajes secundarios encarnan la llave que abre la puerta de esta oculta realidad, así pues, el arrebato por Carmen lo aleja de María, el encuentro con el Chato Paz lo acerca a la raíz de la problemática del país junto a sus compañeros: "Muchachos, por favor, en este país nunca hemos tenido una clase dirigente, sino dominante (...). La democracia, mi querida señora no puede funcionar mientras esté diseñada como un instrumento de dominación".

Podemos hablar, en cierta forma, de una adscripción al realismo social en tanto que el autor pretende mostrar la vida de la clase media peruana. En ciertos momentos la novela recuerda a determinadas obras del realismo crítico español, como Tormenta de verano de Juan García Hortelano. En ambas se aprecia una clara voluntad de retratar un determinado segmento de la sociedad y tanto en la obra del madrileño como en la de Benavides llegamos a esta realidad a través de las conversaciones de sus personajes. Se tiene en un primer momento la sensación de que el narrador se centra demasiado en los pequeños detalles habituales de la vida cotidiana, sin embargo se confunden ecos de la novela de intriga y hasta de la novela política. El engranaje político y los desmanes perpetrados por una supuesta izquierda revolucionaria anquilosada en la adoración a formas totalitarias de poder, quedan en entredicho. Adoración, por lo demás, exenta de tino: "Al final todo planteamiento ideológico llevado a esos extremos es una cuestión de fe".

La relación entre Aníbal y María Fajís desvía por momentos el relato hacia terrenos más sentimentales mientras las conversaciones entre Aníbal, Mauro y el resto del grupo evocan la novela coral, donde las voces de los personajes llegan a confundirse bajo un fondo político que lentamente los engulle. Junto al grupo de Aníbal encontramos también taxistas, prostitutas, profesores y otras piezas del grandioso mural que conforma Lima, la ciudad de los reyes, y que nos recuerda obras como La Colmena, en su afán de presentar el sentimiento de una ciudad como reflejo de un momento histórico.

Estas voces retratan un grupo de universitarios inconscientes de su frágil autosuficiencia, gente sin sostén en un país que se desmorona. Sus conversaciones ponen de relieve el ambiente preelectoral vivido en un periodo visto desde la distancia aunque los temas se entrelazan, y junto a la política afloran los problemas personales, la amistad y un sinfín de referencias literarias y musicales que van desde Cortázar hasta George Benson, pasando por Cervantes a Coleman Hawkins. Esta desmesurada muestra de erudición sorprende al lector dado que escapa al retrato de la clase media peruana. Tal vez haya cierta voluntad, por parte del autor, de reflejar su propio entorno, estas constantes referencias diseñarían así un segmento muy determinado de la clase media universitaria. El retrato cruel que Benavides esboza de los estudiantes y la intelectualidad limeña crea una barrera diferencial entre su grupo y la mayoría.

"El año que rompí contigo" supone la reafirmación de un gran autor; excelente novela que, por medio de la denuncia política y social, nos acerca a la historia reciente del Perú, y que nos habla, a su vez, de la imposibilidad humana de, en ocasiones, cambiar su destino. O de la huida, como último recurso frente al horizonte de la sinrazón. Daniel Sánchez Peralta
véase entrevista

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TERRITORIO UTÓPICO

Wilson Harris, El palacio del pavo real, traducción de Delia Mateovic, Ediciones del Bronce, Barcelona, 2003

El modelo de construcción de la novela latinoamericana, bajo los presupuestos de la novela naturalista francesa de finales del siglo XIX, tuvo como consecuencia una novelística regional y pintoresca carente de profundidad. La "Novela de la selva", entendida como un mero ejercicio descriptivo y un entretenimiento exótico olvida, bajo el manto pintoresco, las posibilidades de hondura y universalidad alcanzadas con posterioridad en el entorno de "lo real maravilloso". La expresión, acuñada por Alejo Carpentier, habla del producto de una conciencia creadora acorde a la realidad caribeña, de una sincronía en la que pasado y presente se relacionan al margen de la relación espacio-temporal propia de la narrativa anterior.

