 Noelia Pena
Noelia Pena
    
Los extraviados
La cuerda atada a una de las  vigas maestras del primer piso de la casa aguantó la cabeza suspendida y el  cuerpo vestido —pantalón gris, chaqueta marrón— quedó colgando aquella mañana  hasta que, a través del gran ventanal que daba a la carretera, se cruzó en el  campo de visión de un vecino que frenó su coche en seco con el susto metido en  el cuerpo: «¡Paco!». 
                  Aún no había comenzado el invierno, pero en las ventanas  la lluvia golpeaba con fuerza desde hacía varios días. Las persianas temblaban.  Las rachas de viento del temporal alcanzarían sus valores máximos, según el  último boletín informativo, aquella misma madrugada, mientras en el interior de  la casa se velaría al muerto. 
                  Los ojos hurgones de más de una vecina, que se habían  acercado a dar el pésame a la familia, se detenían delante del féretro abierto  y comentaban lo bien que lo habían dejado los de la funeraria, no se notaba  nada, nadie diría que se había suicidado de aquella manera. «Hasta parece que  sonríe…», dijo una de ellas juntando las manos a la altura de su cintura y  sujetando con fuerza un pañuelo arrugado de tela. Si no fuera porque era el  rictus con el que los de la funeraria mejor habían podido disimular la cara  verdadera del impacto de la caída del cuerpo, aquel gesto habría parecido de  mal gusto. Al oírlo, una anciana vestida de luto riguroso se persignó con  rapidez mirando la cruz colocada al lado del ataúd y salió de la casa diciendo  «Dios nos perdone» en voz baja. 
                  «Padre nunca llevó pañuelo», se quejó una de las hijas.  «Qué más da eso ahora, Marisa. Deja de llorar y trae las tazas de café y las  cucharas del mueble, que está llegando la gente. Qué frío hace... Habría que  encender el fuego. ¿Dónde se ha metido Pedro? Marga, vete a buscar a tu padre y  dile que venga a encender el fuego mientras yo pongo el café». 
            Al no haber sillas suficientes en la casa, algunos  vecinos llevaron de las suyas carretera arriba para que los familiares y demás  personas que pasarían a lo largo de la noche pudieran tener asiento. «Es en  momentos como éste cuando una sabe en qué consiste una comunidad», pensaba  Marisa para sí misma al abrir la puerta a una vecina, que llegaba con una  silla, mojada de arriba abajo. «Estás empapada, Pepa. Ay, cuánto trabajo os  damos... Pasa y acércate al fuego para secarte. Manuela ha preparado café. En  un rato pondrá el bizcocho». 
              En el piso de arriba el viento había empezado a golpear  una de las ventanas. Marisa subió a cerrarla y ya solo se oía el silbido del  viento, la lluvia en los cristales, los truenos cada vez más espaciados. «Qué  manera de llover, Dios mío», repetían las mujeres en la cocina. «No sé cómo va  a ser cuando llegue el invierno…». «No nos podemos quejar, hemos tenido un  noviembre muy seco». 
            Había hecho falta la fuerza de tres hombres para mover la  gran mesa del comedor de roble macizo, que ahora estaba en el pasillo,  dificultando apenas el paso para ir a buscar la leña a la parte trasera de la  casa. En el hueco de la mesa estaba colocada la caja fúnebre sobre un soporte  metálico, con un crucifijo a su lado derecho y dos grandes cirios encendidos a  los pies. A cada lado del féretro había sendas coronas de flores con las  inscripciones ‘Tus hijas te quieren’ y ‘Compañeros del aserradero’. Las demás  coronas se pondrían al día siguiente en la iglesia. 
              Una mujer empezó a rezar un rosario en voz alta. A la  cocina llegaba el «ruega por nosotros» de las mujeres al unísono mientras  Manuela abría un cartón de leche semidesnatada y se aseguraba de que el café  seguía caliente. «Marga, tráeme una fuente que voy a cortar el bizcocho y  después lo llevas al comedor por si alguien tiene hambre». 
