The Barcelona Review

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Salvador Galán Moreu

imagenBarca

 

 

Bajaron los ángeles
adonde ella se encontraba

 

Me he caído. No puedo moverme. Estoy tirada en el suelo de mi habitación. Ahora mismo no siento nada. Ni dolor, ni tacto, ni vértigo. Hay paz, sí, pero es una paz extranjera e indiferente que tiene más que ver con la lámpara de mi mesita de noche (la intuyes volcada en la oscuridad), o con el somier seguramente roto de la cama, que conmigo misma. Si fuera la chica del tiempo diría que me encuentro al margen de los astros, las nubes o las corrientes de agua. Creo que estoy interrumpida, entre paréntesis, como si fuera una mujer recortable de esas que la abuela Uxía nos regalaba para colorear. Sí, ahora recuerdo a mis hermanas añadiéndoles diferentes prendas e intercambiándolas para hacer desfiles. Cuánto me reía yo con mi pelo corto, mis churretes y mis costras en codos y rodillas. Tanto quería diferenciarme de mis irmanciñas y sus cursis álbumes de modistas papirofléxicas que quizá por eso he acabado así; siendo en esta noche de verano tan larga una mujer recortada y apartada del orden del mundo, expulsada por una torpeza de las mías. O tal vez no. A lo mejor ese frío de hueso que me obligó a alzarme para después caer, formaba parte de un complot cósmico destinado a quitarme de en medio (no eres tan importante, Barca). Lo merezco. No sé cómo la selección natural no lo ha hecho ya. Yo siempre me empeñé en hacer de mi existencia algo sólo aceptable. Justo lo que Ángel me dice siempre. No es que seas conformista, es que fuerzas tu propia nimiedad, me ha soltado antes. ¿Estará implicado? Cuando se pone así suelo pensar que solo quiere amolarme; otras veces, cuando se sienta en el suelo a comerse sobras directamente de la fiambrera, le digo que es un duende harapiento, y él niega con un gesto mientras engulle otro bocado y responde que es un ángel que huyó de la comodidad celestial (qué poético). El ángel monstruo: así firma sus pinturas. No sería tan raro que hubiera aparecido en mi vida para darme la gran oportunidad de abandonarla sin miedo. Suena como una hoja parroquial de autoayuda.

arregláronle un lecho
con sus plácidas alas

 

            Recapacitemos. Hoy hemos discutido, ¿fue en el bar de Renzo? No, allá no. ¿En el pub del chaval de Cádiz? No, es imposible el conflicto en ese ambiente. Carallo, siempre se ponen de compadreo los dos, puñeteros andaluces. Abandonan su tierra como quien deja un almuerzo que se ha quedado frío, la maldicen y mancillan (algo incomprensible para una gallega como tú), pero cuando se encuentran, se alegran irracionalmente y azuzan esa queja rabiosa e irónica que, aunque nieguen, les caracteriza. Él afila su acento y comienza con sus historias. Creo que es su manera de hacer piña, de sentirse parte de algo. Hoy la tomaron con Sevilla, su propia capital, qué típico. Con lo bonita que es. En fin, allí todo marchó bien. Nos reímos y la música me gustó; el ángel pinchó impunemente algunos temas que no dejan de sonar en casa. El gaditano se lo permite y claro, como siempre se queja de que en Madrid no encuentra ni un sitio que ponga a los clásicos del reggae, se ha encaramado medio trompa en la barra tirándole la bebida al pobre Renzo (que vaya resistencia gasta: después de currar diez horas aún os sigue) y ha puesto a Lee Scratch Perry, Augustus Pablo, Althea and Donna, Toots and the Maytals, the Skatalites... Lo cierto es que fue un puntazo cuando paró la música de pronto y soltó una arenga de las suyas blandiendo un cedé en el aire. Y todos, incluso la encargada gorda, que había reñido al gaditano por dejarle pinchar, cagados de risa como dice Renzo. Y era de esa clase de carcajadas que te dejan percibir cariño. Al ángel se le quiere. No queda más remedio, pero qué voy a decir yo. Hace amistades allá por donde va y creo que hasta las mías me llaman por él (no es verdad, Barca). Tan sólo con mis hermanas me siento más importante, pero claro, el carisma no fluye tanto como la sangre. Aunque mi madre, que lo llamaba el caradura al principio, lo adora.

