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Julio Fuertes Tarín

imagenTestimonio de Girbes Pastrana
(el de La Galaxia Cuatro)

 

En Alicante, provincia de arena y horror, tiene residencia la aparición más solariega del país, la Dama de Blanco, espectro detrás del cual andamos desde la primera emisión de La Galaxia Cuatro. ¡Qué lejos parecen quedar esos años de coñac y vivienda protegida, qué cierta parece la ruina y la decadencia de nuestro presente! Con España patas arriba, los demonios campan a sus anchas, convertido el país en un cráter abierto y esterilizado por la Nada y por el Fuego. Pues bien, oyentes de La Galaxia Cuatro: en el Preventorio de Aguas de Busot, provincia de Alicante, se manifiesta cada noche un elemento que desafía tanto nuestra comprensión humana como las leyes naturales que, de acuerdo con lo que creemos saber, rigen el mundo nuestro y el universo entero. Pero, ¿es el mundo conocido y verificado el único mundo que existe? ¿O hay un mundo oculto en el rabillo del ojo? ¿Rabillodelojolandia? Je, je. No, en serio, ¿qué sucedió en el antiguo Preventorio de Aguas de Busot? ¿Qué eventos condujeron a la apertura de La Fisura que Escupe? ¿Es un ente de luz el que emerge de ella o es un ser de oscuridad abisal? ¿Por qué tiemblan, a la hora de dar testimonio de su experiencia, todos los que han pasado por allí? Sabed que Girbes Pastrana «Ojo de Plata», en la hora final de España, no ceja en su empeño de traer la verdad a los ciudadanos o a quien quede por aquí: ¡el director de La Galaxia Cuatro, esta vez por libre, contra la española falta de decencia y de infraestructuras! ¡En desigualdad de condiciones pugnaré con los seres del Otro Plano por vosotros! Una vez más, La Galaxia Cuatro emite desde Madrid y hacia las estrellas: cartografía y taxidermia del alma humana. Esto ya lo voy corrigiendo antes de emitir.
            Casi todo el mundo asentía con respeto, hace un tiempo, al escuchar el nombre de Girbes Pastrana. Las editoriales de cada uno de mis episodios, su estilo, su enjundia, se comentaban durante la semana entera. Pero últimamente empiezo todas las conversaciones telefónicas disculpándome por si acaso molesto a mi interlocutor, y aunque todo el mundo puede caer en desgracia, hay caídas más injustas que otras: ¿quién podría haber previsto lo que sucedería en España, aquel Día de los Hechos que nos llevó a todos a la ruina?, ¡yo no, aunque se me haya exigido! ¿Quién habría podido responder en eléctrico contraataque durante el mismo Día, quién podría haber actuado ya antes del Día con amorosa y visionaria prevención? Os lo diré ahora mismo: nadie, ni siquiera alguien con un talento natural tan improbable y agudo como el mío. Operaban aquí poderes de un orden superior.
            Tras una infumable labor de documentación y pesquisado he empezado a desplazarme hacia el Preventorio de Aguas de Busot por la no particularmente olvidada CV-770. Ya en la estéril urbanización & resort La Foia Blanca (donde me detengo para exigir a voces un refresco) oigo un rumor sobre mi objeto de estudio. ¡Hasta aquí, hasta esta diseñada pocilga llamada La Foia Blanca llega la popularidad de la Dama de Blanco y Ectoplasma! Parece que dos son las posturas en torno a las intenciones del fantasma: la primera defiende que no se aparece nada más que para saludar a los vivos; la segunda, que lo hace para agarrar del pescuezo al curioso y sacarle las tripas a orear para luego, cuando estén bien frescas, engullir hasta engarrofarse. Yo me reservo mi opinión. Pero encontraré al espectro, y si la dicha es buena podré capturar parte de su materia huidiza mediante fonógrafo, cámara de fotos u óleo sobre madera; si no hay suerte, podré al menos emitir un suspiro de parraque. En todo caso, cazar a la Dama de Blanco haría recuperar la dignidad a un parricida: yo sólo necesito no tener que mirar hacia otro lado al ser reconocido por la calle.
