RETRATOS DE MUERTOS
David Hernández de la Fuente
"Hay retratos de muertos en procesión en
mi cabeza, como una manifestación aguerrida y noble para el memento mori. Hay retratos de
muertos que han fascinado a todas las generaciones de hombres. Retratar a un hombre
muerto, guardar su imagen una vez la vida le ha abandonado, es capturar en la retina del
tiempo el testimonio de un mártir paradójico en un espejo de cámara oscura. Hay
retratos de muertos que han adquirido fama por su delicadeza, por su cosmética
alteración de lo inerte. Te voy a decir cuáles he recortado para ti antes de que te
vuelvas a mirar al espejo. Prométeme que no te mirarás al espejo sin haber leído estos
retratos. Y lee estos retratos como en una galería de arte, no como si estuvieran
escritos en papel. Olvida que esto es una carta en papel que va dirigida a ti, mi
amor."
Beatriz se despierta en punto con radio nacional y
camina en bragas, descalza sobre las baldosas frías, hacia el baño. Orina y se limpia.
Después se lava la cara y se mira al espejo. Hoy tiene prisa. El espejo se llena de
salpicaduras de agua, que caen también sobre sus pómulos con los restos de la noche.
Camina descalza por el suelo de loseta que separa el
cuarto de baño de su dormitorio. Es un trecho corto, de unos cinco metros en los
doscientos metros cuadrados que tiene el chalet en el que vive, la vivienda familiar que
la juez le otorgó con la custodia de Nacho.
Beatriz se aclara la garganta a duras penas y grita
destemplada:
¡Nacho! ¡Ya es la hora!
"Hay retratos de muertos egipcios de la época
romana. Recuerdan también ellos, como Horacio, el motto del memento, mucho mejor que
cualquier catecismo apocalíptico. Ver a esa guapísima muchacha de Antinópolis, de
mirada romántica digna de un salón de te, al lado de un cráneo bañado en oro con los
rizos de la permanente eternamente pegados. Aquella dama orgullosa en el más allá con
sus joyas o su peinado de moda quizá porque Sabina emperatriz lo llevó o
esos niños que sujetan su palomita junto al ankh, están junto a los huesos con carne
marchita de un sarcófago abierto. No es muy cosmético ver al retrato junto al modelo. Y
tú, joven de barba y ojos encendidos, muy encendidos en la sombra de tu cara, por amor a
Cristo o a Anubis, a la viña eterna o a tu novia. El abrazo negro de Anubis, que toca tu
túnica blanca cuando aún miras esperanzado al futuro, o al turista que te observa desde
el futuro, conviene tenerlo en cuenta, conviene. Anubis negro te pone la mano en el
hombro, Hermes psicopompo te pone la mano en el hombro y tu túnica blanca se estremece
sobre tu piel ajada."
El carril derecho está completamente atascado. La
salida de la carretera de La Coruña se pone siempre así a esta hora. Beatriz tuerce el
retrovisor del coche, que se lamenta con un crujido, y lo dirige hacia sí misma, de forma
que refleja aproximadamente un tercio de su cara. Desde la nariz al nacimiento del
cabello. Se mira los ojos cansados y llenos de sombra de ojos. Debajo, su piel grasa de
mujer de cuarenta y tres años se hunde presionada por su dedo índice. Nacho, su hijo
pequeño, le pone la mano en el hombro y dice:
Mamá, otra vez vamos a llegar tarde.