 

y la llevaron lejos
en la noche callada

 

            ¿Estoy muerta ya? No, yo no moriré boca arriba. Me llamo Barca. Es importante (te llamas Barca). Alguien estira o ahonda el agujero donde me he caído para que el tiempo no me encuentre y deje de ser yo. Supongo que para que el resto de las cosas del mundo siga sin mí. Tengo que recordar qué me ha pasado. Por qué estoy así. Creo que la bronca comenzó en el taxi, como otras veces y luego estalló al llegar a casa (a mi casa le dijiste, qué asco, si es que saca lo peor de ti). Me fui a dormir, y no sé dónde iría él. Seguro que se echó en la estera de la cocina. Ya ves, a veces pienso que su hábitat natural es el suelo. Yo me dormí, no sé cuánto, poco tiempo. Y entonces vino el frío. Un frío atroz en el que me hundí sin darme cuenta, como quien nota de pronto que es tragado por arenas movedizas. Se interrumpió un sueño del que apenas recuerdo nada, que no estaba sola, eso sí. Y luego di vueltas entre las sábanas. Me costó mucho levantarme, o al menos a mí me pareció una eternidad. Me gusta remolonear en la cama aunque suene el despertador o necesite ir al baño. Quizá en aquel momento ya me encontraba recortada. Sí, a lo mejor antes de la caída el tiempo, el mundo, las cosas… ya me habían dejado atrás. No tengo miedo, pero me da no se qué echar cuentas. Vamos (es inútil, Barca), a ver: si regresamos sobre las cuatro de la mañana; ponle veinte minutos mínimos de discusión a oscuras (ahora recuerdas que nadie encendió las luces); más un sueño breve de una hora al menos (antes de la irrupción tenaz del frío); y a esto le añades que llevaré aquí tirada y pensando un rato ya, y aún es de noche, o lo parece, porque lo veo todo oscuro y cerrado, y estamos a finales de agosto, y por tanto amanece antes; entonces seguro que apenas estuve decidiéndome… cuánto, ¿tres?, ¿cinco?, ¿diez minutos?... en abrir el altillo y coger el nórdico (qué gran idea el nórdico ¿eh?, sólo hay que cambiarle la funda y te evitas la pesadez de hacer la cama). Bah, lo dejo. Tranquila. No se puede saber todo. Cuando me decidí, temblaba aunque sabía que la temperatura no podía ser tan gélida, que no debía sentir esos escalofríos (cómo no pensaste que el frío procedía de ti misma, cómo no se te ocurrió que tal vez era una ausencia, un fantasma). Me puse de pie, el colchón tambaleándose como la barca de Muxía donde se celebraba el día del Carmen (o tal vez eras tú, tonta, con lo que has bebido), la habitación y el techo daban vueltas, las patas de la cama chirriaban y sus bases golpeaban contra el suelo. De pronto, el colchón patina al tiempo que el somier cede y cruje, el altillo se abre violentamente y el nórdico cae como vomitado por la oscuridad, que un segundo después escupe otro cuerpo, una almohada, o un oso de peluche, o tal vez un bolso (qué desorden, Barca). Todo esto sucede a gran velocidad y de manera sincrónica, como una violenta coreografía que me coge de sorpresa. Siento el vértigo (extraño viniendo de ti, con lo que te gustó saltar en paracaídas) y noto que soy la protagonista y que llega mi momento, mi aparición estelar:
            Ahora me toca caer a mí.

 

Cuando el alba venía
sonó la campana

 

            Y por supuesto me equivoco. Cómo no. Después de la muestra de precisión ensayada por los objetos, ágiles y eficaces en su derrumbe, yo vuelco torpe y pesadamente. Me parece una caída a cámara lenta, tan interminable como la que sufrí de niña en la función de junio en el año que me apuntaron a ballet. La pirueta. Joder. Sí (por qué recordarlo), yo era la mejor de la academia. O al menos mejor que mis hermanas, y eso bastaba. Con apenas seis años ya me movía de puntillas con solvencia y estiraba como las mayores. Pero marré la pirueta esa (la parte que mejor te salía). No recordaré el nombre del movimiento, a pesar de dedicarme a dar clases de francés y de que (como casi todo en ballet, boba) se nombra en ese puto idioma, ¡merde! Caí lenta y estrepitosamente, igual que esta noche, si es que se le puede llamar noche a esta negrura estática. Todo culmina en un dolor de espalda que se disipa hasta convertirse en dulce parálisis; mi respiración parece ser prófuga de mi boca y haberse escondido bajo el guiñapo en que debe de haberse convertido mi cama, pero estoy tan tranquila que, aunque pudiera, no me arrodillaría en su busca. Todo está claro, tan cristalino como el arroyo chico de las truchas en Guitiriz (ah, la terra) al que tanto me gustaba asomarme; yo misma me siento como un pozo lleno y limpio del que nadie bebió nunca; puedo recordar las experiencias más ínfimas y lejanas; llegar a emociones que, encadenadas a dichos recuerdos, se habían perdido; y sé que si las dejo ir seré yo la que me pierda.