            Gracias al largo tiempo que dediqué a las producciones televisivas de tema misterioso he logrado reunir un puñado de contactos coloridos, de entre los cuales podía seleccionar compañeros de viaje cuando me hacían falta. Pero la mayoría de mis contactos ha muerto, otros están desaparecidos y los restantes han terminado rechazando el viaje al Preventorio de Aguas de Busot por un motivo, o por otro, o fundamentalmente por el del Más Allá. Incluso el viejo Manel, que trabaja de jardinero en el palmerizado hotel Reuma-Sol y a quien no conozco de nada, rechaza mi oferta de una travesía a gastos pagados al Preventorio, reconociendo con angustia que acaso siente más amor por las palmeras del hotel que por su propia vida. Estará trabajando en ellas hasta las ocho y media.
            Aquí, en la Foia Blanca, escucho a uno de los turistas suecos decir que sí, que ha visto a la dama de blanco, pero que no es dama alguna. ¡Toma!, ¿pues no será un perro?, je, je. Los suecos que quedan en la Foia Blanca caminan de la piscina a la playa y luego de la playa a la piscina sin más objeto que ejercitar su turismo y su dinero: ¿estaban aquí el Día de los Hechos y no se deciden todavía a caminar hasta las infranqueables fronteras y aduanas?, ¿vinieron después en sus propios helicópteros y podrán marcharse cuando quieran? He ahí un verdadero misterio que ha de quedar para otro programa. Sorbo de mi refresco mientras intento penetrar, empleando mis poderes, en la cabeza del turista sueco: hago exactamente lo que prometí no hacer nunca más. Nada tiene de interés el cerebro de aquel, ¡al menos para mí!, pero me tranquiliza constatar que mi don no se ha perdido por falta de uso: veo tan bien como siempre, e incluso más allá. Veo que el sueco vivirá una larga vida y, aunque miente —porque jamás vio a la Dama de Blanco— tuvo un bello amorío de juventud: ¡eso que se lleva!, ha desayunado marisco, sus posturas políticas orbitan en torno a cierto relato del éxito, del hombre hecho a sí mismo que empieza, por decirlo de algún modo, desde abajo. Me excita destrabar la ilación de sus imágenes, esa poesía que anda por la cabeza sueca y por la mía propia, volver a destejer ese jersey de figuras y masticar, babeando, la intimidad de su lana.
            El sol fríe todos los cocoteros de La Foia Blanca. Recuerdo que los lazaretos golpean con un palo las tablillas de San Lázaro que llevan colgando del cuello. Hacen ruido para avisar a todo el mundo de que son leprosos; así, las gentes pueden alejarse corriendo y dando alaridos y meándose encima de puro miedo a morir por causa de la lepra o por cualquier otra causa, je, je. El turista sueco tira una colilla al suelo y yo la recojo fresca, en el acto, porque no tengo mechero. El turista sueco es alto, de labios carnosos y barbilla prominente, atractivo y claro; nos miramos. La turista que lo acompaña dirige la vista hacia el horizonte con dignidad europea y luego deja caer los pies, como dos pálidas bolsitas de té, dentro del agua del mar. Subo al coche.
            Nadie va a pescar ya la codiciada carpa del estanque del Amadorio, que fue edificado en el año mil novecientos cincuenta y siete y que yo me dispongo a rodear con paciencia por la no particularmente olvidada CV-770. Abordando el perímetro del estanque por el lado oriental, en mitad de una recta, veo en la distancia un cuerpo y un brazo y al fin un dedo pulgar que se menea; primero para acá, luego para allá. Me detengo a su altura.
            Constanza: Qué tal, soy Constanza.
            Girbes Pastrana: ¡Buenos días, mi nombre es Vicente! ¿Necesita ayuda?
            Constanza (inclinada sobre la ventanilla): ¡Qué Vicente ni qué rabo! ¿Tú no eres el del programa ese?
            Girbes Pastrana (mirando al volante): Sí.
            Constanza: ¿Me llevas?
            Girbes Pastrana: ¡Claro! Aunque debo hacer una parada en el Preventorio.
            Constanza: Bueno, tengo tiempo.
            Girbes Pastrana: ¡Es un milagro!