              Cuando Marga entró en el comedor las mujeres seguían  rezando. Una de ellas, vestida completamente de negro, pasaba las cuentas del  rosario con los ojos cerrados. Marga tenía trece años y era la primera vez que  veía a un muerto. Miró a su abuelo de reojo cuando entró en el comedor, le daba  demasiado miedo mirarlo de frente. En silencio se preguntaba qué pensaría él,  si pudiera, de su propio velatorio. Por un momento se le ocurrió que de pronto  podría carraspear, como hacía siempre, e incorporarse. Las mujeres gritarían y  echarían a correr. A su madre se le caería una taza con su plato y una  cucharilla. «¿Qué demonios andáis tramando, mujeres?», preguntaría su abuelo  enfurecido como de costumbre. Cogió la fuente del mueble y salió del comedor  con rapidez tratando de olvidarse de la idea, sin mirar la caja. Incluso  después de muerto, su abuelo seguía dándole miedo. Aún recordaba lo que le  había sucedido una vez, cuando cogió una manzana de su árbol preferido y la  comió en el patio trasero. Su abuelo se enteró de que alguien había comido  manzanas, aunque ella había tirado el corazón bien lejos. Marga no se atrevió a  mirar a los ojos a su abuelo. Solo cuando llegaron a casa, entre sollozos,  confesó a su madre que había sido ella, que ella había comido una manzana y que  no sabía que no se podía. «Tu abuelo es un viejo gruñón, no le hagas caso.  Puedes comer las manzanas que quieras, cielo». Había pasado ya bastante tiempo  cuando, un día, su abuela le dijo que su abuelo tenía las manzanas de los  árboles contadas. «Los árboles darían más fruta si él dejara de podarlos  tanto». 
              «Aquí tienes la fuente», dijo Marga y su madre la limpió  antes de empezar a cortar el bizcocho. «Ahora lo llevas al comedor. Después  subes y miras si Aitana sigue dormida. Quédate un rato y enciende la tele, si  quieres, que aquí ya estamos bastantes. Te voy a buscar para cenar dentro de  una hora». 
              «Vale». 
            Se oyó un coche que llegaba. Era Paula. Marisa abrió la  puerta y la abrazó echándose a llorar otra vez. Las mujeres seguían rezando. La  casa olía a café. 
              «¿Qué ha pasado?». 
              «El abuelo. Se ha colgado». 
              «¿Qué?», preguntó mirando a Marisa sin entender bien qué  quería decir. Asomó la cabeza y vio el féretro y las mujeres sentadas a lo  largo de la pared del comedor rezando. En la cocina la esperaba su madre. 
              «No se te podía ocurrir ponerte otra bufanda más  colorida, Paula.», le dijo mientras se acercaba a ella y le levantaba las  solapas del abrigo para que la bufanda no se viese tanto. 
              «No seas antigua, mamá.», dijo ella deshaciéndose de las  manos de su madre. 
              «Llegas tarde». 
              «Salí tarde de la biblioteca. Vine en cuanto vi la nota,  al llegar a casa». 
              «Tu hermana está arriba pendiente de Aitana. Vete con  ellas, si quieres. Sácate la bufanda, que no te hará falta. Papá ha encendido  el fuego y no hace frío». 
            Paula entró en el comedor. Ahora había poca gente  alrededor del féretro. Se quedó un rato mirando a su abuelo. Aún no acababa de  creer que se hubiera suicidado. Siempre había sentido una mezcla extraña de  miedo y repugnancia hacia él. Le había hecho la vida imposible a su abuela, que  había muerto hacía tres años. Su abuelo trataba mal a sus hijas y no hacía  demasiado caso a sus nietas. «Es un completo egoísta», había escuchado a su  madre más de una vez. Siempre había querido tener un hijo varón y, en cambio,  tenía cinco hijas. Dos vivían lejos y llegarían al día siguiente para el  entierro. En la cocina se enteró de que hacía pocos meses le habían diagnosticado  una enfermedad en los pulmones. Había fumado desde joven y ahora, para lo que  le quedaba, no pensaba dejar el tabaco. Eso fue lo que le dijo al médico, quien  le advirtió que su capacidad pulmonar era reducida y tendría que usar  inhaladores y tomar varias pastillas al día. La tos se fue haciendo más fuerte  y cada vez se sentía más fatigado. Alicia, la mujer que iba dos días a la  semana a hacer la casa y llevaba allí desde primera hora de la tarde, dijo: «No  paraba de repetir “me muero, me muero” todas las tardes, mientras yo limpiaba».  Todas se convencieron de que había decidido matarse antes de que se lo llevase  la enfermedad. 
