Pelea de perros
(fragmento de la novela Cuartos para gente
sola)
por J. M. Servín
Tomaba de la botella y me divertía sosteniendo un cigarro
en mis labios como si fuera una insignificante locomotora avanzando hacia su destino.
Próxima estación: el silencio brumoso, la oscuridad y el llano. Los tragos no me
infundieron valor o ánimo para hacer otra cosa que seguir caminando, si acaso la
sensación de llevar un paso relajado y constante, ajeno a cualquier tropiezo en los
durmientes. Por eso me convencí de que no era efecto del alcohol lo que vi a la
distancia: un terreno baldío protegido con tablas y bien iluminado donde se apretujaba un
grupo discreto de hombres listos a cruzar la barda no sin antes voltear cautelosos a ambos
lados de la vía para verificar que nadie los vigilaba. Seguramente no podían verme pues
nadie me detuvo o previno a los demás. Conforme me acercaba se hicieron más claros los
murmullos animados y algo que poco a poco reconocí. Gruñidos. Mi corazón comenzó a
bombear sangre a ritmo acelerado y la curiosidad me hizo desatender cualquier precaución.
Di un buen trago a la botella, apagué el cigarro y apresuré mis pasos inquieto por
participar en lo que ocurría en el interior del cerco.
Peleas de perros. Pensé que jamás me volvería
a involucrar en ellas. Mi confianza se agigantó ayudada por recuerdos reavivados. Saqué
apresuradamente el dinero, pagué y me metí apenas soportando la revisión rutinaria. Me
quitaron la botella y mi cinturón, pasaron por alto los cigarros. Algo más me fue
avisado pero no entendí. Entré vacilante, sin saber qué rumbo tomar pues aún no
definía dónde se colocaban los apostadores y dónde el público. De lo más profundo del
terreno llegaba un fuerte olor a podrido.
El asunto de lamer al perro ganador me dio una
idea de la magnitud de las apuestas y de la férrea vigilancia de los asistentes contra
alguna trampa. Para evitarlas los organizadores obligan a los entrenadores a lamer a sus
perros antes y después del combate en presencia de todos. Con esto se impide el uso de
veneno o vidrio molido con gruesas capas de vaselina o sebo, de tal manera que cuando se
muerdan se les paralice la mandíbula, se intoxiquen o tengan un desangrado interno. Es
como en el boxeo, donde al peleador le revisan el vendaje y los guantes. Un mero trámite,
nadie puede controlar que los perros sean estimulados previamente con anfetaminas.
A ver, aquí el amigo apuesta cinco mil
varos a quien se aviente un cerrón con su perro y aparte regala un cachorro. Su animal
gana si los tira al suelo y los agarra de una pierna, o si el luchador grita que paren la
pelea. Quien se anime, gana si mata al perro o lo inmoviliza totalmente.
Risillas nerviosas y ruido de zapatos removiendo
la tierra fueron la primer respuesta. Nadie miraba a los dos hombres situados en el centro
del óvalo, la atención se centraba en el perro, jadeante y con la lengua de fuera. Se
veía tranquilo, manso.
Qué, ¿no se avientan? Aquí en el costal
hay una malla de alambre para protegerse de la cabeza hasta aquí el tipo se
señalaba los muslos y miraba retadoramente a los presentes. Órale, estaban muy
animados, no me van a decir que le tienen miedo a este pinche perrito. Chingá, más
mordidas les dan allá fuera y ni de pedo la'cen, aquí siquiera se van a ganar una buena
feria. Piénsenlo bien.
Las manos me sudaban. Mi emoción iba por el
filo de una hoja de afeitar. Sabía que nadie me tomaría a mal no hacer caso del reto,
nadie me conocía, era una mancha más entre todos ellos, ¿a quién le importaba lo que
yo decidiera?, bastaba con irme de ahí y regresar en otra oportunidad confundiéndome
entre la bola. La sensación que me abrazaba era similar a cuando uno está a punto de
darse en la madre con alguien: estudiando las posibilidades, propias y las del adversario
para dar un primer buen golpe y no caer al suelo derrotado, que nadie dijera que se pierde
por pendejo. El asunto es no echarse para atrás.