            Semejante reivindicación de tiempo libre parece hoy exagerada e injustificada. Nada tengo que decir de la chica salvo vaguedades, como que lleva el pelo corto, o que, aunque es chata de estatura, tiene los miembros bien proporcionados y parece recia y fiable. Mientras Constanza se abrocha el cinturón de seguridad, le confieso cuál es mi cometido en el Preventorio y, aunque levanta las cejas y suspira por las narices, me parece intuir que he despertado su curiosidad. ¿Lo comprobaré a la fuerza, introduciéndome entre las sienes jóvenes? No. ¡Pero qué difícil es contenerse en un contexto de tanto júbilo y entusiasmo! Pronto constato, sin embargo, que la chica deja mucho que desear como copiloto y no parece tener ninguna experiencia compartiendo viajes en automóvil. Le explico que, durante los mismos, es costumbre entablar conversación animada y hacer el mínimo esfuerzo por alimentar la llama de una vaga amistad. Ella mira al frente con rigidez. Avanzamos por la carretera, me esfuerzo en narrarle la historia del estanque y las más llamativas anécdotas paranormales y súper normales que me vienen a la memoria. Ninguna parece ser lo bastante digna para ella. Entonces, y siento vergüenza al reconocerlo, la miro apuntándola con la nariz y siento que le hurgo los sesos como un perro que escarba la arena de la playa; esto, pese a la metáfora mediterránea y dominical, he oído que produce una sensación muy desagradable. Constanza se frota la cabeza. Veo durante la prospección que en el futuro se convierte en una célebre detective, aunque ya ha logrado cierto renombre local. La veo desenvolviéndose con los mismos poderes que yo ahora mismo empleo para hurgarle el cráneo. Teniendo en cuenta su oficio, esta habilidad parece mucho más conveniente para ella que para mí, que no soy más que el presentador de un antiguo programa televisivo —a día de hoy radiado a deshoras y a mala gana—; me revuelvo en el asiento y agarro más fuerte el volante.
            Constanza (incómoda): Deja de hacer eso o te parto las piernas, Vicente.
            Girbes Pastrana: Perdón, no lo haré más. ¿No será usted una persona con capacidades psíquicas muy desarrolladas? ¿Lo que conocemos como una sensitiva?
            Constanza (ausente): ¿Vas a estar mucho rato en el Preventorio?
            Girbes Pastrana: ¡Hasta que encuentre a la Dama!
            Constanza: Mira a la carretera, que estás de psiquiatra. ¿Cómo era tu nombre? ¿Iker?
            Como actuando por un resorte, revelo a Constanza los hechos que, pese a la exitosa publicación de mi biografía autorizada (y de la otra aquella) nadie nunca conoció sobre mí. Estas historias justifican, en cierta medida, mi reticencia a conocer a según qué doctores de la mente. Narro el momento en que, al poco de empezar a tener las visiones, mi hijo me acompañó a la consulta del psiquiatra; una vez inscrito en la categoría de esquizofrénico paranoide, no sólo el doctor no me trató de usted, sino que se dirigió exclusivamente a mi hijo, evitando incluso el contacto visual conmigo. Como si fuera un niño de cinco años: ¡ah, qué sorpresa se llevó cuando leí en su cabeza el código de su caja fuerte!, je, je, luego me llevaron preso. Y poco después vino la gloria, y luego, la caída, más bien matizada en la medida en que cayó toda España y sólo se me quiso arrastrar a un lugar que, sostengo, nunca he merecido. Constanza no parece convencida, pero hay algo en ella que desprende comprensión y hasta un gramo de afecto cuando promete que me ayudará a buscar a la Dama de Blanco.
            Del Preventorio de Aguas del Busot queda solamente en pie el edificio principal y una maraña de túneles viejos que lo recorre por el subsuelo y que nadie sabe a dónde llevan, o si llevan a alguna parte. A cierta distancia del edificio veo un signo convertido en óxido y en geometría sin finalidad; me acerco para acariciarlo con el dorso de la mano. Al hacerlo, mis sienes repican como lazaretos voluntariosos. Puedo ver que antes de ser ilegible, la señal era blanca como un paraíso infantil; según creo, ya avisaba en otros tiempos del peligro de derrumbe del edificio. Reflexiono sobre esto, de pie junto a la señal. Concluyo —no sin cierta tristeza— que, antes de abordar el edificio, debo sacar unos papeles de mi cartera y apuntar algo de extrema importancia. Le digo a Constanza que espere; ya he aprendido qué cosas puedo compartir con ella y qué cosas es mejor que guarde para mí. Cuando termino de escribir, repaso con la mirada mi aparatosa firma.