"Hay retratos de El Fayum de señoras de ojos
bovinos que delatan su muerte al ojo experto y pacíficamente se dejan morir y pintar por
el fúnebre artista, con sus racimos de joyas que penden de sus largas orejas, que pesan
en su cuello grasiento por los siglos de los siglos. Y el cadáver negro, el cadáver de
la momia más negra y de pelo más crespo, ¡es tal su pequeñez! ¡Qué momento el de su
muerte! Nació del todo en vida, tan vacía como su triste cuerpo embalsamado por algún
remoto doctor egipcio. Esas manos renegridas, los pies arqueados que surcaron arena y
vida. Esa momia entre negro y oro nos susurra, nos susurra. Y su calvicie es más que
atemporal. Caras, caras, caras. Es lo que importa. Lo que deja huella, aún descarnada,
son sus caras. Caras como espejo de la muerte, caras mortales y únicas, irrepetibles. Con
el hálito de humanidad que puedes ver tú también en el espejo. Caras bastas, groseras,
refinadas y morenas, de labios gruesos y piel curtida, de tez rojiza y cabello rubio,
cejijuntos, de rizos abundantes y colmillos de un aliento pretérito, de una lengua
olvidada. Caras, caras, caras, lo que importa son sus caras."
En el atasco que la lleva al trabajo, Beatriz tiene
tiempo de retocarse una vez más los labios en el espejo retrovisor del coche, que ya
está indefectiblemente dirigido hacia su cara y no refleja los coches que circulan por
detrás.
Su cara se distorsiona por un momento cuando las cejas
se arquean. El minúsculo cepillo pasa por sus pestañas y las llena como de una pez negra
y aceitosa. Sus labios se tuercen hacia un lado para fumar un cigarrillo que llena de pez
negra la rosada materia de sus bronquios que quedan por un momento entumecidos, como
embalsamados en la negritud. El coche que está parado delante de Beatriz en la carretera
de La Coruña un viejo Peugeot de 1978 que aún no ha pasado la inspección técnica
de vehículos ennegrece el aire con su humo denso.
"Hay retratos de muertos del Oeste americano, de
los variados escenarios de Arizona, ese planeta que es un país. Flagstaff, cruce de
trenes de siniestra armonía. En sus calles polvorientas de frontera no hace mucho que
rodaban enormes bolas de polvo del desierto. Sus retratos de muertos están edulcorados
también. Son emigrantes de grandes bigotes con ojos descaradamente abiertos y ojeras muy
mal maquilladas. ¿Por qué será tan difícil maquillar a un muerto? Incluso la raya del
pelo delata el rigor mortis que les mantiene muy lejos, mucho más lejos que el fondo de
esa fotografía ochocentesca de descoloridos tonos. Flagstaff es un oasis ferroviario en
medio de Arizona. Al norte, ya todo es piedra verde, cumbres y túmulos indios. Al sur, en
cambio, piedra amarilla y roja, de pueblo desértico e iluminado por un sol eterno. Los
más viejos del lugar guardan en sus casas fotografías añejas de los tiempos legendarios
de la frontera y del OK Corral. Y los hombretones con bigote y ojos muy abiertos visten
camisas de domingo como si se hubieran arreglado para morir en un lodazal de un disparo.
Las mujeres son anchas y paridoras colonas, que miran el objetivo postrero con un aire
coqueto aún después de la muerte. Hay niños tiesos, muy tiesos y engalanados, e incluso
mexicanos o trabajadores orientales del ferrocarril de esos que forjaron América.
América, que crece ahora en todo el mundo, mastodonte forjado por emigrantes muertos con
cristal y acero."
En el parque empresarial, como llaman al lugar donde
trabaja Beatriz por un buen sueldo, hay una plaza pavimentada con la piedra más cara y
más pulida, casi un espejo. También el edificio, cristal y acero, refleja la fuente que
hay en la plaza. Es el edificio número cuatro. Allí tiene la sede la empresa de
cosméticos y belleza en la que trabaja Beatriz. Beatriz se asoma a la ventana del cuarto
de baño de señoras mientras fuma y no ve nada de lo que hay fuera.
