Matrícula de
Barcelona
Alexei Sayle
Traducción de Rita da Costa La novia de Barnaby
creía que lo más desternillante del mundo era que a uno lo mataran en plenas vacaciones.
No se refería a los típicos y tristes casos de turistas a los que apuñalan por una
cámara, que mueren estrangulados por un soldado raso británico o asfixiados a causa de
una fuga de gas. No, era más bien lo ridículo, lo tontorrón, lo absurdo de algunas
muertes lo que le parecía hilarante. El caso del turista alemán pisoteado hasta la
muerte por un elefante en plena fiesta de inauguración de un nuevo supermercado en
Phunket, Tailandia, era uno de sus grandes preferidos. El animal, que formaba parte de la
fastuosa ceremonia de inauguración del supermercado, había echado a correr despavorido
ante los aspavientos de un payaso cuando se topó con el alemán, que acababa de entrar en
el supermercado para comprar un antidiarreico. La novia de Barnaby se estuvo carcajeando
durante semanas a cuenta de la noticia. Una vez le dio por contar a los padres de Barnaby
su caso preferido de «muerte en vacaciones» mientras almorzaban un domingo en un
mediocre y siniestro restaurante italiano en South Wimbledon. Allí estaba, partiéndose
de risa, incapaz de evitar que la comida se le cayera de la boca mientras relataba la
historia de una pareja de franceses que zarparon en su colchoneta desde la playa del Club
Med de Corfú y, flotando a la deriva, se adentraron en aguas territoriales de Albania,
que por entonces todavía era comunista, donde un barco de guardacostas los recibió a
balazos y los mató a ambos. A la novia de Barnaby le entró tal ataque de risa que apenas
lograba articular palabra.
Pero lo cierto es que tenía razón. Hay algo triste,
conmovedor, vulnerable y patético en el hecho de irse de vacaciones, es algo así como el
triunfo de la esperanza sobre el sentido común. Uno cree que por el mero hecho de estar
en Egipto se lo va a pasar en grande, pero basta con echar un vistazo a nuestro alrededor
y ver a todos los demás idiotas subiendo y bajando de los autobuses en obedientes manadas
con el fin de contemplar un montón de viejas piedras para comprobar que no es así. Nadie
se lo está pasando en grande, y menos los egipcios, y eso que llevan toda la vida en
Egipto. Si consigues que te maten de algún modo extraño e ignominioso, y convertirte
así en la comidilla que alguien tiene la ocurrencia de contar en un mediocre y siniestro
restaurante italiano de extrarradio, la verdad es que te lo tienes bien merecido.
Barnaby supo que había cometido un terrible error
yéndose de vacaciones tan pronto como leyó el libro de visitas de la casa. Había
decidido tomarse un respiro tras romper con su novia. Habían roto después de que ella
grabara accidentalmente ciento veinte minutos de su vida común. Llevaban cinco años
viviendo juntos y ambos daban por sentado, sin haber llegado a hablarlo, que acabarían
casándose antes o después. Ella era profesora de inglés en una de esas escuelas de
formación profesional que proliferan en los barrios más degradados de Londres y que
sólo parecen existir para que los chavales negros puedan fumar porros en el vestíbulo y
recoger a sus novias después de clase, o incluso a media clase, en un viejo Ford Escort
con cristales tintados para no poder ver adónde se dirigen aunque no vayan completamente
ciegos. La novia de Barnaby quería grabar una obra de teatro que ponían por la radio, un
monólogo de dos horas sobre las tribulaciones de una joven, víctima de abusos sexuales y
de una anemia falciforme, para debatirla más tarde en clase. Así que rescató del olvido
el viejo radiocasete portátil Sony, lo enchufó, sintonizó Radio 4, buscó una cinta de
ciento veinte minutos, la puso a grabar al empezar la obra y le dio la vuelta con
meticulosa precisión sesenta minutos más tarde. Pero en lugar de presionar el botón que
habría grabado la obra de teatro, apretó el botón del micrófono y grabó ciento veinte
minutos de su vida doméstica con Barnaby, que desde el punto de vista auditivo consistía
en "¿Te apetece una taza de té?", "No, gracias" y el sonido
amortiguado de un pedo mientras ella estaba fuera de la habitación. Punto. No había nada
más. Creían que eran felices, pero la cinta decía algo completamente distinto. La cinta
revelaba que estaban equivocados. Nadie capaz de soportar ciento veinte minutos de
semejante estado letárgico podía ser feliz. La suya era una vida soporífera. Dos
semanas más tarde, la novia de Barnaby tuvo una aventura con un bombero especializado en
peligrosos vertidos químicos. La pareja pensó que lograría superarlo tras escribir al
consultorio de Zelda West Meads, experta consejera sentimental del Mail On Sunday.