            Constanza decide dejar su mochila en el coche y nos dirigimos luego hacia el edificio principal. Somos recibidos, ya en las escaleras de la entrada, por un transistor de unos doscientos años de antigüedad que, por algún milagro, sigue encendido. Si el viento lo tumbase, no me cabe duda de que explotaría, desintegrándose y convirtiéndose en polvo de estrellas. Pero aquí el viento está como domesticado. La radio emite la reposición de un viejo partido de fútbol, como viene siendo habitual en la programación de las emisoras piratas. La cinta aislante que protege la integridad del aparato no termina de amortiguar las vibraciones de las piezas sueltas, de manera que todo lo que emite se baña en psicofonías y toses electrónicas. El partido me devuelve recuerdos muy bonitos. Recojo el aparato, lo miro, lo huelo, realizo los sencillos cálculos. Constanza me mira con voracidad y yo no puedo evitar sonreírme, je, je.
            Constanza (apartando la mirada): ¿Qué pasa, estás pillando el sentido de la vida en un viaje de esos?
            Girbes Pastrana: Tampoco te voy a convencer.
            Constanza: Venga, di.
            Girbes Pastrana (de carrerilla): La dueña de esta radio es La Manca, hija de su propio tío, Cananas, que le enseñó todo en esta vida, incluyendo el oficio de espartera. La madre murió, creo, a causa de unas toses muy malas, o bañada en ellas. A Cananas, la condena más grave le cayó por el delito de homicidio en riña tumultuaria, ocurrido durante el transcurso de una partida de cartas. El delito tenía el agravante de haber tenido lugar a deshoras y en un edificio oficial perteneciente al Ministerio de Obras Públicas y Fomento, a saber: la caseta de peones camineros situada en el kilómetro ciento noventa y siete de la Carretera Nacional IV de Andalucía. Todos han sido usuarios del Preventorio y, salvo la madre, lo siguen siendo. ¡Tachán! Je, je.
            Constanza (resoplando): Ya.
            Insisto, frente a la puerta, en que es mejor entrar de noche, que es cuando uno puede capturar en vídeo las fantasmagorías de nivel siete. Esperamos junto a la puerta mientras preparo la cámara de fotos. Constanza objeta que quedarse parada en la puerta dos o tres horas es tremendamente aburrido. No le falta razón. Le quito la tapa al objetivo de la cámara, respiro hondo y cruzo el umbral de la puerta.
            Constanza es tan taxativa y diligente en el andar como en el hacer, y no parece tenerle miedo a nada. ¿Irá armada? ¿Con qué se arma uno contra las amenazas de lo sobrenatural? Se mueve sin prisa, siguiéndome a unos metros de distancia; en su mirada hay un timbre bovino de ocio y de recreo. Es un animal extraño que se solapa aceitosamente contra la silueta del país, capital hoy de lo útil, lo útil y lo útil, y lo bien visto. Décadas de violencia burocrática rematadas por un apocalipsis desestructurante han hecho que el único compañero de viaje que puedo encontrar es una detective que hace autoestop y que no tiene problemas en jugar o en perder el tiempo: ¡increíble hallazgo, más delicado e inaudito que el de cualquier fantasma de terror! Je, je. No, en serio: ¿sentirá también ella el auténtico cariño que me despierta su contundencia, la política de sus respuestas tajantes, su decisión de acompañarme hasta aquí? Yo avanzo con miedo por la castigada alfombra que cubre el suelo del recibidor, estancia que resulta amplia hasta el agotamiento. Desde su centro, unas enormes escaleras fritas en boato y en mármol subían en otro tiempo al segundo piso, ahora se agotan en el décimo escalón y parece que se las trague una oscuridad de escombros. Todas las ventanas están tapiadas y los dos únicos pasillos transitables se parecen, desde lejos, a la peor pesadilla de un niño de diez años. Nos adentramos por uno de ellos y llegamos a lo que parecen las cocinas: no son más que una bancada sucia, un fregadero y una mesa alargada y antigua en el centro. Pero la mesa está puesta, se podría cenar en ella (si hubiera algo de comida) y hay seis sillas para repartir: dos en los extremos, otras dos a cada lado. Constanza se detiene con prudencia en el umbral de la puerta; yo, a estas alturas, ya sintonizado con el cosmos por completo, rozo con el dedo índice el respaldo de cada silla, los ojos dirigidos hacia el techo atravesado por las grietas.