              «Papá siempre fue un cobarde», dijo Manuela. 
              «No deberías hablar así de padre». 
              «Deja de hablar de él de esa manera, que parece una  institución y no un simple hombre mediocre y maltratador». 
              «Bueno, él nunca tuvo suerte». 
              «¿La hemos tenido los demás, acaso? Ni que fuéramos  afortunados. Lo que hay que oír… Deja de decir tonterías, Marisa. Papá fue  siempre un auténtico hijo de puta». 
              «Manuela, que está de cuerpo presente, ten un poco de  decoro». Marisa se persignó. 
              «La muerte no ennoblece a nadie, Marisa. Parece que ya no  recuerdas los golpes y los gritos que hemos sufrido toda la vida. Aunque bueno,  tú tampoco es que lo vivieras tanto, enseguida te marchaste de casa...». 
              «Dejad de discutir, ahora no es el momento», dijo  severamente Mercedes. 
              Manuela se dio la vuelta y sacó la cafetera del fuego.  «Voy a ver cómo están las niñas.», dijo Marisa y se fue hacia las escaleras que  subían al primer piso. «Diles que bajen ya, es hora de cenar». 
            Después de cenar Aitana y Marga se acostaron. Paula se  quedó abajo con las demás mujeres de la familia. No sabía qué hacer, así que  fue al comedor. Era cierto. Parecía que sonreía. Se hacía raro verlo con cara  sonriente. «Nunca lo había visto sonreír», pensó. El pañuelo tapaba las marcas  que debía haber dejado la cuerda. Por un instante todo le pareció grotesco. Le  entró miedo de lo que podía pensar Carlos, no sabía cómo se lo iba a decir. 
              «Parece que se está riendo», dijo a su tía Mercedes  después de sentarse a su lado, en una de las sillas de la esquina del comedor. 
              «La verdad es que lo ha hecho toda la vida». Mercedes  había seguido el rosario que Palmira había rezado en voz alta y ahora sujetaba  una de las esquelas que habían traído por la tarde de la imprenta los de la  funeraria. La esquela tenía una oración por su padre y la imagen de San  Antonio, patrón del pueblo y de los extraviados. La sujetaba con fuerza. 
              «Podía haber elegido otro día. Hoy había quedado con  Carlos. Iba a ser una noche especial y estoy en un velatorio en un pueblo  perdido rodeada de personas a las que no conozco que no han parado de decirme  cuánto he crecido y lo mucho que me parezco a mamá cuando tenía mi edad. Me  dejaron una nota encima de la mesa de la cocina, para que viniera, sin avisar  de nada más y cuando llego me encuentro con esto. Pensé que estaría de vuelta  para la cena, había hecho planes. Tenías que ver la cara de mamá al ver mi  bufanda de colores. Mamá es tan antigua… Ahora ya no se lleva el luto. En  cuanto pisa esta casa una fuerza ancestral se apodera de ella y se transforma.  Incluso me echó la bronca por no peinarme, ¿te lo puedes creer? No sé qué pinto  yo aquí. No conozco a ninguna de estas personas. No hacen más que examinarme y  preguntarme si me acuerdo de ellas. ¿Cómo voy a acordarme?». 
              «No tienes paciencia, Paula». 
              «No, tengo planes. Bueno, tenía, tenía planes. Qué mala  suerte». 