Pero sus recomendaciones no surtieron el efecto deseado. La novia de Barnaby seguía
sintiéndose profundamente insatisfecha.
¡Quiero darle sentido a mi vida! gritó
en medio de un Pizza Hut. ¡Quiero cambiar el mundo!
Pero ambos sabían que tendría que hacerlo sin
Barnaby, porque estaba claro que él jamás contribuiría a cambiar el mundo.
Y ahora Barnaby, que había pensado que le sentarían
bien unas vacaciones, estaba en aquella maldita casa rural. La había encontrado en
Internet. «Encantadora casita de pueblo en la localidad de Chite, enclavada en el valle
de Lecrín, a tan sólo veinticinco minutos de la histórica ciudad de Granada.» Había
llegado a Málaga en un vuelo chárter y había alquilado un coche a una empresa española
que ofrecía precios muy asequibles. El coche que alquiló pertenecía a la categoría B,
donde entraban los Volkswagen Golf, los Renault Clio y otros modelos similares. El suyo
era un Fiat Uno Turbo de color blanco. Lo curioso de este coche era que, aunque estaba en
el aeropuerto de Málaga, tenía matrícula de Barcelona. Barnaby se fijaba en esa clase
de detalles, sabía que la matrícula de un coche de Madrid empezaba por «M», mientras
que las matrículas de Sevilla empezaban por «SE», las de Valencia por «V», etcétera,
y la primera letra de la matrícula de Barnaby era una «B» de Barcelona. La mayoría de
los coches que circulaban por los alrededores de la casa tenían matrículas de Granada,
que empezaban por «GR», aunque en opinión de Barnaby habría sido más adecuado que lo
hicieran por «FR», de fraude.
El anuncio decía que la casa tenía tres
habitaciones, lo cual era cierto, pero lo que no decía es que estaban amontonadas unas
encima de otras, tres cajas de zapatos apiladas a las que se accedía por una empinada
escalera. Había también lo que los caseros llamaban «piscina», un pestilente barreño
alicatado e infestado de mosquitos que se encontraba en el diminuto patio trasero. Aun en
el supuesto improbable de que Barnaby hubiese querido sumergirse hasta la cintura en aquel
cieno verdoso, no habría podido hacerlo, pues si bien la casa era un horno, el patio
estaba en sombra, por lo que la temperatura allí bajaba en picado y el agua siempre
estaba helada.
Pero la gota que colmó el vaso fue el libro de
visitas. En la casa había una libreta en la que los huéspedes podían anotar sus
comentarios sobre la estancia, cosa que hacían sin consentir que el menor atisbo de
gracia, talento o inteligencia se interpusiera en su camino. La mayoría se lo había
pasado en grande o fingía haberlo hecho. Varios de ellos incluso habían escrito lo que
consideraban poemas.
Recuerdos de España
Ya estoy en Inglaterra, ¡ay de mí!,
de la que un día gozoso partí.
Honda es mi pena y mi desazón,
pues en España dejé el corazón.
Niños jugando en las calles luminosas,
uvas que cuelgan, redondas y jugosas,
limoneros que perfuman la mañana...
¡qué no daría por estar en España!
Retengo el eco de una risa franca
iluminando una dentadura blanca,
rostros amables, ojos astutos,
y la piel canela de niños enjutos.
Pero un día echaré de nuevo a volar,
del frío y la lluvia habré de escapar.
Volveré a la tierra que el dulce sol baña,
donde dejé el corazón, ¡mi amada España!