            La primera silla, que preside un extremo de la mesa, es la de Constanza; la mía es la siguiente. La que va después corresponde a la pobre Catalina, que no padece ningún retraso cognitivo sino una obsesión agotadora por las armaduras medievales. No toco todavía la silla que preside el otro extremo y me dirijo directamente a las de los lados. Mi intuición no falla: corresponden a la Manca y a su padre, que es también su tío: Cananas. Voy haciendo esta relación en voz alta para alimentar la inquieta sorna de Constanza, que inventa chistes con rapidez y aligera la densa atmósfera: sin embargo, tanto ella como yo tenemos la mirada fija en la sexta silla. Cuando la toco para moverla siento una sacudida en el hipotálamo y, antes de darme cuenta, caen por mis mejillas dos lágrimas como dos balones de playa. Hago los sencillos cálculos. Me siento en ella y, apoyada la cabeza sobre la mesa, lloro. Un zumbido como un partido de fútbol pequeñito e itinerante suena por el recibidor antes del lejano portazo. Salimos en silencio.
            En el otro pasillo, según vemos, sólo quedan cuatro puertas en pie, que presumiblemente se abren a cuatro respectivas habitaciones. Las ventanas están tapiadas y la luz es mínima. Dos siluetas (para las que ya tengo nombre: la Manca y su tío Santiago, apodado Cananas) aparecen cruzando una de las puertas y fumando como fantasmas. «Eeee», saluda cariñosamente el hombre deteriorado. Lo que ella sujeta con la mano es el transistor que nos recibió en la entrada principal. La Manca parece un galgo con trasquilones, el esternón abrupto asoma por el escote de un vestido lleno de chinas y remiendos. Fuma con devoción. Cananas, cada dos minutos, se lleva la mano a la gorra de la Caja Rural y hace un chasquido con la boca. Ambos se sientan en el suelo del recibidor con ademán casi hospitalario; los imitamos.
            Constanza: ¿Son ustedes usuarios del Preventorio?
            Asienten. Según dice la mujer, que no es manca y que de vez en cuando se acerca el transistor a la oreja con preocupación: «los jueves se prepara buen ambiente en el Preventorio». La mujer no es precisamente manca pero, como si lo fuera, sabe liarse los cigarros con una sola mano; «sólo nos deja fumarnos cinco al día», dice dándole un lametón al papel de fumar. Parece que, de pura frustración, vaya a ponerse a gritar en cualquier momento. Me da la impresión de que la Manca y Cananas se llevan bastante bien, pero que la presencia de extraños hace que ambos se distancien en su afecto y que se justifiquen de la manera más extraña. «A este le dan igual los cigarros, este está muerto», dice la Manca señalando a Cananas, que, avergonzado y herido, levanta las manos y abre mucho los ojos; «¡le dieron tierra en Chinchilla!», dice la Manca.
            Cananas: ¡Yo no estoy muerto, mala pécora! ¡No les digas esas cosas!
            Y la Manca se ríe.
            La Manca: ¿Es usted Girbes Pastrana, de La Galaxia Cuatro? Que lo llamaban Ojo de Plata. Girbes Ojo de Plata.
            Cananas (llevándose la mano a la gorra): ¡Calla, que estás loca!, eeee ¿cómo va a ser Girbes Pastrana?
            Girbes Pastrana: Sí soy.
            La Manca (se ríe): Pues mire lo que le digo: usted, ¡aún es peor que Cananas!
            Cananas: ¡Ja!
            Girbes Pastrana (dolido): Je, je.
            La Manca: ¿Y usted quién es?
            Constanza: Yo me llamo Constanza.
            La Manca le lanza un codazo a Cananas: «¿ves?», y Cananas niega con la cabeza. De entre todos los oficios engullidos por la espiral de caos y de horror de España, el que más ha sufrido es el de detective, con diferencia: ¡ni uno queda, ni uno! Salvo Constanza Prim, que ya atesora, como viene dicho, cierta fama local en el levante, entre otras cosas —seamos honestos— por ausencia de competidores directos.
            Cananas: Pero ¿Constanza Prim?
            Constanza Prim: Sí. 
            La Manca: Yo soy María la Manca, ¡maja!
            Constanza Prim (pálida): Encantada.
            Cananas: Eeeee pues yo no me lo creo.
            Constanza Prim: Pues no te lo creas, imbécil. 
            La Manca (con el cigarro en la boca): Debe de ser la Prim, eeeeeee que dicen que es muy descará.
            Cananas asiente con gravedad. Da la impresión de que, en vez de asentir, podría haberle levantado la mano a la Manca o a Constanza Prim o al primero que pasara por el recibidor. Por el pasillo aparece, precisamente, una mujer sujetando una vela apagada.
