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issue 20: september - october 2000 

RESPONSE TO
LAWRENCE NORFOLK'S ESSAY
BEING TRANSLATED, OR
THE VIRGIN MARY'S HAIR


Below are a few translators' comments on Norfolk's essay, in English and Spanish. Please feel free to have your say, just send us an e-mail,  concerning Norfolk or translation in general. We particularly invite your comments on Mercè López's unusual treatment of  Scottish writer Anne Donovan's short story 'Hieroglyphics': English original and Spanish translation
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Respuesta al artículo de Lawrence Norfolk,
«Ser traducido o el pelo de la Virgen»

A continuación presentamos, en español e inglés, los comentarios de varios traductores. Si deseas añadir el tuyo, ya sea acerca del texto de Norfolk o de la traducción en general, envíamos un correo electrónico. De modo especial te invitamos a que nos hagas llegar alguna observación sobre el tratamiento dado por la traductora Mercè López al relato de Anne Donovan, «Jeroglíficos».

______________________UPDATED> 19/9/2000

Por el traductor al castellano de los libros de Norfolk:
From
Javier Calzada, Norfolk´s Spanish translator:

 Admiro a Lawrence Norfolk, como escritor y como persona. Como escritor, porque las dos obras que ha publicado hasta ahora, El diccionario de Lemprière y El rinoceronte del Papa, me han proporcionado horas y horas de apasionante lectura. De su mano he viajado desde los hielos bálticos a las selvas ecuatoriales, he doblado con él el cabo de las Tormentas, me he hundido el subsuelo de Londres, he zascandileado en las cocinas del Vaticano, he naufragado varias veces, he revivido antiguos mitos, he sentido toda clase de emociones —amor, odio, terror, afán de venganza, curiosidad—, he «visto» lo que jamás han visto ojos humanos, como las luchas fratricidas entre ejércitos de ratas o el fascinante mundo de los bancos de arenques... Los personajes creados por él han pasado a formar parte importante de mi mundo y están presentes en mis recuerdos; hasta he llegado a identificarme con algunos... Es la virtud de la literatura, de la buena literatura. Por eso le admiro. Quienes me conocen saben que eso es cierto, y a muchos les he dado la lata intentando pertinazmente contagiarles mi admiración por él, comenzando por mi propia familia, por mi mujer, mis hijas, mis amigos... Siempre consideraré un privilegio haber sido el primer lector de sus obras en lengua castellana.
      Como persona, tengo que decir de Lawrence Norfolk que es un tipo simpático. Sólo hemos mantenido una breve conversación hace años, medio en inglés, medio en francés, y hemos intercambiado un par de cartas..., nada más. Pero lo considero mi amigo... y espero que él también me vea a mí así.
      Pero, en fin..., este exordio está siendo demasiado largo, y ya es hora de que sea sincero con todos ustedes. Me cuesta dar este paso, comprendan. Me armaré de valor, sin embargo; me pondré de pie, tragaré saliva antes de decirlo... ¡y que sea lo que Dios quiera! Me llamo Javier Calzada, y soy... traductor. He traducido al castellano las dos novelas que ha escrito en inglés Lawrence Norfolk.
      Ya está..., ya lo he dicho. ¡Y qué peso me he quitado de encima! Reconozco que mi oficio crea adicción: empiezas traduciendo unas páginas porque te gustan, y al cabo de unos años te encuentras traduciendo todo: lo que te gusta, lo que no te gusta, lo que les gusta a otros. Sí, es terrible, lo sé. A veces querrías dejarlo, pero entonces tropiezas de nuevo con una obra que te seduce... ¡y recaes otra vez, impenitente! Ahora bien, puesto que hasta de lo peor es posible sacar una experiencia válida, quisiera decirle algunas cosas a mi amigo Norfolk. Él ya las sabe, claro; pero, como buen artista, ha elegido para su artículo las ideas que mejor convenían con su propósito, que no era otro que el de exponer las angustias del creador con respecto a su obra cuando ésta ha dejado el hogar paterno y se ha emancipado hasta cierto punto de su tutela. Los padres con hijas en edad de frecuentar las discotecas sabemos bastante de eso.
      Para empezar, y puesto que de traducciones se trata, me gustaría que entendiera que un traductor no es un traslator, por mucho que el idioma inglés se empeñe en verlo así. Traductor, a diferencia de translator, no viene del verbo latino transferre, sino de traducere, que recalca la idea de transmisión. No se trata, por consiguiente, de tomar las ideas del autor, arrancarlas de su medio natural de expresión, en el que se desarrollaron, y trasplantarlas a otro medio, a otro idioma: operación llena de riesgos, como sabe cualquier aficionado a la jardinería. El traductor aspira a ser un cauce; nada más. Un vehículo, un trasmisor. Y su misión se ve cumplida en la medida en que consigue actuar como tal.
      Intuyo en el artículo de Norfolk cierta desconfianza con respecto a los profesionales del libro: editores, traductores, correctores y demás personas que hacen posible, en la práctica, que él cree su obra y ésta se difunda. Pero, puesto a desconfiar..., ¿por qué no hacerlo, en primer lugar, de sus lectores? La gloria y la servidumbre de la literatura estriban en que, a diferencia de una pintura o de una estatua, sólo se realiza en el acto de la lectura, cuando se convierte en comunicación. En esto se parece mucho a la música, que requiere un intérprete para existir como realidad sonora. Ahora bien, cada lector, como cada intérprete musical, lee la obra y la recrea desde su propia personalidad. Para cada uno las palabras tienen connotaciones propias, evocan recuerdos propios, suenan de manera distinta. ¿Es malo esto? En absoluto: es una riqueza añadida, lo que explica la pervivencia de la obra literaria. Si los versos de Horacio han llegado hasta nuestros días, no ha sido porque estuvieran hechos de una sustancia más perenne que el bronce, sino porque generaciones y generaciones de seres humanos los han interpretado y aplicado a sus vidas. Y porque ha habido incontables personas que han ayudado a que se trasmitieran: que en su momento los salvaron de la fragilidad de la cera que por primera vez los recibió como soporte.
      El traductor no aspira, no debiera aspirar, creo yo, a ser la máquina perfecta de trasladar palabras de un idioma a otro. El traductor es, primero y por encima de todo, un lector. Y aunque mi amigo Norfolk lo ponga en duda, su principal preocupación no es tanto la de ser fiel a la palabra escrita, cuanto la de entender lo que quiso expresar el autor, lo que sentía al escribir esas palabras, e intentar expresar eso mismo con todos los medios a su alcance. A veces se equivocará, por supuesto, pero esa fidelidad, más allá de las meras palabras, es su auténtica meta.
      Mi amigo Norfolk tiene que darse cuenta de que sus obras ya han salido de él. Lo que sea de ellas en el futuro dependerá de la belleza de que las dotó, pero también de la capacidad que tienen para suscitar en sus eventuales lectores —y, para empezar, en quienes hacen profesión de ser cauce por el que difundirlas— sentimientos tal vez no idénticos, pero sí semejantes a los suyos cuando las escribió.