Sólo los estadounidenses eran lo
bastante sinceros para expresar su decepción sin cortapisas: «La ciudad de Nigüelas es
sucia y polvorienta, y sólo tiene un cine. Los bares no están mal si a uno no le importa
sentirse intimidado por los pirados de los lugareños», escribió uno de ellos. Otro que
obviamente no lo había pasado tan mal en su vida escribió:
Es la primera vez que visitamos Europa, y la verdad es que hemos
disfrutado mucho de nuestra estancia aquí, aunque al principio tuvimos problemas para
adaptarnos a la diferencia horaria, lo que nos impidió aprovechar todas las actividades
disponibles. Por ejemplo, en nuestro primer día queríamos ir a ver la Alhambra, así que
salimos hacia Granada a las diez y media de la mañana. Cuando nos metimos en el coche me
di cuenta de que mi reloj marcaba las cuatro de la tarde (lo tenía puesto al revés).
Semana Santa no es la mejor época del año para intentar ver la Alhambra. Pasamos unos
pocos días dando vueltas por Granada, y eso estuvo muy bien, pero no acabamos de
adaptarnos a la comida. En nuestra primera noche fuimos a cenar al bar Garvi, que
recomendamos evitar a toda costa. La comida era tan repugnante que, aunque estábamos
muertos de hambre, no pudimos terminarla. Para no parecer groseros, pedimos al camarero
que nos envolviera el resto de la cena para llevárnosla. El hombre vació literalmente
toda la comida en una bolsa de plástico (al ver lo que hacía, apenas pudimos contener la
risa). Comer en casa y en el McDonalds de Granada fueron los grandes hitos gastronómicos
de la semana.
Las procesiones de Semana Santa son todas bastante
parecidas, así que vista una, vistas todas. Unos tipos que parecen recién salidos de una
reunión del Ku Klux Klan encabezan la procesión, seguidos por una escultura de Jesús,
una banda musical y una escultura de la Virgen. La banda toca algo que suena a la banda
sonora de El padrino, y ahí se acaba la cosa. Creo que lo mejor de este viaje es
que he podido pasar algún tiempo con mi esposa y mi hija sin las continuas interrupciones
del teléfono y la televisión. Así que no os preocupéis si no conseguís ver y hacer
todo lo que habíais planeado, y limitaros a disfrutar del tiempo que paséis juntos.
Angelitos. No habrán vuelto a poner un pie fuera de
Estados Unidos en mucho tiempo.
Una de las cosas que más escandalizó y deprimió a
Barnaby fue constatar lo mucho que echaba de menos la tele. Hasta entonces, el tiempo era
para él como una sólida caja de paredes macizas en la que no cabían todos los
quehaceres de su ajetreada vida: llegar a casa a tiempo para ver las noticias del canal 4,
volver a salir para ir al pub, o al cine, o al Hampstead Theatre Club, no sin antes poner
a grabar el capítulo de Frasier, El enano rojo o el partido de fútbol que
habría de ver antes de meterse en la cama, aturdido por el alcohol o por la obra que
había visto. Al día siguiente allí estaban el Sky News o El gran desayuno,
esperándolo para darle los buenos días con su alegre cháchara. Ahora, en cambio, el
tiempo era como una gran bolsa de viaje azul de esas que se venden en los aeropuertos,
cuyas cremalleras y botones se multiplicaban como por arte de magia, abriendo un sinfín
de espacios adicionales y compartimentos secretos. Sencillamente no había manera de
llenar la puñetera bolsa. Ahora Barnaby sabía lo que era la desesperación. Además, se
dio cuenta de que había sido un error llevar consigo la réplica danesa a Breve
historia del tiempo como única lectura. También echaba de menos compartir mesa con
otras personas. Y no es que le molestara especialmente comer solo; de hecho, le gustaba
bastante. Cada vez que su empresa lo mandaba a Manchester o a Leeds, le encantaba cenar en
cualquier restaurante de hotel con un libro ante sí, haciéndose pasar por un misterioso
hombre de mundo. Lo que le molestaba era ser la única persona en todo el restaurante,
invariablemente. Los españoles cenaban tan tarde ?a veces a
las dos o las tres de la mañana (¡hasta había visto un anuncio de un
espectáculo infantil de títeres que empezaba a la una y media de la madrugada!)?, que Barnaby siempre acababa cenando sin más compañía
que la de unos pocos camareros bostezantes. En veinte minutos daba cuenta de un menú de
tres platos con vino.
