EL
QUE JADEA
Juan José Millás
Descolgué el teléfono y escuché un jadeo
venéreo otro lado de la línea.
¿Quién es? pregunté.
Yo soy el que jadea respondió una voz
neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta
del salón.
¿Quién era?
El que jadea dije.
Habérmelo pasado.
¿Para qué?
No sé, me da pena. Para que se aliviara un
poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a
sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias
de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el
psicópata.
No te importe decía, resopla todo
lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría
mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas
pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada
telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido
le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene
nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo
eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres
tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno
puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo
dentro.
No me parece muy edificante la conversación que
has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver
las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de
pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su
madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era
sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba
en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
Se lo voy a contar a tu mujer respondió
en tono de amenaza. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a
enterar de lo que vale un peine.
Tampoco es para ponerse así dije dando
marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos. Es que me has cogido en un mal
momento. Discúlpame.
Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
Se ha ido a misa.
Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre
había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos
mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios
culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador
pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como
un loco, intentando recuperar los años perdidos.
¿Quién es? preguntó con cierta alarma
una mujer cuya voz me resultó familiar.
Soy el jadeador dije con naturalidad.
Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos
enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos
que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que
quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto
eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás
para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia,
aunque mis padres creen que lo hago por vicio.
|