LA MUJER QUE SE
TRAGÓ EL LIBRO DE KELLS por Ian Wild
Traducción: Mercè López Arnabat
El día que Freya se tragó el Libro de Kells le pasaron también otras muchas cosas. Por
el camino de vuelta a Cork, a bordo de un tren del Iamrod Eireann, ya tuvo dificultades
para ocultar el hecho de que su estómago estaba lleno de bultos puntiagudos. Al anciano
que ocupaba el asiento de enfrente le dijo que esperaba un bebé triangular.
¿Indigestión? ¡Un simple eructo y el vagón entero empezó a oler a vitela vieja! La
verdad es que se arrepentía de haber atizado a aquellos dos guardias de seguridad con la
barra de hierro, pero había tenido que escoger entre eso o conformarse con una edición
facsímil del original, y, francamente, nada puede compararse al sabor de un original.
La fijación oral de Freya por los textos religiosos
provenía de un castigo que le habían impuesto sus padres a los seis años de edad por
haber pronunciado la palabra "mierda", a saber, ingerir varios pasajes del
Antiguo Testamento extraídos del episodio de Sodoma y Gomorra. Sólo el auténtico
fanatismo religioso es capaz de fundir con tal perfección escarmiento y fantasía. Freya
había cumplido ya los veinte cuando descubrió --con consternación-- que al resto de los
pecadores le parecía "raro" eso de comer biblias. Y para entonces ya era
demasiado tarde. No sólo había desarrollado una adicción crónica a los textos
religiosos, sino también un paladar exquisito.
Hoy en día está de moda echar la culpa de todo a los
padres, pero los de Freya actuaron siempre de buena fe. Cuando, al caer la noche, su hija
les decía que subía a su habitación a rezar, nunca imaginaron que ella, en realidad,
empleaba aquellas largas horas de soledad en mordisquear breviarios robados cual ratón
gigante con una porción de queso. Freya se tendía en la cama y roía con los ojos
inyectados en sangre y la boca llena de espuma hasta alcanzar el éxtasis mandibular. Su
única preocupación era la dificultad creciente de hallar manuscritos con los que
satisfacer su sibarítica adicción. Y así fue como, de capricho en capricho... en fin.
Un manjar tan apetitoso como el Libro de Kells no podía menos de convertirse en objeto de
su deseo. Freya no negaba que constituyera parte fundamental del patrimonio nacional, ni
que tuviera una importancia histórica incalculable, pero alegaba que lo mismo podía
decirse de la patata y que nadie se abstenía de comerla por esa razón.
Cuando Freya llegó a casa procedente de Dublín, se
encontró a sus padres enzarzados en otra de sus frecuentes peleas. Estaban tan ocupados
tirándose los trastos a la cabeza que apenas sí se dieron cuenta de que su hija se
metía en su habitación. Una vez a salvo de miradas indiscretas, Freya se desnudó frente
al espejo. Sin duda era un libro difícil de digerir: por el aspecto de su estómago,
parecía que se había tragado una pirámide de través. No tendría más remedio que
disimular unos cuantos días, hasta que todo el manuscrito iluminado hubiera recorrido la
larga salchicha que eran sus intestinos. Se probó varios conjuntos, pero ninguno de ellos
ocultaba suficientemente las protuberancias. Así pues, la única solución posible era
fingir que se encontraba enferma. Si sus padres llegaban a verle la barriga de cerca,
darían por sentado que estaba embarazada, y lo más probable es que encargaran al cura de
la parroquia que le destrozara las rótulas a balazos.
Al cabo de un rato sus padres la encontraron en cama.
--¿Te duele algo? --preguntó su padre, coronado por
un gran fragmento de loza que recordaba una antena parabólica rota.
--No tengo el estómago muy católico...
--Eso te pasa por comer tantas alubias --sentenció su
madre con la delicadeza de un pelotón de fusilamiento--. Las Escrituras no las mencionan.
No me extrañaría nada que Dios hubiera castigado tu blasfemo estómago por no tener
bastante con el pan y el pescado.
--¿Sabes lo que acaban de decir en la tele?
--intervino su padre--. Que alguien ha robado el Libro de Kells del Trinity. ¿Verdad que
es terrible? Tu madre --añadió en tono burlón-- cree que a Dios le apetecía leer un
rato. Qué pena que, sin querer, se haya llevado por delante a dos guardias de
seguridad...
--¡Yo no he dicho eso!
--Sí lo has dicho. Además, ¿se te ocurre alguna
otra explicación? ¿Te parecería cristiano que Dios los hubiera noqueado a propósito?
--Sí, si eran pecadores.
--Cállate la boca.
--No me da la gana.
--¿Ah no?
Era el principio de otra pelea. Marido y mujer se
fueron a su habitación en busca de armas arrojadizas más contundentes. Al cabo de un
rato el puño del padre de Freya atravesó la pared del dormitorio de ésta.