¿Y qué hacía para pasar el rato? Conducir. En eso
se le iban las horas. El segundo día de vacaciones se metió en el Fiat y recorrió los
doscientos kilómetros que separaban Granada de Jerez sin detenerse más que para repostar
y comer un plato de morcilla negra. Barnaby no tardó en comprender, por las miradas que
le echaban los demás conductores en las angostas carreteras de Chite, que los españoles
de la sureña provincia de Almería (matrícula «AL») no sentían un gran afecto por los
catalanes que, desde sus cochambrosos Fiat Uno, se veían a sí mismos como eficientes
europeos del norte y no como indolentes latinos del sur.
Tan pronto como se percató de esta tensión tribal,
Barnaby se propuso conducir lo peor que podía (y hubo de esforzarse para destacar entre
los demás), a sabiendas de que cada conductor enfurecido, peatón aterrorizado o niño
despavorido que dejaba atrás estaría pensando «puto catalán» mientras él los
adelantaba a toda mecha, dejando a su paso una nube de humo de su tubo de escape.
El tercer día llegó a Valladolid, una ciudad
industrial del norte, comió un plato de callos y regresó a Granada, todo en catorce
horas. El cuarto día llegó a Madrid, la capital, en menos de cinco horas. Nada más
abandonar la ciudad rumbo al norte, se detuvo a repostar. En el área de servicio de la
autopista había una pequeña tienda donde Barnaby decidió comprar todo lo necesario para
hacer un picnic: paté industrial, pan fresco y grandes tomates. Luego se le ocurrió que
le vendría bien un cuchillo para poder sentarse a comer en la hierba, como un auténtico
campesino. Por suerte para él, todas las áreas de servicio de España disponen de un
completo surtido de navajas y cuchillos de aspecto amenazador, expuestos en sus vitrinas
en una gran variedad de estilos y colores. De hecho, Barnaby habría jurado que había
visto una máquina expendedora de navajas en un bar abierto las veinticuatro horas cerca
de Guadix. Se decantó por una tradicional navaja albaceteña con un mango curvo de
reminiscencias árabes cuya finalidad no era otra que la de disimular la verdadera
longitud de la hoja cromada, que se deslizaba hacia dentro y hacia fuera con un agradable
clic. De nuevo en la carretera, cogió la E90 al nordeste de Madrid y a las siete ya se
había plantado en Zaragoza. En los tres primeros días de su estancia, llegado a este
punto habría vuelto atrás, pero la idea de pasar otra noche sentado en un restaurante
desierto, engullendo la comida como si le fuera la vida en ello, lo animó a seguir
adelante. Tomó un desvío al este para coger la A2, alcanzó la costa un poco más allá
de Tarragona y siguió hacia el norte. Ahora estaba rodeado de sus paisanos los catalanes,
y todos los coches que pasaban llevaban matrícula de Barcelona. Se detuvo a comer en un
restaurante llamado Via Veneto, en algún punto del centro de la ciudad.
Decidió pedir el plato más sofisticado de la carta,
pues estaba harto de la elemental comida del sur. Se decantó por los «Pequeños
calabacines en flor con salsa de hígado de oca». Comió muy a gusto, sonriendo a sus
paisanos los catalanes (en Barcelona se come antes), y luego volvió al coche con paso
tambaleante. No sabía qué hacer. Era demasiado tarde para volver a Andalucía, así que
se dijo a sí mismo: «tira millas». Siguió avanzando hacia el norte y no tardó en
llegar a La Jonquera, en la frontera con Francia, donde llenó el depósito en una
gasolinera Shell de las afueras de la ciudad que le resultaba extrañamente familiar.
Hasta que al fin recordó por qué. Cuando tenía veinte y pocos años y los bolsillos
vacíos, había ido a España en un viaje organizado con la que entonces era su novia.