Uno de los temas recurrentes de la narrativa caribeña es la reiteración del tema de la "búsqueda de la identidad", entendida como el reencuentro del ser escindido en pos de un territorio utópico, paraíso en el que es posible la reconstitución del ser. Esta búsqueda tiene mucho en común con la búsqueda de El Dorado. Aquí, en esta inasible y utópica zona del deseo, punto imaginario en continuo desplazamiento, es donde el escindido ser caribeño puede recuperar su paraíso perdido, su forma primera. En el caso de Wilson Harris y su novela El palacio del pavo real, el viaje en busca de este espejismo poético supone una desconexión absoluta de la razón, al considerar el autor que no sólo ha alcanzado el espacio utópico de El Dorado, sino que esta visión ha quedado impresa a perpetuidad en su ser. La perplejidad del escritor que viaja al mundo ubicado al borde del infinito, la desazón de nombrar lo que se encuentra más allá de sus posibilidades, dejan una profunda impronta en su escritura.

El palacio del pavo real se sitúa en el siglo XVI; sin embargo es un relato sobre el presente. La acción transcurre en la selva de la Guyana y está narrada por Dreamer, hermano de Donne, plantador blanco que emprende un viaje en una embarcación en busca de los trabajadores indígenas que han abandonado su plantación debido a la severidad de sus métodos. Al emprender el viaje, el relato se adentra en el descubrimiento de la sociedad habitada por el "otro", revelando el hallazgo que supone el salto fuera del espacio propio. El bote remonta uno de los grandes ríos que llevan al corazón de la selva, en un viaje iniciático que guarda ecos de la novela de Conrad El corazón de las tinieblas, igual de paradójica y profunda. La tripulación está caracterizada por el mestizaje y su especial simbología. Es el caso de Schomburgh, mestizo producto de la unión de un bisabuelo alemán y una bisabuela arahuaca, además del mayor de los tripulantes. Su nombre recuerda a los hermanos Schomburgk, exploradores de ese territorio, cuyas descripciones tanto sirvieron a Alejo Carpentier en Los pasos perdidos. La expedición tiene como motivo encontrar a esos trabajadores que se sabe han huido a una misión indígena en plena selva, denominada Mariella. Una vez llegados a la aldea, los indígenas huyen ante la confusión que les produce la fantasmagórica llegada de la expedición y su sentido de reencuentro con la muerte y el renacimiento, la fusión de diferentes momentos temporales en un mismo espacio físico. Tras este choque de realidades, la tripulación retoma la corriente en lo que constituye el segundo trayecto iniciático, esta vez acompañados de una anciana arahuaca que vagaba por el desierto poblado. Así llegan a la catarata que corta el remonte del río. En este nuevo viaje hacia la muerte los tiempos convergen en un único espacio onírico. Sólo en estas coordenadas se adivina la posibilidad regeneradora del viaje iniciático.

La búsqueda de Donne y sus compañeros es la búsqueda de la sociedad guyanesa por encontrar la raíz que le une al resto de su territorio interior, esto es, el encuentro con un estado colectivo que reafirme su identidad cultural. Una de las lecturas que presenta el texto se dirige a la necesidad de establecer contacto con el indígena que habita la profunda selva, con la polifonía propia de la sociedad caribeña. En El palacio del Pavo Real el viaje de Donne se encamina a esta búsqueda. Como en Los pasos perdidos, de Carpentier, el viaje río arriba es un viaje interior en el que la integración del elemento consciente e inconsciente, espiritual y material -es decir, la visión de Dreamer y la de Donne, partes de una misma entidad- significan la regeneración y la integración de elementos escindidos. En este espacio poético de equilibrio, representado como El Dorado o como el Palacio del Pavo Real, se reconcilian los polos antagónicos, el ser y el otro. En la poética caribeña este sería uno de los caminos a través de los cuales experimentar El Dorado.

El lenguaje de El palacio del pavo real es figurativo, atractivo y poderoso; es realista y sensual. El estilo neo-barroco debe su razón de ser a la necesidad de nombrar las cosas como si fuese la primera vez que hubieran sido descubiertas y existiese la duda y el temor de no volver a encontrarlas en su mismo estado de pureza. Este estilo no se deriva de una voluntad de ornamentación o evasión; su barroquismo es la constancia de una ruta existencial que establece vínculos imaginativos y poéticos entre diferentes momentos y espacios, de su oscilación pendular entre dos mundos, un camino de palabras que comunica con su alteridad. No es un camino que se abre a la aventura; al final regresa al punto de partida, al lado seguro y cercano. Para mayor disfrute del lector, en el camino que conduce al caos el regreso al punto de partida se encuentra garantizado. Carlos Vela

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PARA LOS ENFERMOS DE  LITERATURA

Enrique Vila-Matas, El mal de Montano, Premio Herralde de Novela 2002, Barcelona, Ed. Anagrama

Nadie que no haya leído –y mucho (hasta enfermar)– podrá leer esta novela.