              «Las cosas no han salido como querías, pero tanto como  mala suerte… ¿Ves a esa mujer? La que está en la esquina. Se llama Antonia. Su  hijo se murió hace un par de años haciendo submarinismo, su mujer estaba  embarazada de ocho meses cuando sucedió. Una desgracia. La que está a su  derecha, la que lleva un buen rato llorando, se llama Luisa. Es viuda. A veces  parece que cuando la gente acude a los velatorios de los demás en realidad  llora a sus propios muertos, es difícil no acordarse de ellos, o lo hace por  sus problemas. La muerte de Antonio es lo menos malo que le pudo pasar, la  verdad. Su marido tenía diabetes, perdió una pierna cuando tenía treinta y  pocos años y a los cuarenta y pico, la otra. Era muy joven, pero un condenado.  Nunca se portó bien con ella, le gritaba, le llamaba de todo. Además, tenía un  problema con la bebida y fumaba. Todo lo peor que podía hacer, vamos. Uno nunca  sabe qué haría en una situación tan difícil, porque era una situación muy  complicada... Pero ella no tenía la culpa de que no tuviese piernas. Lo tenía  muy bien cuidado, no se podía quejar, no lo dejaba solo ni un momento, para  salir a comprar y poco más. Incluso dejó su trabajo en la mercería del pueblo  para cuidar de él. De hecho, lo cuidaba más de lo que se cuidaba ella. Los dos  malvivían con la pensión de Antonio. Por suerte, después de mucho esperar, le  llegó la ayuda y le mandaron una enfermera un par de horas al día, que lo  bañaba por la noche y le daba la cena. Esas horas venía a echar con nosotras  una partida. Un pequeño respiro que se tomaba. Pero no fue mucho tiempo. A  Antonio le dio una embolia muy fuerte y se murió en el hospital. Estuvo una  semana en cuidados intensivos. Ahora Luisa vive sola. Su hija la mayor está  casada y tiene un niño pequeño. Su otro hijo está en Alemania. Por suerte  ninguno de ellos tiene diabetes. Menos mal. La pobre de Elvira tuvo que ver  cómo el cáncer de pulmón se llevaba a su marido y a un hijo que no había fumado  un pitillo en su vida. Aunque lo peor fue lo de Benigna, que se fue a Barcelona  de joven, a trabajar de costurera. Allá se casó. Cuando tuvo a su niña el  cordón umbilical se le enroscó y estuvo un par de segundos sin respiración.  Tiene una parálisis cerebral. Toda la vida ha estado en silla de ruedas y tiene  problemas de habla, pero bueno, ahora ha conseguido que esté en uno de esos  pisos que tiene el ayuntamiento y vive con más personas como ella. Que esté  bien atendida es una tranquilidad para Benigna, porque ahora se ha hecho ya  mayor y así por lo menos se ha quitado el miedo de morirse y que no haya nadie  que la cuide. Su marido se murió hace varios años, en un accidente de coche, si  mal no recuerdo». 
              Paula se levantó de la silla. 
              «¿Te vas?», preguntó Mercedes. 
              «Voy a la cocina. Quizás Marisa quiere echarse un rato, o  mamá. Llevan todo el día de pie. Voy a ver si hace falta que ayude en alguna  cosa. Y de paso dejo de escucharte, tía, que eres una agonías». 
              Mercedes la siguió con la mirada mientras salía del  comedor. Dio la vuelta a la esquela que tenía en las  manos. Miró la imagen de San Antonio y la acarició con el dedo índice de la  mano derecha. «Gracias a Dios que aún no la hemos perdido. Ella es buena», dijo  en voz baja y besó la estampa. Cogió el rosario del bolsillo de la falda, hizo  el signo de la cruz y empezó a rezar: « Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de  la tierra…». 
© Noelia Pena
Noelia Pena (Santiago de Compostela, 1981) es  licenciada en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Desde 2013 ha escrito  en la sección Culturas del periódico quincenal Diagonal y actualmente lo hace en El Salto. Forma parte del colectivo interdisciplinario Contratiempo, Historia y Memoria. En  2014 publicó el libro El agua que falta,  en la editorial Caballo de Troya. Es profesora de Filosofía. 
    foto: Adrián Bernal
        
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