Desplazamiento por la noche en autocar y quince días en media pensión en el hotel Relax
de la Costa Brava, todo por sesenta y cinco libras. Como no tenían dinero para comer por
el camino en las paradas que hacía el autocar, habían llevado consigo ingentes
cantidades de víveres. Sabían por experiencia que debían ser generosos con las
provisiones de comida, porque en sus anteriores viajes en autocar habían dado cuenta de
todos los bocadillos antes incluso de haber salido de la estación de Victoria. De hecho,
a veces la mera visión de un autocar los hacía volver a casa ansiosos por levantar
gigantescos emparedados que engullían antes de haber terminado de prepararlos. El caso es
que, tras una agotadora noche en la carretera, habían cambiado de autocar en La Jonquera
y, para su propio asombro, todavía les quedaba algo de comida. Embotado por la falta de
sueño, Barnaby se había sentado junto a un muro para apurar su última lata de paté.
Adormilado como estaba, la dejó caer al otro lado del muro, junto con su plato de metal y
su navaja, todo lo cual acabó aterrizando tres metros más abajo, entre matorrales y
chumberas. No había manera de recuperarlos, así que los dejó allí.
Ahora estaba de nuevo en aquella estación de
servicio, y se preguntaba si era posible que la navaja, el plato y la lata de paté
siguieran allí. Sorprendido ante su propia emoción, se acercó al muro y miró hacia
abajo. En efecto, allí seguían el paté, la navaja y el plato, al pie del muro, entre
las chumberas. Herrumbrosos y maltrechos, pero invencibles en su tenacidad. Barnaby se
sintió apaciguado y conmovido. Por un instante, tuvo la sensación de estar parado en un
mundo que giraba sin cesar. Volvió al Fiat, sacó su cámara fotográfica y, asomándose
todo lo que podía por encima del muro, gastó todo un carrete de película mientras el
flash relampagueaba incesantemente en la gasolinera. Los empleados del Snappy Snaps donde
solía llevar sus fotos a revelar se quedarían boquiabiertos al ver que los recuerdos de
sus vacaciones se limitaban a un montón de chatarra tirada al pie de un muro. Barnaby
decidió que contaría a unos pocos amigos la historia de su lata de paté. Estaba seguro
de que muchos de ellos querrían peregrinar hasta allí para saludar a su plato, su lata
de paté y su navaja albaceteña. Al fin y al cabo, eso es lo único que la gente espera
de sus vacaciones: un lugar adonde ir y algo que ver al llegar allí. Barnaby pagó la
gasolina y compró un gran burro de paja con sombrero que dejó en el asiento trasero del
coche.
Cruzó Francia durante la noche, sin detenerse más
que para repostar y echar una cabezadita en un aparcamiento en las afueras de Lyon.
Llegados a este punto tenía muy claro adónde se dirigía y quería llegar a su destino
lo antes posible. Calais al alba, Le Shuttle, bip bip bip, la M20, la A20, y al anochecer
estaba de vuelta en Londres. Fue una sensación extraordinaria. Se sentía ligero, libre,
flotando como un globo lleno de gas. Todo el mundo daba por sentado que él seguiría en
España tres días más, y por supuesto el coche que conducía era de matrícula
española, por no decir que el propio Barnaby tenía cierto aire hispano. Nunca se había
sentido tan liberado. Como dice el bueno de Arnold en Desafío total: «Vayas donde
vayas de vacaciones, siempre serás el mismo», aunque quizás no lo dijera Arnold sino
algún desgraciado que se lo decía a Arnold antes de que éste le volara la tapa de los
sesos, y puede que ésas no fueran sus palabras exactas. Pero Barnaby no era Barnaby, sino
un español cualquiera al volante de un Fiat Uno Turbo. Mientras atravesaba Francia como
una exhalación, había tenido tiempo de sobra para pensar dónde iba a alojarse, y tras
mucho meditarlo decidió que sólo podía ser en un sitio: el Garth Hotel. Si habéis
viajado desde Londres hacia el norte por la M1 o la A1 en los últimos veinte años,
seguro que conocéis el Garth Hotel. Incluso si no lo conocéis, seguro que lo conocéis.