Sentí que alguien me acercaba el costal con la
malla pero no hice caso. El animal me veía curioso y aguzaba el olfato para reconocerme.
A cierta distancia me detuve sin perder de vista que su dueño lo agarraba firmemente con
la cadena. Cauteloso, alcé mi mano y la fui acercando al hocico del perro ofreciéndole
el dorso en lo que me hincaba muy despacio hasta dejar mis rodillas bien plantadas en la
tierra. Quise poner mi mano sobre su cabeza pero el apostador jaló de la cadena. El
animal se alteró y comenzó a ladrar y a moverse ansioso por soltarse. Reculó
mostrándome los colmillos y yo me quedé inmóvil con la vista fija en esos ojos
chispeantes.
Si vas a pelear de una vez prepárate. No
puedes tocar al animal antes de la lucha.
Reaccioné con la voz. Fui por el costal y
saqué la malla, desdoblándola para ver su estado. Los gritos del público aumentaron de
intensidad y se dirigían a mí como si yo fuera otro perro. Una voz interna me empujaba a
seguir.
El alambre era de tejido muy fino y flexible,
algo corroído no obstante que estaba recubierto de aceite quemado. El conjunto de la
malla tenía forma de camiseta con una capucha estilo pasamontañas y dos orificios más o
menos adecuados a la altura de los ojos. Las partes que cubrían las manos no tenían
salida para los dedos, así que mis brazos funcionarían como muñones. Con todo, la
movilidad era aceptable, se podía cerrar los puños y formar una especie de mazo que
aumentaría su contundencia con la aspereza de la red. Sin duda, usaban este protector con
frecuencia pues se veía remendado. Me costaba trabajo creer que hubiera alguien que
peleara de esta forma con perros, por lo que concluí que la malla era utilizada para
entrenamiento.
Una vez que me instalé el protector pude sentir
su peso. Calculé más o menos ocho kilos. Me sentí torpe y algo sofocado. La camiseta
que traía no era lo suficientemente gruesa como para evitar que mi espalda y torso
resintieran la aspereza del alambre, sobre todo en los hombros y brazos. Era mentira que
cubriera hasta los muslos, apenas y llegaba un poco más abajo de la cintura así que un
descuido y podía quedar capado como perro de abuelita.
Caminé hacia el centro del óvalo cuidando de
no perder de vista al animal, que con las cuatro patas removía la tierra nervioso, listo
a saltar sobre mí. El organizador del combate abandonó el palenque y se recargó curioso
en la bardilla de madera. Me preguntó si estaba listo y le indiqué con una seña de mano
que me esperara un momento. Agité los brazos de un lado a otro para desentumirme y
comprobar qué tanto de movilidad tenían. Miré los amarres de mis botas, resoplaba para
disminuir mi tensión. La gente gritaba apoyándome y agitaban el cerco de láminas y
tablas amenazando con traspasarlo en cualquier momento. Creo que por primera vez en la
noche las preferencias del público estaban unificadas. Apenas podía distinguir algunos
rostros contraídos por el rencor hacia el dueño del animal y no tanto a éste, veían en
aquél a un carnicero que quería sacrificarme como a los cristianos en los coliseos
romanos. Al menos eso supuse, aunque nada me decía que aquello estuviera lleno de
paganos. En el ambiente se sentía un fervor casi religioso que en nada ayudaba a mi
ánimo para salir victorioso de una prueba que en ese momento me pareció totalmente
absurda y que estaba a punto de vencerme de miedo antes de empezar. Di unos brinquitos
abriendo el compás y flexioné la cintura al frente para indicarle al organizador que
estaba listo. No obstante, el animal estaba desconcertado por la presa que le mostraban.
El dueño del perro arrastró a su mascota hasta la orilla del óvalo, le quitó la cadena
y el collar y sujetó al perro por el pecho. Comenzó a azuzarlo, aunque al animal no le
hacía falta motivación. Estaba listo para atacarme apenas lo soltaran. Comprendí que mi
única oportunidad estaba en el momento que pudiera darle un buen batazo en la cabeza para
después írmele encima, romperle las mandíbulas o asfixiarlo.