¿Quién es Montano? En principio, es un joven escritor que a finales del siglo pasado, tras dar a luz una novela sobre el inquietante tema de los escritores que dejan de escribir, sufre, con toda su irresistible atracción por la escritura, un bloqueo que lo convierte en un "ágrafo trágico". Primer guiño, primera mascarada –que no develaremos–. Montano es también el hijo del narrador, que firma sus escritos –se esconde– como Rosario Girondo.

Si seguimos contando, si seguimos leyendo, entraremos en un territorio en el que muy poco hay de real, o, mejor dicho, donde lo único real es el delirio de la creación literaria, o el más grande aún que produce su vacío. No hay otra vía: el autor, que construye su novela en cinco partes (El mal de Montano, Diccionario del tímido amor a la vida, Teoría de Budapest, Diario de un hombre engañado y La salvación del espíritu), quiere que lo sigamos, que atravesemos con él cada fase de esta enfermedad, un mal cuya forma última es, podría decirse, no la obsesión patológica por la literatura, sino su propia capacidad de transformarse: de obsesión de la que hay que escapar, de parálisis que hay que vencer, el mal de Montano –la enfermedad del hijo vivida por el padre– se convierte en estandarte, en rito, en programa de una campaña cuyo objetivo es impedir precisamente la desaparición de aquello que nos enferma. El tratamiento es de orden homeopático. Como la "dolencia de amor" en San Juan, este mal sólo se cura "con la presencia y la figura". Presencia y figura, por ejemplo, de Kafka, Franz; o de Maugham, William Somerset; o de Mansfield, Katherine, o de... Más píldoras, por favor. Me salvaré por sobredosis.

Dice Rosario Girondo: "Deseo librarme del mal de Montano, pero quieran los dioses y Kafka que no lo consiga." Si, como leemos en el "Diario" (entrada del 25 de diciembre), Emily Dickinson le suplicaba a Dios que no la dejara sola "aquí abajo", si como dice V.-M., ella intuía un mundo en el cual estamos "completamente solos, sin nadie, ... un oscuro sótano", los enfermos de literatura, los afectados por la literatosis onettiana, los heridos por la letra, en fin, nosotros, le pedimos a Rosario Girondo que nos contagie su mal, y así seguir viviendo -mortal, terminalmente enfermos- para un día cualquiera tropezar, como él, con Musil, junto a un abismo. D.N.

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LA MUJER QUE LLEVAMOS DENTRO

Mario Vargas Llosa, El paraíso en la otra esquina, Alfaguara, Barcelona, 2003

A Astrid

Tras La fiesta del Chivo, excepcional master piece que le mereció el reconocimiento unánime del público y la crítica, Mario Vargas Llosa, provisto de un estilo que roza la grandeza sin dejar de llamar a las cosas por su nombre, revalida su maestría como novelista con El paraíso en la otra esquina (Alfaguara, 2003).

En capítulos intercalados el autor se atreve a narrar las sobresaltadas biografías de la feminista y libertaria Flora Tristán y del pintor, su nieto, Paul Gauguin; vidas trasatlánticas, convulsas, como de novela bizantina, que encarnan en sus respectivas vertientes, -la política y la artística- la lucha apasionada y vehemente por una misma utopía decimonónica: el paraíso.

Paraíso, no obstante, que intentan incrustar en un escenario que, desde nuestro bienestar, se parece más bien al infierno. Lo que me lleva a pensar que una de las grandes ambiciones que perseguía Vargas Llosa con esta novela era convertirse de verdad y de una vez por todas en un novelista del siglo XIX y, haciéndose pasar por un homólogo de Victor Hugo, Balzac o Flaubert, describir las injusticias que imperan en una sociedad como si esta fuera la suya.

Esto es precisamente lo que hace el escritor peruano, presentarnos con toda su crudeza la realidad de la época: los horrores de la esclavitud, por ejemplo, o de la lacerante explotación que ejerció sobre el proletariado el progreso industrial (que curiosamente ha pasado a la historia como un bálsamo), o los bandazos de las enfermedades endémicas -la sífilis, la disentería o la lepra- conduciéndonos para ello de un confín a otro del mundo, del Atlántico al Pacífico, de la reciente república del Perú a las colonias francesas en la Polinesia, partiendo siempre desde la tierra de Proudhon y Chateaubriand.