Es algo que ha ido creciendo con mayor tenacidad orgánica que los penosos árboles y
arbustos que asoman aquí y allá a ambos lados del arcén. Hendon Way, entre Finchley
Road y la Circular del Norte, consta de seis carriles que van y vienen de la M1. La
flanquean casas de los años treinta, muchas de las cuales exhiben cuidados jardines
delanteros y horribles ventanas modernas de doble cristal. Barnaby se había mudado a
Londres en 1970 en una furgoneta SIMCA 1100 blanca que conducía su amigo Harry. Puede que
fuera entonces cuando se fijó por primera vez en el Garth, cuando ocupaba una casa en
aquella manzana que tendría quizás diez casas, entre Garth Road y Cloister Road. La
segunda vez fue seguramente en el camino de vuelta a Hull, en un autocar de la National
Express, a mediados de los años setenta, cuando miró por la ventanilla y se dio cuenta
de que el Garth ocupaba ya tres inmuebles de la misma manzana, de que estaba creciendo. Y
así continuó. Atrapado en un atasco en el Rover 800 de su empresa porque el IRA había
hecho saltar por los aires Staples Corner, Barnaby constató que el hotel ya ocupaba seis
casas. Hoy ha devorado ya todos los edificios que podía devorar, a no ser que empiece a
desplazarse hacia atrás y vaya bajando por Cloister Road, lo que bien podría suceder el
día menos esperado. Allí está, en medio de Hendon Way, un hotel de grandes dimensiones
con su restaurante italiano, el Tivoli, y su salón de congresos, el Meridian, pero que no
logra disimular lo evidente: que nació de la unión de diez pequeñas casas
unifamiliares.
Barnaby llegó al Garth Hotel sobre la hora del
almuerzo. Mientras aparcaba su coche en el desvencijado patio delantero, entre muchos
otros vehículos con matrículas holandesas, alemanas y francesas, albergaba la ligera
esperanza de que el interior del hotel conservara algunas reminiscencias de su vida
anterior: que la recepción estuviera instalada en la sala de estar de una de aquellas
diez casas ?con su sofá, sus sillones y su tele en un
rincón?, que el bar y el restaurante ocuparan un par de
antiguos comedores, que los huéspedes se reunieran en torno a mesas de Muebles
MFI, que las bebidas se sirvieran en un tradicional carrito y que las habitaciones se
conservaran tal como las habían dejado sus anteriores inquilinos, con sus pósters
descoloridos de Human League en las paredes y maquetas de aviones Airfix colgando de los
techos. Nada más lejos de la realidad: había una recepción como Dios manda, ascensores,
y el suelo era de mármol, pero el resultado era un ambiente nada británico, sino más
bien jordano, o quizás eslovaco.
Barnaby se registró y subió a su habitación. No
llevaba equipaje. Se desplomó sobre la cama, puso la tele y se dio un atracón de seis
horas de Sky News, Discovery Channel y UK Gold. Vio tres veces el mismo episodio de The
Bill. Entonces se sintió preparado para salir a la calle.
Barnaby era consciente de que sólo podía pasar una
noche en Londres, pues tendría que marcharse al día siguiente si quería devolver el
coche a la agencia de Málaga donde lo había alquilado y presentarse en el aeropuerto a
tiempo de coger el avión de vuelta a Londres (donde, de hecho, ya se encontraba). Así
pues, no había tiempo que perder, y sólo una cosa que hacer: conducir.
Mientras se dirigía al centro de Londres, Barnaby
experimentó una deliciosa sensación de paz interior, como si nada pudiera perturbarlo.
Por lo general se preocupaba cuando un coche se saltaba el semáforo, cuando un conductor
arrojaba un paquete de tabaco por la ventanilla, cuando se fijaba en los absurdos ángulos
inclinados de la selva de semáforos que se apiñaban en cada esquina. Se le ocurrió que,
durante todos aquellos años había estado viviendo en la piel de un turista imaginario, y
cada vez que veía una vergonzosa señal de la sucia y fea realidad que habitaban él y
sus compatriotas británicos, se estremecía al suponer lo que estaría pensando ese
turista interno. Pero ahora él se había convertido de veras en ese turista, y la verdad
es que se la sudaba. Sí, claro que aquello era muy distinto de su Barcelona natal, pero
ahora lo veía todo con nuevos ojos, como si fuera la primera vez: Londres le parecía
dura y estimulante, no mugrienta y lúgubre. Diferente, no
decadente. Marchosa, no bochornosa.