¡Suéltalo! gritó el organizador y
al momento fue acatada su orden. El perro salió corriendo a toda velocidad, ladrando. En
una fracción de segundo vi sus enormes colmillos a punto de agarrarme del cuello.
Caí al suelo con el animal encima.
Afortunadamente no alcanzó a morderme. Nos revolcamos. Yo lo tenía tomado del cuello e
intentaba ahorcarlo, pero su enorme fuerza se estimulaba al olfatearme. No podía asirlo
con la suficiente fuerza como para ahorcarlo. Con una mano lo golpeaba en la cabeza y las
costillas mientras le ofrecía mi brazo libre para entretener sus fauces y mantenerlas
alejadas de mi cuello, testículos y piernas. Los gruñidos rabiosos ahogaban la gritería
del público. Había atorado los colmillos en la malla. Rodábamos por la tierra y en cada
giro yo intentaba quedar encima, pero era imposible. La fiera se revolvía llena de vigor
apoyándose con sus patas en mi abdomen y muslos para hacer tracción. Empujé mi
antebrazo hasta lo profundo de su hocico para ahogarla y cortarle en lo posible la llegada
de oxígeno. Mis golpes, lejos de ablandar al perro estimulaban aún más su ataque
incansable. Cambié de táctica y comencé a agitar el brazo que estaba sujeto entre sus
mandíbulas para que los colmillos se trozaran con la malla, no se qué tanto lo conseguí
pero el animal cayó al suelo pegando primero con su cabeza. El hocico rebosaba en sangre.
No supe si era mía o si efectivamente le había hecho daño. Se recuperó de inmediato y
ahora atacó mis piernas. Yo jadeaba aterrado, la fuerza del perro superaba la
contundencia de cualquiera de mis golpes. Lo menos conveniente para mí era mantenerme a
la defensiva, así que le salí al encuentro, esperé hasta el último instante y cuando
estaba a punto de embestir de nuevo, tiré una patada donde vacié casi toda la fuerza de
que disponía. Le di justo abajo de sus costillas. El perro no alcanzó a morderme,
escuché el aullido de dolor y seguí al bulto inerte en su viaje al suelo. No esperé
más y me le fui encima, lo agarré del hocico con las dos manos y empezamos a forcejear,
pero ahora él se revolcaba luchando por que no le rompiera la mandíbula. Estaba lleno de
baba espesa y rojiza. Su olor era fétido, como de algo a punto de pudrirse. Mi terror se
fue transformado en una necesidad imperiosa de sangre y muerte que era impulsada aún más
por el griterío. Entonces percibí cómo el dueño del animal lo estimulaba:
"¡Acábalo al hijo de su pinche madre!", pero yo ya empezaba a disfrutar del
giro que tomaba el combate. Me di cuenta que le había roto los colmillos superiores. La
sangre era de él y no mía. La patada había llevado suficiente fuerza. Quizás le había
reventado las vísceras. Mis ojos, irritados por el sudor abundante, sólo tenían espacio
para captar la imagen distorsionada de un ser vivo que se sentía próximo a la muerte. La
malla me dificultaba sujetarlo, pero con mi peso disponía de la presión suficiente para
mantenerlo casi inmóvil. Faltaba un ultimo tirón para desencajarlo.
Lo último que escuché fue el rompimiento de
unos huesos y un aullido agónico. Sobre mi nuca, un golpe sólido me hizo perder el
sentido.
No supe cuánto tiempo estuve sin conocimiento.
Ya no traía la malla. Estaba engarrotado, con manchas de sangre seca en el pantalón y
adolorido. Inútilmente quise incorporarme pues el mareo me hacía caer de nuevo. Me
resigné a mi estado, forzando la vista para ubicar dónde estaba. Lentamente fui
distinguiendo el techo salitroso y cuarteado de mi habitación con su luz amarillenta
lastimando mis retinas.
Yo, presa de una terrible pesadilla. Yo, con
fiebre, jalando aire desesperadamente y apenas distinguiendo a lo lejos el improbable
sonido de un tren que pasaba por las cercanías. Yo, desfallecido pero seguro de que antes
de volver a la inconsciencia escuché una voz neutra que me decía:
Tranquilo, ya pasó todo.
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