Javier Calzada es editor y traductor, tiene tres hijas, ha plantado algún que otro árbol y ha sido responsable de la edición o traducción de unos 400 libros.
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From Peter Bush, Director of the British Centre for Literary Translation

On Translating Lawrence Norfolk,
Or Dialecting the Dialectics of Name


      How can I possibly translate 'Lawrence Norfolk'? Did his author intend to evoke a gay orientalist astride his motorbike or a miner from down pit in his cups or tub, Lawrence of Arabia or D.H. of Nottingham? Or did he have Sid and his music in mind? Clearly, however, a masculinist theme. Perhaps it was simply after his grandad or great uncle. Or maybe it was his authoress who insisted after an awakening experience, during the trial of Lady Chatterley, in a Norfolk wood amid a tangle of forget-me-nots. Because we must also account for the binomy, the strange coupling of 'Lawrence' with 'Norfolk'. But neither can we forget that Lawrence is a distinctly nouveau riche handle as on the school-friend who went to the French horn at the Suisse Romande. Eastern promise, proletarian petulance, sexual charge and suavit.
      Though before reaching a definitive determination as to a stunning translation, the multivalency of Norfolk deserves a greater spin. Spurning ducklings or the more contemporary turkey (lest Bernard lead to Stanley), in relentless pursuit of a symbolical solution on a higher plane, one is drawn to aristocratic conclusions, Norfolk as in 'the Duke of', a touch of the Shakespeares. Though not necessarily blue-blooded, taking the Windsors and Barbara as our example. And how exemplary! The world-upside down, that trope trickling down from medieval days, leads to a prime cut as Babs reaches sorrowfully out to Reggy dying in a ballad of Norwich gaol. The king of crime and the queen in name: it's all there.
      Now the translator has it too: the unknown sires of the aforesaid moniker wish to marry exotic with homespun grandeur. Countless readings of the text corroborate my musings, nay, my interpretation, a bargain at seventy quid per thousand. The protagonist betrays a penchant for the macabre dissections of virgins and Saints, a fondness for millenary nipples and foreskins that multiply like the proverbial bread and fishes. It too is all there in the first paragraph, sensually suggestive of whichever Lawrentian hue and the defence of Norfolk's castles where he is King. Against a dastardly crew of alchemists attempting to strip him of his meaning. And yet he prospers from their creations while they wither by the wayside. From their destruction of his castles, he phoenixes houses. In a final twist of nominal irony, down to the original writer's subtle sub-textuals, Norfolk is Lawrenced.
      Before formulating too quick a conclusion as to my translation I embark on an extra-paginal forage. Elatedly, I discover Walsingham, the Virgin's very own Norfolk shrine, pilgrimage there, forensic no hair but don't need to, that's only camouflage: illumination, epiphany, the heart of the name, snakes of temptation slithering round his castle of immaculate truth. Penis Hymen? Simple, Simon, an ancient joust of Lust and Non-Carnality.
      That night, I tossed restlessly in bed. After all this, how will I translate Lawrence Norfolk into my babel of tongues. As often is the case, wake up in early hours with obvious answer. Leave it as it is. Don't patronise your readers. Make sure they know they're reading a translation. Let Lawrence Norfolk remain tal cual, tel quel , alluringly exotic, disturbingly foreign or plain county. Above all, don't domesticate the guy!