--¡Ni me ha rozado! --se burlaba a lo lejos la voz de
su madre.
Pero las disfunciones de orden familiar pronto fueron
eclipsadas por los extraños efectos secundarios provocados por la religiosa toxicidad del
Libro de Kells. Mientras Freya seguía tumbada en la cama con la mirada fija en el techo,
una mano armada con una pluma de ave apareció de la nada y escribió: initium. Las
letras, de color púrpura, daban la sensación de haber sido dibujadas con sangre. De
hecho, el enlucido parecía rezumar gotas rojas. Freya empezó a encontrarse realmente mal
y a oír voces en el interior de su estómago cada vez que hipaba. Techos y paredes se
tiñeron de oropimente dorado, y el suelo se llenó de perros deformes que se reptaban
como serpientes. La colcha se cubrió de peces que avanzaban nadando hacia la joven.
¡Peces! Para los primeros cristianos, el pez era el símbolo de Cristo. Había llegado el
momento de ir al baño.
Por fortuna, marido y mujer seguían discutiendo. Se
habían pasado al gaélico, pero el tono de voz no dejaba lugar a dudas. Freya hizo salir
a media docena de pavos reales del baño, cerró la puerta con pestillo y se sentó en el
inodoro. Ante todo, tenía que procurar no perder la calma. Había oído decir que la
religión era el opio del pueblo, pero semejante despliegue de medios le parecía
totalmente fuera de lugar. Cogió la guía de programación que su padre había dejado en
el suelo con la intención de distraerse un rato, pero se encontró con que también
había sido metamorfoseada. ¡Una revista en latín! Gay Byrne era una figura plana con
los pies colocados en un ángulo imposible, y los tipos de imprenta habían sido
sustituidos por una caligrafía densa y muy negra. Freya oyó voces enojadas procedentes
del fondo de la taza. ¡Estaba evacuando monjecillos marrones!
Los copistas, empapados, salieron del baño tras ella,
increpándola tanto como se lo permitían sus hilillos de voz y amenazándola con las
diminutas plumas de ganso que sostenían sus puños. Freya notó un considerable y --visto
lo visto-- justificado alivio intestinal. En el rellano se encontró con una versión
bidimensional de su madre que andaba igual que el capitán patapalo Pugwash.
--¡Mamá! ¡Te ha salido aureola!
Angeles invisibles entonaban un himno espeluznante,
pero la mujer sólo tenía oídos para las palabras con las que pretendía dar por zanjada
la pelea con su marido. Freya vio cómo una cazo de cobre salía volando hacia el
dormitorio y poco después oyó un gong que asoció a la cabeza de su padre. Todo el mundo
hablaba en un dialecto arcaico, pero Freya lo entendía sin dificultad.
--¡Chúpate esa, tarugo!
La mujer se volvió hacia su hija.
--¿De dónde han salido todos esos monjecillos
malolientes?
Entonces reparó en las dimensiones de su barriga.
--¡Dios nos asista! ¡Estás embarazada!
Una cuadrilla de monjes liliputienses agarró a Freya
por los tobillos.
--¡No es carne de su carne!
--¡Es un libro!
--¡Es una infiel!
--¡Se ha tragado una edición de lujo de los
Evangelios!
--¡Se ha tragado el Libro de Kells!
El padre, convertido en una especie de recortable de
cartón, se asomó al rellano aún bajo los efectos del impacto del cazo. Marido y mujer
contemplaron el vientre de su hija con estupor, horrorizados por la idea de que el fruto
de sus entrañas fuera a acabar en el infierno.
--¡Freya!
--¿Tú?
La madre se desmayó. La aureola bidimensional del
padre subía y bajaba a toda velocidad, como un platillo volante indeciso a la hora de
aterrizar. Freya se libró a puntapiés de los monjes que le estaban acribillando las
espinillas a golpe de pluma de ganso y echó a correr. Por suerte, su padre sólo podía
perseguirla de perfil.
Una vez en la calle, Freya se dirigió a toda prisa
hacia el centro. Parecía una noche de viernes como otra cualquiera. Excepto por algún
que otro detalle, como que los nombres de las calles estuvieran escritos a mano o que los
restaurantes ofrecieran jabalí. Nada que no pudiera curarse con un poco de aire fresco.
Lo fundamental era no volver a casa hasta que se le hubiera pasado la indigestión. Freya
se arrepintió de haberle hincado el diente al librito de marras. Tal vez la mejor
solución fuera tomar algún tipo de antídoto... Un periódico sensacionalista, por
ejemplo: el Sun o algún otro por el estilo. O vomitar. Seguro que con el estómago vacío
dejaba de ver visiones. Decidida a probar suerte, se acercó a Patrick's Bridge y se
metió los dedos en la boca. Entonces vio algo que distrajo su atención de sus
amígdalas: varios barcos vikingos remontando el río Lee.