            Catalina: Esta tarde a por hierro, sin falta.
            Cananas: Eeee.
            La Manca (distraída): Aquí los jueves se prepara buen ambiente, ¿eeeee?
            Catalina tiene una apariencia de maniquí profanado y vestido al azar; me apunta con una sonrisa oxidada de anfitrión. No extiende la misma cortesía a Constanza Prim, ¿es porque está al corriente de todo lo que va a pasar? La mujer que solicita el hierro viste un mono gris, rematada la cabeza por velo trágico, zapatos de un color rojo irreconciliable. Se sienta junto a la Manca. Hay algo sobrenatural en su porte que me hace preguntarle si alguna vez se ha vestido toda de blanco para luego descender las escaleras del recibidor en fantasmagórica coreografía. Me mira fijamente y noto cómo me tiemblan las manos y los tobillos.
            Catalina: A por hierro, sin falta. Para una armadura.
            Cananas hace un chasquido con la boca.
            Se decide, como es obvio, cenar.
            Podría decirse que en la cocina —su techo atravesado por las grietas— las cosas no han cambiado significativamente, pero la atmósfera que antes removía y adecentaba Constanza Prim con sus chistes es todavía más pesada ahora. Sobre la sexta silla hay ahora un vestido blanco, de novia, vacío y sin nadie que lo vista. Fláccido, desdice su forma y su contorno contra el respaldo, arrastrando la cola hacia una esquina poco iluminada. Es justo como yo lo había imaginado, tristemente, pero Constanza Prim no puede esconder un primer respingo de susto. Nos sentamos en las sillas previstas (por mí, je, je) y comenzamos a atacar los platos en silencio, como perros. Cananas ya está sudando kebab por las ojeras cuando acerco un papel a Constanza Prim, significándome con la mirada, invitándola a que lo guarde. Lo sujeta, doblado, entre la piel de la cintura y la goma de sus mallas.
            La Manca: ¿El salvamanteles de esparto? Lo hice yo.
            Cananas (orgulloso): ¡No es el mejor que ha hecho!
            Constanza Prim (susurrando hacia mí, seria): Vale, dime el truco ya. ¿Habías estado aquí antes?
            Pero yo sé que no puedo contestar a eso.
            Constanza Prim: ¿Los habías investigado? ¿Tú tienes Internet o algo de eso?
            Cananas (poniendo la oreja): ¡Pero si no hay Internet en casi ningún sitio ya! Eeeee en Madrid, creo.
            Pienso ahora, repasando las grietas del techo y masticando a todo lo que dan mis maxilares: ¿qué gano realmente capturando a la Dama de Blanco? Los amigos que me quedan están muertos, o camino de ello, o nunca fueron mis amigos. Nadie escucha ya el programa en España: hay otras cosas que hacer, cosas más importantes, cosas menos importantes. La Dama de Blanco sólo tiene lugar en mi corazón.
            Constanza Prim (en voz alta): Una pregunta. ¿Vosotros conocéis a este hombre?
            Catalina (negando): A por hierro. Sin falta.
            Cananas: Mujer, pero si es Girbes Pastrana, el fracasao de La Galaxia Cuatro.
            Ese soy yo. Je, je.
            Constanza Prim: Pero, ¿lo habíais visto antes?
            La Manca: La verdad es que no. Está más gordo de lo que yo pensaba.
            Interrumpo mi movimiento y dirijo la vista a la punta del tenedor, aunque, bueno, pienso que ya da igual. Entonces escucho el primer crujido y me giro lentamente hacia la sexta silla. El vestido de novia se llena de aire y de compostura y las mangas se mueven como si acariciaran el horizonte. Sorbo los mocos y siento un fuerte golpe en la cabeza. Me consuela saber que en España todos morimos ya la muerte de los pobres, es decir, que las monedas no son para ponerlas sobre los ojos de nadie, que al morir protagonizamos apenas un chismorreo, una anécdota que no aspira a revestir el barniz de tragedia milenaria que correspondería a cualquier muerte. La de los padres para los hijos. La de los hijos para los padres. La de los jóvenes novios. Veo, con los ojos entrecerrados, que Constanza Prim me besa la frente abierta con preocupación. Yo dejo salir un suspiro que está lleno de todo lo que he visto en mi vida.

