extracto de la novela
La intimidad
Nuria AmatMi
habitación, situada en la primera planta de la casa de Pedralbes en que vivíamos, daba a
la verja de una calle que aún hoy lleva el patronímico de una abuela mía cuyo padre fue
fundador y editor de una enciclopedia española de renombre. La ventana de mi cuarto era
privilegiada. Desde ella se veía la calle, las pocas pero interesantísimas cosas que
pasaban en mi desierta calle, y yo espiaba todo lo que podía ocurrir, y muchas veces
ocurría, en el edificio de enfrente, un sanatorio mental o casa de reposo para enfermos
de familias acomodadas, aunque no por ello menos afectados por el delirio y la
melancolía.
Seguramente mi dormitorio era la
habitación más fría de la casa, un edificio de ladrillo rojo y techos colgantes de
pizarra mandado construir por expreso deseo de mis padres en el solar que había sido
huerto de la casa grande, de líneas neoclásicas, de mis abuelos maternos. Mi madre,
huérfana a su vez, nunca pudo vivir junto con mi padre en esa nueva casa que, según
decían, era su sueño más querido después de nosotros tres, sus pequeñísimos y
malogrados hijos. La ventana de mi cuarto estaba orientada al norte, al contrario que las
balaustradas de piedra con las correspondientes terrazas que daban al jardín de las
habitaciones soleadas de mis hermanos, de mi padre o el cuarto de juegos de los niños. El
sol no parecía hacerme falta, entonces, pero sí en cambio consideraba imprescindible
poder oír cada mañana los diferentes ruidos de la calle, de la verja que daba a la calle
y de todo cuanto por allí aparecería y desaparecería sin saber que unos ojos
infantiles, los míos, darían perfecta cuenta en el cuaderno vital de mi existencia.
Todo mi mundo formaba parte de ese
pequeño cuadrilátero llamado mi ventana. Para empezar, el silencio que reinaba en esa
calle durante las primeras horas de la mañana del domingo.
Las mañanas de domingo eran
especiales. En primer lugar, el chirrido metálico de la verja al abrirse no se oía hasta
bien entrada la mañana, cuando el mozo de la pastelería Foix de Sarriá pulsaba el
timbre para traernos los cruasanes del desayuno. Ese timbre, tan distinto del enojoso
despertador de cada mañana, me avisaba que era domingo y todo lo que ese día
representaba para mí, por lo g5eneral cosas buenas y agradables como, por ejemplo,
quedarse a retozar entre las sábanas largos minutos, que se extendían como horas
interminables. En mi familia todos éramos bastante dormilones. En una casa sin madre los
niños o no duermen o nunca tienen prisa por levantarse. Durante esa eternidad en la cama
jugaba a engañarme con una realidad distinta. Y yo la aprovechaba glotonamente. El mozo
de Casa Foix, sin embargo, estaba ahí con su delantal a rayas azules y blancas y ese
bonete acolchado tan característico que le permitía caminar como si tal cosa por el
barrio de Sarná y Pedralbes con la caja enorme de los dulces sobre la cabeza. Recuerdo
que era sordomudo y que Carmen, Antonia o quien fuera de las múltiples chicas de servicio
que atravesaron nuestra infancia, no le daban conversación. Por no hablar, ni siquiera
debían de darle los buenos días. También se oía algún que otro repicar de las
campanas del monasterio de Pedralbes. La misa de las monjas, tal vez. La nuestra de
domingo tenía que sonar más tarde, cuando estuviéramos lavados, vestidos y preparados
para salir rumbo a la iglesia. Antes había que darse prisa para conseguir el cruasán
más apetecible. Los tres hermanos teníamos preferencias distintas sobre el color y el
tamaño del cruasán. El primero en bajar al comedor ejercía su derecho de selección. No
esperaba a los otros. Desayunaba y subía corriendo a su cuarto para estirar otro poco
más la pereza de las sábanas o lo que también he dado por suponer la vaga idea de
encontrar a mi madre y, a lo peor, ocultarse debajo de la almohada ante la imposibilidad
de verla. Mi padre hacía lo que buenamente podía para sustituirla. No tanto con mis
hermanos, porque eran chicos, pero sí conmigo que, a decir verdad, manifestaba esa
necesidad de una forma más abierta de lo que sabían expresar mis dos hermanos varones.