Peter Bush is Director of the British Centre for Literary Translation and vice-president of the International Federation of Translators (FIT). His most recent publications are translations of Juan Goytisolo's The Garden of Secrets (Serpent's Tail, 2000), Landscapes of War: from Sarajevo to Chechyna (City Lights and Middlesex University Press, 2000) and The Voice of the Turtle, an anthology of Cuban stories (The Grove Press, 1999). He is editor of the Middlesex University World Literature Series and of In Other Words, the journal of the Translators Association (UK). The BCLT produced, with the British Council, the web-site www.literarytranslation.com
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De Juan Gabriel López Guix

Estar traduciendo.
A propósito de «Ser traducido o el pelo de la virgen María»
de Lawrence Norfolk

I

      El artículo de Lawrence Norfolk describe los sentimientos del escritor ante el hecho de ser traducido. Parece extrañamente adecuado reflexionar sobre algunas fantasías autorales en este momento en que se cumplen cien años exactos de la publicación de La interpretación de los sueños. Según cuenta Mircea Eliade, en las mitologías nacidas de sociedades agrícolas y alfareras, la creación tiene lugar ex nihilo o partiendo de la sustancia formada por un dios. En las posteriores culturas metalúrgicas, el sacrificio sangriento es la condición de la creación. Semejante cambio introduce la idea de que la vida sólo puede engendrarse a partir de otra vida que se inmola, que la creación es sacrificio.
      Norfolk no lo dice expresamente pero de su artículo puede inferirse que la creación del autor responde al primer tipo eliadiano, y la creación del traductor, al segundo. La imagen de Norfolk tiene la fuerza de una sacudida pulsional. La traducción es percibida como el descuartizamiento de un cuerpo sagrado. Un santo despiezado por píos adoradores... o por inescrupulosos traficantes de reliquias (sacrílego es, etimológicamente, «ladrón de objetos sagrados»). Esta operación necesaria y terrible desemboca en una segunda creación, la que libera la obra de los límites locales impuestos por la lengua en la que fue escrita y la universaliza. Aunque el resultado de los esfuerzos del traductor no es un clon del original —no puede serlo porque, entre otras cosas, se sitúa en un contexto cultural completamente diferente—, sino una obra análoga y autónoma.
      Resulta comprensible que Norfolk se inquiete ante el destino de su obra en manos de unos seres desconocidos y remotos. ¿Lograrán conservar los sutiles equilibrios con los que ha construido su obra? ¿Qué será de la sutilísima red textual tejida con ímprobo esfuerzo? El riesgo existe y está duplicado. El traductor —cualquier traductor— puede equivocarse, y también puede equivocarse el editor en el caso de que, por razones económicas, de premura editorial o mera ignorancia, se conforme con un texto que satisface todos los controles de calidad. Aunque lo cierto es que hasta el autor puede equivocarse.
      La traducción constituye una auténtica prueba de fuego para el original. En ella se corre el riesgo de que se malogren algunas de las delicadas complejidades que dan coherencia y vida a la obra. Por otra parte, también es una oportunidad para que algunas cosas mejoren. Existe un peligro de calcinación, pero también es una ocasión para cierta purificación, para eliminar las inconsistencias narrativas y léxicas de las que habla Norfolk.