 

* * *

 

Vosotros, que seguís con alarido beato las aventuras de Constanza Prim, que allá que vais en cuanto oís de cualquier lugar que ella haya pisado, sea el rumor más o menos creíble; vosotros tenéis derecho a saber cuál fue el momento crucial en que la detective de España se convirtió en quien hoy todos conocemos. A tal efecto y después de un penoso viaje en carreta hasta Madrid, hemos accedido por fin a los archivos de La Galaxia Cuatro.
            Girbes Pastrana «Ojo de Plata», de extremados poderes sobrenaturales, escribió el relato de su propia muerte a los catorce años de edad porque, según anotó al margen de su diario, el partido de fútbol que estaba escuchando en la radio en aquel momento sería repuesto en un transistor del Preventorio de Aguas de Busot bajo circunstancias más bien sobrenaturales. Esta confluencia propició uno de los raptos visionarios más intensos que jamás experimentó. Como puede apreciarse, las habilidades de Girbes Pastrana no han vuelto a producirse en ningún otro hombre con la misma acuidad. La muerte del presentador fue corroborada por unos muchachos exploradores que, en la cocina del Preventorio, hallaron una mesa puesta, con todo dispuesto para cenar y seis sillas: una de ellas estaba sepultada por los escombros caídos del techo. De entre las piedras asomaban una mano y una calavera pálida y agrietada. En el testimonio de su propia muerte, Girbes Pastrana relata lo que se puede leer aquí arriba. Pero, dado que nuestro objeto de interés es la detective Constanza Prim, permítasenos una escueta reconstrucción de los hechos que siguieron al testimonio recuperado.