Camden Market, por ejemplo, con sus traficantes de
droga merodeando por la estación, es algo tan alucinante que habría que ser un perfecto
muermo para no quedarse fascinado. Barnaby pensó que no estaría mal hacerse con algo de
droga. Un negro lo guió por un callejón, le entregó la droga y luego intentó atracarlo
con ayuda de un compinche, pero Barnaby sacó la navaja que había comprado en aquella
área de servicio de las afueras de Madrid y en un visto y no visto les cruzó la cara con
dos navajazos, uno del derecho y otro del revés, zis, zas.
Luego se tomó la droga, que le pareció muy buena.
Ahora entendía por qué a la gente le gustaba colocarse.
Dejó el Fiat en Earls Court, mal aparcado,
bloqueando Warwick Road y provocando un atasco de tales proporciones que hasta lo
mencionaron en las noticias de la London News Talk Radio. En el bar gay, un apuesto
adolescente chino se encaprichó de Barnaby y se fueron los dos al cementerio, donde el
joven se la metió con violencia. También comprendió por qué le gustaba aquello a la
gente. Salió cagando leches en el Fiat Uno cinco segundos antes de que llegara la grúa
de la policía. Se la sudaba. El Soho, no lo bastante bueno, pero para nada, oficinistas
con gabardina sosteniendo una botella de cerveza por el cuello, parados a la puerta de los
bares mirando desesperadamente calle arriba y calle abajo, como si los buenos tiempos
estuvieran a punto de llegar en un taxi. No lo bastante bueno, ni de lejos. Walworth Road,
algo mejor. El brillo azul metálico de los grifos de cerveza sobre el fondo marrón claro
de un pub. Jarra tras jarra de cerveza con regusto químico. Cumplía su función, no era
nada de lo que debiera avergonzarse, no iba a consentir que un guiri de mierda se lo
quedara mirando con una sonrisita de superioridad. Al primero que lo intentara le
aplastaría la nariz con sus propias manos, aunque llevara aquella navaja en el cinturón.
Hanway Street, la "Pequeña España", tres
de la mañana, los garitos donde los camareros españoles, habiendo terminado ya su turno,
siempre se alegran de saludar a un compatriota. Las seis de la mañana, de vuelta en el
Garth Hotel. A la hora en que debía entregar las llaves de la habitación ya estaba de
nuevo en la carretera y rebobinando: la A20, la M20, el Shuttle, la N3 por el norte de
Francia. Se hizo un lío en la périphérique y de pronto se encontró cruzando el
centro de París a una velocidad creciente y dirigiéndose al sur casi por instinto. Su
novia le había dicho que nunca cambiaría el mundo, pero Barnaby había ido más lejos y
se había cambiado a sí mismo. Pasó a ciento veinte por hora por los Campos Elíseos,
derrapando en los adoquines al rodear el Carroussel, y enfiló la avenida Franklin D.
Roosevelt. Justo en el momento en que abandonaba la place du Canada y daba un volantazo
para coger la calle Albert 1er, lo adelantó un Mercedes 280 negro con cuatro personas a
bordo. No iría a más de 150 kilómetros por hora, poca potencia para un coche tan grande
y pesado. El pequeño y ligero Fiat no tardó en dar alcance
a la limusina, y se adentraron lado a lado en el paso inferior de la place dAlma.
Conduciendo como el indolente catalán que era mientras el burro de paja daba tumbos en el
asiento trasero, Barnaby adelantó al Mercedes y, con un volantazo, cambió de carril sin
previo aviso, llevándose por delante el parachoques frontal del otro vehículo. Roto su
letárgico equilibrio, el Mercedes derrapó, se estrelló contra el montante número trece
del paso inferior y giró sobre sí mismo, perdiendo velocidad y varias piezas del chasis
mientras Barnaby pisaba a fondo el acelerador y se adentraba en la noche parisina. La
verdad es que se la sudaba.
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