Las historias de ambos personajes se inician pues con una partida. La de Flora Tristán por el interior de Francia con el objetivo de propalar, entre tejedores y zapateros, carpinteros y estibadores, campesinos y proletariado en general, incluidas las prostitutas, las ideas centrales de la Unión Obrera, pensamiento que, anterior al Manifiesto Comunista, postula la unión de los trabajadores y las mujeres –los oprimidos del mundo-, en una Internacional que, mediante una revolución pacífica, traerá la prosperidad y la justicia.

A lo largo de esta agotadora gira de mítines, entrevistas y gestiones (que Varguitas imagina a la perfección gracias -se nota- a su propia experiencia política) Flora Tristán descubre un mundo peor que el que esperaba, enmugrecido por la ambición y la vanidad, degenerado por la misoginia y la falta de respeto por los derechos más elementales de la especie humana. Cada día, en sus leves descansos o en medio de una hostil visita, una innoble decepción la embarga: los pobres y sus propios correligionarios –falansterianos, icarianos, sansimonianos- están igual de contaminados que los burgueses de toda clase de prejuicios: raciales, xenófobos, machistas, etc. Esto no impide que la revolucionaria se deje secuestrar por los recuerdos de su nefasto matrimonio con André Chazal, el hombre que, amparado por la ley, podía violarla y maltratarla, o por los recuerdos de Arequipa, allá en el lejano Perú, en el palacio de don Pío Tristán, hermano de su padre, adonde fue a reclamar la herencia que le fue negada.

La otra partida, la de Paul Gauguin hacia la Polinesia, en pos de la milenaria cultura maorí, ansía la expulsión de "la afectación frívola de los decadentes parisinos"; a fin de convertirse, estrangulando al civilizado y regresando a los orígenes, en un auténtico artista, porque solo un pagano, un salvaje, un primitivo que pinta "con el falo" puede alcanzar el arte verdadero, envuelto en un "esplendoroso pasado en el que religión y arte, esta vida y la otra" conforman una sola realidad. Aquí la experiencia tahitiana se confunde con la historia de sus lienzos, y resulta fascinante descubrir -aunque solo fuera una absoluta manipulación que nos infringe el autor- los motivos que inspiran los cuadros, como Manau Tupapau, Nevermore, o Pape Moe.

Los recuerdos también asaltan a Gauguin: los de la lejana Bretaña, por ejemplo, donde creyó que encontraría "las raíces del mundo primitivo que la civilización parisina resecó", o de Arlés, donde, con el Holandés Loco, pretendió fundar la escuela pictórica que refrescaría el arte europeo, o aquellos, nefastos, de cuando su madre, Aline, lo abandonó en un internado para irse a París, o aquellos en Panamá, al servicio de la marina francesa, donde quizá contrajera "la enfermedad impronunciable".

Ahora bien, los lazos entre ambas historias son muy estrechos, y a diferencia de lo que ha señalado Rafael Conte como único defecto de la obra, no se trataría de dos grandes novelas sino de una sola. No solo la consanguinidad, la beligerancia, el idealismo o la falta de ambición material se traspapelan de un personaje a otro, de una ficción a otra, en forma de vasos comunicantes, sino también las menudencias del día a día, creando la vaga ilusión de una unidad escurridiza que a veces da la sensación de obrar el milagro de la coincidencia.

Pero además de estos vínculos hay uno que llama poderosamente la atención: la importancia que tiene en la obra la feminidad. La rebeldía con la que Flora Tristán se enfrenta contra las injusticias que sufren las mujeres, demuestra a los burgueses que su género es capaz de luchar y plantar cara con coraje y entereza. Paralelamente, aquella tercera tendencia de preferencia sexual que la cultura maorí permite y respeta (y que la colonia no pudo eliminar), es decir los mahus, los taha’ata vahine que tan sugerentes resultaron para Gauguin y con los que llenó sus cuadros, es un claro ejemplo (como la libertad en el amor de pareja) de la superioridad de la cultura supuestamente primitiva sobre la supuestamente civilizada. Las vidas de Flora Tristán y Paul Gauguin continuamente revelan que todo lo que tienen de femenino -o gran parte, para los quisquillosos- es todo lo que nuestro ser tiene de rebelde. El espíritu que ambos protagonistas alientan para emanciparse de nuestra pobre cultura de poder es el mismo que esta, para amansarnos, trata de aplastar. Novelar esta lucha es, sospecho, la segunda gran ambición que perseguía Mario Vargas Llosa con esta fabulosa historia. EEU.

© TBR 2003

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