II

      Como traductor, intento sentir el grado de sacralidad de la forma que tengo en mis manos. Ante un original, o ante cualquiera de sus partes, siempre estoy haciendo evaluaciones acerca de su importancia y decidiendo si tal o cual fragmento es una reliquia verdadera y, en caso de que lo sea, hasta dónde estoy dispuesto a llegar para conservarla. Poco convencido ante un hipotético «sobreentusiasmados» en la segunda frase del artículo de Norfolk, decido sin embargo conservar la palabra «entusiasmo» porque su significado etimológico crea un hermoso efecto en ese contexto. En cambio, tras varios intentos sin resultado satisfactorio, no logro mantener el mismo verbo («expressed», en el original) que se repite en el primer párrafo («leche procedente del pecho de María») y en el sexto («la intención expresada del escritor»), con lo que pierdo la anáfora, y lo siento aunque no sea intencionada. A cambio, corrijo una pequeña inconsistencia del original y en mi versión san José no asciende a los cielos.
En general, al traducir intento ser tanto más cuidadoso con las formas originales cuanto mayor es el cuidado y la coherencia, cuanto más alta es la carga de autoría que soy capaz de percibir en ellas. Algunos textos pueden ser tratados de «tú», otros exigen el «usted». Los lapsus y las inconsistencias sólo cuentan si son intencionadas.
      Sí, hay lucha y violencia. De hecho, la analogía que hace Norfolk del general dirigiendo una guerra en una multitud de frentes se ajusta también a la situación del traductor, que tiene que lidiar simultáneamente con una multitud de niveles lingüísticos, retóricos, semánticos y culturales diferentes. Y, es cierto, para eso necesita poder, que le sean transferidas las competencias. Y a veces también ocurre, como sospecha Norfolk, que se producen estallidos de creatividad. Lo exige el guión. Son necesarios para lo que viene después de la lucha, la restitución. Porque no sólo hay desmembramiento. La traducción, al ser la forma más intensa de lectura, implica un verdadero desguace del original, pero ése es sólo el paso previo a la reescritura en la otra lengua. En este desarmar y volver a armar se producen roces, desajustes entre las piezas, saltan chispas en el intento de hacerlas encajar. En este punto, también el traductor puede sentirse arrebatado por las emociones. Rabia y frustración. Sentimientos destructivos que pueden dirigirse contra el autor que ha logrado construir un juego de palabras o una frase que nos cuesta restituir, pero sentimientos que sobre todo se dirigen contra uno mismo por no dar con una solución satisfactoria o contra la propia lengua que en esas ocasiones nos da la impresión de ser un instrumento romo, pobre, inútil para nuestros propósitos. Hay una parte de espejismo en esta percepción porque más tarde, en el momento de la revisión, una vez dejado atrás el tumulto del cuerpo a cuerpo con las palabras y las formas, los arrebatos sanguíneos no vuelven a reproducirse y nos parece —no sin cierta sorpresa— que las cosas encajan de un modo aceptable.
      Y, además, está el placer. El placer de dar con una forma acabada y el placer de lo que uno encuentra por el camino. El artículo de Norfolk parte de la acepción teológica de la palabra inglesa translation, cuyo significado más común es «traducción», y se sirve de ella para realizar una analogía entre opus y corpus, entre el libro y el cuerpo de un santo sometido al desmembramiento. En castellano, la palabra técnica no es exactamente la misma, pero afortunadamente es un sinónimo y el juego puede mantenerse.
      El artículo me ha empujado a una pequeña investigación sobre despiece de santos y reliquias. En mi búsqueda terminológica apenas me he detenido en algunas interesantes cuestiones histórico-comparativas, en la relación de esa práctica cristiana con relatos de otros desmembramientos sagrados (Orfeo, Osiris) o con las prácticas mortuorias romanas y protocristianas; aunque he aprendido que san Jerónimo escribió un Contra Vigilantium, atacando a quien se había atrevido a criticar la división de los santos. Tras teclear «reliquias + santos» en un buscador de Internet me he encontrado a las seis de la mañana leyendo unas páginas del Teatro crítico del humanista Feijoo que parecían mucho más contemporáneas que la multitud de páginas apologéticas también encontradas. Ha sido una experiencia extraña, con la sensación de atemporalidad de los instantes previos al amanecer duplicada en la modernidad de lo pasado y lo caduco de lo contemporáneo.
      Asimismo, en mi fugaz zambullida en el mundo de las reliquias, he encontrado algunas referencias interesantes sobre esa singular reliquia que es el Santo Prepucio. Al parecer, esta reliquia (tipo crística, subtipo divina y clase cárnica, según una de las clasificaciones encontradas) no sólo suscitó profundos debates teológicos entre los doctores de la Iglesia (¿ascendió a los cielos junto con el resto del cuerpo de Cristo?, ¿lo estuvo esperando arriba?, ¿puede considerarse la circuncisión de Jesucristo como el derramamiento de una «protosangre» que anuncia la Redención?, ¿forma parte de ella?), sino que también he sabido de un grupo de místicas medievales en quienes desencadenó trances, visiones y éxtasis. Entre ellos destacan los de la monja beguina Agnes Blannblekin, muerta en Viena en 1315 y cuyos arrebatos culminaban con la comunión con esa Divina Forma. Sus memorias Vita et revelationes fueron prohibidas por los jesuitas, quienes las juzgaron pornográficas.
      ¿A cuento de que qué viene todo esto? Muy sencillo: necesitaba llegar a una palabra castellana para traducir translation en su acepción teológica y éstas son algunas de las maravillas de la ruta. Debo decir también que hallé la solución en la biblioteca más cercana, en las páginas de la Espasa, la mayor enciclopedia del mundo (¿el libro imposible del que habla Norfolk?).
Cuando traduzco, todo este trabajo de investigación y su correspondiente carga de descubrimientos me resulta fascinante; y en esta ocasión me ha hecho pensar en el libro de Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, dedicado a lo que llama los «escritores del No», los escritores que por alguna razón dejaron de escribir. ¿No pertenecerán los traductores a esa curiosa secta? ¿Para qué escribir obras propias —y aquí hago el improbable «acto de fe» de no considerar como obra propia una traducción— cuando son tales los tesoros que se esconden en el proceso de reescribir las ajenas?