Había lo menos veinte, y debían de haber salido del
puerto de Cork. La gente se acercó al puente para verlos pasar.
--¿Es uno de los actos del Festival de las Artes?
--preguntó alguien.
--¡Así malgasta el dinero el Ayuntamiento! A saber
cuánto habrá costado construir todos esos barcos y contratar y vestir a tantos actores.
¡Con la de gente que hay durmiendo en la calle! La caracterización está muy lograda,
eso sí. Menuda pinta de brutos. ¿Serán de verdad, los arcos y las...? ¡Ahhh!
El hombre cayó al agua con una flecha emplumada
clavada en el pecho. Los primeros gritos dejaron paso a escenas de pánico provocadas por
el desembarco de un tropel de gigantes rubios armados con hachas que despedazaron sin
piedad a cuanto incrédulo turista se interpuso en su camino.
Freya emprendió la huida por Patrick Street. A sus
espaldas, los vikingos hacían añicos entre rugidos los escaparates de Easons. Freya fue
adelantada por una multitud ensagrentada que gemía aterrorizada. Refugiada tras una
cabina telefónica, fue testigo del saqueo de un Abrakebabra por parte de un grupo de
vikingos que salieron del restaurante con espetones cargados de carne. Cientos de personas
murieron y fueron descuartizadas antes de que los coches patrulla de la policía tuvieran
tiempo de llegar a Patrick Street. Las hachas hicieron saltar por los aires los parabrisas
con los automóviles prácticamente en marcha. A pocos metros, otro grupo de escandinavos
fornidos asaltaba una sucursal de Argos y abandonaba el local cargado de televisores en
color y equipos de alta fidelidad.
Freya, angustiada, echó a correr en dirección a su
casa. Algo en su interior le decía que la llegada de los vikingos tenía algo que ver con
ella y la obligaba a volver la cabeza cada dos por tres. Necesitaba protección, pero
sabía que su crimen escandalizaría a las autoridades, y que éstas acabarían por
condenarla a cadena perpetua después de obligar a los médicos a practicarle una
cesárea.
Freya llegó corriendo frente a su casa y vio que
alguien había echado la puerta abajo. Entró. El salón era un campo de batalla. La
pantalla de la tele parecía el escenario de una fuga protagonizada por un locutor de
noticias. O, mejor dicho, lo habría parecido si los fragmentos de cristal no se hubieran
quedado dentro del aparato. En la pared no quedaba ninguna imagen religiosa, y la moqueta
se había convertido en mortaja de los cadáveres bidimensionales y desmembrados de los
dueños de la casa. Por el suelo corrían ríos de sangre. Freya levantó la cabeza de su
madre decapitada y dijo:
--¿Mamá? ¿Qué ha pasado?
La casa estaba llena de minúsculos copistas
aplastados como zurullos.
Freya subió tambaleándose hasta su habitación, la
misma donde había pasado tantas noches devorando en secreto salmos, devocionarios y
sabrosos bocados del Génesis. Ya no tenía el estómago abultado ni puntiagudo. El libro
había sido absorbido y ya formaba parte de ella. Un coro de voces fúnebres seguía
sonando a lo lejos, en la buhardilla, tal vez. En cambio, los hombrecillos que se tiraban
unos a otros de las barbas habían desaparecido del papel pintado. Cegada por las
lágrimas, Freya abrió la puerta de su dormitorio y, casi sin fuerzas, se arrodilló
junto a la cama y entrelazó los dedos para rezar. Tenía una palabra atragantada en la
garganta como un hueso afilado. No podía pronunciar el nombre de Jesús.
De pronto se oyeron unas voces guturales en el piso de
abajo.
--¡Freya! ¡Freya! --gritaban.
Freya se refugió al otro lado de la cama de un salto
y se pegó tanto como pudo a la pared. ¡Venían por ella! Convencida de que iban a
matarla o a violarla, recibió con alaridos al grupo de vikingos mugrientos que entró en
su habitación dando vítores y con las hachas ensangrentadas en alto. Hasta que, para su
sorpresa, los cascos alados se inclinaron y, de rodillas, los guerreros paganos la
elevaron a la categoría de divinidad.
Varias horas más tarde, asomada a la borda de un
barco vikingo abarrotado de lavadoras, bicicletas estáticas y hornos microondas robados,
Freya veía ponerse el sol sobre un mar en calma mientras un ejército de brazos
musculosos y resplandecientes accionaba los remos. Sus guerreros entonaban la canción que
daría lugar a la saga de Freya, la mujer que se tragó el Libro de Kells. Qué lógico le
parecía todo entonces. Qué perfecto. Freya escrutó largamente el fondo oscuro de las
aguas, pero, por más que miró, no vio en ellas ni un solo pez.