Se da la vuelta hacia el lavabo y abre el grifo muy
poco, lo justo para que el agua solamente gotee. Apaga su cigarrillo poniéndolo debajo
del grifo y lo arroja papel y ceniza húmeda a la papelera que hay cerca de la
ventana. Se da la vuelta de nuevo y, tras apoyar su bolso de Prada sobre el mármol del
lavabo, saca una cajita de metal. Por dentro está forrada de espejitos y tiene una bolsa
de plástico con menos de dos gramos de cocaína. Su ojo azul intenso se ve reflejado todo
él en grande en la cajita mientras aspira fuertemente los polvitos que hay sobre el
espejo.
"Hay retratos de muertos de la memoria, como ese
de Keats que le hizo su amigo Joseph Severn de forma póstuma. Ay fugaces Póstumo,
Póstumo. Toda la memoria no es sino un retrato póstumo. Severn pinta a su amigo de la
urna griega como lo recuerda. Pero de la memoria emergen los muertos con su figura
indisimulable. El pobre amigo no ha podido hacer sino el retrato de un muerto. Keats está
en su posición favorita, un loto arqueado de lectura, con la mano izquierda sobre la
cabeza, como si por ella entraran también las letras que su otra mano señala. Ay romano
de Inglaterra, ya estás lejos en ese retrato, lejos de la campiña inglesa y de la piazza
di Spagna. El paisaje y las sillas también señalan que el poeta ha muerto y el cuadro de
cara borrada que hay en la lúgubre pared. Qué diferencia con el dibujo que le hizo Brown
cuando sólo tenía veinticuatro años. Keats ya está en las lejanas Hespérides, casi el
jardín inglés que se ve en sus ojos está cargado de manzanas del más allá. Keats el
poeta ya es bálsamo de whisky, urna inglesa llena de cenizas sentimentales esparcidas por
Grecia y por Italia."
Beatriz se pide en la barra un whisky con ginger ale.
Los compañeros de trabajo son agradables y, a veces, después del trabajo se va con ellos
a un pub que hay a diez minutos de coche del edificio cuatro. Hoy habla con ellos de
algunos temas del día mientras fuma cigarrillos y echa su ceniza sentimental en un
cenicero rojo de Cinzano. Quisiera que alguno de esos compañeros de trabajo le gustase, y
acostarse con él, acaso casarse otra vez y vivir otra historia.
Pero seguramente ya es tarde para eso, aun está
reciente el divorcio y el suicidio de su ex marido. Probablemente lo mejor es tomarse otro
whisky con ginger ale.
"Hay retratos de muertos que son como un espejo.
Hay retratos que nos enseñan a unos muertos tan cercanos, tan llenos de vida y carne que
son como un espejo. Como el espejo que, sin saberlo nosotros, nos refleja también un poco
muertos. Como el que te refleja por la mañana cuando te pintas los labios, Beatriz, e
intentas disimular tus ojeras. Como todos los días y todos los espejos. Todo es muerte y
cosmética, Beatriz. ¿Lo has pensado? Cosmética, como tu trabajo. Tiene gracia,
¿verdad? En el Louvre, el británico o la National Portrait Gallery, qué más da.
Incluso en tu cuarto de baño de baldosas frías. Todos nos vemos reflejados en esos
espejos de cámara oscura que son los retratos hechos a personas muertas. Un espejo
postrero. Y a ese último espejo no le puedes engañar. Te quiere, en la muerte,
Horacio."
De vuelta a casa, Beatriz conduce su coche por la
cuesta de las perdices. Es de noche y el espejo retrovisor mira hacia su cara. El espejo
de cortesía también y ella piensa en que el chalet es muy grande para ella y Nacho ahora
que están solos y que tal vez habría que venderlo. La cuesta de las perdices se alarga
ante ella más de lo normal. Ha bebido y está mareada. Piensa que tal vez no debería
beber tanto, que quizá no debió divorciarse porque no le gusta estar sola. Beatriz
pierde el control del coche en la cuesta de las perdices y se estrella violentamente
contra un poste de señales. El golpe hace añicos el espejo retrovisor, que está
dirigido hacia su cara. |