índex català noviembre - diciembre n° 45 |
A la hora del bocadillo David Hernández de la Fuente
Cuando termino de trabajar, los días que trabajo, suelo ir a comer al bar de los bocadillos, en la calle Doctor Cortezo. Me gusta sentarme en la acera, con mi bocadillo de calamares, enfrente de la salida de emergencia de los multicines, para ver mientras como las caras de la gente que abre las puertas y sale a la calle después de la primera sesión, cuando aún es de día. Sus caras vienen de quién sabe qué mundo. La mayoría de la gente que sale mira desconcertada al cielo aún azul y
pálido. Tratan de sonreír a los amigos que les acompañan y preguntan ¿qué te ha
parecido? ¿te ha gustado?, o algo así. Siempre se equivocan sobre el camino que hay que
emprender. Algunos salen destemplados y con la cabeza en blanco, como un hombre joven con su chaqueta de pana y el folleto de la película en la mano con todos los comentarios del director y los críticos. Mira a izquierda y derecha, despistado al verse en el mundo real de nuevo. La película le ha distraído durante algo más de una hora, le ha hecho olvidar todas las pequeñas y estúpidas preocupaciones que lo atormentan. Las novias y los novios se miran con la mejor cara que pueden después de haberse perdido del mundo en el cine y proponen ir a comer una pizza. Muchos otros se quejan de los subtítulos mientras encienden tímidamente un cigarrillo y miran al cielo murmurando "aún es de día, vaya mierda". Frecuentemente se ve gente de otros países. Ellos también me divierten mientras mastico y hago reventar los calamares en mi boca. Porque pienso que son pálidos y rubios como calamares rebozados y que son grasientos también, porque nunca se han subido a un andamio y, si lo hicieran, resbalarían sin duda por ser aceitosos y blandos. Salen hablando en sus idiomas del norte, cortantes como una navaja. También el color de su pelo me recuerda al pan correoso de mi bocadillo. Por último, salen siempre los rezagados, aquellos que visten más de
negro, o los que se quedan a ver todos los títulos del final, que les parecen muy
interesantes, o también están los que se han estado metiendo mano en el cine y salen
más perdidos y azorados que ninguno. Pero siempre hay uno que es el último o la última,
y ese conserva aún en sus ojos la última escena de la película que irremediablemente se
disipa cuando mira al cielo azul y pálido de día. |
©
David Hernández de la Fuente 2004 Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso. |
BIO:
David Hernández de la Fuente (Madrid, 1974) es
autor de los ensayos Lovecraft. Una mitología (2004), La
mitología contada con sencillez y del libro de relatos Las puertas del
sueño (2005), por el que recibió el VIII Premio de Narrativa Joven de la Comunidad
de Madrid. Ha sido antologado en obras como Inmenso estrecho. Cuentos sobre
inmigracion. Como traductor, se ha especializado en literatura clásica (Dionisíacas,
2001 y 2004, Cantar de Ruodlieb, 2002, Voltaire, Micromegas, 2003,
etc.) y ha prologado, anotado y editado obras como Cervantes y la invención del
Quijote, de Manuel Azaña. Licenciado en Derecho y Filología Hispánica y Doctor en
Filología Clásica por la Universidad Complutense, ha sido investigador de Literatura
Clásica en diversas universidades (actualmente en la Universidad Carlos III de Madrid).
Colabora habitualmente en revistas de historia y crítica literaria (Historia
National Geographic, Revista de Libros, etc.) y es autor de numerosos
artículos de su especialidad. Anteriormente ha publicado en The Barcelona Review los relatos "Brooklyn Bound Train" y "Retrato de muertos" (TBR 36) y Instinto maternal y Ángeles de quince años (TBR 42) |
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