 

[DRAMATIZACIÓN CON CARRASPEO INTRODUCTORIO]

 

La acción se supone en una tranquila noche de verano, y
alumbrada por una clarísima luna.
José Zorrilla, Don Juan Tenorio

 

Después del derrumbe, después de que Cananas haga trizas su propia camiseta, aullando y con los ojos en blanco, todos salen corriendo de la cocina, incluso Constanza Prim. Atraviesan enmarañados el recibidor y al salir afuera se topan con una luz sedosa que se precipita sobre las piedras, los arbustos negros y el coche de Girbes Pastrana. Los usuarios del Preventorio se diseminan por la maleza de la parcela y se convierten en alimañas de pelo, sombra y chaqueta. Catalina es la única que no gatea y, aunque no se entienda bien su murmullo, puede suponerse que sigue defendiendo la necesidad de acumular hierro para una armadura medieval. ¿Tendrá razón Catalina? ¿O ya es quizá demasiado tarde para eso?
            Constanza Prim sostiene en sus manos el mensaje tembloroso de Girbes Pastrana, papel que no va a revelar sus secretos hasta que alguien traiga, por favor, una linterna. Todo el mundo sabe que quien tiene un transistor debe de tener una linterna, pero a la Manca le cuesta una hora volver en sí. Para entonces, Constanza Prim ya está más tranquila, sentada sobre el capó del coche, más o menos limpia de polvo.
            La Manca: Toma. ¿Qué pone?
            El papel constituye un testamento entre cuyos beneficiarios está Constanza Prim, la cual viene a heredar un tercio más o menos de los poderes mentales de Ojo de Plata (y pese a que la validez y la garantía de ese testamento se ha puesto en cuestión decenas de veces, no entraremos aquí en esa polémica: todo el mundo sabe de Constanza Prim, sus hechos, su magia, su trayectoria; eso basta). En aquel momento, frente al Preventorio, Constanza Prim lee en voz alta las palabras legales y monocordes, la rúbrica aparatosa, el texto en su conjunto como un conjuro sin efecto. El papel cae al suelo y Constanza Prim mira al frente sin expresión en la cara.
            La Manca (asustada): ¡Ay, coño!
            Al levantar la vista hacia la Manca, Constanza Prim no puede evitar dejarse llevar, hocicando con la mirada a la mujer del Preventorio, escarbando dentro de su cabeza como un perro en la playa. De ella comprende entonces —porque puede verlo— que tiene la radio encendida toda la noche porque cuando la apaga sólo puede prestar atención a las voces que hay dentro de su cabeza. El resto de imágenes comienza a llegar entonces y, seamos honestos, Constanza Prim no sabe qué hacer con ellas.

 

Constanza Prim volverá a aparecer en
Un día de descanso

 

© Julio Fuertes Tarín

Julio Fuertes Tarín (Cheste, Valencia, 1989). Ha publicado la novela Fábula de Isidoro (Jekyll & Jill, 2016) y relatos en revistas como Quimera y en varias antologías: Black Pulp Box (Aristas Martínez, 2012) o Bajo treinta (Salto de Página, 2013). Ha traducido varias novelas, entre ellas Richard Yates (Alpha Decay, 2012) y Robar en American Apparel (Alpha Decay, 2013), ambas de Tao Lin. Ha ilustrado la portada de El silencio de las bestias, de Unai Velasco, (La Bella Varsovia, 2014), milita con alegría en el grupo de música Johnny B. Zero y es un hincha ofuscado e incondicional de Diego de San Pedro, Rabelais, Star Wars, Camilo José Cela, Simone de Beauvoir, Boccaccio y The Wire.
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