Juan Gabriel López Guix es traductor del inglés y francés. Se dedica sobre todo a la traducción de narrativa, ensayo y divulgación científica, así como a la traducción para prensa. Entre otros autores, ha traducido libros de Julian Barnes, Joseph Brodsky, Douglas Coupland, David Leavitt, Michel de Montaigne, Vikram Seth, George Steiner y Tom Wolfe. Es coautor de un Manual de traducción inglés-castellano (Gedisa, 1997).
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De Celia Filipetto:

En su artículo «Being Translated, or the Virgin Mary’s Hair» Lawrence Norfolk nos habla de las paranoias que le inspiran la traducción y sus traductores. Como al celoso le quedan dos caminos, dejar que la duda le corroa el alma, o tener fe, entregarse con ojos cerrados y confiar en el buen hacer de sus traductores. Si, como dice Norfolk «Every church needs an altar, and every altar needs a dead saint» yo diría que «every author needs a translator». A pesar de que los autores duden de que la traducción refleje los matices de sus queridas obras, la traducción siempre es necesaria y posible. Y en ocasiones, como en el caso de Norfolk, además le paga la casa, sin duda, mucho más de lo que han podido pagarse sus traductores con el producto de sus versiones.

Celia Filipetto. Traductora .celia_filipetto@seker.es
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De Mercè López

The best thing I have ever read about translation is by Italo Calvino. With his usual insight, he said it all in one paragraph. It’s part of a paper significantly entitled "Tradurre è il vero modo di leggere un testo". The last sentence in particular is a perfect description of the task faced by any TBR translator with every new issue.

"Nei testi dove la comunicazione è di tipo più colloquiale, il traduttore se riesce a cogliere il giusto tono dall'inizio, può continuare su questo slancio con una disinvoltura che sembra -che deve sembrare- facile. Ma tradurre non è mai facile; ci sono dei casi in cui le difficoltà vengono risolte spontaneamente quasi inconsciamente mettendosi in sintonia col tono dell'autore. Ma per i testi stilisticamente più complessi, con diversi livelli de linguaggio che si correggono a vicenda, le difficoltà devono essere risolte frase per frase, seguendo il gioco di contrappunto, le intenzioni coscienti o le pulsione inconsce dell'autore. Tradurre è un'arte: il passaggio di un testo letterario, qualsiasi sia il suo valore, in un'altra lingua richiede ogni volta un qualche tipo de miracolo. Sappiamo tutti che la poesia in versi è intraducibile per definizione; ma la vera letteratura, anche quella in prosa, lavora proprio sul margine intraducibile di ogni lingua. Il traduttore letterario è colui che mette in gioco se stesso per tradurre l'intraducibile."

Mercè López

© 2000 The Barcelona Review

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