 

y en lo alto de la torre
sonó la calandria

 

            No me acordaba, por ejemplo, de cuántos besos le di a mi padre cuando me fui de intercambio a Dijon (seis: dos en cada mejilla, otro en la frente y el último, que se te desvió hasta el brazo), o del grueso abrigo pardo con que mi madre nos envolvía a la salida del colegio en invierno, o la gallina pestosa que capturé con la bolsa del Gadis en la granja-escuela. Y revivo otra vez el odio que brotaba de mí (hacia ti misma) el día aquel de la caída, y cada aplauso de ánimo o suspiro de preocupación de la audiencia adulta me va mal. Y me siento cabreada de nuevo con todas las niñitas del mundo, con mis mallas, con mi tutú, con mi larga coleta negra que cercené al día siguiente en el cuarto de baño; y más, maldita tontería de los chicos y los bailes en el Círculo, y los vestiditos de romana en junio, idiotas apéndices que vi crecer poco a poco en mis hermanas. Con su ternura y delicadeza porque sí: rosa, princesa, primorosa. Pavas, cursis y pavas, que a los diecisiete me peinaron y vistieron en San Froilán tras conchabarse con mamá, y dijeron esta noche seremos las tres hermanas, como si el día anterior u otro cualquiera no lo hubiéramos sido; y así siendo las tres hermanas de nuevo, en xuntanza indivisible por ahí, acabar ligando las que no eran yo, quedando desprendida y aguardando a que las pavas acabaran de pelarse la que sí lo era (tú), cerca ya de la loca espatarrada que debo ser ahora. Y así, apoyada en la muralla, esa chica sola que todavía no era yo, escucha a una voz ebria dedicarle desde la otra acera eso de guapa, guapa non es, pero tes un pelazo. Entonces, la rapaza, ofendida y enfadada, cruza la calle y abofetea al borracho y sus hermanas por fin lo entienden: su infancia pretendidamente agreste de lanza-piedras-y-escupitajos no es más que otro camino (el tuyo). Otra mujer. Y ellas que la ven sonriendo desde enfrente sonríen a su vez con sus bocas de carmín descolorido. Y callan y dejan a sus babosos acólitos. Y ahora sé que es justo ahí cuando empezamos a encontrarnos la chica y yo, donde se perfila esa mujer en la que se yuxtaponen los moratones tras el boxeo con los escotes bien perfumados, los eructos rococó con la sombra de ojos perpetua (hasta el punto de no reconocerte al despertarte sin maquillaje); la misma mujer que se buscó la vida lejos o que mantiene a un ángel monstruo sin empleo o que es conocida como Miss culo plano por los pelmas de 3º B y que yace tendida sobre el suelo y semienterrada bajo un nórdico desde no se sabe cuándo. Y esta sí que soy yo, y extrañamente me parece verme desde arriba, en plan viaje astral. Y no me tengo ningún miedo.

 

y los ángeles mismos
con sus alas desplegadas:

 

            Las imágenes se citan sucesivamente en parpadeos de instantes que soy capaz de retener y paladear, o bien desechar y enviar a la papelera de reciclaje de la memoria como de un manotazo imaginario. Le he cogido el truco a esto: llevo las riendas porque son mías. Y no quiero detenerme en las manos de Álvaro durante aquel paseo secreto, o en el timbre ahogado del instituto de Aluche donde hice sustituciones, sino en el olor borroso de la lluvia desde un autobús que me lleva a casa, en los colores de la segunda equipación del Depor, en el hule rasgado de un chiringuito muy cutre… y ahora en la lágrima del ángel monstruo, la noche del despido, cuando me pareció que podía llegar a ser más guapo si se lo propusiera. Así a su antojo, como si fuera un superpoder: modular tu belleza física en función de... no importa. Ahora, aquí, juntos los dos, estaríamos a gusto (con lo que le gusta el suelo). Pero no puedo saber si querría. En la franja de polvo, pelusa y parquet que debe acostar a mi espalda (a lo que te quede de ella) se configura una intimidad que tal vez… o que solo… me pertenece a mí. Yo, sola, separada, interrumpida, blablablá, sí, ya lo he dicho, comienzo a dominarme. Pero no digo qué él pueda quedarse, sino que no sé (es imposible) si querría estar. Estar. Aquí. Conmigo. Yo querría, pero igualmente me encuentro bien. No huele a nada y las figuras de la habitación, los perfiles, se han ido difuminando, fundiéndose unos con otros en el fondo oscuro. Y yo, serena, me veo (al fin) brillando, luz, y yo, soy otra, como colgada de hilos. Por la mañana el ángel monstruo y Miss culo plano se pedirán perdón. Y ya luego desayunaremos (me voy).
            Y una voz es el poema Dulce sueño de Rosalía de Castro que mamá siempre nos recitaba para dormir como si fuera una nana (le contaste la vida entera) al lado… aparte.

 

¿Por qué murmuraron
por qué despertarla…?

 

            Y tarareo lo que el ángel siempre me canta: Bar-ca, Bar-ca, tu nom-bre flo-ta.
            Y todas mis fuerzas puestas en los labios (¿te quedas?). Quisiera sonreír.

 

 

© Salvador Galán Moreu

Salvador Galán Moreu (Granada, 1981) es autor de las obras de narrativa Augustus Pablo y todos los nombres del reggae (Injuve, 2010), El centro del frío (Lengua de Trapo, 2011) y Llamarse nadie (Difácil, 2017), y fue incluido en la antología Última temporada (Lengua de Trapo, 2013); como poeta ha publicado Libro del Diabologán (Difácil, 2013), La puntualidad de Heinrich Böll (Verbum, 2016) y Pan de Dédalus (Ediciones Oblicuas, 2016).
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