Muchas mañanas de domingo, y ése era
el castigo que debía pagar si me quedaba en cama más tiempo del debido, mi padre venía
en pijama a regalarme su cariño o a requerir el mío, según se viera, y se introducía
en mi cama y me abrazaba y mimaba con intensidad y detenimiento excesivos. Eso no me
gustaba. Yo era una niña bastante cariñosa con mi padre, sólo con él, y eran muchas
las noches de insomnio en que tenía que ir a buscar refugio en su cama y acostarme a su
lado hasta conciliar el sueño. Esta precaución nocturna, según yo lo entendía, era una
cosa muy distinta de las visitas matinales de mi padre. Si dormir en su cama por las
noches me parecía una solución lógica y hasta obligada para apaciguar mi sueño,
dormitar junto a él por la mañana en ese espacio limpio y traslúcido de mi habitación
me resultaba molesto y sumamente embarazoso. Como yo quería a mi padre con todo el amor
que una niña puede entregar a una persona adulta y entristecida, aquellas mañanas de
domingo intentaba ser lo menos brusca posible y optaba por una pasividad insegura y un
tierno y huraño enfurruñamiento muy característico de mi personalidad adulta. Estaba
convencida de que durante esas mañanas peligrosas de domingo mi padre me besaba de un
modo inhabitual, con la melosidad y el amaneramiento de las parejas de enamorados. Y como
yo quería a mi padre por encima de todas las cosas y sentía, además, una compasión
inmensa por su tristeza de hombre viudo, aprendí a soportar ese suplicio con bastante
destreza. Tampoco podía durar demasiado. La hora de la misa era pauta sagrada y ésta
siempre estaba al caer. Había que despabilar a mis hermanos y bajar corriendo por las
escaleras y subirse al coche cuando estaba decidido que iríamos a misa de diez a la
iglesia de Sarriá, o bien ponerse a caminar con marcha atlética cuando, por las razones
que sólo mi padre conocía, decidía ir a misa de once al monasterio de Pedralbes. En ese
caso yo caminaba a su lado mientras me sujetaba por el brazo. Mis dos hermanos daban
vueltas alrededor de nosotros distraídos con todo el material urbano y forestal que les
salía al paso.
Por entonces, el monasterio de
Pedralbes, la plaza y la escalinata de piedra que lo rodea, era un rincón de Barcelona lo
suficientemente poco visitado para conservar su magia estatuaria. Éste ha sido el marco
de mi infancia. Allí jugábamos casi a diario. Íbamos en bicicleta. Merendábamos.
Improvisábamos guerras. Hacíamos excursiones a la montaña de San Pedro Mártir, cuya
falda roza el monasterio. Incluso llevábamos a las monjas clarisas la ropa blanca de casa
para que la plancharan a conciencia, y ellas nos la entregaban a través del negro agujero
del torno, envuelta en papel de seda. Mi padre, que tenía una curiosidad intelectual
hiera de lo corriente, solía recordarnos el marco histórico por el cual nos movíamos, y
siempre que hablaba de este entorno espectacular y privilegiado que considerábamos
nuestra casa recalcaba de una manera u otra que ocupábamos ese lugar por accidente, como
algo temporal, y que en el fondo no nos correspondía, como si fuéramos excluidos de esa
clase privilegiada de la cual, pese a sus advertencias en contra, también formábamos
parte.
--Esta casa la heredó tu madre, y si vivimos
aquí es solamente porque la herencia de tu abuelo lo hizo posible --nos prevenía--.
Nunca tuve una posición económica que me permitiera por mí mismo construir y mantener
esta casa, así que ya veremos qué nos depara el futuro.
Éstas eran algunas de las
explicaciones formativas de mi padre.
De niña creía a rajatabla en todo lo
que mi padre decía. Y siempre he pensado que, tal y como él solía repetir, vivíamos en
un ambiente que ni era el propio de personas como nosotros ni el que yo debía procurar
para mis años posteriores. Vivir en una casa con jardín y piscina en relación con las
otras niñas que yo frecuentaba en el colegio de religiosas suponía, también, una cierta
anormalidad. Y ya tenía suficiente con mi propia situación anómala de niña huérfana
como para añadir a este dolor silencioso esa torre en Pedralbes, nuestra isla, que nos
diferenciaba del resto.
Tanta era la insistencia de mi padre en
que comprendiéramos el escaso valor de cosas materiales tales como el escenario encantado
en el cual vivíamos que finalmente debo hacer un esfuerzo para darme cuenta de que éste
ha sido el lugar predilecto, y tal vez único, de mi vida limitada.
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